George Bachmayer llegaba a la carrera arrastrando un rumor de gravilla pisoteada y exhalando unos gemidos de ansiedad que no tardaron en llamar la atención sobre su persona. Frank Ziereis giró la cabeza imperceptiblemente y contempló a aquella figura sudorosa que corría desde la puerta de entrada hacia donde ellos se encontraban, moviendo los brazos y haciendo señas como un vulgar colegial. Chasqueó la lengua. Sin duda, se trataba de nuevos problemas; de momento, ya tenía demasiados, como, por ejemplo, aquel coche calcinado con el cadáver de Braun en su interior que habían encontrado hacía media hora. Le había reconocido porque, luego de producirse una pequeña explosión, el cuerpo había salido despedido, medio quemado, aún consumiéndose. El rostro de aquel idiota judío se había salvado en parte y le miraba con sus ojos bovinos, en medio de un olor terrible a carne quemada. Parecía que el asesino tenía una especial predilección por el fuego. Primero, había quemado al dibujante español del barracón once y ahora hacía lo propio con su cómplice en ese y quién sabe cuántos crímenes más. Lonauer, informado someramente de los avances del caso, se había atrevido a hacer broma sobre este punto y había comenzado a comparar el cadáver del Blockführer con un pollo a la parrilla, rojo y emplumado, muy diferente a los seres humanos que quemaban en su Institución del Sueño, bien desnuditos y gaseados, en un ejemplo de productividad alemana.
—Oh, cállese de una vez, matasanos —espetó Ziereis, que desde un primer momento, había encontrado despreciable a aquel engreído de bata blanca. Pronto se apercibió que todos compartían su punto de vista.
La señora Schule se había quedado a unos metros, con Otto, que no creía que hubiese nada revelador o de interés en la exploración de aquellos restos calcinados. Ziereis vio que conversaban de alguna cosa y aguzó el oído, pues siempre procuraba estar al tanto de todo, le interesase o no.
—Adolf confesó a Lonauer que había sufrido abusos por parte de su esposo.
Dora Schule lanzó un suspiro.
—Mi pequeño sufrió mucho. Su padre era muy violento.
—El niño habló de «otro tipo» de abusos.
Hubo una pausa. El cadáver de Braun apestaba. Ziereis, con la excusa de alejarse del hedor, se echó a la nariz su pañuelo de seda perfumado y avanzó hacia Otto y la señora Schule, situándose discretamente a unos pocos pasos. Así podría oír el resto de la conversación de forma mucho más precisa.
—Mi pequeño sufrió mucho —repitió ella—. Mucho. Yo no podía hacer nada por evitarlo. Mi marido era el hombre de la casa. Entiéndalo, teniente.
—Yo no entiendo nada, Frau Schule. Lo que le hicieron a Adolf es una vergüenza y un crimen castigado duramente por la justicia. Para que un monstruo así pueda ver la luz, deben aparecer ciertos sucesos que condicionen la personalidad del asesino. Su marido es tan culpable como su hijo de todo lo que está sucediendo.
—Se equivoca, teniente. Creo firmemente que se equivoca en todo. Mi Adolf no ha hecho nada de lo que se le acusa. Ya verá como estoy en lo cierto.
—Pronto iremos a la ciénaga a reconocer el cadáver de su marido y me podrá decir si me equivoco o no.
—Está muy seguro que ese cadáver suyo es el de mi Alois.
—Es la única explicación lógica. Alois Schule fue la primera víctima de Adolf. El asesinato de su padre fue el detonante final, el pistoletazo de salida, de esta espiral de muertes.
Ziereis vio como ambos se daban la espalda; se evitaron muy educadamente a partir de ese momento. Un asunto menos del que preocuparse. Sin embargo, tal y como había anticipado Otto, una vez retirado el cadáver de Braun, no terminaban sus quebraderos de cabeza, pues tuvieron que ir a por los otros dos: los de la ciénaga. Y en el momento presente, mientras Bachmayer corría desde el Lager trayendo malas nuevas, aún los estaban reconociendo.
—Es mi marido, sí —dijo la señora Schule, cubriéndose la boca, horrorizada, cuando el rostro del primer cadáver de la ciénaga emergió después de volcar sobre él un cubo de agua.
—Yo tenía razón —concluyó Otto inmediatamente—. Schule es el asesino y su padre la víctima número uno de la que hablaba el plano de Braun. Solo nos resta dar con él.
El cabo Racht repitió la operación con el segundo cadáver y un nuevo cubo de agua. Un muchacho de corta edad, de entre doce y quince años, apareció ante la mirada atónita de la concurrencia. Vestía el traje a rayas de un preso. Habían esperado a alguien conocido; el hijo de un guardia, un muchacho del pueblo… pero esa cara no les era familiar. Nadie lo reconoció. Dora Schule negó también con la cabeza y se apartó a un lado, rompiendo llorar, mientras Ziereis la rodeaba con su fuerte brazo y la empujaba contra su pecho. Los sollozos de la mujer se fueron apagando lentamente en el regazo del comandante del Lager de Mauthausen.
—Entonces, ¿quién demonios es ese muchacho? —dijo el doctor Lonauer.
—¿Quién sabe? Y, a estas alturas, ¿a quién le importa? —opinó Schultz, el jefe de la oficina política, que también se había dejado caer por allí.
Mientras hablaban, Bachmayer continuaba apresurado su galopada, los últimos metros que le quedaban de aquella carrera de algo menos de un kilómetro. Frank Ziereis no dejaba de mirarle, preguntándose cuál sería la siguiente desgracia que tendría que enfrentar, y ya se imaginaba camino del frente, intentando dirigir una unidad de combate cuando no estaba preparado ni intelectual ni físicamente para una tarea semejante. Cuando cerraba los ojos, se veía a sí mismo muerto, tirado en una cuneta, y esa era una visión que le tenía desde hacía tiempo atemorizado, porque estaba convencido de que era su ineludible destino.
—Maldita «mermelada» —dijo de pronto el cabo Racht tras pisar por error un rastro de sangre y vísceras que provenía de uno de los presos que había ejecutado, y que se amontonaban cinco metros más allá. En efecto, todos los presentes, durante el reconocimiento de Alois Schule, habían obviado los diez cuerpos que estaban tirados un poco más a la derecha: se trataba de los miembros del Kommando de prisioneros, que habían sido ejecutados después de drenar la ciénaga. Estos cadáveres, recientes, de apenas hora y media atrás, todavía rezumaban líquidos a causa de su asesinato a sangre fría, y apilados los unos sobre los otros, habían formado un gigantesco charco de sangre que avanzaba lentamente hacia Frank y su improvisado equipo de investigadores. Ese rastro de linfa, ese tinte escarlata que tiñe la parte inferior de tus botas, la sangre de los inocentes, hacía tiempo que las SS del campo de Mauthausen lo llamaban «mermelada» (marmelade en alemán), una forma irónica de referirse al último rastro de la muerte que, convertida en algo cotidiano, quedaba prendida en los enlosados de aquella fábrica de verdugos que había sido creada para mayor gloria del Tercer Reich.
—Rottenführer-SS Wilhelm Racht —ladró Frank—. Arroje esos cadáveres a la ciénaga. ¡Inmediatamente!
—¿No los vamos a quemar como hacemos siempre, en los hornos, Herr Lagerführer?
—Qué más da —dijo Ziereis, sentándose en su silla, mientras reflexionaba sobre los cadáveres desnudos que quemaban en Hartheim y de los que se vanagloriaba Lonauer. Él mataba y quemaba a muchos más que aquel doctor de pacotilla, pero no disfrutaba con los subhumanos una vez muertos. En vida, cuando aún se les estaba matando o torturando psicológicamente o devastando sus cuerpos en la cantera… eso sí era divertido. Pero, una vez muertos… no. Era cosa de muy mal gusto disfrutar del acto de eliminación de los residuos. Lo encontraba enfermizo—. Ahora solo quiero que los saque de mi vista. Además, ¿no habíamos quedado en la vía del tren que obedecería mis órdenes y no haría preguntas?
El cabo se cuadró y procedió a arrojar el primer cuerpo a la ciénaga. Como no se hundía, Racht lo cogió de una pierna y lo fue arrastrando a la parte más honda hasta que desapareció. Cuando hubo terminado fue a por el segundo cadáver.
—Se presenta el Schutzhaftlagerführer Georg Bachmayer… —comenzó el jefe de seguridad en ese momento, con la voz entrecortada luego de su carrera.
—Diga lo que tenga que decir y deje las formalidades para otro momento —le interrumpió Ziereis, con gesto adusto.
—Tengo un mensaje urgente para ustedes.
—Pues razón de más para que nos lo diga ya —apuntó Frank, que hacía tiempo que había perdido la paciencia.
Bachmayer comenzó a leer un papel que llevaba en la mano, como si no pudiera recordar el mensaje o no terminase de creer lo que había apuntado.
—El Sturmmann-SS Rolf Weilern pide que vayan a rescatarle inmediatamente a Sankt Valentin. Afirma que Adolf Schule, el asesino, y el Lagerältester de nuestro campo, Markus Keller, más conocido como Godzilla, se han personado en su vivienda con la intención de asesinarle. El verdadero asesino no es Harald Bauer, como antes creíamos, ya que este, afirma Rolf, es en verdad un agente de la SD. —Bachmayer miró a la concurrencia, para comprobar el efecto de sus palabras en la misma. Meneó la cabeza y prosiguió—: El culpable, a juicio siempre de Rolf Weilern, no es sino el jefe de la banda de niños que juega en el patio de detrás de su casa a guardias y prisioneros. —Levantó de nuevo la cabeza en dirección a Otto—: Asegura su hermano que usted entenderá a qué se refiere. Por último, aconseja que se pregunte a Lonauer y a la señora Schule sobre el aspecto de Adolf y qué querían decir cuando afirmaban que no aparentaba su edad. Fin del mensaje.
Ziereis soltó una carcajada.
—Vaya. Su hermano ha resuelto el caso. ¡Enhorabuena! —dijo, mirando a Otto, que se había quedado mortalmente pálido—. Un grupo de niños son los asesinos. Maravilloso. Menos mal que tenemos a Rolf porque de lo contrario nunca habríamos dado con la verdad.
Ziereis volvió a reír, doblándose sobre sí mismo. Nadie le secundó. Una atmósfera extraña flotaba en el aire.
—Herr Lonauer, dígame. —Otto tampoco encontraba graciosa aquella situación y se había dirigido al doctor con una voz, aunque sosegada, que dejaba translucir un punto de pánico—. Antes, cuando hemos hablado, usted ha comentado que Adolf no aparentaba su edad. También lo hizo Frau Schule. Yo he entendido en ambos casos que aparentaba mucha más edad, en tanto mi sospechoso, Harald Bauer, aunque contaba en su documentación aparentemente con diecinueve años, en realidad podría pasar por un hombre de veinticinco o más. ¿Encajaría Adolf en esta descripción?
Dora Schule se adelantó al doctor en la respuesta. Seguía creyendo que su hijo era inocente y, aunque no entendía muy bien lo que estaba sucediendo, intentaría probarlo mientras le quedasen fuerzas.
—¡De ninguna manera! Todo lo contrario. Mi hijo es muy delgado, bajito, de apenas metro cincuenta. Cuando yo decía que no aparentaba su edad me refería a que a los diecisiete parecía un niño de trece como mucho. Seguro que el doctor corroborará lo que digo.
—En efecto —dijo Lonauer—. Además, tenía ese tipo de gesto aniñado que podría haberle hecho pasar por alguien mucho más joven.
—Entonces, si el asesino no es Harald… —Otto frunció el ceño, intentando pensar con la velocidad que la situación requería. Se volvió y miró el cadáver del muchacho con traje de a rayas que había encontrado junto al padre de Schule. Y entonces se dio cuenta de que la teoría de su hermano de que un niño o, más bien, alguien que parecía un niño, había venido a asesinarle, no era ni mucho menos descabellada.
En ese momento sucedieron varias cosas al mismo tiempo. Otto se abalanzó hacia el Kübelwagen del doctor, dispuesto a montar en él y emprender una loca carrera hacia Sankt Valentin. Sin embargo, Karl Schultz, que estaba más cerca que ninguno del automóvil, pues había contemplado la escena del reconocimiento de los cadáveres a una prudente distancia, para no ensuciar sus botas ortopédicas, fue el primero en llegar al vehículo.
—Por orden de la Cancillería del Reich le conmino, Oberstumführer-SS Weilern, a que me dé un minuto antes de ir en busca de su hermano. El Untersturmführer-SS Skorzeny está mucho más cerca que usted de la casa y podrá llegar probablemente a tiempo de detener a los asesinos, si realmente es verdad lo que acabamos de oír.
Entonces se apercibieron todos que Schultz había conectado un Feldfernsprecher al tendido telefónico. El Feldfernsprecher era el modelo estándar de teléfono móvil de campaña y se utilizaba especialmente para estar conectado en situaciones de combate. Sin embargo, también podía tener otras aplicaciones: ahora les permitiría hacer una llamada rápida sin haber de recorrer el kilómetro hasta la entrada del Lager que terminaba de hacer a la carrera Bachmayer. Ganarían unos segundos preciosos. El jefe de la oficina política puso en funcionamiento la dinamo del aparato dándole vueltas a una manivela y gritó: «¿operadora?».
En aquel momento de la investigación, Frank estaba preparado para oír casi cualquier cosa, menos que aquel cojo estúpido tomase las riendas del asunto y pretextase tener órdenes directamente de Berlín. ¿Acaso no era él, Frank Ziereis, el comandante en jefe del campo? ¿Tenía el comandante que enterarse siempre el último de todas las cosas?
—¡Schultz! No habrá creído por un momento en las palabras de ese tonto de Rolf, ¿no? Además, ¿por orden de quién dice que está actuando? ¿Del Führer? ¿Y quién demonios es ese tal Untersturmführer-SS Skorzeny?
Karl Schultz levantó la barbilla, pavoneándose delante de su jefe.
—Ayer noche recibí instrucciones especiales en la Oficina de la Policía Política. Se me informó que el hombre que conocemos como Harald Bauer se llama en realidad Otto Skorzeny y estaba en nuestro campo realizando una misión de vigilancia privada en nombre de nuestro Führer. Por alguna razón que desconozco, debe preservarse a toda costa la vida de los hermanos Weilern. Se me informó también que estuviera preparado para una acción rápida en caso de que surgieran inconvenientes.
Schultz no añadió nada más a su aserto y, volviendo a tomar el auricular de su Feldfernsprecher, comenzó a hablar con la operadora.
—Póngame con el edificio de las Juventudes Hitlerianas en Rems —dijo Schultz, mientras se encaramaba al pescante del vehículo. Al cabo de unos instantes de tensa espera, dijo en voz alta, para que todos le oyeran, que no encontraban a Skorzeny, que le estaban buscando.
—¡Por el amor de Dios! —Ziereis tumbó su silla Thonet de una patada y luego penetró en la ciénaga, mientras gritaba, presa de un repentino ataque de nervios—: ¡En el campo de Mauthausen yo soy el último mono! ¡Nadie me explica nada porque, claro, yo soy solo un simple Lagerführer, el comandante en jefe! Antes que yo debe informarse a tenientes, cabos, sargentos, y a todo el que pase por ahí… ¡a todos menos al comandante! ¡A todos menos a su comandante, pandilla de inútiles! ¿Para qué me van a informar a mí de nada desde Viena o Berlín? ¿Para qué, cuando puedo pasearme por el Lager haciendo el ridículo con la boca abierta, de sorpresa en sorpresa todo el maldito día? No, claro, eso es mucho más divertido. ¡Mirad como me río! ¡Ja! ¡Ja! ¡Me parto de la risa!
Mientras Frank Ziereis avanzaba chapoteando y el barro le llegaba ya a la cintura, Otto seguía de pie, delante de la puerta del Kübelwagen de Lonauer, esperando. Apenas podía aguantar más sin hacer nada, sin poner el coche en marcha e intentar al menos regresar a casa lo antes posible. Volvió la cabeza, intentando pensar con claridad, y su mirada tropezó de nuevo con el cadáver del niño encontrado en la ciénaga. ¿Por qué Schule le había matado? ¿Por qué Braun no había señalado ese cuerpo en el mapa? ¿O no lo habían matado ellos? La presencia de aquel cadáver significaba algo. Lo tenía en la punta de la lengua. Si hubiera dormido al menos cinco horas la noche anterior seguro que ahora sería capaz de entender la importancia de ese asesinato, que no formaba parte de la lista de Schule. Espera, era la lista de Braun, la lista en el mapa que había confeccionado el Blockführer. Adolf Schule no tenía ninguna lista. ¿Acaso había matado a aquel niño a espaldas de su cómplice? Y si era así… Por un momento, estuvo a punto de descifrar el último término de la ecuación, pero volvió a desaparecer, a escaparse entre sus dedos. Eso le hizo sumirse en la desesperación.
—Por favor, Herr Schultz, debemos partir ya —suplicó.
Por fin, Karl había conseguido contactar con Skorzeny y hablaron brevemente. Mientras esto sucedía Otto dio la vuelta al automóvil y se subió por el lado del conductor.
—No puedo esperar más, señor.
—¡Pero el teléfono está conectado al poste! —objetó este—. Si pone el coche en marcha arrancará de cuajo el tendido o el teléfono, o ambos, a los pocos metros.
Otto sonrió. Una sonrisa felina, la de un padre que lucha por defender a su hijo, la de un hermano menor que lucha por defender a su hermano mayor.
—Pues entonces, Jefe, le aconsejo que acabe su pronto con su conversación… ¡y se agarre bien fuerte!