XI
Había un pájaro pequeño, de color rojo y negro, cantando en un árbol delante de mi casa. Acabábamos de regresar a Sankt Valentin y aparcado nuestro Opel Kadett debajo del árbol. No sé de qué especie sería: no entiendo gran cosa de plantas, aunque mi sueño es poderme dedicar un día la jardinería. Mi árbol era muy grande, seguramente centenario, de ramas muy gruesas y tortuosas. Le pregunté a Otto si sabía cómo se llamaba aquel gigante, o cómo se llamaba el pájaro que trinaba entre sus hojas… y si después de todo lo que habíamos visto en la Institución del Sueño, algo del mundo real tenía sentido y valía la pena que nos detuviésemos a contemplarlo.
—No lo sé, Rolf.
Mi hermano me miraba sin verme. Como un autómata, subió los cinco escalones que llevaban de la calle a la puerta principal. El aire olía a humedad pues apenas a veinte metros discurre un pequeño cauce del río. Un enjambre de pequeños mosquitos se elevaba sobre nuestras cabezas y acabó formando un enjambre en el balcón, junto a mis macetas y mis tomateras. Mi casa, alquilada tiempo atrás a una familia de los contornos, cuenta con tres plantas: bajo, primer piso y ático, aparte de un sótano por debajo del nivel del suelo. A mí me gusta, sobre todo porque está muy céntrica en el pueblo y desde mi balcón puede verse la vieja iglesia parroquial, que a menudo voy a visitar antes o después del trabajo en el campo. Allí me confieso con el padre Von Banish: un buen hombre que más de una vez ha criticado en público el exterminio de los retrasados mentales. Yo nunca he llegado a tanto pero, mirando las imágenes de los santos y de las vírgenes del pasado, tenía la misma sensación de quietud y de irrealidad que ahora nos embargaba a mi hermano y a mí. No podía ser que un lugar como el Castillo de Hartheim o el campo de Mauthausen existiesen, y sin embargo existían. Era como estar viviendo un sueño… o una pesadilla.
—Me voy a Alkoven a proseguir con las investigaciones —dijo Otto, de pronto, luchando por vencer la aversión que le dominaba después de la visita a la Institución del Sueño. Apenas había dormido y se le veía agotado—. Quiero saber algo más sobre el doctor Lonauer. Intentaré también trabar amistad con algún guardia del Castillo que no sea ese estirado de Glatz. Tú quédate por aquí y procura echar una cabezadita. Aprovecha, tú que puedes, pues me parece que en estos días dispondremos de poco tiempo para descansar. No hasta que hayamos descubierto a nuestro asesino.
No tuve fuerzas para oponerme a los deseos de mi hermano y atravesé el umbral cabizbajo. Aunque comenzaba a dolerme la cabeza, regué mis plantas, ahuyenté los mosquitos y me senté en el lecho a cambiarme las botas por un calzado más cómodo. Creo que cogí de un estante uno de los libros de Werner Beumelburg, ese escritor que hace novelas que ensalzan la grandeza de la guerra y la amistad entre los combatientes: es el escritor preferido de Otto. Pero no tardé en comprender que mi cerebro no estaba en condiciones para iniciar una lectura patriótica. Ni para nada, en realidad. Lentamente, comencé a masajearme las sienes como mi madre me había enseñado. No debía permitir que una migraña me alejase de mi deber de ayudar a Otto en nuestro caso. Cuando se me pasase, leería un poco para inspirarme y luego tomaría notas de todo cuanto habíamos descubierto. Y haría un esquema, una lista de sospechosos o de las pistas, si es que había alguna. Eso es lo que hacen los detectives en las novelas que he leído. Me hallaba haciendo planes, lucubrando inútiles organigramas cuando… mis recuerdos se desvanecen. Debí quedarme dormido, sin saber cómo, al igual que los niños se duermen sin recordar en qué momento cerraron los ojos, de la misma forma que se duermen los tontos.
En mis sueños, viajé de regreso a un lugar conocido. Al principio, creí estar en la zona de detención del campo de Mauthausen: lo que mis compañeros llaman el Bunker. Me encontraba entre los muros de una prisión; veía las rejas, las celdas distribuidas a izquierda y a derecha de un largo pasillo. Oía los gritos, los lamentos, las voces sollozantes de los prisioneros y me imaginaba que en cualquier momento aparecería el comandante Ziereis saliendo de una de aquellas celdas, después de interrogar a un preso comunista sobre cierto asesinato cometido en los barracones nuevos de las SS. Incluso traté de adivinar en cuál de ellas estaría preso el Rapportführer Boldt, pagando su desliz, el error de perder los nervios con un idiota tan bien relacionado como Rolf Weilern. Pero, súbitamente, me di cuenta de que mis conclusiones iniciales no tenían sentido. Una vez más, andaba equivocado. Aquel lugar era demasiado grande para ser el campo interior de Mauthausen. La prisión que albergaba, a su vez, resultaba también demasiado grande para ser el Bunker. Me asomé a una ventana y la extensión del presidio me dejó anonadado. Me habían llevado a una cárcel que podía albergar al menos a mil almas y no a un pequeño calabozo dentro de un Lager. Nadie pasa demasiado tiempo en el calabozo de un campo como Mauthausen. Si ha hecho algo lo bastante grave, seguramente no llegará con vida al día siguiente, por lo que con unas cuantas celdas hay más que suficiente. No, aquello no era un calabozo cualquiera sino una gran prisión estatal. Un lugar como Stadelheim.
¡Stadelheim! Por fin lo entendía, mis sueños no me habían llevado de vuelta a los problemas del presente, a la resolución de aquellos tres terribles asesinatos, sino a un lugar del pasado, pero no a un lugar casual sino a un lugar determinado en el espacio y en el tiempo: concretamente, seis años atrás, el día en que fue asesinado Ernst Röhm. La última vez que soñé con este lugar, recordé que tenía poco más de veinte años y mi padre, Theodor Eicke, me había traído consigo para que me hiciera un hombre empuñando una pistola y convirtiéndome en un magnicida. Debía pensar el pobre que asesinar a uno de los hombres más poderosos de Alemania me haría más listo, más valiente y nacionalsocialista, de tal forma que su sentimiento de culpa hacia mí desaparecería. Tal vez por eso me hizo volar con él hasta Munich cuando le encomendaron aquella tarea: la de ir a la prisión de Stadelheim y convertirse en el asesino del número dos del partido nazi.
Desde el principio, todo aquel asunto me había parecido muy extraño. ¿Por qué razón los peces gordos del Tercer Reich habían escogido a un hombre como mi padre para aquella tarea? Él, por entonces, no era el poderoso Gruppenführer-SS Eicke sino tan solo Theodor, el comandante del campo de concentración de Dachau, un hombre con un cargo similar al que ahora ostentaba Frank Ziereis: es decir, un don nadie dentro de la estructura jerárquica del nazismo. Es bien cierto que Himmler en persona acababa de ascenderle y se había fijado en su trabajo al frente del campo de Dachau, pero Theodor aún tenía mucho que demostrar antes de poder codearse de verdad con los jerarcas del partido. Yo siempre he creído que le escogieron porque, si las cosas salían mal, era un hombre prescindible, un peón sacrificable. Más tarde, Theodor supo jugar bien sus cartas y crear una red de personajes poderosos en deuda con él que le valieron para catapultarse hacia la cima del poder.
Pero todo comenzó aquella noche. Y no fue una noche cualquiera ni un día cualquiera. La situación en el país era muy complicada: Hitler era el Canciller de la nación pero ni de lejos el dictador omnipotente que poco después llegaría a ser. El presidente Hindemburg, aunque anciano y decrépito, seguía vivo, y el ejército alemán estaba en guerra abierta con las Tropas de Asalto SA; y estar en guerra con las SA era en estarlo con Röhm, su líder indiscutible.
Pero aquel problema se había gestado años atrás: Hitler tuvo que valerse de un enorme contingente de fuerzas paramilitares para alcanzar el poder. Al frente de ellas estaba un carismático tipejo bajo y regordete llamado Ernst Röhm, un hombre que hacía tiempo que tenía tanto poder como el propio Führer. Había millones de afiliados a las SA en Alemania, la mayor parte excombatientes de la Gran Guerra, gente violenta y desarraigada, ciudadanos descontentos con el sistema democrático de la República de Weimar, que el partido nazi, el NSDAP, había ido recogiendo y amparando durante su ascenso. Una vez alcanzado el gobierno de Alemania, Hitler se valió de ese enorme contingente de seres embrutecidos para literalmente aplastar a socialdemócratas y a comunistas, a cualquiera que pudiera en el futuro arrebatarle el poder en unas elecciones libres.
Una vez destruidos los partidos de izquierda, su poder acabó por hacerse absoluto y unas nuevas elecciones nunca fueron necesarias. Pero hubo un momento antes de eso en que el futuro del NSDAP no estuvo tan claro: las acciones violentas de las SA habían dejado de ser populares. La gente estaba harta de ver cómo pateaban a la gente de izquierda, de que se llenasen las cárceles de todo el país de socialistas y de comunistas, y de muchos otros que no eran ni una cosa ni otra pero que eran acusados por sus vecinos para arrebatarles las tierras o por enemigos de toda la vida que ahora veían la oportunidad de tomarse una cumplida venganza. Tanta violencia ya no parecía necesaria. El orden que el nazismo había impuesto a la fuerza peligraba a causa de aquel grupo inmenso de millones de hombres violentos de las SA que, llegado el día de la victoria, se habían convertido en fuente de desórdenes civiles más que de otra cosa. El ejército estaba descontento y quería absorber todo ese caudal humano, pero Röhm quería hacer todo lo contrario, absorber al ejército dentro de su organización, lo cual era una quimera absolutamente irrealizable: los aristócratas prusianos de la Reichswehr, las fuerzas armadas de la república, jamás aceptarían formar parte de un club tan poco refinado como las SA, a las que consideraban poco menos que una asamblea de paletos con uniforme. Además, el presidente Hindemburg no se acababa de morir y amenazaba con nombrar como sucesor a alguien diferente de Adolf Hitler a menos que este fuese capaz de poner freno a sus Tropas de Asalto. Así, las SA habían puesto a Alemania al borde de una guerra civil entre los diferentes sectores de la derecha tradicional y la ultraderecha.
Entonces llegó la Noche de los Cuchillos Largos. Una noche en la que una parte de los líderes de las SA fueron asesinados, acusados de conspirar con Francia para hacer caer el gobierno legítimo de Alemania, encarnado en la persona del Primer Ministro Adolf Hitler y del presidente Hindemburg. Se acusó a Röhm de traición y se le encerró en Munich, en Stadelheim, una de las prisiones más grandes del país. Pero aún quedaba una cuestión pendiente: qué hacer definitivamente con él. Hitler tardó día y medio en decidirse. Nadie entendía la causa por la que no terminaba con la vida de su antiguo colaborador y muchos veían en ese gesto una señal inequívoca de debilidad. Finalmente, ordenó su asesinato y este se le encomendó a un oscuro comandante de un campo de concentración: a Theodor Eicke, mi padre, mi tío.
Los libros de historia contarán que mi padre y su segundo al mando en el campo de Dachau, el Sturmbannführer-SS Michael Lippert, se encargaron del asunto, pero yo sé la verdad. Mi padre y yo viajamos a solas desde Dachau a Munich para cumplir con la misión encomendada y allí nos encontramos con un hombre que se hizo pasar por Michael Lippert. Se vistió como él, se puso un uniforme de Sturmbannführer y unos galones que no le correspondían y entró detrás de mi padre, procurando ampararse entre las sombras, para que nadie lo reconociese. Secretamente, en la noche, Adolf Hitler había viajado en avión los casi seiscientos kilómetros que separaban la cancillería del Reich en Berlín hasta Munich para poder tener una última conversación con su viejo amigo Ernst Röhm. No quería que nadie fuese testigo de esa conversación salvo el pequeño e insignificante Theodor Eicke y su hijo bastardo Rolf Weilern, dos peones perfectamente sacrificables en el gran tablero del Tercer Reich.
De pronto, en mi sueño, las nubes del olvido se despejaron y me vi andando detrás de mi padre y del falso Michael Lippert por los pasillos de la gran prisión de Stadelheim, un lugar que el simulado Sturmbannführer conocía perfectamente pues, cuando solo era un civil llamado Adolf Hitler, estuvo varios años preso después de intentar un golpe de estado en 1922.
En rigor, nunca había olvidado todo cuanto sucedió aquella tarde, sino que lo había dejado aparcado en el fondo de mi mente, como esperando el día en que su evocación fuera necesaria para recomponer algún tramo de mi inútil existencia. Y aquí es donde entraba en juego la intuición, porque yo sabía que entre aquellos recuerdos había una parte decisiva para resolver los asesinatos que una mente perturbada, en el presente, estaba llevando a cabo en el entorno del Castillo de Hartheim y el campo de concentración de Mauthausen. Es por eso que mi mente había llamado a la puerta del pasado: para resolver el caso que investigábamos mi hermano y yo.
La puerta del pasado se había abierto de par en par, y el primero en franquearla fue Adolf Hitler, que se acercó hasta los barrotes de la celda de Röhm.
—Hola, Ernst.
Parecía triste. Ambos parecían tristes, despedazados por dentro, como si aquella situación fuese insoportable para sus corazones. Me di cuenta de que el Führer había roto a llorar.
—Hola Adolf —respondió el caudillo de las moribundas Tropas de Asalto SA, en camiseta, sentado en un viejo taburete, cansado, sudoroso, derrotado—. ¿Has venido a liberarme o a matarme personalmente?
Pero mi excursión en el gran océano de la retentiva no fue más allá porque unos gritos me arrancaron del pasado y me devolvieron al presente, roncando en el lecho de mi habitación, aún vestido y con solo una bota puesta, luego de haberme desmayado, exhausto por todos los extraordinarios sucesos que llevaba vividos en la última jornada.