XV

Frank Ziereis nos esperaba en su despacho de la comandancia, sentado en una de sus sillas de diseño y bebiendo un trago tras otro de licor de naranjas. Parecía frustrado, se le marcaban las ojeras en la cara y por su gesto parecía a punto de saltarnos encima, como un gato cuando tiene el lomo erizado. Detrás de él, estaban los dos hombres que le seguían en la línea de mando. El primero lo era de facto y se llamaba Georg Bachmayer. Era el encargado de la seguridad del campo. El segundo era el jefe de la oficina política y respondía al nombre de Karl Schultz. La Oficina Política, era la forma eufemística de llamar en los Lager a la Gestapo, y esta tenía tanto ascendiente en cualquier punto del Reich que, de hecho, todos la considerábamos una autoridad aparte, tan poderosa casi como el propio Bachmayer. Tal vez incluso más.

—Supongo que por fin se ha dignado a venir —dijo Ziereis, entre sorbo y sorbo de licor.

—No me fue posible hacerlo antes, Herr Lagerführer. Estaba investigando una pista y cuando se me avisó de la muerte del Rapportführer Boldt, terminé con los temas más esenciales y he venido de inmediato.

Ziereis se secó el sudor de la frente con un pañuelo de encaje. Era un pañuelo de mujer, pero ninguno nos habíamos atrevido todavía a sacarle de su error. La obsesión de nuestro comandante por parecer refinado a pesar de ser un hombre inculto le jugaba malas pasadas como aquella.

—Supongo que fue Braun el que le avisó. Yo mismo le di la orden.

—Sí, señor. Hace unas dos horas y media, aproximadamente.

—¿Y ha sabido algo de él desde entonces?

—No, señor. Y me atrevería a inferir que tanto él como el Sturmmann-SS Harald Bauer, están desaparecidos.

Ziereis enarcó una ceja. No era la primera vez que mi hermano le sorprendía con una de sus deducciones. Seguramente tampoco sería la última.

—Ahora sería largo de explicar cómo he llegado a esa conclusión solo a través de la observación externa de ustedes tres —dijo Otto, algo endiosado—. Lo importante es repasar las pistas antes de que el rastro de los sospechosos se borre. Con su permiso, me gustaría empezar por la celda donde murió el Rapportführer.

Ziereis asintió y, algo torpe por los excesos con el alcohol, se levantó titubeante, botella en mano, y enfiló camino del campo interior. Bachmayer iba tras él, mostrando una sonrisa inquieta en su rostro petulante. Les seguía de cerca el jefe de la oficina política y, cerrando grupo, mi hermano y yo.

—Ha sido un día de locos —comentó Ziereis, señalando al fondo del patio de revista, que ahora transitábamos.

—Un día ciertamente extraño —convino Bachmayer.

—Un día lamentable —corroboró Schultz.

Con el trío de altos mandos a la cabeza, terminamos de atravesar la Appellplatz. Por el camino se nos sumó el prefecto Godzilla, que siempre seguía a Bachmayer como un perrito faldero a su amo. El gigante me lanzó una mirada simiesca y rabiosa: tal vez, al igual que yo mismo, no se quitaba de la cabeza la última revista de Boldt, que había tenido lugar allí mismo y en la que el tonto de Rolf había estado haciendo ejercicio hasta desfallecer con los prisioneros españoles. Como muchos, él me odiaba porque se consideraba superior a mí y no entendía cómo yo podía ser un SS y él un simple preso; acaso el superior de todos, el Kapo de todos los Kapos, pero un preso al fin y al cabo.

Girando a la derecha, luego del tercer barracón, llegamos al área de detención, que todos conocíamos popularmente como el Bunker. La guardia gritó «Heil Hitler» y todos, maquinalmente, respondimos «Heil».

—Ha sido un día de locos —repitió Ziereis, adentrándose en el entramado de celdas y precipitándose hacia una de las primeras, a su izquierda—. Yo había estado interrogando a esos pobres diablos triángulos rojos junto con Braun durante unas horas. Al principio, llegué a convencerme de que, después de todo, tal vez uno de ellos era nuestro asesino. Era lo más fácil: un criminal político que comete crímenes políticos. No hay nada más cerca de un nazi extremista que un antinazi extremista. Fueron unos interrogatorios muy ligeros, nada del otro mundo, creo que solo han muerto uno o dos de los hombres que interrogamos. Y todo por culpa de esas manazas del Blockführer Braun.

Godzilla hizo un gesto a Bachmayer y este le devolvió el gesto, tres dedos levantados de la mano derecha, a su comandante. Ziereis asintió:

—Bueno, dos o tres muertos. ¡Qué más da! El caso es que no sacamos nada en claro de ninguno de ellos y me fui a descansar a la cantina. Allí me encontré con mis dos amigos, con Georg y con Karl, aquí presentes, y me di cuenta de que si no podía confiar en ellos no podía confiar en nadie. Así que les conté con un poco más de detalle todo este embrollo absurdo con ese asesino que nos está volviendo locos.

»Al poco un miembro de la guardia acudió afirmando que Braun les había ordenado abandonar su puesto en el Bunker. Así que decidimos regresar los tres a ver cómo llevaba los interrogatorios Braun, pensando que se había vuelto loco y había decidido dar rienda suelta a sus instintos asesinos matando a todos los malditos triángulos rojos. Pero en lugar de unos comunistas muertos, nos encontramos con el cadáver del Rapportführer Boldt. Fue un espectáculo de lo más desagradable.

Otto y yo llegamos entonces a la altura de Ziereis, parado delante de la verja de hierro de la celda número tres. Allí pudimos ver el cuerpo sin vida de mi torturador. Tirado en el suelo, encorvado por el dolor y convertido en un trozo de carne inerte, no parecía tan temible como cuando me ordenaba levantar y bajar una pierna, saltar, arrodillarme o postrarme de hinojos hasta la extenuación delante de sus botas recién enceradas. Ahora era solo un patán muerto, uno de los pocos hombres que habían muerto en Mauthausen y que realmente se lo merecían. Mi hermano se inclinó sobre el cadáver y le olió el aliento.

—Sí, cianuro —apuntó Ziereis—. El médico del campo le ha echado un vistazo, aunque no le he dejado mover el cadáver hasta que usted llegase. Además, quería también que viese el segundo poema de nuestro asesino. Se trata de un sencillo pareado. Parece que esta vez ha tenido la decencia de no poner a prueba en exceso nuestra paciencia con su prosa infantil y demente.

En el suelo, con tiza en lugar de sangre, el asesino había escrito:

Con cicuta el padre homicida fue castigado

pues nadie recordará su nombre

—¿Nada más? —dijo mi hermano.

—Nada más —repuso Ziereis.

—No me parece un pareado sino un poema incompleto. Usted debió llegar cuando el asesino aún estaba terminando de escribir su sexteto.

—¿Sexteto? —terció Georg Bachmayer.

—Sí, es la forma poética que utilizó en el primer asesinato en el campo, el del cabo Streisser. O poco conozco a nuestro asesino o quería repetir el mismo juego con la misma construcción poética. Estoy seguro de que es un hombre de costumbres.

Bachmayer y Schultz intercambiaron una mirada de inteligencia.

—Si es cierto lo que dice, entonces todo cobra mayor sentido —dijo Karl Schultz, poniendo esa cara de saberlo todo que ponen siempre los de la Gestapo—. Cuando llegamos los cuatro…

—¿Los cuatro? —le interrumpió mi hermano.

Schultz, que cojeaba de un pie y odiaba las interrupciones, se volvió lentamente girando sobre su calzado ortopédico.

—Sí, los cuatro. También nos acompañaba, como ahora, el Lagerältester, el prefecto de los prisioneros. —Godzilla exhibió una enorme y bovina sonrisa al ver que le nombraban—. Pero bueno, eso es lo de menos. De lo que quería hacer mención y que, de alguna forma, explicaría lo del poema incompleto, es que, cuando llegamos a la puerta del Bunker, Braun vino a nuestro encuentro. Gritaba, aparentemente muy excitado, que acababa de encontrar muerto al Rapportführer.

Ziereis intervino de nuevo entonces:

—Inmediatamente, como es natural, mandé al propio Braun a buscarle para que le informase a usted, teniente, de lo sucedido. Ese fue mi error. Con la impresión, me había olvidado de que la guardia del Bunker le había señalado a él como el culpable de que abandonaran su puesto. Entiéndalo, ¿cómo iba a sospechar que Braun pudiese estar implicado? Yo le creía un hombre de mi absoluta confianza. Le envié a él porque no quería que nadie más se enterase de este desagradable asunto sin saber que…

—Y entonces descubrieron que Braun había alejado a la guardia con cualquier subterfugio, como transmitirles una falsa orden suya, para que abandonasen su puesto mientras el asesino entraba aquí y daba su veneno a Boldt. —Mi hermano había interrumpido por segunda vez a uno de los mandamases del campo y yo me di cuenta de que este error, aunque provocado por el deseo de Otto de ir avanzando lo más rápido posible, en realidad era una prueba de su falta de sueño. Si era incapaz de darse cuenta de que su actitud era una falta de respeto que no gustaba a aquellos estúpidos nazis engreídos, es que comenzaba a perder facultades. Por un momento, me pregunté si acaso sucedía que le daba igual lo que pensasen.

—Más o menos fue así —reconoció Ziereis—. Alejó a los centinelas del Bunker pretextando una orden, pero no mía sino de Georg, que es el superior directo del pelotón, y estos fueron a reunirse con la guardia de extramuros, encontrándose con que la orden era falsa. Braun debía saber que solo tenía unos minutos y que, al cabo, todos sospecharían de su implicación en todo el asunto. Corrió muchos riesgos para nada.

—O no, comandante. Braun sabía que usted le enviaría a él a buscarme. ¿A quién sino a uno de los pocos que sabían lo que estaba pasando con nuestro asesino? Probablemente ya tenía pensado no regresar. Me llama más la atención el que viniese finalmente a explicarme lo que había sucedido en el Bunker. Si obedeció la orden no fue por usted, señor. Él sabía que a aquellas alturas ya le estarían buscando y que su futuro ya no estaba en las SS. Si vino a avisarme es porque o bien quería alejarme de mis pesquisas en el castillo de Hartheim o bien deseaba que regresase aquí lo antes posible. En ambos casos, es algo de momento que no acierto a comprender.

Bachmayer dio unos golpecitos en la espalda de mi hermano.

—No habíamos pensado nada de eso. Es usted un hombre muy inteligente, Herr Weilern. Muy inteligente…

Georg Bachmayer, no era precisamente un ario de postal o de propaganda. Natural de Bavaria, se trataba de un tipejo sin estudios, de piel oscura para ser uno de los nuestros, estigma del que se burlaban muchos a sus espaldas. Era, además, un hombre especialmente poco agraciado: de dientes sobresalientes, una mano inútil y una gestualidad vulgar y soez. Le olían mucho los sobacos y no creo que se los hubiese lavado en su vida. Antes de la guerra, había trabajado siempre de forma eventual en oficios mal pagados; solo su servicio en los campos de concentración le permitió ascender a un buen nivel social. Adicto a los prostíbulos y a sus perros, tenía en el primero de ellos, de nombre Lord, a su mejor amigo. Yo siempre creí que era un reprimido sexual; había tenido problemas por golpear a un par de prostitutas en Linz, por lo que había oído. Odiaba a sus congéneres por sus propias limitaciones físicas y su color de piel oscuro, por lo que gustaba de gasear a los presos más jóvenes y, especialmente, lanzar a sus perros a devorar a los insolentes. Yo creo que era un psicópata. Curiosamente, este tipo de hombres, los sádicos que se valen del nacionalsocialismo para ver cumplidos sus deseos enfermizos, siempre se sienten atraídos por mi hermano.

—Gracias Herr Schutzhaftlagerführer —repuso complacido Otto a la adulación de Bachmayer, utilizando el interminable y relamido nombre con el que en las SS de la Banda de la Calavera se designa al jefe de seguridad de un campo de concentración. Recordé entonces que era el mismo cargo que ostentaba Joseph F. en su campo de concentración imaginario, en un patio abandonado junto a mi casa.

Seguro que Joseph, a sus siete años, haría mejor aquel trabajo que Georg, «el gitano sanguinario», pues ese era el apodo que su tono de piel y su crueldad le habían granjeado entre mis amigos españoles.

—No hay que darlas. Es la verdad, Herr Weilern.

—Es usted muy amable, Herr Bachmayer —dijo entonces mi hermano, atreviéndose a un trato más familiar con su superior. Y siguieron hablando un buen rato, entre risas cómplices, halagos y alabanzas que iban y venían en ambas direcciones.

Otto Weilern había hecho un nuevo amigo. Como él, un buen nacionalsocialista.