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Poder absoluto

A mediados de los años cincuenta, Pío XII gobernaba una Iglesia portentosa. Nunca antes en la historia del mundo había tenido mando un solo hombre sobre los obedientes corazones y mentes de tanta gente. Según las cifras oficiales del Vaticano, el número de católicos practicantes en 1958 era de 509 millones de una población total de unos dos mil millones. Pío XII se hallaba en el centro de una burocracia curial consistente en veinte departamentos. En los años de posguerra, las actividades de la curia habían proliferado rápidamente, amplificándose su alcance, gracias a los modernos medios de comunicación, a una Iglesia repartida por todo el planeta: las «actas» anuales de la Santa Sede, publicadas en Acta Apostolicae Sedis, se habían ampliado desde las trescientas páginas de 1945 hasta alcanzar un millar en 1953.

El papel del Papa consistía en enseñar y corregir como única voz del Vicario de Cristo en la tierra. Sus departamentos —las distintas congregaciones, tribunales y oficinas— nunca aconsejaban ni consultaban al Pontífice; interpretaban sus pensamientos y voluntad y obedecían sus instrucciones explícitas.

El Santo Oficio vigilaba la herejía y el error, administrando la censura. Sus ojos y oídos estaban al tanto de todo, aunque sus reacciones se demoraban a veces absurdamente (el autor católico Graham Greene fue reprendido por sus «errores» en la novela El poder y la gloria catorce años después de que se publicara). La Congregación para la Propagación de la Fe gestionaba las actividades misioneras de la Iglesia hasta los confines de la tierra; la Congregación de Ritos imponía la uniformidad litúrgica; la Congregación para Seminarios y Universidades supervisaba los programas de enseñanza de la educación superior católica y la formación de los nuevos sacerdotes. Las Congregaciones para el Clero y los Religiosos regulaban la vida de unos cuatrocientos mil sacerdotes diocesanos, un cuarto de millón de religiosos de distintas órdenes y un millón de monjas. Sacerdotes y monjas estaban obligados por los votos de obediencia y castidad, y en esa época se atenían normalmente a esos votos, siendo muy raros los casos de renuncia o de religiosos dispensados de sus votos.

Las monjas se vestían todavía, de la cabeza a los pies, con hábitos que lo ocultaban todo; además de proporcionar a la Iglesia maestras y enfermeras, muchas de ellas realizaban tareas domésticas como cocina, limpieza o lavandería, con frecuencia al servicio de sacerdotes. En Estados Unidos, cuya población católica era una de las que crecían más rápidamente (26 millones en 1950), había 141.000 monjas pertenecientes a 260 órdenes diferentes.

A la cabeza de la burocracia se situaba la Congregación del Consistorio, encargada de examinar a los candidatos al obispado. Sólo los nombres de los que habían mostrado estricta obediencia y fiabilidad llegaban a Roma. Cada dos años se enviaban las nominaciones a través del delegado apostólico o nuncio (el representante papal en cada país) hasta el Vaticano, donde esa Congregación volvía a examinarlas. En última instancia, sólo el Papa tenía el derecho a aprobar y nombrar a un obispo. Y cada uno de ellos debía entonces acudir a Roma cada cinco años para informar al Pontífice personalmente.

Pacelli alababa sin embargo con frecuencia la idea de la subsidiariedad expuesta por Pío XI, según la cual, las altas instituciones no debían encargarse de aquellas tareas que otras más bajas pudieran acometer por sí mismas. El 20 de diciembre de 1946, Pacelli reiteró la definición de su predecesor, añadiendo: «Esas palabras son iluminadoras: se aplican no sólo a la sociedad, sino también a la vida de la Iglesia». Desgraciadamente, su apelación al principio en cuestión sólo servía para subrayar la importancia del individuo frente a la comunidad.[617]

Mientras tanto, Pacelli se había convertido, puede decirse, en el más eminente autócrata del mundo, aunque su estilo de vida seguía siendo simple, monacal, rígidamente regulado. Si mostraba signos de grandiosidad era en su tendencia a explayarse sobre un abanico de temas cada vez más extenso. Tan numerosas y tan alejadas de su competencia eran esas charlas especializadas, o «alocuciones», que parecía una práctica sintomática de sus falsas ilusiones de omnisciencia. Daba lecciones a los grupos de visitantes sobre temas tan diversos como odontología, gimnasia, ginecología, aeronáutica, cinematografía, psicología, psiquiatría, agricultura, cirugía plástica o el arte de leer las noticias por radio. Tampoco vacilaba en hacer recomendaciones técnicas. Un visitante en su despacho señaló un día hacia los montones de gruesos manuales que rodeaban su mesa; Pacelli respondió que estaba preparando una charla sobre la calefacción central mediante gas. Cuando T. S. Eliot, probablemente el mejor poeta y crítico literario de su época, llegó al Vaticano para una audiencia privada en 1948, Pacelli lo sorprendió con una lección sobre literatura.[618]

Para alimentar ese enorme caudal de aparente experiencia, Pacelli disponía de una fabulosa biblioteca de obras técnicas, enciclopedias y compendios, que alcanzaba los cincuenta mil volúmenes. Le ayudaban en sus investigaciones el padre Hentrich y el siempre fiel padre Leiber, así como una cuadrilla espontánea de voluntariosos jesuitas. Quisquilloso en cuanto a la precisión, presionaba a esos subalternos para que le verificaran dos y hasta tres veces cada referencia o cita. Una vez dijo a un monseñor: «El Papa tiene el deber de hacerlo todo mejor en todos los terrenos; se pueden perdonar las imperfecciones de los demás, pero no las del Papa».[619] Leiber, quien vivía y trabajaba en la Universidad Gregoriana, a cinco kilómetros del Vaticano, se quejaba tras la muerte de Pacelli de que se veía obligado a abandonar cualquier cosa que estuviera haciendo cuando lo llamaba el Papa. Aunque sufría de asma, nunca se le ofreció el automóvil del Pontífice, sino que debía coger un tranvía tras otro en los trayectos más concurridos de la ciudad.

Pacelli escribía sus charlas de madrugada, redactándolas a mano antes de mecanografiarlas en una máquina portátil blanca. Su obsesión por la pulcritud y el orden era tal, que según su secretario adjunto de la antecámara se mantenía levantado hasta las dos de la madrugada con tal de devolver cada documento y cada libro a su lugar antes de retirarse.[620] Tardini ha dejado un mordaz relato de la escrupulosidad de Pacelli incluso para firmar un documento: «Examinaba minuciosamente la plumilla para asegurarse de que no hubiera ni la menor mota de polvo que pudiera echar a perder la escritura. Si veía algo de ese tipo, o lo sospechaba, cogía un trapito negro (que siempre estaba en el mismo sitio) y limpiaba cuidadosamente con él la plumilla». Entonces continuaba el ritual, la atenta inmersión de la plumilla en el tintero, la gran precaución para evitar que recogiera demasiada tinta y pudiera manchar la mesa o el papel. «Por fin, el Santo Padre comenzaba a estampar su firma […] luego volvía a limpiar cuidadosamente la plumilla con el mismo trapito, y se aseguraba de que no quedaba ni rastro de tinta en ella. (“Si no —acostumbraba decir—, la plumilla se oxida y no se puede utilizar de nuevo”). A continuación depositaba la pluma y el trapito en el lugar que correspondía a cada uno».[621]

Otro signo de las tendencias panópticas de Pacelli en sus últimos años era su deseo de aprender muchas lenguas. Además de italiano y latín, hablaba francés e inglés, y su alemán era razonablemente fluido después de pasar trece años en ese país. Durante su pontificado se dice que añadió a esas lenguas español y portugués, y luego danés, holandés, sueco y ruso; y le gustaba saludar a los visitantes que llegaban de lejos en todas esas lenguas. Tenía una gran colección de gramáticas y diccionarios, que consultaba constantemente. A pesar de todo, a Evelyn Waugh le pareció, como antes a Bernard Wall, que su inglés era algo pobre. Waugh observó en una carta a su mujer: «Lo más triste del Papa es que le gusta hablar inglés y ha aprendido de memoria varias elegantes parrafadas, que repite como un lorito sin incorrecciones de acento, pero aparte de eso no comprende ni una palabra».[622] Pacelli se sintió aliviado cuando Waugh comenzó a hablar en francés.

Conforme pasaban los años, en el palacio Apostólico se respiraba una atmósfera cada vez más rancia, pese a la continua agitación. Robert Leiber asegura en sus memorias que el comportamiento del Pontífice siempre estaba marcado por una «sobria concreción».[623] Daba la impresión de lo que algún escritor llamaba accidie (aridez espiritual), que podía dar lugar a síntomas neuróticos e incluso psicóticos: fobias variadas acerca de su salud y ocasionales episodios visionarios o alucinatorios. El 30 de octubre de 1950 había visto girar el sol con un despliegue pirotécnico de diferentes colores (aunque su chófer, Giovanni Stefanori, que le acompañaba, no vio nada);[624] en otra ocasión creyó que Jesucristo se le había aparecido en persona en su dormitorio. Habló en público de ambas experiencias, de las que se informó en varios periódicos de distintos países. Pero su «sobria concreción» ganó la partida y al cabo de poco tiempo se negaba enérgicamente a hablar del asunto de sus visiones cuando alguno de sus piadosos visitantes las evocaba.

Había signos, no obstante, de que no le turbaba excesivamente la idea de estar destinado a la santidad. Los testimonios de su beatificación hablan de una curación milagrosa operada por mandato suyo; cuando le transportaban en su silla gestatoria solía intercambiar su solideo con los que los peregrinos compraban en la tienda de ropa de Gamarelli. ¿Reliquias instantáneas de segunda clase?

Terminada la guerra, acostumbraba encontrarse con su sobrino Carlo y con el conde Galeazzi, principalmente para hablar de la remodelación de la ciudad-Estado del Vaticano. Le gustaba charlar con monseñor Kaas, el romo ex presidente del Partido del Centro, que era probablemente la única persona a la que permitía expresarse con franqueza en su presencia, si bien nunca sobre asuntos religiosos.[625] Tras la muerte de Kaas en 1952, los días de Pacelli transcurrían en acompañada soledad. Incluso sus familiares, próximos o lejanos, sólo lo veían una vez al año, por Navidad. Se trataba de una visita estrictamente regulada. A las cuatro en punto de la tarde, tres generaciones de Pacellis entraban en sus habitaciones bajo la mirada atenta de la madre Pasqualina. Primero llevaba a los niños a ver la casa cuna que había comprado durante su estancia en Munich; luego entregaba regalos y las monjas traían pasteles y chocolate caliente. Tras charlar un rato con los adultos sentados en círculo, les mostraba la puerta y volvía a su solitario e invariable horario de trabajo.

Se ha dicho que la madre Pasqualina, «la cruz que se veía obligado a llevar», según su hermana menor, controlaba cada vez más sus visitas y vetaba el acceso a su presencia. Ella negó en su testimonio para la beatificación el rumor de que había irrumpido una vez en una audiencia con el secretario de Estado norteamericano John Foster Dulles para informar al Papa de que su sopa se estaba enfriando.[626] Tales historias fueron ganando sin embargo credibilidad con los años y evidentemente preocuparon al tribunal de beatificación.

En los años cincuenta comenzaron a aparecer en él signos de excentricidad. «Las manos del Papa Pío XII parecían lagartijas —contaba el famoso actor Orson Welles—. Transmitían una vibración casi palpable. ¡Tenía una personalidad tan fuerte! Estuve con él cuarenta y cinco minutos, a solas. Cogió mi mano y no la soltó en todo el tiempo. De repente me preguntó: “¿Es cierto que Irene Dunne está pensando en divorciarse? ¿Qué piensa usted del próximo matrimonio de Tyrone Power?”. Sólo hablamos del hot stuff de Hollywood»,[627]

Pacelli parecía creer cada vez menos en las jóvenes generaciones. Como hemos visto, no quiso nombrar un nuevo secretario de Estado, prefiriendo añadir esa tarea a sus demás cargas. Tardini reveló en sus recuerdos de Pío XII que al Pontífice le disgustaba realizar nombramientos y promociones. Sólo convocó dos consistorios para el nombramiento de nuevos cardenales, en 1946 y 1953. Bajo la presión de los norteamericanos hizo la selección de cardenales de posguerra, treinta y dos en total, más internacional que nunca antes en la historia del Sacro Colegio. En el segundo consistorio restauró el equilibrio, nombrando diez nuevos cardenales italianos de un total de veinticuatro, la mayoría de ellos destinados a la curia (la burocracia del Vaticano).

Raramente mantenía audiencias con los jefes de departamento. Eso acentuaba su altivo aislamiento, pero también concedía más libertad a los altos miembros de la curia. Las víctimas eran los obispos diocesanos, que como Falconi ha señalado, «eran ignorados por el Papa y humillados por los departamentos [de la curia]». Esa acentuación de la división de mando en el vértice de la Iglesia llevó a descuidar al clero ordinario, su educación, su bienestar y sus crecientes problemas frente a un mundo rápidamente cambiante.

En octubre de 1954 despidió, con una patada hacia arriba, a su en otro tiempo querido Montini, enviándolo a la incómoda y superpoblada diócesis de Milán, sin esperanza de conseguir el capelo cardenalicio. Se ha dicho que Montini, el futuro Papa Pablo VI, había ofendido a Pacelli al exponerle ciertas irregularidades cometidas en la Banca Vaticana, dirigida por dos sobrinos de Pacelli; a lo que se añadía para mayor inri que sus enemigos en la curia murmuraban que adoptaba una actitud demasiado blanda hacia los socialistas.[628]

Cuanto más viejo se hacía Pacelli, más estrechas eran sus opiniones. En 1952 denunció los concursos de belleza para elegir Miss Italia y Miss Europa.[629] Pensaba que esos certámenes eran indecentes, y pretendió que se prohibieran. Al pasar de los años censuraba con cada vez mayor insistencia el jazz y las películas con evidente contenido sexual. Según los testimonios de beatificación, pidió a los corresponsales de prensa que dejaran de escribir que había «acariciado» la cabeza de los niños. Quería que escribieran que había «colocado su mano» sobre ellos. «Vivimos en un mundo de maldad», explicaba. Se negó a aprobar la causa de un candidato a la beatificación porque aquel «siervo de Dios» fumaba; en otra ocasión rechazó a un candidato de quien se sabía que había pronunciado «una palabra obscena».[630] Pidió a monseñor Kaas, encargado de la administración de San Pedro, que cubriera las estatuas y pinturas de desnudos de la basílica. Hizo saber, también, que no aprobaba que hubiera sacerdotes al frente de grupos de mujeres solteras en peregrinación a Roma: tal actividad pastoral constituía, a sus ojos, una ocasión de pecado.[631] Luego vino la campaña contra los jesuitas que fumaban cigarrillos. Desde la guerra había pagado las facturas de tabaco de los jesuitas de la Universidad Gregoriana como reconocimiento a sus actividades investigadoras. Pero al controlar los gastos de un año, a mediados de los cincuenta, se horrorizó por la cantidad de tabaco que consumían y ordenó a todos los miembros de la Compañía que se abstuvieran en adelante de fumar, argumentando que ese gasto se compaginaba mal con la santa pobreza. Los jesuitas, fervientes fumadores, no perdieron ni un segundo en aplicar la famosa casuística a la situación, y siguieron fumando a su antojo.[632]

Pacelli había concedido poco o nada a la liberación femenina en la Iglesia. Seguía rigiendo la estipulación de que «las mujeres no deben acercarse al altar bajo ninguna circunstancia, y sólo pueden responder desde lejos»,[633] aunque a regañadientes se permitía que pudieran cantar en la iglesia, siempre alejadas del recinto del altar.[634]

En cuanto a las actuales cuestiones de moralidad sexual, a Pacelli le tocó meditar y pronunciarse sobre los avances farmacológicos que anticipaban la píldora para controlar la natalidad. Su veredicto iba a obligar a Pablo VI, veinte años más tarde, a una condena de la píldora en su encíclica Humanae vitae.

El predecesor de Pacelli, Pío XI, había sancionado cautelosamente a comienzos de los años treinta el método conocido como Ogino-Knaus, con el que las parejas podían aprovechar los períodos infértiles para mantener relaciones sexuales sin riesgo de embarazo. Desde ese momento comenzó la tiranía de los calendarios y las tomas de temperatura sobre la vida sexual de millones de parejas católicas para intentar evitar (a veces infructuosamente) los embarazos no deseados y el pecado mortal. En 1934, los biólogos aislaron la hormona llamada progesterona (asociada al comienzo de la ovulación), y un farmacólogo norteamericano, devoto católico, de nombre John Rock, inició las investigaciones sobre las posibilidades terapéuticas de regular la ovulación en las mujeres con dificultades para quedar embarazadas. En los años cincuenta, Rock se interesó por la progesterona como un medio para evitar el embarazo, argumentando que su efecto potencial era semejante al del sistema endocrino corporal, y por tanto «natural». En 1955, Rock y sus colegas realizaron con éxito un ensayo clínico en Puerto Rico,[635] que puso a Pacelli ante la necesidad de pronunciarse públicamente.

El 12 de septiembre de 1958, un mes antes de su muerte, Pacelli planteó un caso extremo con el que pretendía zanjar toda la discusión: la cuestión era (antes de la fabricación en masa de la píldora) si se podía utilizar la terapia con progesterona para impedir la ovulación si una mujer sabe que cualquier eventual embarazo que pueda tener no llegará a su término. Pacelli mantenía que «se induce una esterilización directa e inadmisible si se obstaculiza la ovulación para evitar al organismo las consecuencias de un embarazo que no esté en condiciones de llevar a su término».[636] Así pues, tal como lo interpreta la teóloga y feminista Uta Ranke-Heinemann, «la intención generativa de la Naturaleza no debe en ningún caso obstaculizarse, incluso cuando la propia naturaleza no pueda culminar esa intención y la mujer muera como consecuencia del embarazo».[637] Apuntalaba esa argumentación el punto de vista tradicionalista, ya confirmado por Pío XI en su encíclica Casti connubii (1930), quien mantenía que los individuos no pueden gozar del placer del sexo sin «cooperar» enteramente con su divino propósito procreador.

HIPOCONDRÍA

En la segunda mitad de los años cincuenta, pese a la omnipresente sensación de opresión puritana, la atmósfera vaticana se reveló un tanto insalubre. En 1954 se produjo un notable escándalo cuando el príncipe Filippo Orsini, que gozaba del prestigio de ser un «colaborador del trono papal», se cortó las venas como consecuencia de su ruptura con la actriz británica Belinda Lee. El Vaticano se puso de acuerdo con la mujer del príncipe para encerrarlo en un manicomio, y se le privó de su estatus en relación con el «trono papal», pero en el palacio Apostólico subsistió la impresión de que algo olía a podrido.[638]

Pacelli, cada vez más quisquilloso e hipocondríaco, se mostraba convencido de estar seriamente enfermo, aunque el cariz de sus dolencias sugiere más bien cierto desorden psicosomático. Sus relaciones con su médico personal, el oculista profesor Riccardo Galeazzi-Lisi, hermanastro del conde Galeazzi, se hicieron cada vez más estrechas. Galeazzi-Lisi era el médico de Pacelli desde finales de los años treinta. Cuando era cardenal secretario de Estado, Pacelli le había consultado con respecto a unas gafas nuevas, y había quedado impresionado por sus conocimientos médicos, nombrándole médico oficial del Papa, o archiatra. En opinión de mucha gente, Galeazzi-Lisi no era sino un charlatán, y en la curia se estudiaron numerosas recomendaciones de que se le sustituyera; pero como muestran los testimonios de la beatificación, especialmente el de la hermana menor de Pacelli, el docto oculista era un protegido de la madre Pasqualina, que lo juzgaba perfecto para el Pontífice. La combinación de ignorancia, negligencia y curiosas prescripciones de Galeazzi-Lisi tuvo sin duda repercusiones en la salud de Pacelli.

Según su sobrino, el príncipe Carlo Pacelli,[639] el Pontífice recurría con frecuencia a dentistas, temiendo que la pérdida de sus dientes pudiera repercutir en una peor digestión y en la degeneración de su dicción, tan crucial para sus alocuciones en varias lenguas. Por consejo de Galeazzi-Lisi, consultó a un oscuro dentista romano que le prescribió ácido crómico, utilizado para teñir el cuero. Con el tiempo llegó a consumir cantidades tan grandes de esa sustancia que le causaron complicaciones esofágicas, lo que probablemente condujo a los repetidos ataques de hipo que le asaltaban día y noche y que acabaron por hacerse crónicos. El Vaticano recibía cientos de miles de cartas de todo el mundo en las que los niños católicos le ofrecían sus oraciones y remedios para el hipo.[640]

En octubre de 1953 cayó enfermo de una desconocida combinación de dolencias. Sin ser capaz de pronunciar un diagnóstico claro, Galeazzi-Lisi propuso una solución de moda en aquellos días entre las estrellas de cine y los dirigentes mundiales más narcisistas. Llamó al practicante suizo Paul Niehans, que había inventado la llamada terapia celular. Ese tratamiento, que habitualmente se llevaba a cabo en su clínica a orillas del lago Ginebra pero que en este caso se practicó en el Vaticano, consistía en inyectar bajo la piel del paciente las células «vivas» de fetos de ovejas y monos, en particular de la parte frontal del cerebro del feto. Niehans aseguraba que su terapia servía para todo, citando curas milagrosas en casos de cirrosis, nefritis, cáncer y deficiencia sexual.[641] También mantenía que su tratamiento invertía el proceso de envejecimiento. Afortunadamente para la reputación de Niehans, su tratamiento no produjo efectos secundarios perjudiciales en la salud del Papa, quien mejoró de forma natural y volvió de nuevo a su trabajo, aunque sufrió una recaída en noviembre de 1954; se volvió a llamar a Niehans, quien le administró otra ronda de inyecciones.[642]

En 1956, Galeazzi-Lisi fue despedido como archiatra; se habló de deudas de juego y de un «cambio de personalidad».[643] Fue sustituido por el doctor Antonio Gasbarrini. El oculista siguió sin embargo frecuentando el Vaticano y se solía mostrar en las audiencias públicas.

En el otoño de 1958, Pacelli se vio atormentado por continuos ataques de hipo. El 5 de octubre, el actor Alec Guinness acudió a una audiencia en la residencia veraniega del Papa en Castel Gandolfo, junto a un grupo de cirujanos plásticos. Pacelli ofreció su acostumbrada opinión de experto, interrumpida una y otra vez por el hipo. «Estábamos sentados en sillas doradas frente a Su Santidad, pálido y tenso». Cuando el Papa bajó de su podio para bendecirlos, Guinness escuchó este diálogo entre el Pontífice y la pareja que había junto a él:

El hombre estalló en sollozos. […] «Está tan emocionado, Santidad —dijo [su mujer]—. Piense, Santidad, ¡venimos desde Michigan!» El Papa dominó un hipo […] «Conozco Michigan», dijo, y liberándose del agarrón del cirujano plástico, alzó la mano diciendo: «¡Una bendición especial para Michigan!»[644]

Guinness aventura que ésas fueron probablemente las últimas palabras que Pacelli pronunció en inglés. Su séquito le llevó rápidamente fuera de la sala de audiencias, arrastrando tras de sí al médico papal, y mirando encolerizadamente a cada uno de los «cirujanos plásticos» y especialmente a Alee Guinness.

MUERTE Y ENTIERRO DE PÍO XII

Dos días después de la audiencia a los cirujanos plásticos, el 6 de octubre de 1958, Pacelli cayó enfermo en cama. A las 12.30 de aquella noche, el padre Hentrich fue llamado junto al lecho del Pontífice. «Me mostró un pequeño volumen en español de los Ejercicios espirituales y me dijo una y otra vez entre lágrimas: “Esta semana he leído continuamente este libro y he rezado una y otra vez la oración anima Christi”».

Al día siguiente su situación empeoró. Había al menos tres médicos papales en tomo suyo, y el doctor Galeazzi-Lisi también consiguió introducirse en la habitación del enfermo, llevando consigo una cámara fotográfica. Paul Niehans se apresuró a acudir junto a la cama del Pontífice, pero no le administró esta vez la terapia celular.

Las tres monjas de Pacelli permanecían a su lado. Monseñor Tardini dijo una misa y le administró la extremaunción en presencia del padre Leiber. En cierto momento pareció mejorar, y gritó: «¡A trabajar! ¡Archivos! ¡Documentos! ¡A trabajar!»

A las cuatro menos diez de la madrugada del jueves 9 de octubre, el doctor Gasbarrini lo declaró muerto a consecuencia de un «trastorno circulatorio». Poco después, la muerte del Papa fue confirmada por el cardenal Tisserant, camarlengo de la Santa Iglesia Romana, quien desde ese momento quedó a cargo del cadáver y de las disposiciones para el funeral y entierro. Tisserant había votado hasta el final contra Pacelli en el cónclave de 1939, convencido de que no era un buen candidato. Al mirar al Pontífice muerto, puede que se considerara resarcido.

La noche siguiente, el cuerpo de Pacelli fue conducido en un coche fúnebre motorizado a la iglesia de San Juan de Letrán, mientras una multitud de desconsolados romanos se agolpaba a lo largo de todo el camino. El futuro Juan XXIII, Angelo Giuseppe Roncalli, contemplando el traslado del cadáver por la televisión desde Venecia, se preguntó en su diario si algún emperador romano habría disfrutado un triunfo semejante. El pueblo de Roma, escribió, honraba no el paso de un mero gobernante temporal, sino la encarnación de «la majestad espiritual y la dignidad religiosa».[645]

En las horas que siguieron a la muerte de Pacelli llegaron abundantes expresiones de condolencia de los hombres de Estado de todo Occidente. Harold Macmillan, el primer ministro británico, dijo: «El mundo ha quedado empobrecido con la pérdida de un hombre que ha desempeñado un papel tan importante en la defensa de los valores espirituales y en el trabajo por la paz». El presidente Eisenhower dijo: «La suya fue una vida llena de devoción por Dios y de servicio a sus semejantes. […] Era un enemigo informado y elocuente de la tiranía». Tanto Macmillan como Eisenhower conocían a Pacelli personalmente. Golda Meir, ministra de Asuntos Exteriores israelí en aquellos momentos, escribió: «Cuando sobre nuestro pueblo cayó un terrible martirio en la década del terror nazi, la voz del Papa se alzó por las víctimas. Nuestra vida se vio enriquecida por una voz que hablaba de las grandes verdades morales por encima del tumulto del conflicto cotidiano. Perdemos con él a un gran servidor de la paz».[646]

Al anochecer, acompañado por el sombrío tañido procedente de un centenar de campanarios de la Ciudad Eterna, el cuerpo de Pacelli fue transportado de nuevo en un coche fúnebre, seguido por una procesión interminable de clérigos y monjas que rezaban el rosario, pasando por delante del Coliseo, hacia el Tíber y la basílica de San Pedro. Las aceras estaban abarrotadas, con cientos de miles de romanos silenciosos que se santiguaban al paso del ataúd. Durante los tres días y noches siguientes se estima que pasaron ante su cuerpo expuesto en San Pedro más de quinientas personas por minuto. Según otra estimación, más de un millón de personas acudieron el lunes 13 a la misa de réquiem.[647]

L’Osservatore Romano describió el funeral como «el más impresionante en la larga historia de Roma, sobrepasando incluso el de Julio César». El cuerpo yacía en un catafalco bajo el gran baldaquino de Bernini; a su derecha estaban los tres ataúdes en que se iba a enterrar. Suponiendo que Pacelli gozaba ya de la visión beatífica, el secretario de informes del Papa, monseñor Antonio Bacci, dijo en su elogio fúnebre: «Con esta muerte se ha apagado una gran luz en la tierra, y se ha encendido una nueva estrella en el cielo». La misa de réquiem fue televisada y retransmitida en directo por Eurovisión a todo el continente. Richard Dimbley, de la BBC, decano de los cronistas de grandes acontecimientos, condujo con unción el comentario en inglés. Las cámaras desenfocaban discretamente cuando el cuerpo fue introducido en el primer ataúd; su cara estaba cubierta con seda blanca, y el cuerpo envuelto en una mortaja carmesí. El elogio fúnebre se colocó en un tubo de latón junto con una bolsita que contenía monedas de oro, plata y bronce acuñadas durante su pontificado. Luego se aseguró ese ataúd interno con cintas de seda fijadas con sellos, antes de colocarlo en el intermedio de plomo, el ataúd externo, de madera de olmo, se cerró entonces con clavos de oro, y el pesado triple ataúd rodó por fin ante el altar mayor, bajándolo con poleas desde un andamio a la gruta, donde fue depositado a seis metros de la tumba de san Pedro.

Así pasó a la posteridad uno de los más notables pontífices de la historia del papado, rodeado por el aprecio de la mayoría. Tal era la reverente autocensura que rodeaba su nombre y su pontificado, que se precisaron varios años para que informes más francos de la muerte y exequias de Pacelli llegaran al gran público. Su agonía, por ejemplo, había sido fotografiada por su antiguo médico, Galeazzi-Lisi, quien ofreció las fotos a varias revistas. Aquel buen doctor, además, se encargó del embalsamamiento, experimentando un nuevo método y dejando en su lugar los intestinos, con lo que el cadáver comenzó inmediatamente a pudrirse con el calor del otoño romano. Cuando el coche fúnebre salía de San Juan de Letrán se oyó una serie de desagradables ventosidades y eructos desde el ataúd, consecuencia al parecer de la rápida fermentación. Durante los tres días de cuerpo presente, el rostro del Papa muerto se puso primero de un gris verdoso y después púrpura, y el hedor que desprendía era tan intenso que uno de los guardias se desmayó. Para colmo, su nariz se puso negra y se cayó antes del entierro.[648]

En los años posteriores, los críticos de su pontificado se ocuparon de esas insalubres circunstancias, que ejemplificaban a su juicio el corrupto final del papado más absolutista de la historia moderna. Con el tiempo, sin embargo, surgieron otras cuestiones, tanto de comisión como de omisión, más vergonzosas, más dañinas para su memoria y para la institución del papado, que nadie habría considerado creíbles durante su vida.

Las primeras palabras de su testamento personal rezan así:

Ten piedad de mí, Señor, de acuerdo con tu gracia; el conocimiento de las deficiencias, fallos y pecados cometidos durante un pontificado tan largo y en una época tan difícil me ha dejado más claro mis insuficiencias y falta de mérito. Pido humildemente perdón a todos los que he ofendido, perjudicado y escandalizado.