XII

Volví a oír aquellos gritos, mientras me desperezaba, y me di cuenta de que se trataba de aullidos de alegría, de silbidos, de palmas, de juegos de niños. Me acerqué al balcón intentando despejar mi cabeza que, todavía embotada, no terminaba de entender por qué ya estaba anocheciendo. De pronto, los gritos cesaron. A través del ventanal, entreabierto, descubrí una luna en cuarto creciente asomarse e iluminar las aguas que, perezosas, discurrían por un extremo de mi jardín. Abrí un batiente, me asomé y distinguí a lo lejos la figura de Joseph F. y a su grupo de amigos, despidiéndose tras otra tarde de juegos imitando a sus mayores en los campos de exterminio. Un prisionero rezagado salía entonces de una caja que pensé simulaba una celda de castigo, y Joseph le dio un imaginario tiro de gracia en la cabeza con un palo de madera. El niño-prisionero, sobreactuando, se echó las manos al pecho y cayó teatralmente hacia atrás con los brazos extendidos. Jutta y Gertrud, las dos muchachitas arias que completaban el grupo, aplaudieron a rabiar la ocurrencia como buenas hermanas que eran y cubrieron de besos al comandante de su Lager imaginario.

Era ya muy tarde y ese último juego marcó el final de su jornada; al cabo, la chiquillería fue disolviéndose en diversas direcciones. El líder del grupo, aquel muchacho espigado que me rehuyera el día anterior, se me quedó mirando un buen rato, plantado con los brazos en jarras, como desafiándome. Desde aquella distancia no pude verle bien, pero su gestualidad era inconfundible: cuerpo en tensión, puños crispados… incluso escupió al suelo un par de veces. Esta vez ya no cabía duda: el muchacho era el hijo de algún comunista al que habían purgado las Tropas de Asalto SA en 1933, o, en cualquier caso, alguien que odiaba al régimen nazi y todo lo que representaba. No se lo pude echar en cara. Hay muchos austriacos que nos odian a escondidas y un niño de doce o trece años tiene tanto derecho a despreciarnos como cualquiera de sus mayores. Este, por lo menos, no trataba de disimularlo. Algo llamó entonces la atención del muchacho y echó a correr calle abajo súbitamente, casi atropellado, como si huyera de alguna cosa. Miré en derredor pero no me pareció ver nada fuera de lo usual. Un hombre había aparecido por un extremo de la plaza y encendía un cigarrillo al amparo de un portal. Suspiré aliviado. No quería enfrentarme a un mocoso por culpa de los crímenes de otros, que el pobre llegase por un azar a golpearme y algún funcionario escrupuloso considerase que era un niño rebelde, imposible de reeducar, y se lo llevase a una Institución del Sueño. No sería la primera vez que un joven acaba en un sitio parecido por atentado contra la autoridad, por levantar la mano contra la sacrosanta figura de un miembro de la Banda de la Calavera.

Joseph y Gertrud se habían quedado los últimos, hablando de sus cosas. Me pareció que se gustaban. El niño, muy tieso en medio del patio, con su gorra de aviador y su porte de guerrero, debía todavía esperar a que su madre volviese del trabajo para regresar ambos a Amstetten. Gertrud, la de los cabellos trenzados como la heroína de una ópera de Wagner, la que un día, no os quepa duda, será una líder regional de la Liga de las Muchachas Alemanas, me reconoció espiándolos desde mi atalaya y me saludó moviendo muy rápido una mano, entre risitas cómplices. Joseph se volvió entonces.

—¡Buenas noches, Herr Sturmmann-SS! —dijo la niña, con un tono extraño en la voz, como si riese, y se perdió calle abajo, adentrándose en la tibieza de la noche, con una temperatura extrañamente suave para aquella época del año.

—¡Buenas noches, Gertrud! —Hice un gesto a Joseph para que me esperase. Este asintió.

Bajé del primer piso, desperezándome de nuevo y quitándome las legañas de los ojos. El muchacho se había acercado hasta la puerta de mi casa y aguardaba en el zaguán.

—Esta mañana no salió a trabajar como todos los días —me dijo, y yo comprendí enseguida que llevaba todo el día en la calle, jugando a ratos con sus amigos, a ratos paseando, perdiendo el tiempo y esperando… siempre esperando.

Me miraba, receloso como si hubiera faltado a una cita.

—Hoy tuve un problema en el trabajo y no pude volver a casa hasta hace un rato.

Asintió, comprensivo. Solo quería oír una justificación, que se le tuviera en cuenta, que no se le tratase como a un mocoso al que no hace falta explicarle nada.

—Parece enfermo, señor. Tiene mala cara.

—Ha sido un día duro, Joseph.

—Ya. Conozco bien esos días.

Estaba seguro de que Joseph sabía bien cómo eran los días duros y los peores. Le puse una mano en el hombro e iniciamos un paseo sin prisas y sin itinerario. Me preguntó si había podido conseguirle la gorra de las SS que me pidió y tuve que reconocer que seguramente sería imposible. Respecto a los Dienstgradarmwinkel, los galones para las mangas de nuestros uniformes, que me demandaran el resto de miembros de su grupito de amigos, le dije que lo intentaría, pero por el tono de mi voz, Joseph se dio cuenta de que era probable que tampoco los consiguiera.

—Una pena —dijo, bajando la cabeza.

Tal vez diéramos un par de vueltas a la manzana o nos alejáramos unas cuantas travesías. No lo recuerdo y no creo que sea importante. Le pregunté entonces por el muchacho que lideraba su pandilla. Lo hice tratando de que pareciese algo casual, sin premeditación, como el que habla del tiempo. Joseph, al principio, me dijo que no sabía de quién le hablaba.

—Recuerdo que tú hacías el papel de Schutzhaftlagerführer, el jefe de seguridad y número dos de vuestro campo imaginario. Había un chico que me dijiste que hacía el papel de comandante en vuestro juego. —Joseph negó con la cabeza, como si no recordase de lo que le hablaba. Finalmente, decidí ir directamente al grano—: Me refiero al muchacho al que no le caigo bien.

—Ah, ¿lo ha notado? —Joseph parecía sorprendido—. No se lo tenga en cuenta. Él no es como nosotros, y tampoco es que sea exactamente nuestro jefe. Es un chico raro.

—¿Cómo de raro?

—Raro y ya está. Tampoco tiene padre.

Así pues, estaba en lo cierto desde el principio. Aquel niño se había quedado huérfano por culpa de las SA, de la Gestapo, de las SS o de la policía. Tal vez su padre se pudría en un Lager para izquierdistas en el corazón del Reich o, Dios no lo quisiera, igual era uno de los triángulos rojos de Mauthausen. Aquel odio tan profundo que había sentido solo podía tener una explicación semejante. Suspiré profundamente, avergonzado de vestir el uniforme sangriento de una unidad sangrienta, y decidí cambiar de tema.

—¿Sabes quien va en cabeza de la liga unificada de Futbol?

—¡El Rapid de Viena! —me contestó Joseph al instante. El color había acudido a su rostro, olvidando por un momento todas las tragedias, grandes y pequeñas, que nos rodeaban—. Este año el Schalke va a morder el polvo.

El Schalke 04 había ganado cinco de las siete últimas ligas de Alemania. Ahora que los austriacos éramos con los alemanes y los checos un solo país, disputábamos una liga unificada. La antigua Austria (ahora llamada Ostmark) había sido en tiempos una gran potencia futbolística y nuestros valientes le disputaban la hegemonía a los equipos del norte. Nuestro estandarte era, claro está, el Rapid, el equipo de la capital.

—Este año la liga se queda en casa —afirmé, convencido de que lo lograríamos.

Estuvimos un buen rato comentando los resultados de fútbol y de la gran selección que podría haber formado la Gran Alemania si Sindelar no hubiese muerto de una forma tan trágica. Este, considerado el mejor futbolista del mundo, era natural precisamente de la capital de la antigua Austria, la Viena de Mozart, y, de hecho, Matthias Sindelar, por su baja estatura y su habilidad y regate sobrehumanos, era conocido como el pequeño Mozart.

—Muchos dicen que se suicidó para no tener que jugar con la selección de la Alemania unificada con Austria —le dije, porque circulaba un rumor más que extendido asegurando que Matthias se había quitado la vida para así evitar vestir los colores de Alemania, ya que era un antialemán y un nacionalista austriaco de primer orden. También había circulado el rumor que espías del Reich lo habían eliminado para evitar tener a un personaje tan célebre en su contra en unos años delicados en los que aún se estaba asentando el ideario nazi en Austria.

—Eso no me lo creo —dijo, muy serio, Joseph—. Sindelar no se hubiera matado cuando tenía la oportunidad de formar parte de una selección capaz de ganar el mundial o los juegos olímpicos. Era un deportista y a los deportistas les gusta ganar. Además, aunque hubiera decidido hacerlo, no creo que se hubiese matado junto con su esposa. Se hubiese pegado un tiro con una buena pistola austriaca en lugar de dejar encendido el gas y acabar con su vida de una forma tan cobarde.

Joseph parecía estar muy seguro de sus argumentos. Lo cierto es que, como todos los niños, sabía de fútbol mucho más que sus mayores: hablaba con tal propiedad y seguridad que creo que hasta me convenció. Sin duda, el bueno de Matthias Sindelar había muerto envenenado por el monóxido de carbono de su estufa: un absurdo accidente casero de esos que pasan a menudo pero que nunca pensamos que le vaya a pasar a un famoso.

—Tal vez tengas razón.

Al pensar en el monóxido de carbono, mi mente, sin poder evitarlo, marchó hasta el castillo de Hartheim y a las botellas que aquel mal nacido de Lonauer guardaba en la cámara técnica para gasear a sus niños. Delante mío, Joseph había dejado de hablar y, cabizbajo, perdido en sus pensamientos, le daba patadas a una piedra. Súbitamente, entendí que aunque el niño estuviese enfadado con su progenitor por haberle abandonado, había muchos padres alemanes, padres que se llamaban a sí mismos buenos hombres, que habían abandonado a su descendencia en situaciones mucho peores: en aquellos malditos remedos del infierno llamados Instituciones del Sueño.

—¿Piensas a veces en tu padre, Joseph?

El niño se volvió, sorprendido, examinándome de pies a cabeza como si me estuviese viendo por primera vez.

—No. Sí. A menudo. —Había dado en el blanco. Joseph volvió a vacilar y esconder la cabeza entre los hombros—. Ya sabe. Pienso cuando tengo que pensar, cuando estoy solo y…

—Yo creo que estás mejor sin él —le dije.

—¿De verdad?

—De verdad.

—Pues se equivoca, soldado de primera Weilern. Aunque yo sé que me lo dice para qué me sienta mejor y ¿sabe? —Joseph me sonrió—. Funciona.

Apreté con más fuerza su hombro que minutos antes.

—Y aún así dices que me equivoco.

—Sí. Se equivoca, señor, porque un hijo pertenece a su padre. Da igual que sea como el mío, siempre bebiendo. Da igual incluso si no le importas demasiado a tu padre porque tiene otras cosas mejores que hacer o que beberse. Los hijos son de los padres y nunca se los puede dejar solos. Un padre puede pegar a un hijo u obligarle a trabajar y dejar los estudios: pueda hacerle lo que quiera menos dejarle solo sin su protección.

Intenté razonar con él e incluso creo que llegué a hablarle del Castillo. Pero él no quiso escucharme: el dolor por la pérdida de su padre le había marcado profundamente y él tenía muy claro cuáles eran sus prioridades y sus creencias en todo lo relacionado con aquel asunto. Por un momento, me llegué a preguntar si su padre no estaría muerto sino alcoholizado, tirado en una cuneta. Tal vez su madre se había inventado lo del abandono porque había creído que esa explicación causaría menos padecimientos al pequeño Joseph. Si había sido así, se equivocaba por completo. El mocoso se pasaba horas y horas reflexionando sobre cómo habría sido su vida con su progenitor. Y tenía demasiado tiempo para reflexionar, y sus pensamientos le estaban devorando por dentro.

—Tal vez tengas de nuevo razón y yo esté equivocado, muchacho.

—Tengo razón. Estoy seguro. Un hijo no puede crecer sin su padre. No puede. Ni hablar.

Seguimos andando en un incómodo silencio durante un par de calles. Había un café haciendo esquina, justo delante de la Iglesia, y un grupo variopinto de hombres y mujeres hablaban animadamente. El padre Von Banish, rodeado de feligreses, me saludó con la mano. Correspondí a su saludo y le sonreí. Tenía ganas de volver a confesarme: había visto tantas cosas en unas pocas horas que necesitaba reconfortar mi alma y oír unas palabras serenas y sabias que dieran una apariencia de sensatez al momento presente.

—¿Vas mucho a la Iglesia? —me preguntó Joseph.

—Siempre que puedo.

Llegamos al final de la terraza del café. Allí estaban sentados, en una charla más relajada, un par de soldados con uniforme de las SS, pues yo no era el único de los nuestros que vivía en Sankt Valentin. Al verlos, a Joseph le vino una idea a la mente.

—Seguramente usted pensará, señor, que el campo que intentamos imitar en nuestros juegos en el patio es el campo grande, el de Mauthausen.

Le dije que no recordaba si lo había pensado o no. Pero parecía lógico. Joseph rio.

—Yo nunca he estado allí, en el campo de Mauthausen, señor. Ojalá. Pero cerca de mi casa en Amstetten hay un campo auxiliar. Es un campo muy grande también, lleno de mujeres. Solo hay mujeres. Muchas veces voy en bicicleta y me quedo mirando más allá de las alambradas. Las tienen trabajando en cosas para los trenes. A veces alguna se desmaya por trabajar tantas horas bajo el sol y los guardias se la llevan a rastras. Me he hecho amigo de uno y a veces hablamos de cómo hay que enseñar disciplina a esas rojas comunistas. Creo que he llegado a entender que los campos de concentración son como un padre para esos inferiores y que, en el fondo, ellos son como hijos perdidos para el estado y para el Führer, que es como un abuelo muy sabio para todos nosotros. Allí están encerrados porque un padre no puede dejar solo a sus hijos, aunque sean subhumanos o asociales o anden perdidos lejos de las normas buenas y justas del nacionalsocialismo. Es lo que tendría que haber hecho mi padre conmigo: encerrarme o castigarme o pegarme si no estaba contento con lo que yo era. Pero nunca abandonarme…

Aunque yo soy solo un pobre tonto, comprendí entonces que el pequeño Joseph estaba terriblemente traumatizado y aunque ahora era un pobre niño desvalido, si alguien no hacía algo por evitarlo y remendaba su pequeña cabecita, acabaría convirtiéndose en un adulto lamentable como el doctor Lonauer o el comandante Ziereis. Tal vez con el paso de los años acabaría siendo un hombre malvado y sin alma, de tal forma que sus convecinos le considerarían, después de todo, un buen nacionalsocialista. Algo descorazonado, me despedí del muchacho alegando alguna tarea pendiente y regresé a mi vivienda junto al río, a mi terraza, a mis macetas y a mi pequeña vida de idiota. Como estaba algo triste, decidí trabajar un poco en mi diario e hice casi de un tirón las lecciones una a la tres que, si habéis llegado hasta aquí, ya habréis leído. Luego, pensando en mi hermano, terminé el poema para el Führer que me había pedido y que pondré al final de estas páginas para que lo podáis leer si es que alguien realmente está interesado en él. Escribir un poema alabando la figura del líder de la Nación con motivo de su cumpleaños, en principio parece una cosa que está muy bien; pero cuando lo escribe alguien tan tonto que no siente el menor aprecio por ese líder que en pocos meses celebrará su cumpleaños, igual el valor del poema ya no es tan importante. Aunque, como no me canso de deciros, al ser un pobre tonto es posible que tampoco entienda bien cómo funciona esto de la poesía y a lo mejor resulta que mi hermano tiene razón y estoy aprendiendo algo alabando la persona de su Führer o escribiendo este diario que, en teoría, debe servir para convertirme en un buen nacionalsocialista. Yo creo que este diario no va a servir para nada, la verdad.

En cualquier caso, el hecho es que comenzó a dolerme de nuevo la cabeza. Hacía tiempo que no tenía una de mis migrañas, una de las fuertes, una de esas en las que chillo y pataleo, con los ojos muy gordos, y luego me quedo dormido y ausente días enteros. Esta, sin embargo, no fue de las más fuertes. Salí al balcón y me senté a fumar un cigarrillo mientras me masajeaba de nuevo las sienes. A lo lejos, vi a Joseph cogido de la mano de su madre, brincando de contento por haber recuperado a uno de sus progenitores, uno de esos que él cree que tienen derecho a pegarle, a encerrarle o hacerle lo que les venga en gana solo por ser sus padres. Sentí pena por el pobre muchacho y di una fuerte calada a mi cigarrillo. No tragué bien el humo o no lo supe exhalar y me puse a toser, lo que aumentó mi dolor de cabeza y mi sensación de náusea y de desamparo. Entonces le descubrí:

Era Harald, entre las sombras de la noche, mirándome desde detrás de un árbol, tras el que parecía esconderse. Yo estaba de rodillas, tosiendo y lamentándome, y de no haber levantado la vista desde un perfil tan bajo probablemente no le habría visto al fondo de mi campo de visión, a la izquierda de la calle, donde empiezan los descampados y el terreno de los vecinos. Pero allí estaba, mirándome escupir el humo mal tragado, deplorando en silencio la suerte del pobre Joseph. Se trataba del mismo hombre que una hora atrás había distinguido llegando a la plaza y encendiendo también su cigarrillo junto a un portal. Justamente cuando el líder del grupo de niños, el hijo del comunista, se había marchado corriendo como alma que lleva el diablo, como si huyese de…

De pronto, me di cuenta de que allí había un nuevo misterio, que alguna cosa había sucedido ante mis ojos y yo no había sido capaz de desentrañar su significado. Decidí guardar aquel incidente en mi memoria y revisitarlo cuando tuviese más datos sobre el mismo. Lamenté no haberle preguntado a Joseph al menos el nombre de aquel muchacho desconocido. Pero, de momento, tenía otro misterio al alcance de la mano; y este reclamaba mi atención:

—¿Eres tú, Harald? —voceé, inclinándome sobre la balaustrada.

Cuando Harald se dio cuenta de que le había visto, en lugar de venir a mi encuentro como hacía todos los días y como cualquier amigo haría, se dio media vuelta subiéndose el cuello de la gabardina. Retrocedió lentamente, intentando salir de mi campo de visión, y se perdió en la oscuridad, como si fuese transeúnte cualquiera. Pretendía, aunque en vano y patéticamente, que yo pensara que me había equivocado al reconocerle. Pero no me había equivocado y grite su nombre:

—¡Harald! ¡Qué demonios haces, maldito idiota! ¿A qué juegas?

No me había dado cuenta de qué hora era (rondarían las doce de la noche) y desde una casa cercana oí una maldición. Me volví un instante hacia el lado contrario esperando que no se encendiera la luz en alguna alcoba, pues no tenía ganas de dar explicaciones a nadie, y menos a mis vecinos. Cuando volví de nuevo la vista, Harald había desaparecido y un nuevo misterio se había añadido a la lista de misterios de aquella jornada absolutamente inexplicable.