El rugido del motor de su Mercedes 540 resonaba por las calles de Sankt Valentin. Skorzeny miraba fijamente a la carretera, mordiéndose el labio inferior. Pensaba en Rolf, y la mera posibilidad de que estuviera en peligro le hervía la sangre. Apenas vio por el rabillo del ojo al niño que descendía del árbol. A su derecha, a algo menos de cien metros, comenzó a hacerle señales. Era uno de los miembros del grupo que jugaban en el patio trasero de casa de Rolf. Nunca le habían gustado. Desde el principio sabía que se traían algo entre manos. Había desconfiado especialmente del jefe del grupo, un muchacho siempre en sombras, que nunca mostraba su rostro. Más de una vez le había seguido, perdiéndose entre los patios y granjas del pueblo. Ahora sabía que ese hombre era Adolf Schule, que a su vez era Ícaro, que a su vez era el asesino que andaban buscando.

Skorzeny bajó la ventanilla y redujo la velocidad como si fuese a detenerse a hablar con el niño. El muchacho se confió y esbozó una sonrisa. Llevaba un cuchillo agarrado en la mano derecha, que escondía detrás de la espalda, listo para degollarle. Cuando Konrad se acercó a la ventanilla del conductor, Skorzeny pisó fuerte el acelerador y las ruedas chirriaron, dejando al mocoso boquiabierto, contemplando cómo se alejaba, burlado su puesto de control.

Al fondo, en la oscuridad, Jutta anticipó los movimientos de Bauer y había estado a punto de gritar a Konrad que no bajase la guardia. Pero el espía habría descubierto entonces su posición y probablemente Konrad no hubiese conseguido nada de todas formas: los hombres eran unos estúpidos y unos inútiles. Jutta no ignoraba que nunca alcanzaría, por ser mujer, ningún puesto de mando en la jerarquía nazi y que aquel momento era su único momento de gloria. Una mujer nunca entraría en la Gestapo ni dejarían a su cargo la Oficina de la Policía Política de un Lager. El resto de su vida tendría que servir a la patria pidiendo donativos, repartiendo banderolas o dando cursos prenatales para madres paridoras de hermosos niños arios, antes de convertirse ella misma en otra máquina de tener niños. De cómo enfrentase aquella, su única batalla, dependía su propia autoestima: nadie volvería a nombrarla jefa o responsable de nada, nunca volvería a tener a un hombre a su cargo. Aquel era su día de gloria. La radio llevaba años preparándola para sacrificarse por el Reich y esta era la ocasión de demostrar que ella era una buena nacionalsocialista.

Así que hizo lo único que podía hacer para detener a Harald Bauer: inmolarse por su Führer y por Alemania.