XXI

Cinco minutos después, el Kübelwagen de Lonauer arrancaba llevándose también a mi hermano y a Dora Schule. Al poco, solo quedaba de ellos una pequeña nube de polvo que desapareció cuando abandonaron la pista de tierra y regresaron a la carretera asfaltada.

—¡Maldita sea!

Solo, delante del campo auxiliar, me sentía como un imbécil. Una vez más, se me dejaba de lado porque era prescindible para la investigación. Daba igual que mi hermano afirmase que estaba preocupado por mi seguridad, que el asesino pretendía acabar con los falsos nacionalsocialistas como yo y que acaso Rolf «el tonto» fuese la más propiciatoria de sus víctimas. También lo era el mismo Otto, que gracias a la influencia de nuestro tío había eludido su deber en el frente y se refugiaba entre inútiles y tullidos, dentro de los cuatro muros de un campo de concentración. Seguramente, el asesino detestaba también a mi hermano y no había a mi juicio razón alguna para pensar que hiciese distinciones filiales. La verdadera distinción, la diferencia entre ambos, era que mi hermano me creía un inútil, incapaz de llevar a buen puerto la investigación, incapaz de protegerse solo e incapaz, en general, de hacer frente al mundo en el que conviven como iguales los adultos.

Las cosas son como son, y ahora, a causa de todo ello, volvía a estar lejos del lugar donde habría de resolverse nuestro caso. Mientras el grupo de excavación del cabo Racht seguía drenando la ciénaga, mientras investigaban nuevos cadáveres y nuevas pistas, yo me sentaría a esperar a que Glatz viniese a buscarme para hacer de niñera.

—¡Maldita sea! —repetí.

Meneando la cabeza, atravesé la corta pista de tierra que separa los aledaños del campo auxiliar de Amstetten de la carretera principal. Una alambrada circunvalaba su perímetro y solo dejaba entrever una hilera de barracones y un grupo de mujeres vestidas con camisón a rayas, que se afanaban en diversas direcciones. Un guardia protegía la entrada desde una garita. Al verme, se levantó y vino a mi encuentro, saludándome solícito:

—Sieg Heil!

Heil —repliqué con desgana.

—¿Qué se le ofrece Herr Sturmmann-SS?

Aquel hombre, al igual que Glatz, ocupaba el escalafón más bajo de nuestra amada Schutzstaffel: era un soldado raso o Mann-SS. Mi padre, para que yo no ocupase ese último escalafón, me había nombrado soldado de primera (Sturmmann-SS) antes de ingresar en el campo de concentración de Dachau, años atrás. Nunca ascendería más allá de ese rango pero nadie podría decir que era un simple soldado raso. Sonreí, pensando que era todo un privilegio que hombres capaces como Glatz estuvieran por debajo de mí en la jerarquía militar. Aunque, por lo menos, yo no era el último mono de aquella función. A lo que parece, si uno tiene algo de paciencia siempre acaba apareciendo alguien dispuesto a ocupar ese ingrato lugar.

—Busco a un niño de unos seis o siete años. Así de alto —le dije, poniendo la mano a la altura de mi abdomen—. Me comentó que a veces se pasa por aquí y había pensado…

—Ah, el pequeño Joseph. —En los ojos del guardia percibí un atisbo de preocupación—. ¿No habrá hecho nada malo?

—No, no, por supuesto —le tranquilicé—. Solo quería charlar un rato con él.

El guardia se llamaba Hochheim y era un hombre de pelo pajizo, no demasiado alto y bastante pecoso. Mascaba tabaco y trataba de sonreír sin enseñar sus dientes ennegrecidos. Me señaló hacia el este, a cien o ciento cincuenta metros más allá. Al final del primer tramo de alambrada, volviendo un recodo, me pareció reconocer unos pantalones viejos de pana y una gorra de la Luftwaffe.

—Lleva ahí toda la mañana —me dijo el guardia—. Desde antes de que amaneciera. A veces viene aquí aún más pronto y espera mirando hacia el campo a que llegue su madre.

—¿Qué será lo que encuentra tan fascinante el pequeño Joseph en estas vistas?

Barracones, suciedad, esclavos, piezas de maquinaria, golpes con un palo, una vagoneta que se cruza a lo lejos, un soldado fumando sobre una caja de madera… Eso es lo que, a primera vista, vieron mis ojos más allá de la alambrada.

—No lo sé. Mira a las mujeres. Las mira trajinando con las piezas que construyen para el ferrocarril. Las mira llevar las vías, cargar material, picar, soldar, atornillar. Le interesa sobre todo cuando las castigamos. Una vez ataron a una y le dieron de latigazos allí mismo, en ese solar. —Me señaló una pequeña franja de tierra en la que solo había plantado un poste. Debía ser el lugar elegido para el castigo de las mujeres—. El niño saltaba alborozado de un lado a otro. Sus pies prácticamente no tocaban el suelo. Hablaba solo, de sus cosas, ya sabe… Ha sufrido mucho, el pobre.

—Sí, creo que sé a que se refiere. Ayer me estuvo explicando sus teorías acerca de que el estado alemán es como un padre para las prisioneras y que tiene por tanto potestad para castigarlas, reprenderlas o asesinarlas. También cree que un padre cualquiera, por extensión, puede hacer lo que quiera con sus hijos, desde encerrarlos en un sótano hasta la muerte, abusar de ellos o quién sabe qué más.

Hochheim agachó la cabeza.

—El muchacho no está muy bien, no sé si me entiende. Mezcla realidad y fantasía. Todos lo hacemos, ¿no es verdad?, pero nosotros sabemos cuándo acaba una y comienza la otra. La mujer de la que antes le hablaba, Herr Sturmmann, pues a esa terminaron encadenándola. Estuvo dos días chillando hasta que perdió el conocimiento. Joseph le hablaba desde la alambrada, le gritaba consignas del partido y le aseguraba que al despertar sabría entender el verdadero valor de la obediencia.

—Nosotros tenemos un lugar similar en Mauthausen. Lo llamamos el Muro de los Aulladores.

Como refrendando mis palabras, se oyeron unos gritos, unas voces de mando. El Mann-SS Hochheim miró tras de sí, donde un oficial estaba organizando los Kommandos de trabajo. Todos los Lager, grandes o pequeños, funcionan de una forma parecida: hay unos pocos que mandan y un montón de desgraciados que obedecen. El oficial, no pude distinguir su graduación desde donde estábamos, empujaba a los prisioneros y a los Kapos, daba órdenes y señalaba a derecha e izquierda entre grandes aspavientos.

—Y la muchacha. ¿Aprendió algo? —inquirí, retomando nuestra conversación.

—No creo. No despertó. Murió de una insolación, o de los golpes, o de los latigazos, o de todo ello.

Hablamos un rato más. Del tiempo, de la contraofensiva griega en el frente de los Balcanes. Recuerdo que nos reímos de los italianos, que habían atacado Grecia intentando emular las conquistas de Adolf Hitler y nuestra Wehrmacht, y ahora retrocedían derrotados. Probablemente tendrían problemas para mantener sus posiciones en Albania, de donde había partido un ataque. ¡Pandilla de ineptos macarroni! Luego comentamos el bombardeo de la noche anterior sobre la ciudad inglesa de Coventry, que había sido portada de los periódicos. Se decía que habían muerto varios centenares de civiles y que la vieja catedral, una joya arquitectónica, había sido completamente destruida. Al pensar en los aviones de la Luftwaffe, volví de nuevo la vista hacia Joseph y su vieja gorra de la Legión Cóndor. El niño no se había percatado de mi presencia y seguía vigilando a las mujeres esclavas, completamente absorto.

—Una vez le dejé entrar en el campo, ¿sabe? —El guardia había seguido la dirección de mis ojos y anticipado mis razonamientos.

—¿Si? ¿Y qué pasó?

—Fue un error. Pero era un día de poco trabajo, ¿sabe? No habían llegado las cajas con los repuestos y había poco que hacer. Algunos de los jefes se habían tomado el día libre y yo me llevé al muchacho a dar una vuelta. Estaba como hipnotizado, babeaba viendo las marcas de latigazos en la espalda de las mujeres, tocaba la sangre del suelo donde alguna había caído muerta de un balazo… cosas de esas. Fue entonces cuando me di cuenta de que le pasaba algo malo en la cabeza y decidí no volver a dejarle entrar. No hizo nada más aquel día, no sé si me entiende, nada raro… Pero me dio miedo. No creo que este lugar le haga ningún bien.

—Yo pienso lo mismo.

Hochheim escupió el tabaco que llevaba un buen rato mascando en el carrillo derecho. Como ya teníamos algo de confianza, debió pensar que no hacía falta disimular su afición más tiempo.

—Ya, claro, Herr Sturmmann, el caso es que me pidió varias veces que le dejase volver a entrar y con diversos pretextos le dije que no era posible. Al final, se dio cuenta de que ya no le volvería a permitir que pasase nunca más. Así que se coló. No sé como lo hizo, o si fue en mi turno o en el de mis compañeros. Pero el caso es que entró en las instalaciones por segunda vez. —El guardia se sentía culpable. Pero no tenía la culpa. Comenzaba a darme cuenta de que ya nada podía hacerse por Joseph F.— Un Kapo le encontró al día siguiente, por la mañana.

—¿Pasó la noche en el campo?

—Consiguió entrar a escondidas en uno de los cinco barracones donde duermen las mujeres y se quedó toda la noche en la oscuridad, observándolas. No dijo nada. No hizo nada. Solo las miraba. Cuando lo encontraron tampoco dijo gran cosa. Solo habló conmigo un breve instante. Yo acababa de entrar en mi turno cuando llegaba su madre para recogerlo. El teniente al mando la había llamado a casa. ¿Puede creerse que la mujer ni siquiera había notado la ausencia de su hijo y se llevó una sorpresa cuando supo que no había dormido en casa? ¿Un niño de siete años y su madre ni siquiera mira si está en la cama?

Desgraciadamente, me lo podía creer. A nadie le importaba nada lo que hiciera o dejara de hacer el pequeño Joseph. Por eso había idealizado al padre perdido que, de haberse quedado en el seno del hogar, probablemente tampoco habría puesto mucha atención en el niño.

—Me estaba diciendo que el niño habló brevemente con usted, Hochheim. ¿Qué le dijo?

—Eso es lo más extraño: le pregunté por qué había hecho algo semejante, por qué había entrado en los barracones de las mujeres y se las había quedado mirando, allí encerradas, sin escapatoria. Me dijo que había estado tomando apuntes para el futuro, que estaba aprendiendo lo que un buen padre debe hacer con sus hijos descarriados.

De pronto, perdí las ganas de seguir con aquella conversación. Sentía un nudo en el estómago, unas arcadas similares a aquellas que me asaltaron cierta vez, tres días atrás, cuando mi hermano me ordenó que matase a un español. Me despedí del guardia ofreciéndole un par de cigarrillos por la información. Este me aseguró que no hacía falta pero cogió el tabaco y se lo guardó detrás de una oreja. Me pareció entonces que Joseph me había visto desde el principio pero que, vuelto de espaldas, prefería ignorarme. Sin duda consideraba mucho más productivo emplear su tiempo en el examen de cuantas formas de degradación humana pueden contemplarse en un campo de concentración alemán. Tenía para un buen rato.

—¡Pobre muchacho! ¡Pobre Alemania! ¡Pobre Austria! ¡Pobres de todos nosotros! —murmuré para mis adentros.

Me alejé de vuelta por la pista de tierra hacia la carretera principal. Aunque había venido para pasar un rato con Joseph, me di cuenta de que el muchacho no necesitaba mis consejos, ni mi amistad. Había construido dentro de su cabeza una prisión similar a la que lucubraba para las mujeres, para sus hijos e hijas futuras, para Dios sabe quién. Temblé solo de pensar en el monstruo que surgiría de todo aquel terreno abonado por la soledad, el abandono y las terribles enseñanzas que el Tercer Reich está sembrando en la mente de nuestros niños.

Me había embargado una tristeza tan profunda que creo que lloré. Por suerte, ya me había secado las lágrimas cuando oí el sonido de un motor que me resultó conocido. Aún continuaba haciendo aquel clic metálico del que se había quejado mi hermano por la mañana. Nuestro Opel, conducido por el soldado Glatz, fue frenando su marcha lentamente y se detuvo a mi lado, en el arcén.

—¿Le llevo a alguna parte, señor Weilern?

El soldado Glatz parecía de buen humor. Debía de estar harto de su rutina como guardia en el Castillo; sin duda aquello de ser comparsa y escolta de un tonto era una novedad, aunque solo se tratase de proteger la vida de un hombre que no estaba en peligro. Aquello le daba la oportunidad de salir, de darse una vuelta en un coche que nunca podría permitirse y de modificar por un día el rumbo de sus obligaciones. Glatz, en edad ya más de jubilarse que de servir a la patria, parecía más mi padre que un guardaespaldas. Pero a él eso no le importaba. Sonriente, dio unos golpecitos al asiento del acompañante y me hizo un guiño afectuoso, retomando su ofrecimiento:

—Venga, vamos, Rolf.

Seguro que Glatz tenía hijos al menos diez años mayores que yo. Lejos del entorno de la Institución del Sueño, donde le había conocido, se me antojó un hombre completamente distinto. Arrastrando los pies, me acerqué al coche y me senté a su lado. Aunque no era un tipo muy hablador, al menos ya no daba la impresión de ser el sujeto arisco, gruñón e indiferente a todo de días anteriores. Así pues, conversamos amigablemente durante el trayecto. Creo que, mientras nuestro automóvil avanzaba de regreso a Sankt Valentin, volvió a salir a colación el asunto de nuestros aliados italianos, no solo de su desastrosa campaña en Grecia sino de los barcos que habían perdido en el puerto de Tarento apenas una semana atrás, durante un ataque sorpresa de los ingleses. Hacía un tiempo ya que las pifias de nuestros aliados eran noticia y apenas se hablaba de otra cosa entre la soldadesca. Pequeños detalles como aquel demostraban que la guerra no iba a ser un camino de rosas para las fuerzas del eje: después de las victorias fulgurantes en Polonia y Francia, el asalto a Inglaterra había fracasado. En los diarios, la tramposa fraseología del régimen había dicho que la operación León Marino, con la que se pretendía doblegar al Reino Unido, se había «pospuesto hasta nueva orden», lo cual era solo una forma artística de decir que las pérdidas de la Luftwaffe habían sido tan cuantiosas que no podríamos asegurar el dominio del aire mientras nuestras barcazas desembarcaran en las costas del sur de Inglaterra. De hecho, aunque veladamente, tanto Glatz como yo estuvimos de acuerdo en que, de facto, era la primera derrota de la hasta ahora invencible maquinaria de guerra nazi.

Tal vez comenzaban a soplar nuevos vientos.

A la entrada del pueblo el coche volvió a detenerse. Glatz abrió el capó, trasteó unos instantes e intentó arrancar el Opel. A la tercera lo consiguió. El ruido metálico era cada vez más fuerte y chirriante cuando por fin aparcamos delante de mi casa.

—Tu hermano quería que viniese a buscarte lo antes posible y los mecánicos no terminaron el arreglo. Me dijeron que era cosa de la bomba de agua y del compresor. Yo entiendo un poco de mecánica y me quedaré aquí echándole un vistazo al motor, si te parece bien.

—Mi hermano se preocupa demasiado por mí. Yo estaba perfectamente en el campo auxiliar.

Glatz enarcó una ceja.

—¿Llorando a solas en el arcén de la carretera?

De pronto, aquel viejo chismoso me había dejado de caer bien.

—No estaba llorando y, si lo hacía, no lloraba por mí sino por otra persona, por un niño que… —Me interrumpí y luego dije, vacilante—: Bueno, lo que yo haga es cosa mía.

Me alejé sin despedirme y le dejé con la cabeza metida en el motor, caminando con la espalda bien erguida hacia la verja de la entrada de mi casa. Decidí que no le ofrecería a Glatz ni un vaso de agua, tanto menos algo de comer, durante su estancia. Como su misión era vigilarme y velar por mi seguridad, seguro que el hambre y la sed le harían estar alerta. Entré en la casa y al cabo de cinco minutos salí con una botella de Schnapps y un trozo de pastel de arena. Ya os he dicho en alguna ocasión que soy un pobre tonto, por lo que no es necesario ahondar en esta reflexión.

—Gracias —dijo Glatz—. Perdona si te he ofendido.

—No me has ofendido —repliqué—. Estaba llorando, es verdad.

—Hoy hay demasiadas cosas por las que llorar en nuestra Gran Alemania —dijo el viejo, mirando en derredor, como temiendo que algún informante, un vecino bien intencionado sin duda, le hubiese escuchado y se le ocurriese informar a la Gestapo de unas palabras que podían interpretarse de demasiadas maneras, y algunas muy poco halagüeñas.

—Nuestra Gran Alemania, por sí sola, es ya una razón para empujarnos a derramar un océano de lágrimas —repuse, dándome la vuelta y sin preocuparme de ninguno de mis vecinos. Ellos ya tenían sus propios problemas, viviendo con el miedo constante a recibir una carta certificando la «muerte heroica» al servicio de la patria de alguno de sus hijos, de sus hermanos, de sus sobrinos, primos o nietos.

Antes de entrar de nuevo en casa, recordé que no había recogido el correo desde el día del primer asesinato. Abrí la puerta del buzón y encontré una postal de la tía Ana, que vive en Linz, un par de facturas y una hoja de papel cuadriculado con una nota sin apenas signos de puntuación, escrita con la caligrafía indecisa de un niño de corta edad:

Estimado señor Sturmann SS Weilern.

Le escribía para hablarle de mi amigo Joseph F. ayer nos vio juntos jugando delante de su casa estoy muy preocupada por él está muy raro hace unos días me tuvo encerrada durante horas en el barracón de castigo. Yo le tengo mucho aprecio pero me amordazó y me dijo que me castigaría si gritaba o si se lo contaba a alguien pase mucho frío y mucho miedo. No me liberó hasta la noche.

No se lo he contado ni a mis padres y le pido que no lo haga tampoco usted me gustaría que hablásemos de todo esto porque creo que hay que hacer alguna cosa por el pobre Joseph. Esta noche pasaré por su casa si le parece, me gustaría que me diese unos consejos sobre esto.

Atentamente

Gertrud Müller.

«¡Pobre niña!», pensé, sintiendo que me abandonaba hasta el último resquicio de lástima que en mi corazón quedaba hacia Joseph F. Era el momento de empezar a sentir lástima por los que se cruzasen en su vida en el futuro más que por él mismo. Me guardé la nota en el bolsillo de mi guerrera, como hago siempre con todos los papeles. Pero ya no cabía nada más. Vacié su contenido y descubrí mi poema para celebrar el próximo cumpleaños de Adolf Hitler; también estaba la tarjeta del inspector de la policía criminal, el tal R. E. Dalbauhar. Por último, encontré escrita en una hoja de papel perfumado la dirección de la prima de Harald en la vecina ciudad de Rems. Recordé cómo, dos días atrás, Harald había puesto tanto empeño en que yo tuviese una cita con su familiar. Parecía que había pasado un millón de años y que esa conversación hubiese tenido lugar en un universo paralelo sin asesinos, Instituciones del Sueño ni campos de concentración.

Penetré en la vivienda dándole vueltas a todos aquellos asuntos, cuando comenzó a dolerme la cabeza. Había algo en la misiva de la pequeña Gertrud que no tenía sentido; algo en mi poema inacabado tampoco lo tenía; la tarjeta del inspector me daba mala espina y la hoja perfumada con la dirección de la supuesta prima de Harald, la tal Ilse Bauer, aún resultaba más extraña e incomprensible. ¿Quién da la dirección de un familiar cuando ese alguien no existe y vive bajo un nombre supuesto? O el supuesto familiar está con él en la conspiración o no existe tampoco y es todo una tomadura de pelo o… Tenía que descansar y poner mis pensamientos en orden. Un terrible pinchazo en la nuca casi me tiró hacia atrás y me tuve que coger de la barandilla mientras ascendía a mi habitación, en el primer piso. El segundo pinchazo fue tan fuerte y doloroso que creo que grité. O tal vez lo hiciera una voz desde mi interior. Todavía vestido, me arrastré como pude hasta la cama y me eché en ella, dispuesto como siempre a quedarme dormido como un patán, con las botas puestas. Comencé a masajearme las sienes tal y como mi madre siempre me aconsejaba hasta que el buen Dios se la llevó.

«Debes tener paciencia, Rolf», me decía. «Las migrañas siempre pasan. Yo siempre estaré a tu lado para cuidarte». Las palabras de mi madre brotaron de alguna parte de mi subconsciente. La recordaba todavía inclinada junto a mi lecho, con un vaso de agua en la mano, mientras parecía que mis ojos estaban a punto de estallar y salirse de las órbitas. Al fondo, apoyado en el dintel de la puerta, estaba mi padre, que más tarde sería mi tío, el gran Theodor Eicke.

Me dormí pensando en la figura de mi padre, de pie en el marco de una puerta imaginada, y mis pensamientos me lanzaron de nuevo hacia otra visión, con Theodor apoyado en el dintel de una puerta semejante, a centenares de kilómetros de distancia de Sankt Valentin. Al fondo, Hitler discutía con un hombre bajo y rechoncho: discutían a gritos, se acusaban, se amenazaban. Mi sueño había regresado a una antigua prisión en Munich, donde el rompecabezas del pasado vendría fundirse con el rompecabezas del presente. No sé si me desmayé o rompí a soñar, pero, sea como fuere, me vi transportado a las mazmorras de Stadelheim, por tercera y última vez.

Adolf Hitler me estaba esperando para enseñarme dónde comenzó todo.