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Pío XI rompe su silencio

Después del veto de Pacelli al compromiso propuesto por los obispos alemanes sobre el artículo 31 del concordato, las relaciones entre los católicos alemanes y el régimen nazi habían seguido deteriorándose durante el verano de 1935. El 28 de agosto, los obispos católicos hicieron pública una carta pastoral conjunta que debía leerse desde los púlpitos de todas las iglesias católicas. Fue algo que puede calificarse de trágico en su fracaso para convertir las ideas en acción, irónico en su contraste entre palabras y actos. Repudiando el principio de que «la religión no tiene nada que ver con la política», los obispos recordaban a los fieles, citando el Evangelio de san Mateo, que «los mensajeros del cristianismo debían ser “la sal de la tierra” y “la luz del mundo”, y “su luz debe alumbrar al pueblo”. La Iglesia debe ser como “una ciudad sobre una colina”, visible desde lejos en la vida del pueblo». Exhortaciones huecas era cuanto contenía aquella protesta episcopal. Mientras, los obispos seguían mirando a Pacelli, quien controlaba tanto sus torrentes de quejas como los del Papa.

Como respuesta a la carta pastoral de los obispos, Hitler declaró al congreso nazi de Nuremberg el 11 de septiembre que no estaba en contra del cristianismo en sí mismo, «pero lucharemos para mantener nuestra vida pública libre de esos sacerdotes que han equivocado su vocación y que deberían ser políticos y no clérigos».[277]

Cuatro días más tarde, Hitler hizo aprobar las Leves de Nuremberg, que definían la ciudadanía alemana, preparando la vía para la caracterización del estatus de judío en términos de parentesco y matrimonio. Una vez más, no hubo ni una palabra de protesta por parte de Pacelli.

Con el fin de mantener viva la perspectiva de una reconciliación, y de controlar la potencial indignación de las Iglesias, Hitler había creado el 16 de julio un Ministerio de Asuntos Eclesiásticos, a cuyo frente puso a Hans Kerrl. Éste se entrevistó con el cardenal Bertram en septiembre e invitó de nuevo a la jerarquía católica a confeccionar una lista de organizaciones católicas a las que se otorgaría protección oficial. La lista fue entregada al ministerio de Kerrl el 2 de octubre, pero las subsiguientes negociaciones no llevaron a nada. Los obispos católicos querían mantener la estructura de las asociaciones católicas, y el Reich de Hitler estaba decidido a desbaratar y destruir las organizaciones que pudieran servir de plataforma para cualquier actividad política de los católicos. Entretanto, las negociaciones y la perspectiva de una futura reconciliación frenaban la decisión de una protesta vaticana.

Sin embargo, a lo largo de 1935-1936 se llevó a cabo, siguiendo la típica táctica nazi del bastón y la zanahoria, la primera oleada de juicios «sobre moralidad», acusando a religiosos católicos de abusos sexuales sobre menores y desviación de fondos. Las primeras alegaciones iban dirigidas particularmente contra clérigos y monjas encargados de cuidar a niños en orfanatos y escuelas. Las últimas implicaban a congregaciones religiosas financieramente responsables de misiones y comunidades en el extranjero. La depresión de los años treinta había conducido a la elaboración de leyes complejas referidas a los intercambios con el extranjero, que creaban muchas dificultades a los religiosos con obligaciones financieras fuera del país.

La Iglesia católica alemana, obligada a mantenerse a la defensiva en el interior y constreñida por el control centralista del Vaticano, seguía en el año 1936 en un estado de recelosa inercia, consolándose con el dudoso argumento de que las cosas podrían ir aún peor. En el verano de 1936, las noticias de atrocidades contra curas y monjas en la guerra civil española indicaban —como el propio Papa se encargaba de señalar— cuán peor era la situación bajo el «bolchevismo». Ése fue el tema de la conversación privada durante tres horas entre el cardenal Faulhaber de Munich y Adolf Hitler en el retiro montañés de Obersalzburg en noviembre. Hitler insistía sin parar sobre los peligros del comunismo, rogando al cardenal que perseverara en sus esfuerzos por alcanzar una conciliación con el Reich. En un memorándum de aquella reunión, Faulhaber señalaba:

El Führer domina las formas diplomáticas y sociales mejor que un soberano de sangre real. […] Sin duda, el canciller vive en la fe en Dios. Reconoce al cristianismo como el fundamento de la cultura occidental. […] No es tan clara, sin embargo, su concepción de la Iglesia católica en cuanto institución establecida por Dios mismo.[278]

Como consecuencia de ese encuentro, Faulhaber escribió una carta pastoral para que fuera leída en las iglesias bávaras en enero de 1937. Alentaba la cooperación entre Iglesia y Estado para combatir al comunismo, pero al mismo tiempo exigía el respeto a los derechos de la Iglesia tal como habían quedado expresados en el concordato.

El año 1937 vio sin embargo cómo se incrementaban las tensiones entre los nazis y la Iglesia católica. En la segunda semana de enero, los obispos alemanes se reunieron en Fulda y confeccionaron una lista de diecisiete violaciones del concordato. Enarbolando sus acostumbrados agravios, tres cardenales al menos (Bertram, Faulhaber y Schulte) y dos influyentes obispos (Clemens August von Galen y Konrad von Preysing) decidieron acudir al Vaticano para ver allí a Pacelli, quien se reunió con ellos en la tarde del 16 de enero. Con esa poderosa representación insistiendo en que el Papa debía hacer algo, Pacelli no tuvo más remedio que implicar al Santo Padre. Pío XI estaba enfermo de diabetes, cardiopatías y úlceras en las piernas, pero recibió a Pacelli y a la delegación alemana en su dormitorio. Se hallaba en la cama, «casi irreconocible, pálido, demacrado, con el rostro arrugado y los ojos hinchados y semicerrados».[279] Los escuchó durante largo tiempo y les habló extensamente. Había aprendido mucho durante su enfermedad, les dijo, del misterio de la crucifixión de Cristo y de la salvación mediante el sufrimiento. Decidió que haría pública una encíclica sobre la adversa situación de la Iglesia en Alemania.

Faulhaber escribió un primer borrador con gran rapidez y lo entregó a Pacelli en la mañana del 21 de enero. Pacelli lo reescribió añadiendo detalles acerca de la historia del concordato.[280] Es significativo, porque la encíclica publicada, Mit brertnender Sorge (Con candente preocupación), una contundente condena del tratamiento del Reich hacia la Iglesia, sigue siendo para muchos católicos y no católicos un símbolo de la valiente franqueza papal, y se cita como contraste con el silencio de Pacelli durante la guerra. Aunque Pacelli fue en gran medida responsable del documento final y de los complejos planes para su publicación en Alemania, la encíclica, en todo caso, llegaba tarde y no condenaba por su nombre al nacionalsocialismo ni a Hitler.

La logística empleada para su publicación revela sin embargo la capacidad de las redes parroquiales en toda la Alemania católica y el alcance de su potencial no explotado para la protesta y la resistencia. El documento fue introducido de contrabando en el país, donde se imprimió secretamente en doce imprentas distintas. Durante el fin de semana de Pasión, el 14 de marzo de 1937, se distribuyó mediante correos, en su mayoría muchachos a pie o en bicicleta, muchos de los cuales tuvieron que viajar hasta su destino atravesando campos y bosques para evitar las carreteras. El documento no se confió en ningún momento al servicio oficial de Correos. En algunos casos se entregó al cura de la parroquia en el confesionario. Muchos sacerdotes mantuvieron el documento oculto en el sagrario, junto a la Eucaristía, hasta el momento de leerlo.[281] Estaba escrito en alemán y dirigido no sólo a los obispos alemanes sino al episcopado católico de todo el mundo.[282]

La encíclica comenzaba así: «Con profunda ansiedad y creciente desaliento, hemos callado durante algún tiempo los sufrimientos de la Iglesia en Alemania». El Papa resumía luego la historia de la negociación del concordato y sus dudas acerca de que se concluyera a tiempo. La experiencia de los pasados años, seguía, había revelado que la otra parte firmante había «sembrado las taras de la sospecha, discordia, odio y calumnia, de una hostilidad básica, oculta y abierta, hacia Cristo y su Iglesia, haciendo uso de mil fuentes diferentes y de todos los medios a su alcance». En lugar de la verdadera fe en Dios, declaraba, se deificaba la raza, el pueblo y el Estado. Advertía a los obispos para que se mantuviesen en guardia frente a las perniciosas prácticas que se seguirían de esas premisas, y pedía un reconocimiento de la ley natural: «El creyente tiene el derecho inalienable a profesar su fe y a practicarla de la forma que mejor le acomode. Las leyes que suprimen o dificultan la profesión y la práctica de la fe son contrarias a la ley natural».[283]

Pedía a la juventud católica que librara a su país de la hostilidad hacia el cristianismo, y a los sacerdotes y religiosos que rezaran por un crecimiento de la caridad. Rogaba a los laicos, y especialmente a los padres, que redoblaran sus esfuerzos para educar a sus hijos como católicos: «Cuando se intenta arrancar el sagrario del alma de un niño —decía— […] está a punto de llegar el momento de la profanación espiritual del templo, y es deber de cada cristiano fiel separar con nitidez su responsabilidad de la de la otra parte, y mantener su conciencia claramente al margen de cualquier cooperación culpable en tan terribles obras y corrupción».

Hay en la encíclica palabras, en especial con respecto a la ley natural, que podían aplicarse igualmente a los judíos, pero no una condena explícita del antisemitismo, ni siquiera en relación con los judíos convertidos al catolicismo. Y lo que es peor aún, las alusiones al nazismo quedaron oscurecidas por la publicación cinco días después de una condena aún más vehemente del comunismo en la encíclica Divini Redemptoris. Pero a pesar de todos los circunloquios papales, Mit brennender Sorge contenía palabras duras. Los nazis consideraron la encíclica como un acto subversivo. Las empresas que habían colaborado en la impresión del documento fueron cerradas y muchos de sus empleados encarcelados; cuando el cardenal Bertram y el arzobispo Orsenigo protestaron recibieron una agria respuesta del Ministerio de Asuntos Exteriores y del de Asuntos Religiosos de Kerrl.

Heydrich ordenó la confiscación de todas las copias del documento. Kerrl envió una carta a los obispos alemanes proclamando que la encíclica estaba «en abierta contradicción con el espíritu del concordato [… y contenía] serios ataques contra el bienestar y el interés de la nación alemana».[284] Hitler estaba tan enojado con la encíclica como para mencionarla en su discurso del Primero de Mayo. Exigiendo obediencia a cada alemán, advirtió que «de una forma u otra», el Estado no toleraría ningún desafío a su autoridad, y que eso concernía igualmente a las Iglesias: «Si intentan por cualesquiera otros medios —escritos, encíclicas, etc.— asumir derechos que corresponden únicamente al Estado, los empujaremos de nuevo a su específica actividad espiritual».[285]

Que la Iglesia estaba en condiciones de inquietar al régimen era algo evidente a partir de la reacción oficial a una charla del cardenal George Mundelein de Chicago a quinientos de sus sacerdotes diocesanos el 18 de mayo de 1937. En el lenguaje abierto de la Iglesia norteamericana, desprovisto de las cautelas papales, Mundelein decía: «Quizá alguno se pregunte cómo es posible que una nación de sesenta millones de personas inteligentes pueda someterse con miedo y servidumbre a un extranjero, un cuelga-carteles austríaco, y unos pocos asociados como Goebbels y Göring, que dictan cada paso de la vida de la gente». El cardenal proseguía sugiriendo que los cerebros de sesenta millones de alemanes habían sido extirpados sin que se dieran cuenta siquiera.[286]

Göring respondió con una arenga de dos horas al cabo de una semana, anunciando la reanudación de los juicios de moralidad que se habían suspendido a mediados de 1936. Pero el régimen tenía poco que temer del catolicismo alemán mientras Pacelli moviera los hilos, llegando a neutralizar la vehemente expresión de los sentimientos del Papa. Al saludar a un grupo de peregrinos que llegaban de Chicago, el 17 de julio de 1937. Pío XI alabó a la ciudad y a su cardenal, «tan solícito y celoso en la defensa de los derechos de Dios y de la Iglesia, y en la salvación de las almas».[287]

Sin embargo, el día anterior, el embajador del Reich, Von Bergen, había llamado a Pacelli, y el 23 de julio enviaba el siguiente informe a sus jefes en Berlín:

En flagrante contradicción con el comportamiento del Papa, no obstante, están las afirmaciones del cardenal secretario de Estado durante la conversación telefónica que mantuve con él el día 16, la víspera del discurso papal. […] La conversación fue de naturaleza privada. Pacelli me recibió amablemente y me aseguró con insistencia durante la conversación que las relaciones normales y amistosas con nosotros se restaurarían en cuanto fuera posible; lo que le concernía especialmente, ya que había pasado trece años en Alemania y siempre había sentido la mayor simpatía por el pueblo alemán. También me dijo que siempre estaría dispuesto para una discusión con personajes importantes como el ministro de Asuntos Exteriores o el ministro de la Presidencia, Göring.[288]

Esta nota revela el gran contraste entre los sentimientos del Papa y la política conciliatoria de Pacelli, que encontraba eco en Alemania en la figura del presidente de la Conferencia Episcopal, cardenal Bertram. El hecho era que el estilo indirecto de la encíclica permitía dos interpretaciones distintas: se podía considerar como un último intento por parte de la Iglesia de insistir en sus derechos en el marco del concordato, o como un llamamiento a la resistencia pasiva y a la protesta de las masas católicas. El cardenal Bertram y el obispo Von Preysing representaban respectivamente esos dos puntos de vista contrapuestos. Como señala Scholder, «dice mucho de la habilidad de Pacelli el que ambas partes creyeran que estaba de su lado».[289] No cabe duda, sin embargo, que la política de Pacelli, considerada en su conjunto, se inclinaba del lado de los conciliadores. La crisis entre la Iglesia y el régimen del Reich se fue ahondando durante los siguientes doce meses, y Pacelli se ofreció en marzo de 1938 a «ir a Berlín a negociar directamente si ello se considera deseable», a fin de salvar el concordato.[290]

PACELLI EN LA EUROPA DEL ESTE

En mayo de 1938, Pacelli demostró, más dramática y públicamente que nunca, su voluntad de apaciguar los ánimos de los descontentos. Viajó de nuevo, esta vez a Budapest, para inaugurar el trigésimo cuarto Congreso Eucarístico Mundial el 25 de mayo. Días antes de su llegada fue nombrado primer ministro Béla Imrédy, un violento antisemita que insistía en que cualquiera que no pudiera probar que sus antepasados habían nacido en Hungría debía ser considerado judío. Al mismo tiempo que se celebraba el Congreso Eucarístico, el Parlamento húngaro discutía las proposiciones de ley antijudías. El regente húngaro era entonces el almirante Miklós Horthy, quien pretendía convertir a Hungría en un satélite de Alemania.

El congreso tenía lugar poco después del Anschluss, la anexión de Austria por Alemania que se produjo en los días 12 y 13 de marzo de 1938. Himmler había prohibido a los alemanes viajar a Hungría y asistir al congreso, así como cualquier información al respecto en la prensa católica. Esas prohibiciones manifestaban quizá el enojo nazi contra la partida del Papa hacia Castel Gandolfo unos días antes, cuando Hitler llegó de visita a la Ciudad Eterna.

Pacelli no sólo no hizo la menor referencia al creciente antisemitismo de la sociedad húngara, sino que tampoco pronunció ni una palabra de crítica, en aquel foro que iba a ser el más sonado del año en cuanto a presencia pública católica, contra el régimen existente al otro lado de la frontera húngara. De hecho, en un importante párrafo de su homilía ante decenas de miles de fieles, pidió un apaciguamiento al que poco después, aquel mismo año, exhortarían también, en términos más políticos, Francia y Gran Bretaña.

En la concreta realización de su destino y sus potencialidades, cada pueblo sigue, dentro del marco de la Creación y la Redención, su propio camino, promoviendo sus leyes no escritas y haciendo frente a las contingencias según lo que sus propias fuerzas, sus inclinaciones, sus características y su situación general aconsejan y muchas veces imponen.[291]

En otro párrafo sobre el «mensaje del amor en acción» criticó implícitamente a los judíos: «Oponiéndonos a los enemigos de Jesús, que gritaban ante él “¡Crucifícale!”, nosotros le cantamos himnos que exponen nuestra lealtad y nuestro amor. Actuamos de ese modo sin amargura, sin una brizna de superioridad ni arrogancia, hacia aquellos cuyos labios le insultaron y cuyos corazones siguen rechazándole aún hoy». Moshe Y. Herczl, quien subraya ese párrafo en su Christianity and the Holocaust of Hungarian Jewry (1993), señala que Pacelli confiaba en que su audiencia sabría identificar a los enemigos de Jesús que gritaban: «¡Crucifícale!» «Pacelli —escribe Herczl— estaba seguro de que su audiencia sabría interpretarle».[292] Pacelli, representante del Papa en el Congreso Eucarístico, dejaba bien claro que el «amor universal» que predicaba en aquel sermón no incluía a los judíos.

DESMORALIZACIÓN EN LAS FILAS CATÓLICAS

Al tiempo que Hitler iba conduciendo al pueblo alemán hacia el abismo a finales de los años treinta, seguía manteniendo a la Iglesia católica en un estado de asustada sumisión, enfrentando a la jerarquía local con el Vaticano, infringiendo cotidianamente los artículos del concordato y procurando sin embargo el mantenimiento del tratado, en la medida en que apartaba a los católicos de la actividad política. La opresión se ejercía más desde las bases que siguiendo órdenes de arriba. La impresión general, sin embargo, era la de oleadas de persecución interrumpidas esporádicamente por breves períodos de pacificación impuestos desde la cumbre. Las penalidades de la Iglesia no llegaron a ser comparables a las sufridas bajo la

Kulturkampf lanzada por Bismarck. Se trataba más bien de un desgaste generalizado mediante innumerables restricciones locales, pero varias instituciones nacionales participaban también en el proceso. Aunque Kerrl era oficialmente responsable en el gabinete de las relaciones con las Iglesias, el catolicismo sufría la presión de múltiples autoridades del Reich: Baldur von Schirach, dirigente de las juventudes hitlerianas, corroía las organizaciones juveniles católicas; el Ministerio de Trabajo trataba de atraer a los obreros católicos al partido nazi; el Ministerio de Finanzas investigaba a las congregaciones misioneras por infracciones de la ley de control de la exportación de moneda; los militares coaccionaban a los soldados católicos. En toda Alemania se producían intentos de debilitar la influencia católica en las escuelas, desde la prohibición de los crucifijos y pinturas religiosas en las paredes hasta la proscripción de la doble militancia en organizaciones laborales nazis y católicas y el despido de los profesores católicos y los religiosos.

A mediados de julio de 1937 se establecieron directrices para la recogida de información sobre las actividades de las Iglesias, sus organizaciones y dirigentes, expandiéndose rápidamente la red de confidentes e infiltrados de las SS y la Gestapo. Esas directrices incluían instrucciones para informar acerca del contenido de los sermones y la reacción de los feligreses.

En cualquier caso, los nazis cuidaban de no llevar sus restricciones hasta el límite. No cerraban las iglesias parroquiales ni hubo intentos de impedir la asistencia regular a misa o a los sacramentos. Por eso, la impresión general de los católicos, alentada desde el Vaticano, era que las cosas podrían haber sido mucho peor, siendo la sumisión el precio de la supervivencia. Los católicos no se sometían todos en el mismo grado. Los laicos se negaban en ocasiones a aceptar la confiscación de objetos religiosos de las escuelas, y seguían reuniéndose para realizar procesiones pese a los obstáculos impuestos por la policía. Hubo además muchos ejemplos aislados de iniciativas audaces, especialmente por parte de los jesuitas, que organizaban frecuentes retiros en las parroquias y a veces hablaban sin tapujos. Pero eran excepciones aisladas que confirmaban la regla de la inercia general.

Un disidente notable fue monseñor Bernhard Lichtenberg, cura párroco en la diócesis de Berlín. Lichtenberg protestó abierta y vigorosamente desde 1933 contra el antisemitismo y las violaciones de los derechos humanos. Acabó muriendo en Dachau en 1943. Otro ejemplo sobresaliente fue el del padre Rupert Mayer, de Munich, un jesuita activo en las organizaciones de trabajadores, al que encarcelaron durante seis meses en 1937 por predicar contra el antisemitismo nazi. Mayer había participado en la primera guerra mundial y perdió en ella una pierna, y fue el primer capellán católico al que se concedió la Cruz de Hierro. El cardenal Faulhaber le defendió al principio, lo que indicaba el potencial de insumisión que todavía mantenía la Iglesia. Pero pocos meses después, como ejemplo de la conciliación alentada año tras año por Pacelli desde Roma, Faulhaber felicitó a los nazis en el sermón de la víspera de Año Nuevo por su campaña contra el tabaco y el alcohol: «Una ventaja de nuestra época: en los niveles más elevados de la Administración tenemos el ejemplo de un estilo de vida libre de alcohol y nicotina».

Como resultado de ese sermón, el padre Mayer declaró que no volvería a protestar más: «Desde este momento, algo me golpeó en el corazón —explicaba— y me impidió volver a hacer declaraciones de protesta».[293] De todas formas, se le envió por un tiempo a] campo de concentración de Sachsenhausen y pasó la guerra bajo arresto domiciliario en un monasterio benedictino en Baviera.

La chocante incongruencia de la felicitación de Faulhaber se reveló bien pronto a lo largo de 1938.

El 7 de noviembre, un secretario de la embajada alemana en París, Ernst von Rath, fue asesinado por un estudiante polaco que pretendía protestar así contra el antisemitismo nazi. El 9 de noviembre, aniversario del Putsch de Munich o del Bierkeller, Hitler decidió que se realizaran manifestaciones contra los judíos en todo el país. Se permitió a las SA atacar y destruir las sinagogas, tiendas y otros negocios de los judíos. Unos ochocientos de éstos fueron asesinados y 26.000 detenidos y enviados a campos de concentración. Al poco tiempo se prohibió a los judíos la asistencia a teatros, cines, salas de conciertos y otros espectáculos. A los niños judíos se les prohibió acudir a las escuelas públicas.

Como comenta Saul Friedländer, «el odio abismal parecía el único objetivo inmediato, herir a los judíos todo lo que las circunstancias permitían, por todos los medios posibles; herirlos y humillarlos. El pogrom y las iniciativas que le siguieron podían llamarse con justicia “una degradación ritual”».[294]

La violencia era ostentosa, prolongada y repetida, tanto en las grandes ciudades como en las más pequeñas. Friedländer cita el testimonio ocular del cónsul estadounidense en Leipzig: «Los insaciables y sádicos agresores arrojaron a muchos de los temblorosos residentes a un pequeño riachuelo que atraviesa el parque zoológico, incitando a los horrorizados espectadores a escupirles y a arrojarles pellas de barro. […] La menor muestra de simpatía hacia los agredidos desencadenaba la furia de los atacantes».

Ni del Vaticano ni de la jerarquía eclesiástica alemana se elevó una voz contra la Kristallnacht, pese a que Pacelli había reclamado para sí mismo y la Santa Sede una posición de alto valor moral unos meses antes cuando dijo a las multitudes de fieles en el Congreso Eucarístico de Budapest y a todo el mundo: «Nos gusta nuestra época, pese a su peligro y angustia, o precisamente debido a ese peligro, y a las difíciles tareas que nos impone; estamos dispuestos a dedicarnos completa e incondicionalmente a resolverlas, sin atender a nuestra propia comodidad; de otro modo, nada grande y decisivo podría resultar».[295]

La política de Pacelli, como hemos visto, había sido no obstante de silencio e indiferencia hacia la cuestión judía. Como ha revelado repetidamente la correspondencia entre la jerarquía alemana y la Secretaría de Estado vaticana, su actitud común era: los judíos deben cuidar de sí mismos. Pero hay ciertos indicios de que Pío XI comenzaba a tener una opinión más matizada acerca de la suerte que esperaba a los judíos a medida que se desarrollaban estos acontecimientos.

LA ENCÍCLICA «PERDIDA»

Conforme se extendía el antisemitismo, especialmente en Europa oriental, en la segunda mitad de los años treinta, Pío XI comenzó a sentirse cada vez más preocupado. Finalmente, a comienzos del verano de 1938, decidió encargar la redacción de una encíclica acerca del racismo nazi y el antisemitismo. Pero esa encíclica nunca llegó a hacerse pública, y hasta hace muy poco no se conocía siquiera el borrador en francés que han descubierto unos investigadores belgas.

Los borradores de las encíclicas no tienen por qué expresar los verdaderos sentimientos de un Papa, o los de su cardenal secretario de Estado, pero el texto descubierto confirma hasta cierto punto lo que ya se sabía acerca de la política del Vaticano hacia los judíos. No existe clara evidencia de la contribución de Pacelli al documento, pero dado que era el consejero más próximo a Pío XI en cuestiones alemanas, es altamente probable que participara en su elaboración, y que el documento en cuestión refleje, al menos en parte, sus opiniones. La impronta de los jesuitas, a los que Pacelli recurrió durante toda su vida en busca de apoyo intelectual, completa la impresión de esa identificación de Pacelli con el documento.

El proyecto fue confiado al general de la Compañía de Jesús, el jesuita polaco Wladimir Ledochowski, quien recurrió a la ayuda de otros tres eruditos jesuitas, Gustav Gundlach (alemán), Gustave Desbuquois (francés) y John LaFarge (norteamericano), para confeccionar el primer borrador (disponible desde hace poco en francés, pero no en el original alemán).[296]

LaFarge había combatido vigorosamente el racismo en Norteamérica y había escrito un libro sobre el tema, Inter-racial Justice, que Pío XI había leído. En él argumentaba que la Iglesia católica debía perseguir el logro de la igualdad racial como un objetivo decisivo del siglo XX. Gundlach, por otra parte, había escrito un artículo sobre el antisemitismo en la edición de 1930 del Lexikon für Theologie und Ktrche, en el que condenaba el antisemitismo étnico y racista como anticristiano, aunque aceptaba el «antijudaísmo» estatal como un medio moral y legal para combatir las «peligrosas influencias de la etnia judía en el ámbito de la economía, la política, la prensa, el teatro, el cine, la ciencia y las artes». El historiador y periodista Roland Hill, quien conoció a Gundlach en los años cincuenta, comentaba que «no era antisemita, pero compartía la antipatía de su generación hacia los desarraigados inmigrantes judíos, procedentes del Este, de los que se pensaba que habían venido a quitar los puestos de trabajo a los alemanes durante la depresión de comienzos de los treinta».[297] Sea como fuere, lo que importa es en qué medida compartían Pío XI y Pacelli esos sentimientos. Pío XI habló con LaFarge en su residencia veraniega de Castel Gandolfo el 22 de junio de 1938, y le dijo: «¡Simplemente escriba lo que usted diría si fuera Papa!» Pero se puede obtener una apreciación más precisa de la opinión de Pío XI a partir de una observación realizada por el Pontífice el 6 de septiembre de ese mismo año.

Un grupo de peregrinos belgas le había regalado un antiguo misal. Buscó la segunda oración tras la elevación de la hostia en la misa, y leyó el pasaje en el que se pide a Dios que acepte la ofrenda con la misma condescendencia con que recibió un día el sacrificio de Abraham. «Siempre que leo las palabras “El sacrificio de nuestro padre Abraham” —dijo Pío XI— no puedo evitar una profunda emoción. Observad que llamamos a Abraham nuestro patriarca y antepasado. El antisemitismo es incompatible con ese elevado pensamiento, con la noble realidad que expresa esa plegaria».[298] Con lágrimas en los ojos, se explayó sobre la situación de los judíos en Europa: «Es imposible para los cristianos —dijo— participar en actividades antisemitas». «Reconocemos que todos tienen derecho a la defensa propia y que pueden adoptar los medios necesarios para proteger sus intereses legítimos. Pero el antisemitismo es inadmisible. Espiritualmente, todos Tíos cristianos] somos semitas».

La reflexión acerca de la «defensa propia» y los «intereses legítimos» que precede al crucial «pero» suena intranquilizadora en nuestros oídos, traicionando el sentimiento antijudío del catolicismo de comienzos del siglo XX compartido por Gundlach, expresado por otra parte claramente por Pacelli en su correspondencia con Gasparri desde Munich en 1917. Sea como fuere, parece como si se hubiera abierto una grieta entre Pío XI y Pacelli a propósito de la cuestión judía. Las palabras del Pontífice no se publicaron en L’Osservatore Romano, controlado por Pacelli, ni en Civiltà Cattolica, notoria en otro tiempo por sus comentarios antisemitas, y sobre la que Pacelli ejercía una influencia considerable. El comentario papal nos ha llegado sólo gracias al político católico exiliado don Luigi Sturzo, dirigente del prohibido Partito Popolare, quien lo publicó en el periódico belga Cité Nouvelle una semana después.[299]

No sabemos si Pío XI llegó a ver el texto del primer borrador de la encíclica perdida sobre el antisemitismo, titulado Humani generis unitas (La unidad de la raza humana), porque para entonces estaba ya muy enfermo y sólo le quedaban unas semanas de vida. No poseemos ningún testimonio de su juicio sobre el texto, ni hay pruebas de que diera instrucciones para su publicación o enmienda, aunque sí de que entre la muerte de Pío XI y el cónclave, Pacelli lo ocultó. En 1950, este último utilizaría el mismo título, acortado a Humani generis, para una encíclica muy diferente.

La sección de la encíclica no publicada que trata del racismo es irreprochable, pero las reflexiones que contiene sobre judaísmo y antisemitismo, pese a sus buenas intenciones, están impregnadas del antijudaísmo tradicional entre los católicos. Los judíos, explica el texto, fueron responsables de su destino. Dios los había elegido como vía para la redención de Cristo, pero lo rechazaron y lo mataron. Y ahora, «cegados por sus sueños de ganancias terrenales y éxito material», se merecían la «ruina espiritual y terrenal» que había caído sobre sus espaldas.

En otro apartado, el texto concede crédito a los «peligros espirituales» que conlleva «la frecuentación de judíos, en tanto continúe su descreimiento y su animosidad hacia el cristianismo». Así pues, la Iglesia católica, según el texto, está obligada «a advertir y ayudar a los amenazados por los movimientos revolucionarios que esos desdichados y equivocados judíos han impulsado para destruir el orden social».

Tanto un párrafo como el otro guardan conexiones con el pasado personal de Pacelli. En primer lugar, está la «obstinación», la «dureza de corazón» de los judíos, ese prejuicio tan presente en la época de Pío Nono.[300] En segundo lugar, la identificación de los judíos con el «complot bolchevique» para destruir la Europa cristiana, del que Pacelli creía haber sido testigo presencial en Munich.

El borrador de la encíclica prosigue defendiendo a la Iglesia católica frente a las acusaciones de antisemitismo, como el propio Pacelli haría tras la guerra. Pero en una reflexión crucial que anticipa la posición de Pacelli durante aquélla, el documento apunta los riesgos de que la Iglesia «se comprometa en la defensa de los principios cristianos y humanitarios viéndose arrastrada a la política puramente humana». El retorcido pensamiento que se expresa aquí se amplía en el párrafo final del texto: «la Iglesia sólo está interesada en defender su legado de Verdad. […] Los problemas puramente terrenales, en los que el pueblo judío se puede ver envuelto, no le interesan». Lo que equivale a decir que los judíos se habían merecido los problemas que les acontecían, no a causa de su religión o su raza, sino debido a sus intereses políticos y comerciales, puramente humanos y seculares, por los que estaban pagando ahora el precio. Así pues, defender a los judíos, como exigirían «los principios cristianos y humanitarios», podría implicar la asunción de compromisos inaceptables con la política seglar, por no hablar de una asociación con y aliento al bolchevismo, poniendo trabas a las naciones que deseaban combatirlo.

La encíclica fue entregada en otoño de 1938 a Ledochowski, quien la retuvo durante un tiempo. Finalmente la pasó al editor en jefe de Civiltà Cattolica, y éste a Pacelli. ¿Por qué no se completó a tiempo para entregarla al Pontífice? No lo sabemos. Debido a todos los inconvenientes que presentaba como una condena general del antisemitismo, parece probable que los jesuitas y quizá Pacelli, cuya influencia era al parecer capital durante la enfermedad de Pío XI, se mostraban reticentes a despertar la furia nazi con su publicación. El documento llegó a Pío XI unos días antes de su muerte el 9 de febrero de 1939. Pese a todos sus prejuicios, la encíclica podría haber hecho saber al mundo que el Papa condenaba el antisemitismo. Pacelli, quien pronto se convertiría en Papa, enterró sin embargo el documento en los archivos secretos del Vaticano.