Corría el final del año 1939, apenas unos meses atrás, y en toda Austria se estaba exhibiendo una exposición itinerante de «Arte Degenerado». En ella, los buenos alemanes podían enfrentarse personalmente a algunas de las más obscenas creaciones de los artistas que gustaban en occidente: judíos, homosexuales y demócratas capaces de crear formas siniestras y sin sentido, contrarias a la estética y a los viejos cánones de belleza que habían regido en Occidente desde la época clásica. Estos artistas degenerados buscaban emborrachar a los jóvenes con su pseudocultura, inflamando sus pequeñas mentes con necedades y desatinos que les condujeran al abismo de la corrupción racial, de las ideas de izquierda o de la sodomía, entre otras conductas desviadas.
Cubismo, surrealismo, dadaísmo… esos eran los estandartes del Arte Degenerado o Entartete Kunst. Huyendo del tradicional arte figurativo, esos «supuestos» artistas se habían convertido en enemigos irreconciliables de la nación alemana. En la exposición se les ridiculizaba a través de una corrosiva cartelería, consiguiendo que los visitantes entendieran la locura que se había apoderado de algunas naciones europeas y lo importante que era que el hombre de la calle supiese apreciar, en contraposición, el buen Arte Heroico alemán. Toda creación artística, en tanto que la máxima expresión del genio humano, solo podía ser realizada desde los presupuestos éticos y morales nacionalsocialistas y por las manos de un hombre racialmente puro. De lo contrario, el arte es degradación, es perversión. Lo que podría haber sido grandeza y universalidad deviene la ruindad más grande que podamos imaginar.
El asesino recordaba cómo escupió sobre un cuadro de Picasso y el orgullo que sintió cuando los guardias, mientras le expulsaban del museo, le daban palmaditas en la espalda. Sabían que él era un buen alemán indignado por la visión de todo aquel falso arte libertino y disoluto. Le aconsejaron, secretamente orgullosos, que aprendiera a calmarse. ¿Qué pasaría si otros tomasen su ejemplo y ensuciasen o destruyesen aquellas muestras de la indecente cultura extranjera? Entonces, muchos alemanes o austriacos no podrían aprender la lección que trataban de enseñarles, ¿verdad? El asesino se dio cuenta, avergonzado, que aquellos hombres estaban en lo cierto, que debería ser capaz en el futuro de contenerse y no dar rienda suelta a su ira cuando algo ofendiera a sus ojos. Sin embargo, de aquella experiencia le había quedado una impronta imposible de borrar: odiaba a cualquiera que no siendo ario y nacionalsocialista tuviese la desvergüenza de dedicarse escribir, a pintar, a esculpir, a imaginar… Solo ellos, los puros, los elegidos, podían dedicarse a la más alta y excelsa tarea que podía emprender el ser humano: EL ARTE en mayúsculas.
Por eso, cuando descubrió, debajo de una de las literas comunitarias del barracón once, unos dibujos garabateados formando viñetas en una página, decidió que mataría al subhumano que se había atrevido a realizar algo que, por naturaleza, le estaba vedado a una criatura de su condición. Aquella era una sección habitada por españoles rojos, medio moros y comunistas, y sin embargo uno de ellos se atrevía a creerse un dibujante como el mismísimo Adolf Hitler. Este, como todo el mundo sabía, era el pintor más grande del mundo, aunque de momento sus pesadas tareas al frente de la Nación le impidieran seguir dedicándose a cultivar su arte.
—¿Estás mirando mi cómic? —le dijo de pronto Juan López exhibiendo una estúpida sonrisa de español subhumano, después de llegar del patio de revista arrastrando los pies.
El asesino asintió quedamente.
—Quiero hacer una obra similar en concepción al Little Nemo de McCay. ¿Conoces la obra de Winsor McCay? Busco una historia onírica pero real, de niños pero también para adultos. Llevo años trabajando en mi álbum. Lo tengo todo aquí, en mi cabeza. —Juan se señaló la sien y se echó a reír—. Si no pudiese dibujar creo que me volvería loco. He cambiado todo lo que tenía de valor por unos lápices y unas pocas hojas. Cuando se me acaban los lápices dibujo con ceniza y, cuando no me quedan hojas, lo hago sobre papel de váter… Ojalá un día se acabe esta vida de esclavo en el campo de Mauthausen y pueda regresar a casa. Mi mujer guarda todo lo que llevaba dibujado hasta que en 1936 estalló la guerra de España. Un día lo recuperaré, terminaré mi obra y volveré a ser el hombre que antes era.
El asesino miró en derredor y descubrió que se habían quedado solos. En el segmento o Stube A del barracón once, donde ahora se hallaban, no se veía a nadie, y más allá, en las estancias de los jefes de barracón y los aseos, tampoco se veía un alma. Si en el Stube B había alguien le traía sin cuidado porque quedaba demasiado lejos para que le viesen.
—Creo que voy hacerte un dibujo —dijo entonces el español, sin apercibirse que su interlocutor estaba dando la vuelta a la litera comunitaria y girando hasta situarse a su espalda. No desconfiaba de sus movimientos, pues le creía un ser inofensivo, incapaz de hacerle ningún daño. Pero pronto saldría de su error—. ¿Te gustaría un avión o…?
El asesino rodeó el cuello de su víctima con un alambre que le regalara su cómplice y que había guardado largo tiempo esperando una situación como aquella. Su adversario estaba débil tras una larga jornada de trabajos forzados en la cantera, y apenas pudo resistirse a su ataque. Murió en apenas unos segundos, sin soltar sus lápices, la mirada aún pérdida en un avión imposible que ya nunca sobrevolaría ninguna hoja de papel. Fue como arrebatarle la vida a un pajarillo con un sencillo giro de muñeca. El asesino sintió lástima del español subhumano, pero solo fue un breve instante, porque al cabo se acusó a sí mismo de debilidad, de guardar en su corazón un atisbo de empatía para un ser que no merecía una muerte tan rápida e indolora.
—No podía permitir que regresases a España y te convirtieses en un artista degenerado, Juan, amigo mío. Con tu muerte, le he hecho un favor al mundo, y también a ti, sin saberlo, pues no te convertirás en una aberración contranatural. Muerto a manos de un ario puro, has cumplido mejor destino que aquel que creías que te aguardaba. ¡Deberías darme las gracias!
El asesino prendió fuego a los dibujos del español y los arrojó sobre su cadáver, quedando este consumiéndose junto a aquello que más había amado en vida. Le pareció a su ejecutor una forma suprema de justicia poética y salió silbando por la puerta como si tal cosa. Se alejó un centenar de metros caminando sin prisas por el patio de revista y se quedó mirando cómo guardias y prisioneros acudían a la carrera al barracón once. Era el primero por la izquierda: desde lejos podía verse el humo negro propagándose a ráfagas por las ventanas. No tardaron en apagar las llamas y en llevarse el cadáver ennegrecido de Juan López. Varios españoles fueron azotados acusados de haber provocado el incendio. Uno perdió el sentido y se lo llevaron, agonizante, al Muro de los Aulladores, donde lo dejaron encadenado bajo un sol de justicia. Nadie les echó en cara, por el contrario, la muerte de su camarada: eso no era un crimen. Intentar destruir una propiedad del Reich, como era un barracón recién construido, eso era algo que no se podía permitir. Pero un español rojo más o menos en el mundo, era algo que a un buen alemán nacionalsocialista siempre le traería sin cuidado.
Y al asesino, por tanto, le traía sin cuidado que aquel maldito español degenerado hubiese abandonado para siempre el mundo de los vivos.