IX
El destino se había teñido del verde castrense y del rojo de la sangre. Así, un grupo de hombres con uniforme verde oscuro avanzábamos, en busca de un cadáver, hacia un grupo de barracones de un verde oliva algo más claro. Estos, se encontraban la izquierda de la Comandancia, de donde acabábamos de llegar, y justo delante del portón de acceso al campo interior, donde vivían los reclusos. Un poco más allá, a la derecha de un talud artificial, discurría la carretera que conducía al lugar de trabajo de la mayor parte de los prisioneros de Mauthausen: la cantera de piedra. En dirección contraria, la carretera circunvalaba los anexos al campo y regresaba a la principal, camino del pueblo. Se trataba, en realidad, de un lugar de fácil acceso para la tropa, prisioneros, administrativos y secretarias civiles… Los sospechosos potenciales del crimen serían innumerables.
Pero en ese momento nadie pensaba en los sospechosos sino en el cadáver. Yo soy muy aficionado a las novelas policíacas, como antes os comentaba, y en ellas los ambientes son sórdidos, los hombres son tipos duros de rostro impenetrable y siempre hay damas caídas en desgracia a quien rescatar. Pero en la vida real, lo único sórdido con lo que uno se encuentra es con el cuerpo sin vida de un conocido, los tipos duros se miran con rostros aprensivos y no lo parecen tanto, y no hay manera de ver a ninguna mujer en apuros, por suerte o por desgracia. Erich Streicher yacía boca arriba sobre el suelo de madera del futuro hospital de campaña de las SS. Tenía la garganta destrozada; se le veían trozos de cosas, de órganos y de carne que no os sabría describir, saliendo por un agujero de su cuello. Había dientes suyos en el suelo y sangre por todas partes. Pensé que me vendrían ganas de vomitar pero tenía el vientre vacío y solo sentí una bocanada de hiel subiéndome por la boca. Erich era un buen tipo. Tal vez bebía demasiado, pero ni borracho era de los que más me insultaba llamándome tonto o retrasado. Siempre me pareció un hombre desdichado, pero llevaba su pena consigo y no se la explicaba a nadie. Creo que, como a mí, no le gustaba trabajar en el campo de concentración. No, no creo que le gustase.
—Esto es muy curioso —dijo mi hermano, inclinándose junto al cadáver. Había escritas en el suelo unas palabras. Ocupaban buena parte del final del barracón. Otto las olisqueó y dijo «hechas con sangre» antes de proseguir con su lectura.
La Iglesia romana de Alemania no puede negar su plena responsabilidad por haber devastado al pueblo a través de sus numerosos clérigos pacifistas, ya que en otros casos en que sacerdotes católicos honorables hallaron palabras de genuina voluntad nacional alemana, les impuso sin más la prohibición de hablar en público. Existe, por tanto, un trabajo político-ideológico realizado sistemáticamente, que puede ser probado, para robar al pueblo alemán su orgullo, para profanar su recuerdo y para enlodar la ardiente voluntad de amparar al pueblo y a la Patria.
(Alfred Rosenberg)
—¿Qué especie de demente se detiene a escribir una parrafada semejante después de asesinar a un pobre hombre como Erich? —Ziereis se había inclinado junto a mi hermano y leído a su lado el texto panfletario del asesino. Con un pañuelo se tapaba la nariz e inspiraba con fuerza, como si le costase respirar.
Otto tardó en contestar a su superior. Se incorporó y cerró los ojos, como siempre que trataba de concentrarse en alguna cuestión compleja.
—El asesino quiere que comprendamos que es un hombre culto, que no ha matado sin más ni más, que lo ha hecho movido por razones profundamente éticas y morales. Ha escogido un texto de Alfred Rosenberg, el más grande filósofo nacionalsocialista, y probablemente lo haya cogido de su obra cumbre: «El Mito del Siglo XX». Tengo que comprobarlo, pero estoy casi seguro que se trata de uno de sus párrafos iniciales, en la misma introducción.
—¿Cómo sabe eso? —Ziereis le lanzó una mirada suspicaz.
—Bueno, todos lo hemos leído, ¿no es verdad? Hasta los escolares tienen las obras de Rosenberg en su pupitre. Incluso se la hice leer a Rolf hace unos años.
—Y no entendí nada de nada —acoté.
Mi hermano hizo como si no hubiera oído mi comentario y prosiguió con su examen de la escena del crimen. Sin quererlo, adoptó una actitud severa, como un profesor que imparte una clase magistral.
—Bien, ¿por dónde iba? Sí, el asesino quiere que creamos que es un hombre instruido, pero no creo que lo sea. Hay momentos en la obra de Rosenberg en los que se examina el tema del cristianismo de forma mucho más explícita y acertada. No creo que el asesino haya pasado de esos primeros párrafos introductorios. Me parece que se trata de un crimen casual, de algo no premeditado que se nos quiere vender como todo lo contrario: un crimen planeado hasta el más mínimo detalle. El tema del enfrentamiento entre el mundo cristiano y el nacionalsocialista tal vez sea una excusa, o tal vez no. ¿Era Erich un hombre muy devoto?
—Sí, lo era —dijo una voz a nuestra espalda—. Profundamente religioso, casi obsesivo —dijo una segunda voz, más aguda que la anterior. Una voz conocida—. Iba siempre por ahí besando una cruz de San Ruperto que, según decía, le había regalado su abuela.
Nos volvimos. El soldado de primera Harald y el Blockführer Braun acababan de entrar en el nuevo Hospital de Campaña y, tras esquivar una pila de escombros, se habían cuadrado delante de Ziereis, que les ordenó descansar con un gesto. Hacían una pareja curiosa aquellos dos: Harald, tan joven, atractivo y pulcro, al lado de un viejo soldado fornido, medio bizco y hastiado como Braun.
—De todas formas, me sigue pareciendo que todo esto es una impostura, una excusa —sentenció mi hermano.
Harald se acercó hasta mí y me ofreció un cigarrillo. Lo rechacé y él se encendió uno que ya llevaba entre los labios. Por un instante, el fósforo iluminó sus hermosos rasgos. Me sonreía, como siempre, paternal.
—¿Estás bien?
—Estoy bien; al menos estoy mejor que Erich.
—Eso seguro —rio—. Oí lo que te pasó a la hora de la revista con esa bestia de Boldt. Estaba preocupado por ti.
—Pues no hace falta que lo estés.
Harald exhaló una larga bocanada de humo. Suspiró y se quedó en silencio.
—Supongo que tú y Braun sois los guardias de confianza que el comandante ha puesto por aquí para evitar miradas indiscretas —le dije, volviendo la cabeza hacia mi hermano, que había cogido al cadáver del mentón y examinaba sus heridas.
—Nosotros y alguno más. Estamos ahí fuera procurando pasar inadvertidos pero evitando al mismo tiempo que nadie meta las narices en este asunto.
—Un asunto feo.
—Un asunto muy feo —confirmó Harald—. Yo creo que incluso peor de lo que imaginas.
De pronto, Otto pareció tener una idea y comenzó a comprobar el estado de los tablones de madera del suelo, especialmente aquellos que estaban cubiertos con las letras ensangrentadas por la caligrafía del asesino. Una de las tablas estaba más suelta que las otras y mi hermano comenzó a forcejear con ella. Braun acudió en su ayuda y de un solo manotazo hizo astillas la madera. Debajo, en un hueco del suelo, un objeto de metal brilló por un breve instante antes de que el Blockführer lo cogiese y lo exhibiera volviéndose en dirección a su comandante.
—¡Una daga de las nuestras! —acertó a decir, con los ojos como platos, como si no diera crédito a sus propias palabras.
Ziereis se quitó el pañuelo de la nariz y le miró con un gesto de desprecio.
—¿Y qué esperaba? Si hubiese tenido el menor atisbo de duda acerca del autor de este acto horrible, y hubiese sospechado que pudiera ser un preso, no estaríamos aquí a escondidas sino dando de latigazos hasta al último de esos miserables subhumanos de ahí enfrente. Ya sabía que se trataba de uno de nosotros. El asesinato es demasiado limpio: un solo golpe, rápido, profesional, silencioso. Además, están todos esos dislates filosóficos escritos con sangre. La mayor parte de los prisioneros son extranjeros y no saben escribir ni en su lengua, tanto menos en alemán. Respecto a los alemanes de la insignia verde, son casi todos maleantes de los bajos fondos y en su vida habrán visto un libro de Rosenberg. A los pocos triángulos rojos que tienen estudios, ya he ordenado llevarles a las celdas del Bunker. Yo mismo los interrogaré dentro de un rato, luego que haya descansado un par de horas.
En los campos de concentración había una estricta clasificación de reclusos atendiendo a las razones de su encarcelamiento. La insignia o triángulo verde era para los alemanes delincuentes comunes. Cada grupo tenía la suya, cosida en el pecho de su pijama a rayas: gitanos, homosexuales u objetores de conciencia, entre otros. Los españoles tenían un triángulo azul de apátridas. Ziereis se refiere con «triángulos rojos» a los prisioneros políticos, socialdemócratas o comunistas en su mayoría. Una minoría en Mauthausen. Otto, que conocía de sobras aquella clasificación, le arrebató la daga con delicadeza al Blockführer Braun y la metió en una bolsa de papel.
—No quiero que nadie más la toque —dijo—. Puede tener las huellas del culpable.
Harald se echó a reír.
—¿Qué huellas, Herr Weilern? Supongo que no las querrá sacar usted mismo y luego cotejarlas con los más de quinientos SS de este campo y de nuestro campo hermano en Gusen, sin levantar sospechas de que algo raro está sucediendo. A menos que quiera llamar a los de la criminal y que se encarguen ellos del trabajo sucio.
Ziereis estuvo de acuerdo. Por un momento, se convirtió de nuevo en el tipo maleducado y vociferante que yo había conocido durante toda mi estancia en el campo:
—¡Nada de huellas y nada de llamar a la Kripo! Si aparece por aquí alguno de esos policías de la criminal, rodarán cabezas. Como corra la voz que hay un asesino en serie en mi campo, estoy acabado. Me acusarán de no saber elegir a mis hombres y de mil cosas más que se inventarán de camino. Todos los hombres importantes tenemos «importantes» enemigos y más de uno lleva tiempo esperando para echárseme a la yugular. La mejor forma para perdurar en el sistema de campos de concentración del Reich es pasar desapercibido, ya lo sabéis, por lo que un escándalo de este tipo sería mi fin. —Nos señaló a todos, amenazador—. ¡Y también el de ustedes, ténganlo por seguro! Todo debe hacerse de la forma más discreta posible.
La única bombilla del techo iluminaba el rostro de nuestro comandante. Tenía la frente sudorosa.
—Lo que no entiendo —argumentó Otto—. Es por qué piensa que es un asesino en serie.
Frank Ziereis chasqueó la lengua, como un niño pequeño al que se le ha pillado en una travesura. Caminó hasta una de las ventanas y retiró un trozo de tela con el que se había cubierto el hueco de la misma.
—Quería que esto lo vieran las menos personas posibles, incluidos mis guardias de confianza.
Sobre los cristales había un último mensaje escrito con sangre. Un verso:
El primero voló en la Casa del Sueño
cayó hasta el suelo como un águila de bronce.
El segundo ardió en el número once
sus dibujos degenerados le valieron la muerte.
Al cristiano le esperaba la misma suerte
por ignorar que del destino yo soy el dueño.
—Valiente poeta de pacotilla es nuestro asesino —espetó Ziereis, escupiendo al suelo.
—Nos las tenemos con un perturbado, con un megalómano y, algo más… —Mi hermano parecía confuso, como si alguna cosa estuviera a punto de venirle a la memoria—. Pero, volviendo al poema, lo de la Casa del Sueño…
—Se refiere al SS que se suicidó en el Castillo de Hartheim hace unos días —le interrumpió Harald—. Lo llaman Institución del Sueño.
Otto asintió. Parecía evidente.
—Pues entonces no fue un suicidio —tercié, mirando a Harald, que apartó la vista. Ninguno de los dos habíamos olvidado la discusión de por la mañana delante de los muros agrietados de la vieja fortaleza.
—Y lo del número once solo puede ser el español al que asesinaron y prendieron fuego ayer mismo en el barracón once del campo interior. —Ziereis había vuelto a pasar de la ira al desánimo, y ahora parecía abatido, a punto de venirse abajo—. Pero si me lo permiten, me voy a dormir un poco. Necesito recobrar fuerzas para interrogar a los prisioneros del Bunker en unas horas. Quiero hacerlo, además, antes de que amanezca y comience la jornada habitual del campo. Cuantos menos testigos tengamos… mucho mejor. Así que prosigan las pesquisas ustedes solos. Nos espera un día muy largo.
—¡Sí, señor! —ladramos todos al unísono—. Heil Hitler!
Ya estaba casi en la puerta del inacabado hospital de campaña cuando el Lagerführer se dio la vuelta. Debía resultar una escena cómica: aquel grupo heterogéneo de SS en una larga sala aún sin techar, con las vigas desnudas, velando el cuerpo sin vida de uno de los nuestros y encubriendo su muerte para salvar el pellejo de un esperpento humano como Frank Ziereis. El viejo zorro sonreía.
—Comience usted el interrogatorio de esos triángulos rojos, Braun —dijo—. Pero los quiero a todos vivos y conscientes cuando yo llegue, ¿entendido? Procure controlar esas manos de bruto que tan bien sabe usar cuando le conviene.
—¡A sus órdenes, Herr Lagerführer! —chilló Braun, entrechocando sus talones tan fuerte que un tablón crujió bajo sus pies como si también fuera a quebrarse.
Mi hermano se inclinó a examinar más de cerca los cristales de la ventana, buscando algún indicio, por pequeño que fuese. Braun se quedó un instante en el medio de la sala, como si quisiera añadir alguna cosa más.
—Teniente Weilern…
—¿Sí, Blockführer? —Mi hermano ni siquiera había levantado la vista de la ventana. Braun era el tipo de persona que no suscita demasiado interés por parte de sus superiores. Un poco como yo mismo.
—Me preguntaba, señor, si alguna vez ha pensado usted en la reencarnación.
—No, y no entiendo a qué viene ahora esa pregunta.
—Pensaba, señor, en qué puede causar que un hombre muerto vuelva a la vida para castigar a aquellos que le hicieron mal. —Braun removía la punta de su bota en el suelo, tal y como haría un animal inquieto, excitado ante la presencia de un rival. Pero él no parecía nervioso, solo algo tenso, con los pensamientos perdidos en alguna parte que ninguno de nosotros éramos capaces de desentrañar—. Pensaba que, si ese ser regresase, tendría que…
—Blockführer. —Otto debió pensar que ya tenía bastantes desvaríos de momento bajo la forma de la caligrafía sangrienta del asesino y decidió zanjar la cuestión—, váyase a tomar un café y procure no pensar demasiado en temas que ahora no vienen al caso como la reencarnación o lo que demonios sea que me está preguntando. Ninguno hemos dormido y me parece que comenzamos a perder la objetividad. Tal vez incluso podría echarse un rato, como ha hecho nuestro comandante.
—No, gracias, mi teniente. —Braun parecía haber recobrado súbitamente la compostura—. Tengo que interrogar a los prisioneros según las órdenes. Lamento haberle importunado, señor. ¡Muchas gracias, señor!
Braun abandonó el barracón sin que tuviéramos tiempo para reflexionar mucho más sobre su extraño discurso acerca de muertos y renacidos.
—Estamos todos perdiendo el juicio —dijo entonces mi hermano, desperezándose—. Aquí ya no hay mucho más que ver. Mejor me voy a dar una ducha antes de que vayamos al castillo de Hartheim.
—¿A Hartheim? —repliqué—. Sabes que odio ese lugar. Podríamos comenzar por el asesinato del español.
—No, Rolf. El comandante Ziereis y ese idiota de Braun van a estar toda la mañana dando vueltas entre los prisioneros. Cuando se hayan cansado, iniciaremos nuestras propias pesquisas en el campo interior, tal vez intentando hacer una lista de los SS que penetraron ayer entre sus muros: no creo que sean más de quince o veinte y podría ser un buen punto de partida. Pero por el momento iremos en la búsqueda de esa Casa del Sueño de la que hablaba el poema. Intentaremos descubrir si lo que pasó allí fue un asesinato o un suicidio.
No había más que decir. Yo solo era su ayudante. Él llevaba el caso y las cosas se harían a su manera.
—Claro, Otto. Lo que tú digas.
Poco después, Harald y yo estábamos solos. Me senté entre un saco de cemento y unos ladrillos, y traté de no pensar en que pronto regresaría a un lugar cuya fachada ya me causaba pavor. Ahora tendría incluso que descubrir lo que se escondía en el interior de aquel lugar de pesadilla.
—Toma, la dirección y el teléfono de mi prima en Rems. —Sin que pudiera evitarlo, Harald me puso una hoja de papel en el bolsillo de la guerrera. No opuse resistencia aunque seguía pensando que no era una buena idea.
—No necesito saber dónde vive tu prima.
—Por si un día cambias de opinión.
Cogí la nota. Estaba mecanografiada.
Ilse: HermanGoeringstrasse 20 (Rems). El teléfono estaba algo más abajo, escrito a mano.
—Le hablé de ti. Su número lo escribió ella personalmente.
—No voy a llamarla, Harald. —Devolví la nota al bolsillo de la chaqueta, junto al poema que mi hermano me había hecho escribir a nuestro Führer, y que llevaba allí desde la mañana.
—Muy bien. Estás en tu derecho.
Seguíamos solos en el Hospital de Campaña. Yo esperaba a mi hermano pero Harald debería haber regresado a sus obligaciones. Sin embargo, parecía aguardar alguna cosa.
—¿Tú no te marchas? —le dije.
—No, yo también tengo mis propias órdenes. He de esperar al equipo de limpieza y luego encargarme de que no queden testigos.
—¿Qué quieres decir con eso?
Harald sacó su pistola y comenzó a rellenar el cargador.
—Quiero decir que los prisioneros que se encarguen de levantar el cadáver del cabo Streicher y luego limpien este barracón hasta que no quede la menor huella del crimen, no regresarán nunca al campo interior. El comandante no quiere que nadie salvo su grupo de colaboradores más cercano, sepa nada de este asunto.
—¡Pero me estás hablando de asesinato!
Harald me dio la espalda, exasperado, y se alejó en dirección a la puerta.
—Muchas veces me parece, Rolf, que no sabes en qué mundo vives.
Salí al exterior detrás de mi amigo. Junto al camino había tres guardias más que completaban el grupo de hombres de confianza de Ziereis. Estaban apoyados en un coche, fumaban y reían de sus bromas privadas. Sobre el techo había un gato dormido. Harald y yo nos quedamos junto a la puerta, algo apartados del resto. Pasaron diez o quince minutos en los que no nos dijimos nada. Fumamos un cigarrillo tras otro bajo la luz de la luna. De pronto oímos unos pasos.
—Ahí llegan los que tienen que morir. Les preguntaré si quieren murmurar «Ave Mauthausen», o alguna cosa similar antes de que los ejecute. —Harald tenía los ojos vidriosos. Era la primera vez que le veía a punto de echarse a llorar.
—No tienes porqué hacerlo —le dije.
—No, Rolf. Hay muchas cosas de las que tú te libras por ser pariente del gran Theodor Eicke. Yo tengo que hacer todo lo que me mandan.
Cuando el equipo de limpieza llegó a nuestra altura descubrí que se trataba de dos españoles de mediana edad y de Ícaro, el muchacho sordomudo al que había estado a punto de matar horas antes. Ícaro me reconoció y me sonrió tímidamente al pasar.
—Ese muchacho es el protegido de Braun. No le va a gustar que aparezca muerto.
—Peor para Braun —dijo Harald, en voz alta, para que los guardias del coche le oyeran—. Si no se preocupase tanto de los jovencitos la vida le iría mucho mejor.
Un coro de risas siguió a su comentario y Harald se frotó los ojos, de los que habían comenzado a manar lágrimas traicioneras.
—Por favor, salva al muchacho.
—¿Por alguna razón especial? —Harald me miraba confundido—. Si coges aprecio de forma particular a alguno de estos subhumanos te costará mucho más matarlos el día que te lo manden. Y puedes estar seguro de una cosa: ese día llegará.
—Sálvalo hoy, Harald. Hazlo por mí. Hoy ya maté a un prisionero y sé lo que se siente. Cuando llegue el día de repetirlo… ya veré lo que hago.
—No, Rolf.
—No me hagas que te lo pida de rodillas.
Harald le dio una patada a una piedra. Profirió un juramento. Pero al final se volvió y cogió a Ícaro del brazo.
—Con dos españoles tenemos ya de sobra para limpiar ahí dentro y trasladar el cadáver sin ensuciarnos las manos. —Volvía hablar en voz alta para que sus compañeros le oyesen—. Además, seguro que el Blockführer Braun me invita a unas rondas de cervezas por salvarle el «culo» a su novia.
Una nueva tanda de risas y aplausos siguieron a la ocurrencia de Harald.
—Vete de vuelta a la cama —le dije a Ícaro, que parecía no comprender lo que pasaba a su alrededor—. Antes de que cambien de opinión. ¡Corre! ¡Rápido!
Mi hermano llegó apenas un par de minutos más tarde. Venía por detrás de la Comandancia y me hizo un gesto para que lo siguiese. Por segundos no vio al niño alejándose de vuelta al campo interior. Seguro que hubiese hecho preguntas que yo no querría contestar.
—Yo me quedo a supervisar «la limpieza» —dijo Harald—. Ten cuidado en Hartheim; sobre todo con lo que dices. No te olvides de lo que te expliqué sobre ese lugar.
—No me olvidaré.
Arrojé mi último cigarrillo al suelo y me despedí de mi amigo. Mi hermano iba ya unos pasos delante de mí, camino del patio de garajes, donde nos esperaba nuestro automóvil. Ahora éramos dos detectives en misión oficial.