Empezaba a anochecer. Glatz seguía trabajando en el motor del Opel mientras silbaba una canción de moda, despreocupadamente. Estaba pensando en su mujer y en su hijo pequeño, recién nacido; pensaba, en realidad, en los guisos sabrosos de la primera y los chillidos del segundo, que estaba comenzando a entrar en la etapa de la dentición. A menudo, se preguntaba si un hombre de su edad debería tener nueva descendencia. El pequeño era su tercer hijo; los dos que le habían precedido, fruto de un matrimonio anterior, no habían sobrevivido a la primera infancia. Así pues, Glatz era, en esencia, un padre primerizo, y los años le habían convertido en un tipo gruñón que ya no estaba de humor para cambiar pañales de algodón y todas esas cosas que los padres jóvenes ven tan excitante. El soldado raso Tadeus Glatz se había hecho a las pequeñas derrotas de la existencia… y también a las pequeñas victorias, a esos diminutos placeres que llenan las horas de las gentes sencillas: y él, un hombre sencillo, aspiraba tan solo a no tener demasiados problemas en el trabajo; a poder llevar bien cargada su pipa de tabaco; a llegar a casa a un hora prudente y a los buenos guisos de su segunda esposa, casi quince años más joven que él y, por tanto, todavía fértil y con ganas de cambiar pañales y aguantar los chillidos de su descendencia. Glatz removió las aletas de la nariz, imaginando un buen plato de carne rebozada y, al cabo, se relamió pensando en las otras exquisiteces que le seguirían, esperando que le relevasen lo antes posible de aquella aburrida misión en Sankt Valentin. No entendía por qué nadie podía pensar que Rolf Weilern pudiera estar en peligro. Nadie gastaría energías en acabar con un hombre mediocre como él. Estaba convencido de ello.
De pronto, un copo de nieve le cayó en la nuca. Glatz se incorporó y contempló como, poco a poco, un desfile de diminutas teselas blancas comenzaban a materializarse sobre el asfalto, a su alrededor. Cerró el capó del coche y se abrochó el abrigo. Lo mejor sería entrar en la casa y ver si Rolf tenía alguna cosa para comer. No serían los guisos de su esposa pero… qué demonios, sin duda era mucho mejor plan de quedarse allí fuera en medio de una tormenta. Dio un par de pasos pero se detuvo: había un hombre esperando junto a la verja, vestido con un traje viejo y una camisa arrugada. Llevaba también una vieja gorra de las Tropas de Asalto SA. Era un gigante que superaba con creces los dos metros de altura.
—¿Te conozco? —El hombre que le cerraba el paso sonreía como un idiota.
—No tenemos ese gusto, pero cualquier momento es bueno para que dos camaradas entablen amistad.
Glatz era perro viejo, lo bastante viejo para saber cuándo estaba en peligro. Imitó la sonrisa idiota de su contrincante y trató de darse la vuelta para huir. Entonces vio a Adolf Schule a su espalda.
—¡Dios mío! ¿Tú no estabas muerto?
El asesino le mostró una fiera sonrisa de perfectos y blancos dientes distribuidos en hileras simétricas. A la luz de una farola, parecían refulgir en la noche. Era la sonrisa de un depredador.
—¡Vaya! Pensaba que a estas alturas ya te habría llegado la noticia de mi resurrección. Pero no importa: unos salen de sus tumbas y otros deben ocupar su lugar un par de metros bajo tierra. Es ley de vida. Recuerdo bien cuando coincidimos en nuestro servicio en la Institución del Sueño. Entonces era yo el que estaba la merced de los guardianes a pesar de mi superioridad racial e intelectual. Yo solo venía a matar al idiota de ahí enfrente, pero creo que encontraré igual de placentero acabar con uno de mis torturadores del pasado.
—Tú no serviste en el Castillo. Estabas interno a causa de un trastorno mental provocado por tu sífilis, que…
—¡Eso es una calumnia! ¡Una mentira de la peor clase! —Adolf le miraba con los ojos enrojecidos, como si estos fuesen a escupir fuego en cualquier momento—. El Führer en persona se me apareció en la buhardilla de mi casa en Amstetten y me instruyó sobre cómo debía infiltrarme en la Institución; debía buscar en ella a los malos alemanes, a enemigos del pueblo disfrazados de ciudadanos anónimos, a aquellos que no creen en nuestra revolución nacionalsocialista y solamente la toleran por miedo o por apatía. Gente como tú o como Ferrat. Luego continué mi tarea en el campo de Mauthausen, infiltrándome de nuevo bajo un disfraz. Pero eso ya es otra historia. Ahora debo completar mi misión. Y tú no podrás impedirlo.
Glatz intentaba pensar todo lo rápido que aquella situación requería. Debía pensar en salvar su propio pellejo y nada más. Sus ojos se movían muy rápido dentro de sus órbitas. Dio un paso atrás y se encontró con el fornido pecho de Godzilla.
—No te resistas, soldado —le aconsejó Adolf en tono paternal.
—Yo, yo… —tartamudeó Glatz—. Yo podría decir que me fui al bar a tomar un café y cuando volví, Rolf ya había muerto. Nunca os delataría. ¿Por qué habría de hacerlo? A mí, todo este asunto me trae sin cuidado. Ni siquiera sé qué demonios está sucediendo.
Adolf asintió, comprensivo. La nieve comenzaba a caer cada vez más fuerte y sus cabezas se estaban perlando de errantes astillas blancas.
—Te creo. Pero eso no basta. Llegados a este punto, tengo que considerar todo cuanto me rodea, no como un obstáculo, sino como una oportunidad. Y tú eres la forma de saldar otra cuenta con el pasado.
Godzilla intentó apresar a su víctima por los hombros con un brazo y taparle la boca con la otra mano. Pero Glatz se zafó con un movimiento rápido y se tiró al suelo, gateando desesperado por la nieve, intentando salvar la vida. Solo pudo alejarse un par de metros porque, antes de que pudiera ponerse en pie, vio que a su alrededor aparecían, como de la nada, un montón de pequeñas piernas embutidas en pantalones cortos y faldas de lana. Tadeus comenzaba a pensar que estaba viviendo una pesadilla. Al levantar la vista, descubrió a media docena de mocosos que le miraban con los ojos abiertos, como contempla un niño el regalo del día de Reyes. Uno de los niños dio un paso al frente y se presentó:
—Yo soy Joseph F., y ostento el cargo de jefe de seguridad del campo de concentración de Sankt Valentin. No nos gusta que los prisioneros escapen. Es un mal ejemplo para el resto de nuestra comunidad racial. ¿Qué pasaría si todos los presos siguieran tu ejemplo? Se rompería la disciplina y no sería posible llevar a cabo la tarea de reeducación de los enemigos de nuestra nación que el Führer nos ha encomendado.
El niño hablaba en serio. Glatz comprendió que estaba completamente loco y que realmente pensaba que estaba al cargo de la seguridad de su campo de concentración imaginario. Antes de que pudiera pensar en nada más unas manazas enormes le cogieron del cuello y lo levantaron en volandas. Godzilla le inmovilizó estirando la palma contra su papada y levantando su barbilla para que no pudiera resistirse. Por un momento, el gigante jugueteó con la idea de romperle el cuello pero la muerte de aquel hombre no era cosa suya. Sus objetivos eran Rolf y Otto Weilern. Así que dejaría que los niños siguiesen jugando a su juego, por muy enloquecido que fuese.
—¿Lo has traído? —le dijo Adolf a Joseph. Este asintió con la cabeza y le entregó un pequeño objeto.
—He cogido la jeringuilla de casa de una vecina que es enfermera. Gertrud y Jutta le han robado un poco de gasolina sintética al coche de su padre.
Adolf hizo una inclinación de cabeza hacia las niñas, que se echaron a reír, contentas de haber hecho su primer servicio a la patria.
—¿Sabes que es esto? —le preguntó Adolf a su aterrorizada víctima. Como Glatz no podía responder, pues Godzilla, con su llave, no le dejaba abrir la mandíbula, se limitó a hacer un sonido sibilante mientras luchaba por respirar, ya que el gigante utilizaba los dedos que sobresalían para taparle la nariz. Adolf, tras una breve pausa, prosiguió—: Aparentemente es solo una jeringuilla con benceno. Pero es mucho más: en el campo de concentración de Mauthausen aprendí de los buenos médicos que allí trabajan, que la inventiva humana debe usarse en la eliminación de los enemigos de nuestra sagrada Nación. Hay que ahorrar gastos cuando se trata de asesinar a judíos, polacos, asociales o, como en tu caso, traidores a la patria.
—¡Yo no soy un traidor! —consiguió decir Glatz a través de la presa del gigante Godzilla.
—Estabas aquí para proteger a un retrasado mental y a un farsante que ha eludido el servicio en el frente para esconderse, disfrazado de SS, en el Lager de Mauthausen. Los crímenes de Rolf Weilern son innumerables y tú vas a ser castigado por oponerte a su ejecución.
—¡Solo obedecía órdenes! —lloriqueó Glatz, sin dejar de luchar, aunque sabía que era inútil.
—Todos las obedecemos, sí —sentenció Schule, con voz triste—. Todos lo hacemos, Mann-SS… pero yo obedezco directamente las órdenes de Führer, que me habla desde dentro de mi cabeza y me indica el camino a seguir. Heil Hitler!
—Heil Hitler! —repitieron el resto de los niños a coro. Godzilla sonreía.
En el campo de concentración de Mauthausen los médicos llamaban Spritzen al acto de inyectar gasolina en el corazón de un preso. Luego, con la típica meticulosidad nazi, anotaban en una libreta el tiempo que tardaban en morir, entre terribles convulsiones. Glatz apenas tardó cuatro minutos y todos los allí presentes consideraron que era un flojo, el típico cobarde demasiado débil para resistir el sufrimiento extremo con hombría y determinación, como haría un verdadero nacionalsocialista. Cuando Joseph estuvo seguro que Tadeus había fallecido, ordenó a dos de sus subalternos, Hans y Konrad, que lo arrastraran hacia el patio de juegos y lo escondieran en el pequeño barracón de madera donde encerraban a sus presos imaginarios. Allí nadie lo vería hasta que hubiese amanecido. Para entonces, Rolf Weilern ya estaría muerto.