El Rapportführer Boldt estaba a solas en su celda. Hacía frío, pero no le importaba. Llevaba horas sentado en el suelo, con la espalda contra la pared, divagando sobre todo y sobre nada, sobre sí mismo y sobre la condición humana. Jules Boldt era un hombre desgraciado, pero se congratulaba de su desgracia, se sumergía en ella, buceaba en el lodo de su propia miseria. No se sentía ni bien ni mal, sencillamente ya no sentía nada. Había tardado demasiado en comprender que el día que su hijo fue depurado en la Institución del Sueño, él también había desaparecido, calcinado hasta los huesos en un horno a miles de grados de temperatura.

Inspiró y expiró profundamente un par de veces hasta que pudo comprobar que, incomprensiblemente, seguía vivo.

A lo lejos, en las celdas contiguas a la suya, oía llorar a los prisioneros políticos, la mayoría comunistas, a los que el Blockführer Braun y el comandante Ziereis habían estado interrogando durante horas. No consiguieron sacar nada en claro y los interrogatorios se habían ido transformando poco a poco en un combate de boxeo. Ahora que ya habían terminado, los rojos se lamían las heridas, y sus sollozos, en los que se mezclaban tanto el dolor como la impotencia, le recordaron que, pese a todo, aquellos eran unos tipos con suerte porque seguían teniendo una identidad por la que lamentarse, por la que avergonzarse. Él ya estaba más allá de todo eso.

—¡A mí ya no me quedan lágrimas! —les gritó, aferrado a los barrotes de su celda. Esta daba a un pasillo horizontal sobre el que estaban dispuestos cada uno de los cubículos que conformaban el área de detención o Bunker.

Entonces oyó unos pasos. Distinguió a lo lejos la figura de su subordinado, el Blockführer Braun, y tras él a Ícaro, el muchacho sordomudo que le seguía a todas partes. Boldt no estaba precisamente a favor de que los soldados tuviesen un preso de confianza, pero muchas veces era difícil controlar ese tipo de situaciones. Cuando la confianza se volvía demasiado evidente, a menudo era mejor mirar para otro lado. Especialmente, le parecía poco adecuado el trabar una amistad tan «personal» con un niño de apenas catorce años. Pero bueno, eso ahora era lo de menos.

—Braun, tráeme algo de beber. Llevo aquí horas encerrado con estos rojos como si fuera un apestado. Podrías haberle dicho al comandante que me llevase a otro lugar. —Como no le respondía, subió el tono de su voz—. ¡Prefiero estar solo que rodeado de esta gentuza! ¡Me oyes, Braun! Soy tu superior, ¡maldita sea!

No pudo ver al tercer hombre. Le pareció intuir una sombra seguida de una risa estentórea y terrorífica. Susurros, idas y venidas, otra vez aquella risa y finalmente unas palabras que retumbaron como un eco en el pasillo.

—¿Has oído, Braun? El traidor tiene sed. Me parece que tendremos que darle a probar su propia medicina.

Jules Boldt, por primera vez en su vida, tuvo miedo. Un miedo instintivo, elemental, que le atenazaba los músculos. El ser que acababa de hablar no parecía humano: era como una bestia venida de ultratumba que desgranase su verbo desde el reino de los muertos. Era el mismo tipo de voz impía, demoníaca, que tanta veces él mismo había impostado durante su revista, cuando asesinaba a decenas de hombres sin un pestañeo.

—Hola, Herr Rapportführer, mi señor.

La puerta se había abierto y tenía al asesino cara a cara. Boldt supo desde el primer momento que se hallaba ante la bestia que andaba buscando Ziereis, en vano interrogando a aquellos pobres diablos, triángulos rojos, que nada tenían que ver con las verdaderas causas que se escondían tras aquellos crímenes. Él se había enterado desde su celda del hallazgo del cadáver del cabo Streicher y, a pesar de los esfuerzos del comandante por evitar que la historia se propagase, no había ni un solo SS en Mauthausen que no se estuviera preguntando quién sería el siguiente. Ya no hacía falta seguir dándole vueltas al asunto: el siguiente era él.

—Yo estaba sirviendo en Hartheim, Herr Rapportführer, cuando el pequeño Boldt fue ingresado en las instalaciones. Era un muchacho dulce y bueno que nunca emitía una queja, que nunca tenía una mala palabra con nadie, ni con los celadores ni con sus compañeros.

Boldt estaba petrificado. No podía dar crédito a sus ojos. Al instante, se había dado cuenta de que el asesino les había engañado a todos, que había cambiado su identidad para infiltrarse en el campo y descargar su ira vengativa sobre aquellos a los que consideraba culpables. Y él, el más culpable de todos, no pudo sino encogerse de hombros ante la magnitud de sus faltas.

—No debí llevarle allí. Lo que hice es imperdonable, Adolf.

—Ah, ¿sabes mi nombre? —El asesino parecía divertido. Un pequeño cabo suelto, un giro del destino que escapaba su control. El asesino, que se vanagloriaba de controlarlo todo, encontró aquella situación muy refrescante.

—Sí, mi hijo me escribió una carta; bueno, en realidad me escribió muchas pero solo abrí la primera. El resto las arrojé al fuego: quería olvidarle. Pensaba, que Dios me perdone, que era mi obligación. En aquella primera carta me hablaba de ti. No le tratabas como a un idiota; estaba impresionado por tu voluntad de servir a Alemania aún en un lugar tan lúgubre como Hartheim. Al verte ahora frente a mí, descubierta tu simulación, he sumado dos y dos. No ha sido difícil.

El asesino hizo una mueca de asco.

—Claro que no te ha sido difícil. A ti pocas cosas se te hacen difíciles. Fuiste capaz de traicionar la confianza depositada en ti por tu propio hijo. Si eso te fue fácil cualquier cosa debe serlo para ti. —Boldt observó que al asesino le temblaban las manos mientras hablaba. Parecía enfermo, mucho más enfermo de lo que le había parecido otras veces. Pero esta idea escapó rápidamente de su cabeza, fue como un relámpago en medio de una noche estrellada, porque la culpa, inmensa, abrumadora lo iba llenando todo poco a poco—. Dime una cosa, Rapportführer —prosiguió el asesino—, ¿has oído hablar del Lebensraum?

Boldt no quería hablar de nada y mucho menos de algún tema extraño y abstruso como aquel.

—Creo que me suena, pero no sabría explicarme. Creo que se lo he oído a Goebbels por la radio alguna vez —dijo, en cualquier caso, siguiendo el juego a su interlocutor.

—¡La radio! Si leyeses algún libro no serías tan ignorante —se pavoneó el asesino—. De lo contrario, habrías oído hablar de Friedrich Ratzel, el gran geógrafo, que introdujo ese término para referirse al espacio vital, a la cantidad de tierra, de kilómetros cuadrados, que necesita el pueblo alemán para expandirse y alcanzar la completa plenitud. Pero el término va más allá y se refiere también a un entorno social, biológico y económico. Un pueblo sano, rico y fuerte como el alemán, con el suficiente territorio conquistado y completada su expansión, puede alcanzar el infinito. Volks und kulterbodentheorie: te hablo de la teoría del espacio étnico y cultural de Alemania, el que necesita para alcanzar ese objetivo final. Un espacio que incluiría todos los pueblos germánicos, aquellos territorios de otros países donde viven grupos con sangre parcialmente alemana y también aquellos territorios limítrofes en que la influencia de nuestra cultura ha dejado huella a lo largo de los siglos. Siguiendo estos principios, Alemania va a buscar su expansión por toda Europa, especialmente hacia el este, pues necesita territorios y zonas limítrofes sobre las que extender su cultura, ya que es el pueblo y la raza más grande de todo el universo.

Boldt miraba su interlocutor con los ojos muy abiertos, incapaz de comprender a dónde quería llegar con sus palabras.

—Todo esto te lo explico, amigo mío, porque estos conceptos que ilustran la grandeza de la nueva Alemania, también son aplicables al pueblo o Volk que la conforma y a su vez a cada unidad familiar del Volk. Una familia alemana tiene su espacio, tiene a un padre que cuida de su madre y de sus hijos, así como el Führer nos cuida a todos, y él padre no descuida a sus retoños ni los deja a merced de terceros para que los ejecuten en un lugar como la Institución del Sueño de Hartheim.

—Pero el propio Führer —objetó Boldt, intentando aferrarse a un clavo ardiendo para justificar lo injustificable—, ha hablado más de una vez de la necesidad de depurar a los retrasados mentales y a los idiotas para que…

—Aquí el único idiota que veo eres tú —le interrumpió el asesino—. Tu hijo no era ningún tonto. Es más, la razón por la que Lonauer postergaba la «depuración» del pequeño Boldt es porque desde el principio comprendió que el niño tenía graves problemas de aprendizaje pero su coeficiente intelectual estaba intacto. El doctor es un hombre sanguinario, como corresponde a un buen nacionalsocialista, pero nunca permitiría que su deseo de depurar a los idiotas le impidiese distinguir de entre la masa a los que son útiles para el Reich. De hecho, estaba a punto de concluir que tu hijo era un superdotado y que todos sus problemas de aprendizaje, que habían hecho que sus profesores le calificasen como tonto, se debían a su desinterés por las materias banales y comunes que estudian los niños de su edad. ¡Solo tenía nueve años, por el amor de Dios! Y tú mandaste una carta al doctor apremiándole para que lo ejecutase. Y Lonauer dudó, tenía demasiados idiotas a su cargo y si acaso el doctor tiene algún defecto es su terror a la presión burocrática y a los errores administrativos. Decidió que si tanta prisa tenías por ver a tu pequeño muerto, pues se le mataba y se terminaba su problema de un plumazo. Probablemente Alemania sobreviviría con un superdotado menos.

El Rapportführer estaba pálido. La sangre de su rostro se había perdido en alguna parte, muy lejos, mezclada con la rabia, la autocompasión y el autodesprecio.

—Si lo que dices es verdad soy el más indigno de los hombres que han pisado este mundo. —Súbitamente, descubrió que al contrario de lo que había gritado minutos antes, sí le quedaban lágrimas y prorrumpió en un largo y silencioso llanto. Al cabo, miró cara a cara a su asesino y le dijo—: ¿Qué has traído para ejecutarme, Adolf?

El asesino le alargó un vaso a medio llenar de un líquido transparente.

—Tú ya estás muerto, Rapportführer. Cuando traicionaste a la sangre de tu sangre te convertiste en un muerto viviente. Yo solo te he traído tu Gnadenschuss. Has dicho que tenías sed y querías beber. Te he traído pues el veneno más doloroso que he podido encontrar.

Boldt asintió. En una ejecución, el comandante remataba al prisionero agonizante, mientras este se desangraba, en caso de que las balas del pelotón de fusilamiento no hubieran alcanzado órganos vitales. Había casos en que la muerte, aunque inevitable, necesitaba varios minutos e incluso una hora en alcanzar al condenado. Rematarle era una forma de evitar una agonía innecesaria. En el campo de Mauthausen llamaban a ese gesto Gnadenschuss: tiro de gracia, literalmente «disparo compasivo». No era por tanto un acto de crueldad sino todo lo contrario, un gesto de piedad y de misericordia. Era el gesto que él necesitaba: que se apiadaran de su alma y le llevasen de la mano hacia el otro mundo. Así pues, Jules Boldt, sin hacer ninguna pregunta más, se bebió el contenido del vaso de un solo trago, aceptando su destino.

—¿Braun sabe de verdad quién eres?

—¿Ese judío? —El asesino soltó una carcajada—. Braun no sabe nada. Ese idiota cree que soy un maldito títere de arcilla resucitado.

Cuando el dolor le alcanzó, el Rapportführer Boldt sintió algo similar a un puñetazo en el estómago. Le hubiese gustado preguntar por qué llamaba judío al Blockführer y a qué demonios se refería con lo de «títere de arcilla resucitado». Pero no tuvo tiempo para descubrirlo. Sus entrañas se estaban deshaciendo, acuchilladas por un millón de diminutos cristales. Había reconocido el olor a almendras amargas y sabía que acababa de beber cianuro, pero no comenzó a gritar inmediatamente para que su asesino tuviese oportunidad de huir.

Roto por un dolor profundo y devastador, se volvió hacia la ventana e inspiró una última bocanada de aire. A lo lejos, vio llegar a la carrera al comandante del campo y a sus dos lugartenientes, Georg Bachmayer y Karl Schultz. Les seguía el prefecto de los prisioneros, el Kapo en jefe de Mauthausen, ese mal nacido que se hacía llamar Godzilla. Por unos instantes, unos segundos tan solo, no coincidirían todos ellos en el Bunker con el asesino o con Braun. El comandante Ziereis trotaba como desbocado por la Appellplatz en la que Boldt había pasado revista tantas veces, seguido de cerca por el jefe de seguridad y el jefe de la oficina política. Si ese trío de ineptos, cuarteto si contaba a Godzilla, esperaba derrotar a una mente perversa y sobresaliente como la de Adolf, estaban arreglados. Si le hubiesen quedado fuerzas, se habría echado a reír.

—Gracias por liberarme —musitó, aunque ya no quedaba nadie a quién agradecerle nada. Su asesino había huido.

Pero Boldt prefería no pensar en Adolf como su asesino sino como su salvador. Porque aquel, a sus ojos, no era ningún asesino. Al menos, no era su asesino. Había venido a darle la paz que tanto ansiaba. Boldt no era un suicida y difícilmente habría encontrado la forma de darse muerte. Tal vez hubiese pedido el destino más peligroso del frente y habría actuado de la forma más temeraria posible, buscando que una bala enemiga terminase con su sufrimiento. Por el contrario, ahora solo tenía que soportar una justa y merecida agonía y podría reunirse con su hijo. Adolf tenía razón. Él había traicionado el espacio cultural y biológico y moral de su familia. Un padre jamás debería entregar a su hijo al estado para que lo asesinase. Alguien que hace algo semejante no merece estar vivo, no merece llamarse hombre, no merece pertenecer a la raza humana. Por suerte, el Rapportführer Boldt, sintiendo que lo atravesaban por dentro, vomitando sangre profusamente por la boca, supo que muy pronto abandonaría esa triple condición. Su pobre hijito, estaba seguro, le había perdonado en su último aliento, pero él jamás se perdonaría a sí mismo. Cuando la muerte vino a su encuentro, en forma de una última y violenta oleada de dolor, Jules Boldt estaba preparado. «Perdona, hijo mío», fueron sus últimas palabras.