Una multitud se había agolpado delante de la Ankunftsort, la entrada lateral del castillo de Hartheim. Por ella, cada día llegaban autocares desde toda la Alta Austria, repletos de deficientes mentales que debían ser sacrificados en beneficio de ellos mismos, de sus familias y del futuro de Alemania. El cuerpo sin vida del Mann-SS William Ferrat yacía aplastado sobre un gran charco de sangre, derramándose en diminutos canalones escarlatas sobre el enlosado, impidiendo el acceso del siguiente autocar. De alguna forma, y como ironía del destino, aquella sería la única buena obra de William en este mundo: el autocar dio media vuelta y casi ochenta niños con síndrome de Down consiguieron vivir un día más; alguno incluso, por azares de la tortuosa burocracia del Tercer Reich, fue mandado a casa y salvó su pellejo.

Aquello le pareció una gigantesca broma cósmica al asesino del soldado Ferrat y, sentado en el asiento del copiloto, en el Mercedes de su cómplice, se echó a reír a grandes carcajadas.

—¿No te ha visto nadie? —quiso saber su cómplice.

—Nadie. Estaban demasiado ocupados buscando los miembros dispersos de ese pobre gordo maricón. Que Dios lo acoja en su seno —añadió, soltando una última risotada.

El Mercedes echó andar alejándose del Castillo. A lo lejos, aún podía verse una multitud apiñada junto a una de las torres de la entrada.

—¿A dónde? —dijo el conductor, sin dejar de mirar de reojo a un ser al que temía y odiaba hasta extremos que no era capaz de imaginar.

—Al campo de concentración de Mauthausen, naturalmente —dijo el asesino, guiñándole burlón un ojo—. Hoy nos espera otra dura jornada de trabajo.