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Hitler y Pacelli

Sólo un dictador podía garantizar a Pacelli el tipo de concordato que éste pretendía. Sólo un dictador con la astucia de Hitler podía considerar el concordato como un instrumento para debilitar a la Iglesia católica en Alemania. Una vez firmado —cuando Pacelli y Hitler llegaron a su fatal acuerdo en julio de 1933—, ambos expresaron su opinión acerca del significado del tratado. El abismo entre sus puntos de vista era notable.

En un escrito dirigido al partido nazi del 22 de julio, Hitler declaraba: «El hecho de que el Vaticano firme un tratado con la nueva Alemania significa el reconocimiento del Estado nacionalsocialista por la Iglesia católica. Este tratado muestra al mundo clara e inequívocamente la falsedad de la afirmación de que el nacionalsocialismo es hostil a la religión».[194] El 14 de julio, durante una reunión del gobierno tras la firma del concordato, declaró a sus ministros que lo consideraba una aprobación moral de sus planes: «El concordato entre el Reich y la Santa Sede concede a Alemania una oportunidad —recogen las actas de aquella reunión—, creando un ámbito de confianza que será especialmente significativo en la urgente lucha contra la judería internacional».[195]

En cuanto tuvo noticia de la carta de Hitler del 22 de julio, Pacelli respondió con vehemencia en un artículo dividido en dos partes que se publicaron el 26 y el 27 de julio en L’Osservatore Romano. En primer lugar negaba categóricamente la afirmación de Hitler de que el concordato implicara una aprobación moral del nacionalsocialismo. Luego proseguía declarando cuál había sido el verdadero propósito de su política concordataria. Aquí estaba el objetivo que rondaba tras la diplomacia de Pacelli desde las negociaciones del concordato con Serbia en 1913 hasta la firma del concordato con el Reich en 1933. Había que subrayar, escribía, «que el Código de Derecho Canónico es el fundamento y el esencial supuesto legal del concordato», lo que significaba «no sólo el reconocimiento oficial [por parte del Reich] de la legislación eclesiástica, sino también la adopción de muchas disposiciones de esa legislación y la protección de toda la legislación de la Iglesia», La victoria histórica en ese acuerdo, decía, correspondía enteramente al Vaticano, porque el tratado no sólo no significaba la aprobación del Estado nazi por parte de la Santa Sede, sino por el contrario el total reconocimiento y aceptación de la ley eclesiástica por el Estado alemán.

Los dramáticamente divergentes propósitos de Pacelli y Hitler eran el trágico contexto de las negociaciones concordatarias, llevadas con el mayor secreto sobre las cabezas del episcopado y de los dirigentes católicos laicos durante seis meses, desde la llegada de Hitler al poder.

EL ASCENSO DE HITLER

El camino de Hitler hacia el poder recorrió la formación de varios gabinetes sucesivos, que se fueron alejando cada vez más del Parlamento y por tanto de las formas democráticas de gobierno. En la primera reunión del Reichstag el 12 de septiembre de 1932, Franz von Papen, el mundano aristócrata y admirador de Hitler, tuvo que enfrentarse a un voto de censura y convocar nuevas elecciones para el 6 de noviembre. Mientras tanto seguía como canciller, atacado tanto por los nazis como por los comunistas, a los que unía su desprecio a la política democrática.

Las nuevas elecciones, las quintas que tenían lugar ese año, vieron cómo los nazis aparecían como primer partido de la cámara, pese a haber perdido dos millones de votos y gran número de afiliados, lo que indicaba que el partido de Hitler quizá estaba perdiendo impulso. A finales de 1932, una mayoría absoluta nazi parecía tan elusiva como hasta entonces, y mientras Hitler seguía renuente a formar una mayoría parlamentaria coaligándose con otros partidos, Von Hindenburg parecía igualmente reacio a entregarle la Cancillería. Al mismo tiempo, ni la Reichswehr ni los industriales estaban dispuestos a aceptar otro gobierno dominado por los socialistas. El Partido del Centro se vio así desamparado, incapaz de hallar un socio de gobierno; dudando sobre cuál debía ser su siguiente movimiento, pero decidido a preservar la constitucionalidad del gobierno.

El 2 de diciembre, el presidente Von Hindenburg aceptó la renuncia de Von Papen y el archiconspirador Schleicher se convirtió en canciller por un breve plazo, con la declarada ambición de escindir a los nazis en el Reichstag y crear una nueva coalición que incluyera a una parte de los nacionalsocialistas, sin Hitler. Pese a todas sus maquinaciones, Schleicher se demostró tan incapaz como Von Papen de formar un gobierno viable.

Con el nuevo año, tras entablar conversaciones con Hitler, Von Papen propuso a Von Hindenburg una fórmula que concedía a Hitler la Cancillería mientras que él mismo pretendía actuar como el verdadero poder en la sombra desde la Vicecancillería. Von Hindenburg se mostraba escéptico, pero el esquema de Von Papen, al parecer, le protegía de la amenaza de un escándalo que incluía la apropiación indebida de ayudas concedidas a los propietarios de tierras y evasión de impuestos. Sobre esas corrompidas bases se aposentó Hitler en el poder.

Hitler juró su puesto de canciller el 30 de enero de 1933, junto con Hermann Göring, quien al mismo tiempo que el Ministerio del Aire desempeñaba el puesto de ministro del Interior en el gobierno prusiano, lo que le daba el control sobre la policía en Prusia y un amplio margen de maniobra para ejercer la coerción, que aprovecharía en las inmediatas semanas purgando de opositores el partido. El nuevo ministro de Defensa, con una influencia clave en el ejército, era el general Werner von Blomberg, simpatizante nazi al que había cautivado el carisma de Hitler. Alfred Hugenberg, líder del ultraconservador Partido Popular Nacional Alemán (DNVP), asumió las carteras de Economía y Agricultura. Hitler no quería sin embargo verse estorbado por ningún tipo de reparto del poder y convocó de inmediato nuevas elecciones para el 5 de marzo, utilizando todos los resortes que le concedía la Cancillería para controlar los medios de comunicación, para cerrar la boca a los partidos de la oposición democrática y para iniciar la persecución de judíos e «izquierdistas».

El 27 de febrero se produjo el célebre incendio del Reichstag, del que Hitler inmediatamente acusó a un comunista holandés. En la consiguiente histeria anticomunista, Von Hindenburg concedió a

Hitler autoridad para suspenderlos derechos civiles garantizados por la Constitución de Weimar, que éste aprovechó para reforzar su campaña electoral con el fin de obtener una mayoría absoluta que le proporcionara el respaldo suficiente para establecer su propia dictadura.

En las elecciones del 5 de marzo, sin embargo, los nacionalsocialistas siguieron sin alcanzar la mayoría absoluta, pero la alianza con los nacionalistas de extrema derecha de Hugenberg les proporcionó una mayoría conjunta del 52%, con 340 de los 647 escaños del Reichstag. Con una participación del 88,7%, los nacionalsocialistas obtuvieron más de diecisiete millones de votos. Los socialistas descendieron al 18,3%, mientras que el centro católico, que había desarrollado una valiente campaña frente a la intimidación generalizada de los nazis, mantenía firmemente el 13,9% de los votos, ganando incluso tres escaños.

Hasta marzo de 1933, por tanto, el catolicismo alemán, con sus veintitrés millones de fieles, representaba todavía una fuerza democrática independiente y vigorosa, que junto a la jerarquía católica seguía condenando sin ambages el nacionalsocialismo. Aunque el Partido del Centro no contaba con aliados viables para formar una coalición, y por tanto no podía competir por el poder, Hitler temía una reacción desde el bastión del catolicismo político como un todo, conjunto que iba mucho más allá de los votantes del Partido del Centro, con incontables lazos y asociaciones a muchos niveles en todo el país. Consecuente con su decisión, tomada hacía mucho, de no desencadenar una nueva Kulturkampf, evitando así el riesgo de una oposición o resistencia pasiva por parte de los católicos, Hitler no quería enfrentarse frontalmente a los obispos. Pero algo tenía que hacer para neutralizarlos, y ahí vino en su ayuda la ambición de Pacelli de conseguir un concordato con el Reich.

Desde el punto de vista de Hitler, la solución ideal para vencer la amenaza católica consistía precisamente en llegar a un acuerdo en la cumbre con el Vaticano similar en todos los aspectos al Tratado Lateranense, que había acabado con la actividad política católica en Italia e integrado de hecho a la Iglesia en el Estado fascista. Tal como lo veía Hitler, un acuerdo de esa naturaleza garantizaría las libertades de la Iglesia católica restringidas a la práctica religiosa y a la educación, a cambio de la retirada de los católicos de la escena política y social, exhortada por la Santa Sede y en los términos que el régimen nazi se encargaría de definir.

No podía haber un concordato con el Reich, empero, sin que los obispos retiraran su denuncia del nacionalsocialismo, ni sin que el Partido del Centro, antes de desaparecer, ofreciera su aquiescencia a la Ley de Plenos Poderes que iba a conceder a Hitler los poderes de un dictador. Durante el período de la República de Weimar, ningún gobierno se había aproximado siquiera a la aceptación de los términos que Pacelli exigía para un concordato. Sólo mediante su poder dictatorial podía el Führer, negociando directamente con el secretario de Estado Pacelli como representante del Papa, convertir en realidad ese tratado.

En su primera reunión de gobierno tras las elecciones, el 7 de marzo, Hitler mostró su preocupación por el poder del catolicismo cuando dijo a sus ministros que el Partido del Centro sólo podía ser derrotado convenciendo al Vaticano de que se deshiciera de él.[196] Cuando Hitler planteó la cuestión de la Ley de Plenos Poderes, Von Papen habló de una conversación que había mantenido el día anterior con Ludwig Kaas. Según Von Papen, Kaas (que no tomaba iniciativas sin el consenso de Pacelli) le había ofrecido «una clara ruptura con el pasado», y «la cooperación de su partido». Los acontecimientos mostrarían hasta qué punto Kaas, o con más precisión Pacelli, establecía una equivalencia entre el voto favorable a la Ley de Plenos Poderes y el comienzo de las negociaciones para un concordato con el Reich. También revelarían hasta qué punto las cuerdas estaban siendo pulsadas desde la Secretaría de Estado vaticana.

Una indicación de que Pacelli estaba extendiendo sus tentáculos hacia Hitler llegó el 13 de marzo, una semana después de la primera reunión del nuevo gobierno. En una nota al enviado alemán ante el Vaticano, Pacelli llamaba la atención del Führer hacia unas recientes palabras de elogio pronunciadas por el Papa acerca de la cruzada antibolchevique del canciller del Reich. El representante diplomático transmitía: «En la Secretaría de Estado me han sugerido que esos comentarios podrían tomarse como un respaldo indirecto a la política del canciller del Reich y su gobierno contra el comunismo».[197]

Pese a esas señales aduladoras desde el despacho de Pacelli, los obispos alemanes estaban en lo fundamental tan enfrentados a Hitler como siempre hasta entonces. El cardenal Michael von Faulhaber, de Munich, que había estado presente en el Vaticano cuando el Papa planteó sus consideraciones ante el consistorio de cardenales, recordaba que todos los presentes se habían sentido sorprendidos: «El Santo Padre interpreta todo esto desde muy lejos. No comprende sus verdaderas implicaciones y sólo le importa el objetivo final».[198] Tan preocupado se hallaba el cardenal Faulhaber acerca de las perspectivas que aguardaban a los católicos bajo la dictadura de Hitler, que el 10 de marzo escribió al presidente Von Hindenburg, contándole «el miedo que asedia a amplios círculos de la población católica».[199] El 18 de marzo, además, cuando Von Papen visitó al cardenal Bertram para preguntarle si los obispos habían cambiado de opinión, el portavoz de la jerarquía le respondió que nada absolutamente había cambiado; de hecho, añadió el prelado, si algo debía cambiar no era sino la actitud del «Führer de los nacionalsocialistas».[200] Lo que sólo sirvió para confirmar la intranquilidad de Hitler. Pero la vía propicia para Hitler no estaba ni en sus tratos con los obispos ni en la dirección colectiva del Partido del Centro, sino en el presidente de ese partido, Ludwig Kaas, representante oficioso de Pacelli en Alemania.

En los días que siguieron a las elecciones de marzo, aunque era el líder de un gran partido parlamentario (que se encaminaba a su disolución), Kaas se mantuvo curiosamente inactivo y poco receptivo. En un mitin del partido en Colonia, una semana después de las elecciones, Heinrich Brüning, el anterior canciller, pidió al partido que no colaborara con algo tan anticonstitucional como la Ley de Plenos Poderes. Según un testigo que tomó notas del debate, Kaas, que había declinado la posibilidad de expresar su opinión sobre el tema, golpeó la mesa y gritó: «¿Soy yo el presidente del partido? ¿Y si no, quién lo es?» El testigo en cuestión plantea entonces la siguiente pregunta: «¿Había hecho quizá Kaas, en sus negociaciones con Hitler, promesas que debía mantener?»[201]

Como ha comentado el historiador Owen Chadwick, «el papel de Kaas haciendo que su partido votara la Ley de Plenos Poderes en marzo de 1933 es todavía uno de los asuntos más controvertidos de la historia alemana».[202]

Kaas había llegado de hecho bastante lejos en sus negociaciones con Hitler, al tiempo que se mantenía en estrecha comunicación con Pacelli en Roma, y las conversaciones parecían ir prosperando en opinión de ambas partes. Hasta tal punto, que en la reunión del gabinete del 15 de marzo, Hitler anunció que ya no veía dificultad en alcanzar una mayoría de dos tercios en la votación de la Ley de Plenos Poderes. Cinco días más tarde, Goebbels anotaba en su diario que «el Partido del Centro va a aceptar [la Ley de Plenos Poderes]». (En 1937, Goebbels aseguraba en su periódico Der Angriff que Kaas había aceptado la Ley de Plenos Poderes a cambio de la propuesta del gobierno de negociar un concordato del Reich con la Santa Sede.)[203]

Cuando Kaas se reunió finalmente con los miembros del grupo parlamentario del Partido del Centro en Berlín el 22-23 de marzo, antes de la crítica votación de la Ley de Plenos Poderes en el Reichstag, les pidió que votaran afirmativamente a fin de ejercer una presión moral sobre el Führer y forzarle a cumplir sus promesas a la Iglesia católica, promesas que esperaba que Hitler estableciera por escrito (aunque incluso las promesas escritas quedaron como tales, sin llegar a materializarse). Brüning declaró que nunca podría votar a favor, ya que esa ley era «la resolución más monstruosa que nunca se haya pedido a un parlamento». En su discurso ante el Reichstag, Hitler se había salido de su acostumbrado guión, anunciando su decisión de buscar un acuerdo con el Vaticano, y de «cultivar y reforzar relaciones amistosas con la Santa Sede». Según Brüning, Kaas consideró esta declaración como «el mayor éxito que se ha conseguido en los últimos diez años en [las relaciones internacionales con] cualquier país».[204] De hecho, esa frase de Hitler reproducía con precisión y como un ritornello, como si estuviera escrita en el discurso, la pronunciada catorce años antes por Pacelli cuando presentó sus credenciales al presidente Ebert: «Dedicaré toda mi energía a cultivar y reforzar las relaciones entre la Santa Sede y Alemania». La declaración de Hitler constituía una clara indicación de un reajuste pactado de las relaciones con el catolicismo, que iban a ser negociadas desde la cumbre por los correspondientes dirigentes autoritarios de Berlín y Roma.

Tras el discurso, una minoría encabezada por Brüning se opuso vigorosamente a conceder a Hitler los medios legales de establecer su propia dictadura. Pero en una votación formularia, sólo catorce de los setenta y cuatro diputados se manifestaron contra la Ley de Plenos Poderes. Kaas pidió entonces a la minoría que reflexionara, apelando a la probable amenaza a su seguridad personal, a lo que Brüning respondió ofreciendo su renuncia al acta de diputado, y Wirth, bañado en lágrimas, se ofreció a seguirle. Finalmente, tras escuchar la opinión de varios sindicalistas católicos en el parcialmente destruido Reichstag, Brüning se convenció de que una escisión del Partido del Centro arruinaría cualquier perspectiva de una eventual resistencia católica frente a la persecución religiosa.[205] Para conseguir una posición unida y disciplinada como partido, la minoría se plegó a la mayoría, uniéndose a sus colegas y marchando juntos a través de las vociferantes tropas de asalto hacia la Opera Kroll, donde iba a tener lugar la votación.

La aquiescencia del Partido del Centro a la Ley de Plenos Poderes manifestaba el reconocimiento de que Kaas, que se había mantenido en estrecho contacto con Hitler todo el tiempo, estaba en mejores condiciones para juzgar el alcance de la cuestión.

La Ley de Plenos Poderes, aprobada aquel día por 441 votos contra 94 (sólo se opusieron los diputados socialdemócratas), concedió a Hitler la posibilidad de decretar leyes sin el consentimiento del Reichstag, y de establecer tratados con países extranjeros (el primero de los cuales sería precisamente el concordato con la Santa Sede). La Ley de Plenos Poderes declaraba que los del presidente seguirían siendo inviolables, pero los términos precisos del documento vaciaban de significado esa cláusula.

Al día siguiente, sin informar a nadie de su partido acerca de su destino o propósito, Kaas tomó el tren que iba a Roma para discutir secretamente con Pacelli. Dos años más tarde, Kaas confirmó en una carta al embajador alemán ante el Vaticano la relación exacta entre su aceptación de la Ley de Plenos Poderes y el futuro concordato con el Reich: «Inmediatamente después de la aprobación de la Ley de Plenos Poderes, en la que yo mismo había desempeñado un papel positivo sobre la base de ciertas garantías que me fueron dadas por el canciller del Reich (garantías tanto políticas como de naturaleza cultural), el 24 de marzo viajé a Roma. […] Con el fin de desarrollar las opiniones que había manifestado en el Reichstag el 23 de marzo, quería explicar la situación creada por la declaración del canciller e investigar la posibilidad de un acuerdo general entre la Iglesia y el Estado».[206]

Mientras, la ingeniosa declaración de Hitler al Reichstag, con su promesa de mantener estrechos lazos con la Santa Sede, y de hecho con la obvia insinuación de los lazos ya anudados, ponía en un aprieto a los obispos católicos alemanes, que ya se habían visto sumidos en un dilema semanas antes por una serie de halagos y favores del gobierno. Dirigiéndose al país por radio, Hitler había apelado a Dios y había asegurado a la población que el cristianismo sería la base de la reconstrucción de la nación alemana. El 21 de marzo había publicado una nota declarando su «gran contrariedad» por no poder asistir a una ceremonia religiosa de reconciliación el Día de Potsdam al haber prohibido los obispos católicos a los dirigentes nazis el acceso a los sacramentos. Los obispos se vieron así coaccionados a dar algún tipo de respuesta al nuevo canciller; pero aunque algunos creían oportuno revocar la condena lanzada contra el partido nazi, muchos de los principales prelados, incluyendo al arzobispo Schulte de Colonia y los obispos de Aquisgrán, Limburgo, Trier, Münster y Paderborn, defendieron que esa denuncia debía renovarse y reforzarse. Sin embargo, la afirmación de Hitler en el Reichstag el 23 de marzo, y la aquiescencia del Partido del Centro, junto con ciertas extravagancias del gobierno, a las que se sumaban las señales que llegaban del despacho de Pacelli en Roma, acabaron por minar la firmeza de los obispos.

El cardenal Faulhaber envió el 24 de marzo una carta a los obispos de su conferencia del sur de Alemania: «Después de haber mantenido conversaciones con las más altas instancias de Roma (cuyo contenido no puedo revelaros por ahora), tengo que recomendar, pese a todo, más tolerancia hacia el nuevo gobierno, que no sólo mantiene una posición de poder —que no podrían corregir los principios que hemos formulado— sino que ha conseguido ese poder de forma legal».[207] La referencia a la legalidad constitucional del gobierno de Hitler había sido ya señalada, en primer lugar, por L’Osservatore Romano. Así pues, la legalidad que Hitler se había procurado, y que Kaas, apremiado por Pacelli, le había garantizado, se convertía ahora en el estímulo capaz de persuadir a los obispos católicos de que aceptaran el régimen nacionalsocialista.

Ese mismo día, el cardenal Bertram, portavoz de la jerarquía eclesiástica, distribuyó entre los obispos el borrador de una declaración conciliatoria para que éstos la estudiaran. La rapidez vertiginosa con que se les pedía que respondieran sigue siendo hasta hoy desconcertante. Ludwig Volk, historiador jesuita de ese período, sugería en su primera exploración de los acontecimientos que la presión «venía de otras fuentes», apuntando al Vaticano. Von Papen, argumentaba, se había esforzado durante todo un fin de semana en convencer a Bertram de que una declaración pública de conciliación por parte de los obispos podía servir de ayuda en el proceso de negociación del concordato, y que su ausencia sólo sería un estorbo. Con el mismo propósito, Von Papen había concertado una entrevista en Roma con Pacelli, quien trabajaba entretanto con Kaas en la perspectiva de un acuerdo con Hitler.

El 26 de marzo, las iglesias protestantes de toda Alemania reconocieron formalmente su aceptación de Hitler y su régimen. Los protestantes, al ver cómo el Vaticano negociaba un concordato con Hitler, comenzaron a explorar la posibilidad de alcanzar uno similar para sí mismos, siguiendo el modelo católico.

El 28 de marzo se hacía pública en todo el país la declaración conciliatoria consensuada entre los obispos católicos. Aunque expresaba ciertas reservas, manifestaba una sumisa aquiescencia del episcopado católico:

Sin que ello signifique revocar el juicio que hemos expuesto en anteriores declaraciones con respecto a ciertos errores religiosos y éticos, los obispos confiamos en que nuestras prohibiciones y admoniciones no vuelvan a ser necesarias. Los cristianos católicos, que consideran sagrada la voz de la Iglesia, no precisan en el momento actual ninguna recomendación especial de lealtad hacia un gobierno legítimo, debiendo cumplir concienzudamente sus deberes como ciudadanos, rechazando por principio cualquier tipo de comportamiento ilegal o subversivo.[208]

La prensa nazi acogió esta declaración como un respaldo a la política de Hitler, pese a la ambigüedad pretendida por los obispos. Los políticos del Centro se sentían horrorizados, ya que parecía que aquéllos decían que los nazis eran preferibles a su partido. La reacción de los fieles católicos fue de profunda perplejidad y decepción. Una respuesta típica fue la del padre Franziscus Stratman, capellán católico de la Universidad de Berlín, quien escribió al cardenal Faulhaber el 10 de abril: «Las almas de la gente de buena intención se hallan trastornadas por la tiranía nacionalsocialista, y no hago sino relatar un hecho al decir que la autoridad de los obispos se ha visto alterada ante muchos católicos y no católicos por la casi-aprobación del movimiento nacionalsocialista».[209]

Tras regresar de sus consultas con Pacelli a comienzos de abril, Kaas publicó un editorial saludando el discurso de Hitler en el Reichstag como un lógico desarrollo de la «idea de unión» entre Iglesia y Estado. Declaraba que el país se encontraba en un proceso evolutivo en el que las «innegablemente excesivas libertades formales» de la República de Weimar darían paso a «una austera, y sin duda transitoria, disciplina estatal» sobre todos los aspectos de la vida. El Partido del Centro, proseguía, se había visto obligado a colaborar con ese proceso como «sembradores de futuro».[210]

Como si pretendiera exculpar la extraordinaria facilidad y rapidez con que la jerarquía eclesiástica había aceptado el nuevo régimen, y subrayar el papel desempeñado por Pacelli en el proceso, Faulhaber escribió el 20 de abril que los obispos se habían visto en esa trágica situación «debido a la actitud de Roma».[211] Roma, sin embargo, en la persona de Eugenio Pacelli, no había completado aún su obra de sumisión frente a la determinación de Hitler de destruir el catolicismo político en Alemania.

EL BOICOT A LOS JUDÍOS

Tras la declaración de los obispos, Hitler convocó una reunión de trabajo sobre las relaciones Iglesia-Estado para el 31 de marzo, urgiendo a Kaas su regreso de Roma para que defendiera en ella el tema de la educación católica.

La rapidez con que se convocó aquel comité era significativa, ya que el 1 de abril los nazis comenzaron su boicot a los judíos en todo el país. No fue la única indicación de las persecuciones que se avecinaban: una semana antes, treinta camisas pardas habían irrumpido en hogares judíos en una pequeña ciudad del suroeste de Alemania, arrastraron a sus ocupantes al ayuntamiento y allí los golpearon repetidamente. Ese ataque se repitió en una ciudad próxima, causando la muerte de dos hombres. Pero el boicot era algo diferente. Como ha comentado Saul Friedländer, se trataba «del mayor sondeo a escala nacional de la actitud de las Iglesias cristianas hacia la situación de los judíos bajo el nuevo gobierno»[212]. Aun así, durante las deliberaciones de Hitler con representantes cristianos acerca de las futuras relaciones de su régimen con las Iglesias, ni en Alemania ni en Roma se alzó una sola palabra de protesta contra esa primera persecución sistemática y generalizada de los judíos.

El cardenal Faulhaber, de Munich, escribió una larga carta a Pacelli refiriéndose a esos ataques nazis, en la que afirmaba que una protesta sólo podría tener como consecuencia que esas agresiones se extendieran a la población católica. «Los judíos —decía— tendrán que arreglárselas por su cuenta». De todas formas, proseguía, era «especialmente injusto y doloroso que incluso aquellos que han sido bautizados hace diez o veinte años y que son buenos católicos […] sigan siendo considerados legalmente como judíos, y los profesores o abogados van a perder sus puestos de trabajo». No existe constancia de una respuesta por parte de Pacelli, ni ninguna indicación en su actuación posterior de que estuviera en desacuerdo con el cardenal Faulhaber. En respuesta a una petición de intervención en defensa de los judíos, aquella misma semana, el cardenal Bertram señalaba que había «cuestiones inmediatas de mucha mayor trascendencia: escuelas, el mantenimiento de las asociaciones católicas, esterilización…». Como conclusión repetía la misma reflexión: «Los judíos pueden arreglárselas por sí mismos».[213]

Entre los muchos miles de personas afectadas por el boicot estaba Edith Stein, filósofa judía influida por Max Scheler en la Universidad de Friburgo, donde alcanzó el doctorado con una tesis «Sobre el problema de la empatía». Atea desde muy joven, Stein se vio inicialmente atraída hacia el cristianismo en el plano emocional, pero comenzó a sentir una afinidad diferente tras leer la autobiografía de santa Teresa de Ávila, la mística carmelita del siglo XVI. Escribió que su «regreso a Dios me hizo sentir judía de nuevo», y pensaba que su conversión al cristianismo se había dado «no sólo en un sentido espiritual, sino en mi misma sangre». Fue bautizada en 1922, y en 1933, cuando se inició el boicot antijudío, había sido aceptada para desempeñar un puesto en el Instituto Alemán de Pedagogía Científica de Münster. El decreto de abril contra los judíos la privó de ese nombramiento.

En octubre de 1933 entró en el convento de las carmelitas en Colonia, tomando el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz. Desde el claustro escribió una apasionada carta a Pío XI pidiéndole que «reprobara el odio, persecución y muestras de antisemitismo dirigidas contra los judíos en cualquier época y desde cualquier instancia». Esa carta no obtuvo respuesta. Tendrían que pasar todavía cuatro años hasta que apareciera la tardía encíclica antirracista Mit brennender Sorge (Con candente preocupación).

VON PAPEN Y KAAS EN ROMA

Mientras, la discusión en el comité de trabajo convocado por Hitler sobre las relaciones Iglesia-Estado había progresado lo suficiente como para que el 2 de abril el nuncio papal en Berlín informara a Pacelli de que el vicecanciller Von Papen deseaba viajar a Roma para verle y hablar con él antes de Pascua. Como hemos dicho, Pacelli había sido informado por Faulhaber de la persecución desencadenada contra los judíos en el mismo instante en que estaba a punto de entrar en negociaciones decisivas sobre el concordato precisamente con sus impulsores. El concordato con el Reich, además, iba a arrebatar las cuestiones «de mayor importancia» de las manos de los católicos alemanes para ponerlas en las de Pío XI, o con mayor precisión en las de su secretario de Estado. No es de extrañar, por tanto, que los obispos católicos se sintieran tan poco responsables del destino de los judíos cuando la Santa Sede les confiaba tan escasa responsabilidad en cuanto al destino de su propia Iglesia.

En la tarde del 7 de abril, Von Papen salió hacia la Ciudad Eterna, tras confiar al jefe de Asuntos Vaticanos en el Ministerio de Asuntos Exteriores que «pretendía pedir como una de las concesiones principales la aceptación de una disposición que ya contenía el concordato italiano [el Tratado Lateranense], según la cual se prohibía al clero formar parte de cualquier partido político». Tal cláusula sólo podía conllevar el fin del Partido del Centro, con su tradicional pero minoritaria participación de clérigos y su dependencia a varios niveles de las redes parroquiales, así como el de la acción política y social por parte de las diversas asociaciones católicas de Alemania.

A la mañana siguiente, en el vagón-restaurante del expreso Munich-Roma, Von Papen se encontró «por casualidad» con Ludwig Kaas, quien también se dirigía a la Ciudad Eterna. La idea de que ambos acudieran a entrevistarse con Pacelli sin que ninguno de ellos conociera las intenciones del otro, como aseguraba Kaas por aquella época, parece poco plausible. Fuera como fuese, Kaas dejó constancia de que estuvieron de acuerdo en que la probabilidad de alcanzar un concordato entre el Reich y la Santa Sede era ahora mucho mayor. Von Papen dijo a Kaas, en grandes líneas, que el requerimiento básico del tratado desde el punto de vista del Reich era «la salvaguardia de los derechos religiosos para los católicos, a cambio de la despolitización del clero y la disolución del Partido del Centro»,

Según Kaas, mientras ambos discutían durante el almuerzo las relaciones ideales entre los veintitrés millones de católicos alemanes y el régimen de Hitler, explicó a Von Papen que «debía ofrecerse alguna prueba de la creación de adecuadas garantías político-culturales. En tal caso, yo no sería cicatero».[214] Como consecuencia de aquella conversación, Kaas, que no desempeñaba ningún papel oficial en las negociaciones, se convirtió en una figura clave de éstas. Conforme pasaba ante ellos la campiña italiana, ofreció sus «buenos oficios» a Von Papen en las conversaciones que iban a tener lugar, y éste aceptó agradecido. Kaas asumió así el papel de mediador, aunque de hecho permanecía leal en cuerpo y alma a Pacelli.

Hasta qué punto de intimidad había llegado Kaas con Pacelli queda bien a las claras por una serie de observaciones en la autobiografía de sor Pasqualina tras la muerte de ambos. Nos cuenta que Kaas, quien «acompañaba a Pacelli regularmente en sus vacaciones en Rorschach», estaba ligado a él con «adoración, honesto amor y lealtad incondicional». Prosigue describiendo las tensiones surgidas entre Kaas y el padre Leiber como consecuencia de «sus mutuos celos cuando Pacelli favorecía a uno o al otro, y que a pesar de su genio diplomático no podía controlar fácilmente». Escribió también acerca del profundo disgusto de Pacelli por la repentina partida de Kaas hacia Alemania.[215]

Pacelli y Von Papen se encontraron en el despacho del primero el lunes de la Semana Santa, 10 de abril, y establecieron un calendario de trabajo según el cual Von Papen y Kaas elaborarían un primer borrador que se estudiaría en una nueva reunión el Sábado Santo. Durante la semana más trascendental del calendario litúrgico de la Iglesia trabajaron a una velocidad frenética, redactando artículos que en otras circunstancias habrían llevado años de reflexión. Pacelli y Kaas se ocuparon el domingo y el lunes de Pascua de repasar el borrador artículo por artículo.

La jerarquía alemana y el clero no participaron en su elaboración, como tampoco lo hicieron el Partido del Centro ni los laicos, individualmente ni como colectivo. A los obispos se les privó incluso de información acerca del hecho de la negociación, pero no por eso dejaron de llegarles rumores. Cuando el cardenal Bertram, presidente de la Conferencia Episcopal, planteó a Pacelli su preocupación acerca de esos rumores el 18 de abril, Pacelli tardó en responderle dos semanas, confirmándole al fin que «se habían iniciado las negociaciones». Tres semanas más tarde, cuando se estaban discutiendo los últimos detalles, mintió descaradamente al informar al cardenal Faulhaber de Munich de que había habido solamente conversaciones acerca del concordato, sin llegar a nada concreto.[216]

Mientras, el Partido del Centro quedó absolutamente impotente en virtud de la ausencia de su presidente, Ludwig Kaas, alojado permanentemente en las habitaciones de Pacelli en el Vaticano. Se había sugerido que Kaas debía dimitir, pero se negó a ello argumentando que «trastornaría las cosas en Roma», clara indicación de que uno de los últimos grandes partidos democráticos de Alemania estaba siendo puesto a disposición de Pacelli. En una carta al vicario general de Passau en aquel tiempo, Franz Eggersdorfer, de la Universidad de Munich, observó ásperamente: «El futuro del catolicismo alemán parece que se decidirá en Roma. Un fruto más del progresivo centralismo».[217]

¿Qué era lo que llevaba a Pacelli a preparar ese borrador con tan inusual prisa y secreto? El Partido del Centro, en opinión de Pacelli, tenía que desaparecer. Pero antes de su disolución, el hecho de que todavía siguiera existiendo le ofrecía algo que dar a cambio en sus negociaciones con Hitler, de acuerdo con su táctica de regateo y trueque durante las dos décadas anteriores. El tiempo era algo decisivo. Por su parte. Hitler alimentaba dos ambiciones principales en aquella atropellada carrera hacia un acuerdo. En primer lugar, como hemos dicho, estaba decidido a separar el catolicismo religioso del político, mediante medidas legales y sin demora. En segundo lugar estaba la perspectiva de un osado golpe de propaganda internacional. Como había comentado cuando se firmó el Tratado Lateranense en 1929: «Si el Papa llega ahora a tal acuerdo con el fascismo, es que opina al menos que el fascismo —y por tanto el nacionalismo— es justificable para los fieles y compatible con la fe católica».[218] Aunque la Santa Sede había firmado durante siglos tratados con monarcas y gobiernos hostiles a sus creencias y valores, los términos del Tratado Lateranense habían establecido de hecho la apariencia de una integración sin precedentes entre el catolicismo y el Estado corporativo. Hitler veía con claridad que el concordato podía presentarse como un respaldo papal hacia el régimen nazi y su política. Percibiendo la impaciencia de Pacelli y la intrínseca debilidad de los, propósitos del cardenal secretario de Estado, podía imponer el ritmo que le conviniera a las negociaciones y manipularlas a su antojo.

LOS OBISPOS ALEMANES CAPITULAN

Von Papen regresó a Berlín el jueves de la semana de Pascua. Tras una discusión «general» con Hitler, pudo informar a Pacelli de que el Führer estaba dispuesto a «ofrecer garantías de gran alcance en la cuestión de las escuelas», pero que el texto del artículo sobre despolitización [de la Iglesia] le parecía «muy inadecuado».[219] En un gesto de soberbia diplomática, pese a su preferencia personal por la despolitización, Pacelli había intentado encasquetar a Hitler un artículo ampliado del Código de Derecho Canónico que exigía el permiso episcopal para que un sacerdote pudiera desempeñar un puesto oficial en una organización política.

¿Qué había empujado a Pacelli a remover el agua cuando llegó a la cláusula de la despolitización? ¿Se había visto asaltado en el último minuto por escrúpulos, intuyendo que estaba socavando el terreno sobre el que se movía la Iglesia alemana? No parece que se le ocurrieran tales ideas. Se trataba más bien de un truco de hábil negociador. ¡Qué bien parecían entenderse aquellos dos hombres! Las negociaciones siguieron en mayo, centrándose exclusivamente en la cuestión de la despolitización, hasta que en la tercera semana de ese mes Hitler subió la apuesta estableciendo en su borrador que toda actividad política del clero católico debía quedar categóricamente prohibida.

Mientras, durante los críticos meses de abril y mayo, el Partido del Centro, sin líder, menospreciado igualmente por Roma y la jerarquía, se estaba desmenuzando; sus fieles seguidores de antaño lo abandonaban por cientos de miles. Al mismo tiempo, los nazis aparecían cada vez más ruidosos y confiados, convencidos de su destino victorioso como partido único del Estado, el partido que iba a traer el pleno empleo y la prosperidad a un país asolado por las crisis económicas y la humillación extranjera. La deserción de los católicos hacia el nacionalsocialismo, que al principio sólo era un goteo, se convirtió ahora en un torrente en el abismo creado por el voluntario colapso del en otro tiempo gran Partido del Centro.

En un final y desesperado espasmo, la dirección del partido exigió la dimisión de Kaas, y éste aceptó de mala gana por teléfono desde el Vaticano. En su lugar fue elegido el 6 de mayo Heinrich Brüning. Pero la locomotora de Hitler era ya imparable, como lo eran las fuerzas que pugnaban por la disolución del Partido del Centro. Así y todo, Brüning pidió a los miembros del partido que se mantuvieran unidos e independientes.

Y ahora, cuando las negociaciones estaban ya muy avanzadas, Pacelli decidió incluir a los obispos alemanes en el trato. La ocasión fue la visita oficial ad limina del obispo Wilhelm Berning, de Osnabrück, y del arzobispo Gröber, de Friburgo, el 18 de mayo. La elección de emisarios de Pacelli no dejaba ningún cabo suelto. Ambos simpatizaban con los nazis. Pacelli dijo a los dos prelados que había llegado el momento de que todos los obispos alemanes alcanzaran un punto de vista común sobre el concordato.

De hecho, para finales de mayo se había convocado una reunión de los obispos alemanes para revisar la opinión del episcopado hacia el Tercer Reich. Cuando se reunieron, no obstante, fue la cuestión del concordato, hábilmente presentada por los dos obispos que hacían de embajadores de Pacelli, la que ocupó las deliberaciones. Berning y Gröber aseguraron a los obispos reunidos que el concordato estaba prácticamente concluido y que sólo quedaba por abordar la cláusula de la despolitización.[220] El cardenal secretario de Estado les pedía su apoyo, según les dijo Berning, y era esencial la rapidez en la respuesta.

Las fragmentarias notas de Ludwig Sebastian, obispo de Spyer, indican que hubo graves desacuerdos en esa crítica asamblea. El cardenal Schulte, de Colonia, objetó que bajo el gobierno nazi no existían «la ley y el orden», y que «no se podía firmar ningún concordato con tal gobierno». El obispo Konrad von Preysing distribuyó a la Conferencia un memorándum recordando a los obispos que la visión que del mundo tenía el Partido Nacional Socialista estaba completamente al margen de la mantenida por la Iglesia católica: «Tenemos el deber de abrir los ojos del pueblo católico a los peligros que supone para la fe y la moral la ideología nacionalsocialista». Pidió que se elaborara una carta pastoral exponiendo los errores del nazismo, que se haría llegar a todos los rincones de

Alemania. Era esencial, decía, disponer de esa carta como punto de referencia «para el conflicto que probablemente se avecina».[221] Demasiado poco, y demasiado tarde.

Tan sólo una minoría planteaba objeciones. El hecho de que el propio Pacelli estuviera implicado en las negociaciones directas con Hitler inspiraba a los obispos cierta confianza. Fuera como fuese, se apercibieron evidentemente de los peligros de la cláusula de despolitización (el artículo 31), ya que esa disposición podía hacer desaparecer cualquier tipo de acción social ejercida bajo los auspicios y en nombre de la Iglesia católica. Acosada por los emisarios de Pacelli, la jerarquía no condicionó su aceptación a la prevista revisión doctrinal. Siguiendo la persuasiva sugerencia del arzobispo Gröber, los obispos alemanes respaldaron el concordato, descargando su responsabilidad sobre Pacelli.

Como consecuencia de la decisión del episcopado, el 3 de junio se hizo público un mensaje pastoral elaborado por Gröber que anunciaba el final de la oposición de la jerarquía eclesiástica al régimen nazi, con tal que el Estado respetara los derechos y libertades de la Iglesia, en particular con respecto a las escuelas y asociaciones católicas. Asegurándole el apoyo de los obispos, Gröber escribió a Kaas: «Gracias a Dios, conseguí la aprobación de la pastoral adjunta. […] Se expresaron una serie de deseos, pero pude rechazarlos fácilmente, ya que pedían cosas imposibles».[222]

El cardenal Faulhaber llevó el asunto a su conclusión informando a Von Papen de que estaba dispuesto a ceder en la cuestión del artículo 31, ya que «el concordato en su conjunto es tan importante, por ejemplo [en materia de] las escuelas confesionales, que me parece que no debería fracasar por esa discrepancia».[223] Desde el punto de vista de Pacelli, la decisión de los obispos era una victoria, ya que no la entendía como una rendición ante Hitler sino como una capitulación frente a la voluntad de la Santa Sede, que le dejaba libre, con su aparente respaldo, para llevar las negociaciones del concordato a una conclusión satisfactoria según sus propios criterios.

La satisfacción que Pacelli pudo experimentar el 3 de junio, sin embargo, duró poco. Durante la semana en la que recibió la descontenta y renuente aquiescencia de los obispos llegaron a Roma noticias que le hacían imposible ignorar las salvajes realidades del dominio nazi y la verdadera naturaleza de su socio en Berlín. Sucedió con ocasión de una concentración de aprendices católicos en Munich programada para los días 8 al 11 de junio, al que acudieron 25.000 jóvenes de toda Alemania. En un principio fue prohibida por Heinrich Himmler y Reinhard Heydrich, el jefe de las SS y su lugarteniente, pero se autorizó finalmente con la condición de que llegaran con las pancartas enrolladas. Tras sufrir esporádicos ataques por parte de algunos camisas pardas los dos primeros días, los gamberros uniformados nazis organizaron una serie de violentos ataques en grupos mayores en la tarde del sábado. Cientos de jóvenes católicos fueron golpeados y perseguidos por las calles, arrancándoles a tiras sus camisas de color anaranjado. La misa al aire libre planeada para el domingo por la mañana tuvo que ser cancelada. Si Pacelli había mantenido hasta entonces alguna última ilusión acerca de lo que los nazis entendían por «catolicismo político», tuvo ahora que rendirse a la evidencia. Quedaba claro que la prohibición de cualquier actividad política para el clero católico, y de las asociaciones que no fueran puramente religiosas, como aparecía en el artículo 31 del proyectado concordato, alcanzaba igualmente a todas y cada una de las actividades públicas de los católicos que los nazis decidieran considerar como políticas.

La reacción de la jerarquía eclesiástica fue todo lo tímida que esperaban los instigadores de las SA. Faulhaber escribió a los obispos católicos aconsejándoles que no promovieran más concentraciones de asociaciones juveniles católicas, «ya que no queremos arriesgar las vidas de nuestros jóvenes ni posibilitar una prohibición gubernamental de las organizaciones juveniles». Insistía además en que debían adoptarse duras medidas «contra los clérigos que hablan de forma imprudente». Así fue, desde un comienzo, la política «equilibrada» de Pacelli para con el catolicismo germano a comienzos del verano de 1933: la parálisis mediante autocontrol. Ni siquiera se había firmado todavía el concordato y ya se ponía de manifiesto el Estado policial nazi.

Una poderosa Iglesia, con esforzados pastores y un cúmulo de organizaciones sociales y políticas laicas, se mantenía en un estado de inercia autoimpuesta, mirando hacia el Vaticano antes de decidirse a realizar ningún movimiento, a exponer ninguna idea, a lanzar ninguna orientación. Mientras, Hitler sacaba partido de esa inacción para proscribir y destruir cualquier vestigio de la capacidad y entidad política y social de los católicos. Durante el mes de junio, los diputados y miembros del Partido del Centro se vieron sometidos a una oleada de terror: registros de sus casas, detenciones, intimidaciones… En Munich, Fritz Gerlich, el animoso y franco editor católico de Der Gerade Weg («El camino recto»), fue golpeado casi hasta la muerte en los despachos de la revista y encerrado después en un campo de concentración (lo asesinaron un año más tarde). En Baviera, donde el correlato local del Partido del Centro, el Partido del Pueblo Bávaro, contaba con una enorme fuerza, unos dos mil de sus miembros y dirigentes fueron encarcelados. Las justificaciones de la prensa nazi clamaban que se había demostrado que «el catolicismo pretende sabotear las órdenes del gobierno y conspirar contra él».[224]

El 22 de junio, Von Papen se entrevistó con Hitler para discutir sobre el estado de las negociaciones del concordato, como prólogo al encuentro que el vicecanciller debía mantener en el Vaticano con Pacelli para darle los últimos toques. La posición final y definitiva de Hitler acerca del artículo 31 era ahora: «En consideración a las garantías aportadas por las condiciones de este tratado, y de la legislación que protege los derechos y la libertad de la Iglesia católica en el Reich y sus estados regionales, la Santa Sede prohibirá a todo el clero y miembros de las congregaciones religiosas la actividad en partidos políticos».[225] Esta cláusula reconocía a la Santa Sede poder para controlar y obligar al clero católico en Alemania mediante las sanciones previstas en el Código de Derecho Canónico. Con ella se cerraba el acuerdo definitivo entre los dirigentes autoritarios de la Iglesia y el Estado.

LAS NEGOCIACIONES FINALES

Von Papen llegó a Roma el 28 de junio y puso sobre la mesa la redacción definitiva del artículo 31 para que Pacelli, la curia y el Papa la sometieran a consideración, al tiempo que llegaban al secretario de Estado noticias de los recientes actos de persecución y opresión de la Iglesia en Alemania. Pacelli pudo recordar la reunión final de junio de 1914, cuando los cardenales no encontraron otra solución que firmar el Concordato Serbio, que él mismo había impulsado con tanta perseverancia, si querían evitar un mayor sufrimiento a los católicos de la región.

El texto del concordato quedó concluido el domingo 1 de julio por la mañana, y Pacelli lo repasó con Pío XI durante ese día. El obstinado Pontífice, plenamente consciente de los actos de violencia contra los católicos que habían tenido lugar en Alemania durante las semanas anteriores, quería proponer una nueva y final estipulación. Pacelli anotó al final de su entrevista que el Papa había insistido en que ahora, a la vista de los hechos, debían exigirse «garantías de reparación por los actos de violencia». El Santo Padre estaba cansado de «alternar menosprecio y negociación». Como una novia maltratada por su novio que insiste a voz en grito en incluir una indemnización en su contrato de bodas, Pío XI pedía a Hitler que «hiciera una declaración» sobre las reparaciones o «no habría firma».[226] El 2 de julio, Pacelli y Kaas pusieron los últimos retoques al tratado. Pero había una cuestión crucial no resuelta que todavía amenazaba con echar abajo todo lo que se había conseguido.

En Alemania, Brüning, el nuevo líder del castigado Partido del Centro, intentaba salvar lo que podía de una organización política desmoralizada, preparándose para las persecuciones que sabía que la acechaban. Von Papen había dicho a Pacelli y Kaas que era la negativa de Brüning a disolver el partido lo que impedía completar el concordato y dejaba a la Iglesia expuesta a nuevos ataques. Los obispos alemanes advirtieron a Pacelli que no debía creer en la versión de Von Papen de los acontecimientos. Pero la suerte estaba echada; Pacelli y Kaas comprendían ahora que el Partido del Centro tenía que desaparecer para facilitar la inclusión del artículo sobre las asociaciones de la Iglesia. Con el visto bueno de Pacelli, Kaas llamó el 2 de julio al dirigente del ala izquierda del partido, Joseph Joos, y le gritó indignado por teléfono: «¿Qué? ¿Todavía no os habéis disuelto?» Joos recordaría durante el resto de su vida la orden que le llegó del Vaticano insistiendo en el sacrificio del Partido del Centro para asegurar el éxito de la diplomacia de Pacelli.[227]

Como Von Papen contaba con la autorización de Hitler para aceptar o no nuevas modificaciones, y como la definición y plazo de las reparaciones sería sin duda un proceso inacabable, no vio problemas en la demanda final del Papa; el 3 de julio envió el texto a Hitler mediante un correo especial, junto con una autocomplaciente carta.

LA DESBANDADA DEL PARTIDO DE CENTRO

Al día siguiente, 4 de julio, después de que muchos políticos del centro amenazaran con pasarse a los nacionalsocialistas, Brüning aceptó con amargura la disolución del partido, que ya era el único democrático que quedaba en Alemania. El hecho de que se tratara de una liquidación voluntaria y no forzosa iba a tener consecuencias inmediatas y de largo alcance. La complicidad del partido en su propia disolución, junto con la aparente aprobación episcopal del Estado de partido único, fueron circunstancias que elevaron la moral de los nazis y condujeron a cada vez mayor número de católicos al seno del nacionalsocialismo.

Monseñor Ludwig Kaas, que permanecería en el Vaticano por el resto de su vida, fue en gran medida responsable de la patética implosión de su partido. Su oportunismo, sus lealtades divididas, sus ausencias durante meses para terminar al servicio de Pacelli, eran incompatibles con las responsabilidades del presidente de un gran partido democrático. Pero la responsabilidad principal corresponde sin duda a Pacelli, su mentor, superior eclesiástico y amigo íntimo, quien nunca superó la animosidad que sentía hacia los partidos políticos católicos independientes del control de la Santa Sede.

Casi treinta años más tarde, Robert Leiber aseguraba que Pacelli había dicho a propósito de la disolución: «Es una pena que haya sucedido ahora».[228] Los apologistas de Pacelli han explotado la frase intentando exculparle de cualquier responsabilidad en el vergonzoso fin del partido. En otro lugar, no obstante, Leiber admite que no era una punzada de remordimiento sino una expresión de irritación por perder un elemento de regateo justo antes de concluir las negociaciones: «[Pacelli] deseaba —escribía Leiber en 1958— que [el partido] pospusiera su disolución hasta que estuviera firmado el concordato. El simple hecho de su existencia, decía, podía haber sido de utilidad en la mesa de negociaciones».[229] En 1934, Pacelli negó que la voluntaria desbandada del partido hubiera constituido un quid pro quo para el concordato; pero como comenta Klaus Scholder, historiador alemán de la cuestión: «Dado todo lo que conocemos, no responde a la verdad».

El ex canciller Heinrich Brüning, quien fue testigo de todo el proceso, no tenía dudas acerca de la conexión entre ambos hechos. En 1935 decía:

Tras el acuerdo con Hitler estaba, no el Papa, sino la burocracia vaticana y su líder, Pacelli. Su perspectiva era la de un Estado autoritario y una Iglesia autoritaria dirigida por la burocracia vaticana, estableciéndose una alianza eterna entre ellos. Por esa razón, los partidos parlamentarios católicos, como el del Centro en Alemania, eran un obstáculo para él y sus hombres, y fueron disueltos sin pesar en varios países. El Papa [Pío XI] no compartía sus ideas.[230]

Hitler tenía ahora todos los triunfos en su mano, y los jugó con implacable habilidad. Justo cuando Pacelli pensaba que la conclusión de las negociaciones era cuestión de horas, Hitler pidió un nuevo receso. Convocó a Rudolf Buttmann, experto abogado del Ministerio del Interior, e insistió ahora en que ese funcionario examinara el documento con lupa. Como prueba de la importancia que Hitler acordaba al tratado (según Scholder, empleó más tiempo y esfuerzo en el concordato con Pacelli que en cualquier otro tratado en toda la historia del Tercer Reich), el 5 de julio pidió a Buttmann que realizara una crítica del documento en presencia del ministro del Interior, el de Asuntos Exteriores y el de Finanzas. Ese mismo día, Buttmann voló de Berlín a Munich y de Munich a Roma, donde se reunió con Von Papen y luego con Pacelli para explicarles las últimas dudas y exigencias de Hitler. Los puntos en disputa se referían a la distinción de naturaleza entre asociaciones católicas políticas y religiosas. Hitler también quería mayor precisión en la cuestión de las reparaciones por los ataques nazis.

El 7 de julio, día de dilatadas deliberaciones, Pacelli se mostró irritable y habló abiertamente de un «espíritu receloso» por parte germana. Dada la actitud de los negociadores del Reich, declaró, parecía poco probable que se pudiera llegar a una conclusión satisfactoria para ambas partes.[231] En Buttmann, sin embargo, el cardenal secretario de Estado había encontrado la horma de su zapato. El funcionario respondió cortésmente que era mucho más razonable precisar todo en aquel momento que encontrarse luego con dificultades después de que el documento hubiera sido firmado. También afirmó, con gran enojo de Pacelli, que comparar el concordato con el Reich con el Tratado Lateranense no era adecuado, ya que en Alemania existían otras confesiones, incluyendo la «aplastante mayoría protestante».

El punto de fricción seguía siendo el de las asociaciones católicas. Buttmann argumentaba que sólo podían protegerse las que pudieran caracterizarse como «puramente religiosas, culturales o de caridad». Todas las demás debían disolverse o fundirse con las asociaciones civiles o nazis existentes. ¿Pero cómo se establecería la distinción entre ambas categorías —religiosa y civil— y quién la decidiría? Como Pacelli no parecía dispuesto a aceptar la fórmula de Buttmann sin una definición formal de la distinción entre religioso y civil, ambas partes llegaron al acuerdo de incluir una cláusula que permitiría buscar una definición común en fecha posterior. Esto resultó, como probaron al poco los acontecimientos, una decisión notablemente irresponsable por parte de Pacelli. La redacción concreta de la cláusula de reparación exigida por Pío XI también ofrecía dificultades, finalmente resueltas por el propio Hitler en una larguísima conversación telefónica con Buttmann en la tarde del 7 de julio.

Al día siguiente, sábado 8 de julio, al sonar las seis en el campanario de San Pedro, ambas partes llegaron juntas al gran vestíbulo de la Secretaría de Estado para la ceremonia de la firma. Pacelli y Von Papen se sentaron codo con codo. A Pacelli le atendían como ayudantes monseñor Giuseppe Pizzardo, de la Secretaría de Estado, y Ludwig Kaas, mientras que Von Papen tenía a Buttmann como asesor. Pacelli se sentía evidentemente sobre el filo de la navaja, ya que había recibido noticias ese mismo día de un cura párroco al que habían sacado descalzo de su casa en Königsbach y apaleado.[232]

Conforme procedía la ceremonia de la firma, Pacelli, tan meticuloso habitualmente en cuestiones de protocolo, escribió equivocadamente su firma completa en una de las páginas. Kaas se dio cuenta y sugirió que esa copia se reservara para el Secretariado. Cuando hubieron concluido, Pacelli planteó la cuestión del cura apaleado. Fue el diplomático Buttmann quien respondió, sugiriendo que probablemente se trataba de un clérigo demasiado metido en política. En cualquier caso, añadió, la gente de esa región perdía fácilmente los estribos.[233]

HITLER APLAUDE EL CONCORDATO

El lunes, la prensa de toda Alemania ofrecía noticias del concordato en sus titulares, y Hitler firmaba una declaración acordada con Pacelli el viernes anterior. Contenía las dos concesiones cruciales sobre las que había insistido el Vaticano, pero la declaración publicada venía precedida por un párrafo que no había sido acordado y que hacía de las concesiones un triunfo para el nacionalsocialismo:

Creo que la firma del concordato [escribía Hitler] ofrece suficientes garantías de que los miembros del Reich de confesión católica se pondrán desde ahora mismo sin reservas al servicio del nuevo Estado nacionalsocialista.

Por ello ordeno lo que sigue:

1. La disolución de las organizaciones reconocidas en el presente tratado, que se produjo sin la orden del gobierno del Reich, queda inmediatamente sin efecto.

2. Todas las medidas coercitivas contra el clero y otros dirigentes de esas organizaciones católicas quedan revocadas. No se tolerará la repetición en el futuro de tales acciones, que serán castigadas sobre la base de las leyes existentes.[234]

El tratado fue firmado formalmente en la Secretaría de Estado el 20 de julio por Von Papen y Pacelli. Una fotografía de la ceremonia muestra a los participantes tensos y serios. Tras la ceremonia hubo un intercambio de regalos. Pacelli recibió una Madonna de Meissen, y Von Papen una medalla papal; a Buttmann le tocó una fotografía del Papa enmarcada en plata. La embajada alemana en Berlín donó a la Santa Sede 25.000 liras para obras de caridad.[235]

En lo que se refiere al Reich, el notable asunto del concordato concluyó en una reunión del gabinete el 14 de julio, cuando Hitler se negó a debatir la cuestión con sus ministros, insistiendo en que «sólo los grandes éxitos merecen anotarse». Enumerando las ventajas del tratado, subrayó el reconocimiento por parte del Vaticano del «Estado nacionalista alemán» y la retirada de la Iglesia de las organizaciones políticas. La disolución del Partido del Centro, señaló, «puede considerarse definitiva».[236]

En esa reunión, Hitler expresó la terrible opinión de que el concordato había creado una atmósfera de confianza que sería «de especial trascendencia en la urgente lucha contra la judería internacional». No existen testimonios ni pruebas de explicaciones más detalladas, pero esa afirmación puede entenderse fácilmente desde dos ángulos: en primer lugar, el propio hecho de que el Vaticano hubiera firmado ese tratado indicaba, tanto en el país como en el extranjero, pese al desmentido de Pacelli del 26 de julio, la aprobación moral católica hacia la política de Hitler; en segundo lugar, el tratado obligaba a la Santa Sede, la jerarquía eclesiástica alemana y los fieles al silencio sobre cualquier cuestión que el régimen nazi considerara política. En particular, dado que la persecución y eliminación de los judíos en Alemania era ahora una política decidida por el gobierno, el tratado amordazaba a la Iglesia católica alemana y le impedía cualquier manifestación acerca de la violencia contra los judíos.

La reunión del gabinete del 14 de julio también aprobó la Ley para la Prevención de Nacimientos de Individuos Genéticamente Enfermos, que ordenaba la esterilización de aquellos que sufrieran enfermedades mentales o cognitivas hereditarias, incluyendo la ceguera y la sordera. Durante los cuatro años siguientes, entre 320.000 y 350.000 personas fueron esterilizadas en Alemania, la mayoría de ellas sin el consentimiento de ellas mismas o sus familias.[237] Esa política de esterilización, como forma de «limpieza racial», que complementaba en espíritu la idea de la Solución Final, iba contra las recientes declaraciones de Pío XI sobre la santidad de la vida en su encíclica Casti connubii (30 de diciembre de 1930). El concordato, como pronto se comprobaba, ataba de pies y manos a la Iglesia católica frente a esa política y su práctica, ya que tratándose de una cuestión política quedaba proscrita incluso para el debate, y mucho más para la denuncia.

Los católicos alemanes, por otra parte, se veían enfrentados a un dilema moral por las disposiciones del concordato acerca de la educación católica, el área más ventajosa para la Iglesia en el tratado.[238] Según los términos del artículo 21 del concordato, Hitler debía amparar y hacerse cargo de los costes de la educación de los estudiantes católicos en todos los niveles, desde la enseñanza primaria hasta el fin de la secundaria. Se garantizaba a las autoridades diocesanas el derecho a examinar sobre instrucción religiosa en las escuelas y a contratar y despedir profesores. Y lo que era más importante todavía, según el artículo 23, los padres católicos podían exigir que se crearan plazas de educación católica donde no existieran, dependiendo de las condiciones locales. Así pues, Hitler había prometido a la educación católica una carta blanca para la expansión de instalaciones y plazas para estudiantes. En el mismo momento, sin embargo, en que Hitler y Pacelli iniciaban la negociación de esas ventajas educativas para los católicos, el gobierno nazi, el 25 de abril de 1933, aprobaba con gran fanfarria su Ley contra la Masificación de las Escuelas y Universidades Alemanas, con el propósito de reducir el número de estudiantes judíos en esas instituciones. La ley establecía una cuota precisa (el 1,5% de los matriculados en escuelas y colegios), que se consideraba adecuada a la proporción de la población no aria o judía. Así pues, el mismísimo gobierno con el que Pacelli había negociado derechos educativos favorables para los católicos restringía simultáneamente los de la minoría judía. El papado, la Santa Sede y los católicos alemanes se veían así ineludiblemente arrastrados a la complicidad con un gobierno racista y antisemita.

Otro ejemplo de la complicidad católica con el régimen comenzó el mismo 25 de abril cuando miles de sacerdotes en toda Alemania se vieron implicados en una investigación burocrática antisemita, debiendo aportar detalles de pureza de sangre mediante los registros de bautizos y matrimonios. Esta tarea acompañaba al sistema de cuotas para judíos en escuelas y universidades, así como en diversas profesiones, en particular el derecho y la medicina, y con esos atestados se daría cuerpo finalmente a las Leyes de Nuremberg, el sistema del régimen nazi para distinguir a los judíos de los no judíos. La complicidad del clero católico en el proceso seguiría durante todo el período del régimen nazi, y acabaría conectando a la Iglesia católica, como a las protestantes, con los campos de exterminio.[239] En el caso de la Santa Sede, además, la responsabilidad era mayor, debido a que el alcance y la coerción implícitas en la aplicación centralizada del Derecho Canónico, en cuyo aumento y refuerzo empleó Pacelli tantos años, no se utilizó para hacer frente al proceso. De hecho, casi se puede decir lo contrario. Como escribe Guenter Lewy: «La colaboración de la Iglesia en esta materia continuó durante los años de guerra, cuando el precio a pagar por ser judío ya no era la pérdida de un empleo gubernamental o de los medios de vida, sino la deportación y la inequívoca destrucción física».[240] Muchos sacerdotes animosos aprovecharon su control de los registros de bautismo para obstaculizar la labor de los nazis, pero se trató de casos aislados.

Ésta era la realidad del abismo moral en que Pacelli, el futuro Pontífice, había precipitado a la grande y orgullosa Iglesia católica alemana de antaño. Y ya no podía hacerse ilusiones acerca de la naturaleza violenta del régimen nazi. A principios de agosto de 1933, Ivone Kirkpatrick, que representaba al gobierno británico ante el Vaticano, mantuvo una «larga conversación» con Pacelli en la Secretaría de Estado en la que el cardenal «no hizo esfuerzos por esconder su disgusto ante los procedimientos del gobierno de Herr Hitler».[241] En una carta a Robert Vansittart, del Foreign Office británico, Kirkpatrick describía cómo Pacelli deploraba la «persecución de los judíos, sus procedimientos contra la oposición política, el reinado de terror al que estaba sometido todo el país». Pacelli se sentía obligado ahora «a explicar disculpándose [a Kirkpatrick] cómo había llegado a firmar un concordato con esa gente». No se mencionó su reciente afirmación, aparecida en L’Osservatore Romano, de que el concordato había sido un triunfo para el Derecho Canónico, una victoria para la Santa Sede, ni tampoco que se había esforzado durante años por alcanzar ese concordato. «Me han apuntado a la cabeza con una pistola —dijo—, y no tenía otra alternativa». Luego se produjo una extraordinaria confesión: «El gobierno alemán —cuenta Kirkpatrick que le manifestó Pacelli— me había ofrecido concesiones, debo admitir que más amplias que las que ningún otro gobierno alemán habría hecho, y tuve que elegir entre un acuerdo bajo sus condiciones o la virtual eliminación de la Iglesia católica en el Reich». Pacelli se había olvidado al parecer de la advertencia de Brüning acerca de la intrínseca debilidad de los concordatos con regímenes totalitarios.

Pacelli dijo a Kirkpatrick, quien a su vez lo transmitió a Londres, que «la Iglesia […] carecía de armas en ese terreno. Estaba fuera de la arena política». Le hizo entonces este comentario de despedida: «Si el gobierno alemán violara el concordato, v estamos convencidos de que lo hará, el Vaticano tendría una base sobre la que protestar». Pacelli respondió entonces, al parecer con una sonrisa: «Los alemanes no violarán probablemente todos los artículos del concordato al mismo tiempo».[242]

BRÜNING HUYE

¿Qué pasaba entretanto con Heinrich Brüning, el antiguo canciller conservador al que Pacelli había hecho aparecer como un liberal radical? Sin base política, dedicó cierto, tiempo a convencer a los obispos de que frenaran la ratificación del concordato, lo que tuvo lugar el 10 de septiembre. Recorrió toda Alemania, leyendo informes sobre las torturas físicas infligidas a judíos y socialdemócratas, advirtiendo que el objetivo último de Hitler era la destrucción de la Iglesia. Según el jesuita organizador de la resistencia, padre Friedrich Muckermann, fue Brüning quien le sacó de la inercia moral en que había caído al creer que el Vaticano aprobaba la política nazi, a raíz del concordato; y esto es algo que Pacelli parecía olvidar. Brüning predicaba la necesidad de resistir allí donde podía.

En octubre de 1933, agotado por la constante vigilancia policial, acabó enfermando. El hospital en el que recibió tratamiento por una dolencia cardíaca fue amenazado. Comenzó a cambiar de alojamiento cada dos o tres días. El padre Muckermann recuerda en sus memorias de la resistencia, Im Kampf, que en la primavera de 1934, Brüning parecía un animal acosado, exhausto, a la espera del «balazo final». Finalmente permitió al hermano de Muckermann que le ayudara a atravesar la frontera holandesa el 21 de mayo de 1934, para comenzar una nueva vida en el exilio con lo poco que pudo meter en una maleta.

Brüning vivió lo suficiente para poder influir en la formación del Partido Demócrata Cristiano alemán en la posguerra, «un partido interconfesional y socialmente progresivo, conservador en el tempo». También apoyó la consolidación del liderazgo de Konrad Adenauer como líder de la Democracia Cristiana, el más viable candidato a canciller de la República Federal.