Harald Bauer nunca se había llamado Harald Bauer. Su verdadero nombre era Otto Skorzeny y era ingeniero de profesión. Había nacido en Viena hacía treinta y tres años pero era una de esas personas de gesto jovial que en las primeras décadas de su vida es imposible saber qué edad realmente tienen. Para no parecer un niño solía dejarse un poblado bigote, aunque, cuando tuvo que asumir la identidad de Harald Bauer se lo había recortado y así se había hecho pasar por un joven aprendiz de verdugo de diecinueve años en la Banda de la Calavera. Estaba seguro de que así sería más fácil hacerse amigo de Rolf Weilern.
No se había equivocado. Al principio, su principal preocupación había sido que Rolf encajase en su rol de miembro de la Banda de la Calavera, ya que tenía miedo que algún vecino o compañero lo denunciase a las autoridades tachándolo de incapaz y que, a causa de ello, algún funcionario demasiado escrupuloso decidiera ponerlo en alguna lista de «idiotas» que debían ser depurados. Estaba seguro que, llegado el caso, en la Cancillería del Reich revocarían una orden semejante, pero prefería no tener que pedir favores a sus superiores y solucionarlo todo él mismo. Le habían encomendado la misión de proteger a aquellos dos hermanos y, muy pronto, había descubierto cuáles debían ser sus prioridades, cumpliéndolas a la perfección. Al menos, hasta setenta y dos horas atrás, cuando todo se fue al traste con el descubrimiento del primero de los cadáveres, en los barracones en obras del nuevo Hospital de las SS. Desde entonces, no había dado una a derechas.
Su posición como guardaespaldas, infiltrado o lo que fuese, había comenzado, no obstante, mucho tiempo atrás. En realidad todo había sido fruto de la casualidad. En otoño de 1940 el Untersturmführer-SS Skorzeny servía en la 1.ª división Leibstandarte SS Adolf Hitler. Había combatido en Cambrais, muy cerca de donde la división de la Calavera de Theodor Eicke luchaba también a brazo partido contra los aliados. En una fiesta habían trabado amistad. Terminada la batalla de Francia fue llamado a la jefatura de las SS y se le eligió, tras unas pruebas superficiales, para una misión secreta. Por lo visto, venía recomendado. Skorzeny no ignoraba que detrás de todo aquello estaba el mismísimo Gruppenführer-SS. Le extrañó, sin embargo, que aquella misión especial consistiera en proteger la vida de dos sobrinos de Theodor, que servían a la Nación en la retaguardia, muy lejos del frente o de cualquier otro lugar donde, en principio, pudieran correr algún peligro. Pero no tardó en darse cuenta de que la misión era más importante de lo que parecía. Se le informó que seguiría formando parte nominalmente de la división Leibstandarte, y aunque trabajaría para los servicios de inteligencia de las SS, estos ni siquiera conocerían su misión, pues él solo respondería de sus actos ante el propio Adolf Hitler. No hizo más preguntas. Iba a servir personalmente al Führer y seguro que él tenía buenas razones para encomendar a un hombre de su valía una tarea semejante.
Sin embargo, tal vez el Presidente del Reich se hubiera equivocado al elegirle. Se estaban cometiendo a su alrededor una cadena interminable de asesinatos y él no tenía la menor idea de por qué. Las vidas de los dos hombres a los que tenía que proteger tal vez estuvieran en peligro, pero él no sabía en qué medida, ni cómo evitarlo, y de hecho su falsa identidad había sido revelada y los propios hermanos Weilern le consideraban el principal sospechoso. Por todo ello, se había refugiado en uno de los locales de las Juventudes Hitlerianas, en Rems, cerca de su familia, y allí llevaba sentado casi un día entero, esperando que la fortuna le diese algo que hacer. Sin embargo, aquel viejo edificio, la antigua sede del partido socialdemócrata alemán en la región, incautada tras su ilegalización, no le daba muchas oportunidades de ocio. Solo había salas vacías, toneladas de documentos inútiles y demasiado tiempo para reflexionar en los errores cometidos. Como por ejemplo, cuando había intentado hablar con Rolf y explicarle lo que estaba sucediendo. Le había seguido hasta el Castillo de Hartheim y trató de aprovechar la avería en el Opel para hablar con él, aunque fuese un breve instante. Aquella imprudencia casi le cuesta la vida, aparte de poner en peligro su misión. Y debía proteger a los hermanos Weilern, no ponerlos en peligro a ellos o a sí mismo. Así que, de momento, hasta que supiera cómo actuar, no tomaría más iniciativas.
—¡Maldita sea!
Otto veía pasar las horas y se paseaba como un animal enjaulado. Necesitaba algo que hacer. En el campo de Mauthausen, un lugar horrible que había aprendido a odiar más que a ningún otro lugar de este mundo, a menudo ocupaba su tiempo en las misiones que sus superiores llamaban Durchkämmen, que consistían en explorar los barracones de los presos buscando escritos con inclinaciones políticas, o cualquier artículo prohibido. Naturalmente, nunca encontraba nada, y aunque lo encontrase, no solía dar parte, pero ese juego del gato y el ratón le mantenía entretenido, alerta, porque los prisioneros inventaban mil maneras de esconder los objetos que le eran preciosos. Una teja suelta, una manta vieja, un pedazo de madera levantado del suelo… cualquier lugar era bueno para ocultar la foto de un ser querido, unos cigarrillos o un poco de comida hurtada en las cocinas. La comida, precisamente, era lo más valioso que uno podía poseer en el Lager. En un lugar donde seres humanos morían a centenares de inanición por los trabajos forzados, un trozo de carne reseca podía ser la diferencia entre la vida y la muerte.
Alejando de su cabeza los malos pensamientos, sacó de una carpeta la foto de Adolf Schule. Su madre, Dora, se la había dado cuando la visitó bajo la identidad supuesta del Inspector Dalbauhar. La miró con cuidado. El niño, en aquella fotografía no tendría más de seis años. Unos ojos despiertos, una mirada triste, cariacontecida, afligida por el llanto. Era la única instantánea que la señora Schule había podido salvar cuando su marido quemó todos los recuerdos de su hijo enfermo. Aquel rostro le resultaba familiar; aquella mirada triste todavía más, pero el niño había crecido y Skorzeny no terminaba de situar los rasgos en el cuerpo de un adulto. Porque el niño que le miraba era demasiado pequeño; ahora no se parecería lo suficiente a aquella foto para poder reconocerlo a primera vista. Necesitaba una foto más reciente. Entonces tuvo una idea. Se imaginó a Schule en su casa: un pequeño fanático nazi con mucho tiempo libre. Skorzeny sabía dónde habría empleado buena parte de ese tiempo.
—¡Muchacho!
Un joven estaba de guardia en el edificio de las Juventudes Hitlerianas. Sin dudarlo, le mandó que le trajera cualquier fotografía o publicación que tuviera que ver con desfiles o actos públicos de las Juventudes de los contornos. El muchacho así lo hizo, servicial, y Skorzeny se estuvo dos horas leyendo artículos del Völkischer Beobachter y otras publicaciones de propaganda nazi, la mayor parte locales. Luego ojeó cientos de panfletos de propaganda e informes de vacaciones campestres de las Juventudes en los años anteriores, actividades que los nazis llamaban Fahrt y los niños coloquialmente «irse de colonias». Pero sobre todo, en cada reportaje, diario o publicación, Skorzeny buscaba fotos: niños de uniforme caminando por un sendero, con el brazo en alto, haciendo ejercicios gimnásticos… Reseguía cada cara, cada gesto, buscando algo que le llamara la atención o un pie de foto que rezara: Adolf Schule en el desfile de Linz en honor al Gauleiter August Eigruber, por ejemplo. Al fin, cuando ya había perdido la esperanza, su corazonada tuvo éxito. En una foto de grupo, entre otros muchos niños vestido de uniforme, vio el nombre de Schule. Estaba rodeado de al menos veinte niños de su misma edad, haciendo cola para entrar a una exposición de Arte Degenerado. A primera vista, no reconoció a ninguno de aquellos muchachos, la mayoría adolescentes de quince años o dieciséis a lo sumo. Además, había pasado casi tres años. ¿Cuál de ellos sería? Desesperado por encontrarse tan cerca y a la vez continuar a ciegas, volvió a llamar al muchacho que estaba de guardia. Se llamaba Peter.
—Peter, quiero que llames a todos cuantos conozcas de entre tus amigos afiliados a las Juventudes aquí en Rems. Necesito a alguien que pueda reconocerme a un muchacho que estuvo en vuestra organización en Amstetten. Su nombre es Adolf Schule.
—¿Adolf el loco? —repuso el muchacho.
—¿Le conoces?
—¿Y quién no? Ese tipo estaba mal de la cabeza. Durante el poco tiempo que coincidió con nuestra tropa en Rems, nos denunció prácticamente a todos. Por no llevar el traje limpio, por no creer en las consignas del partido, por haber hecho un chiste sobre la persona del Führer… Los maestros le adoraban pero nosotros le odiábamos. En su pueblo consiguió que la mitad de los afiliados a las Juventudes lo dejasen. Cuando supimos que se había vuelto loco y se lo llevaron al Castillo de la Muerte, más de unos se alegró.
Skorzeny le entregó la foto al muchacho.
—¿Tú también te alegraste?
—Yo el primero —reconoció con una sonrisa su interlocutor, señalándole al tercer niño de la segunda fila—: Este es Adolf Schule.
Skorzeny se quedó mirando fijamente el rostro que le señalaban. ¿Dónde había visto antes esa cara? Aún estaba reflexionando sobre ello cuando la telefonista del centro entró corriendo en la habitación.
—Tiene una llamada urgente, Herr Skorzeny.
Corrieron hacia la centralita. Bajaron al piso inferior por una escalera baja y Otto casi se dio en la cabeza con el techo. Al llegar a la centralita, Otto cogió el teléfono, resoplando:
—Al habla el Untersturmführer-SS Skorzeny. ¿Con quién hablo?
—Aquí Karl Schultz, de la Gestapo. He recibido órdenes de darle apoyo logístico en caso de que surgieran problemas…
De pronto, la comunicación pareció cortarse. Se oyó un sonido parecido a un frenazo y al cabo el pitido de un claxon. Skorzeny comprendió que el oficial estaba llamando desde un teléfono de campaña y que el cable se cortaría en cualquier momento porque, por increíble que pareciese, estaban en movimiento con el cable aún conectado. La situación, sin duda, era grave, si estaban tomando medidas tan extremas.
—¿Qué sucede, por Dios? —dijo Skorzeny.
—Rolf Weilern ha llamado al Lager pidiendo ayuda. Parece ser que el asesino ha ido a Sankt Valentin para atacarle. Aún no estamos seguros del todo de que la información sea correcta, pero hay ciertos indicios sospechosos y… bueno, estaremos allí en cuestión de minutos.
—Perdóname, Harald, esto… Herr Skorzeny —dijo entonces una voz conocida. Era Otto Weilern—. Por un momento creí que era usted el asesino.
El asesino. Skorzeny cerró los ojos un breve instante y luego los abrió, mirando fijamente el rostro de la foto, que aún tenía entre las manos. Y entonces, súbitamente, lo reconoció. De hecho, lo habría reconocido desde el primer momento si no le hubiese despistado el uniforme de las Juventudes. Porque su mente no podía asociar al asesino con un uniforme nazi: cuando fue capaz de mirar aquel rostro y abstraerse de su uniforme, lo reconoció al instante.
—Voy corriendo a Sankt Valentin —gritó a sus interlocutores—; estoy a menos de cinco minutos de allí. ¡Detendré a Schule!
Pero antes de irse les dijo a ambos la verdadera identidad del asesino: el nombre por el que todos habían conocido a Schule en Mauthausen. A pesar de que, en ese instante, Otto Weilern estaba esquivando un carromato con un cargamento de heno y pasando entre dos bueyes y otros tantos desconcertados transeúntes, que descendían la pendiente del campo, no pudo evitar contener la respiración cuando supo la identidad del hombre que llevaba buscando tanto tiempo.
—Dios mío, Herr Skorzeny. Soy un completo idiota. ¿Cómo no me di cuenta antes? —La voz de Otto era la de una persona aterrorizada. Sabía que su hermano nunca desconfiaría del asesino. Rolf, por mucho que hubiese avanzado más que él en sus conclusiones, creía saber quién era el asesino: era el jefe de la cuadrilla de niños que jugaban detrás de su patio. Un muchacho alemán de los contornos que, de alguna manera, había tenido acceso al Lager para asesinar a Streisser o Boldt, entre otros. No se detendría a pensar en que, por fuerza, Schule, que aparentaba trece años, se había colado en el campo por mucho más tiempo que unos breves momentos, durante los que cometía sus asesinatos. No; Adolf Schule vivía permanentemente en Mauthausen bajo un disfraz y usaba al Blockführer Braun para poder entrar y salir a voluntad. Y Rolf, por mucho que tuviera dudas, nunca daría con el verdadero culpable. Amaba demasiado a aquel pobre niño porque le creía un igual, un alma solitaria, denostada por el nacionalsocialismo a causa de sus defectos: en el caso de Rolf, el ser un hombre con un coeficiente bajo, en el del asesino, el ser un pobre niño rojo, republicano, sordomudo y solo.
—¡Skorzeny! Rolf se va a dejar matar. ¡Se va a dejar matar! Ayúdelo. ¡No deje que Ícaro le haga daño!
Pero el teléfono se había descolgado y se arrastraba ya lejos del coche, dando botes por la carretera. Además, Skorzeny ya no estaba al otro lado de la línea. Corría a toda velocidad escaleras abajo, con las llaves de su Mercedes en la mano. Estaba resuelto a salvar la vida de su amigo.