11
Tinieblas sobre Europa
Desde mediados de los años veinte hasta finales de los treinta, Hitler se había mostrado preocupado por la capacidad de la Iglesia católica de obstaculizar sus planes mediante la protesta y la resistencia pasiva o activa. Su intranquilidad respondía al precedente histórico de la reacción católica frente a la Kulturkampf de Bismarck durante los años setenta del siglo XIX, y a su temor al catolicismo político. ¿Pero estaba justificado ese temor a una reacción católica frente a su régimen? ¿Era real la posibilidad de una resistencia católica antes de que estallara la guerra?
Los orígenes de la Kulturkampf, o lucha entre culturas, fueron muchos y complejos.[301] Tras la publicación del Syllabus de errores de Pío IX y la definición de la infalibilidad papal en el Concilio Vaticano I, los católicos eran considerados como un «enemigo interno», una fuente potencial de división en el nuevo Reich de Bismarck. Éste sospechaba, además, de los polacos católicos que habitaban en el Reich, y lamentaba la formación del partido católico del Centro. Otro elemento del enfrentamiento, en opinión del historiador David Blackbourn, era el cálculo de Bismarck de que «podría así desviar las aspiraciones políticas de las mayorías liberales en los parlamentos alemán y prusiano empujándolas a luchar contra la Iglesia católica».
La Kulturkampf comenzó con una serie de leyes parlamentarias anticatólicas que combatían el «abuso» del púlpito para fines políticos, suprimían la presencia de la Compañía de Jesús, controlaban la educación religiosa y el nombramiento de párrocos para las iglesias. Esas medidas incluían la confiscación de las propiedades de la Iglesia, la destitución de párrocos y la retirada de los subsidios estatales a los sacerdotes que se negaran a cooperar con la Kulturkampf. Se cerraron muchas iglesias y seminarios. Cientos de sacerdotes fueron encarcelados, y muchos más tuvieron que ocultarse o huir al extranjero. Se estima que al final de la crisis, unos 1.800 sacerdotes habían sido enviados a prisión o expulsados del país. Se espiaba, infiltraba y acosaba a las asociaciones católicas, especialmente donde se suponía que las organizaciones obreras estaban en connivencia con la Iglesia; se acosaba y estrangulaba la prensa y demás publicaciones de la Iglesia.
En general, la persecución de la Iglesia católica durante la Kulturkampf prefiguró la que los nazis llevaron a cabo entre 1933 y 1938. Pero en la década de los años setenta del siglo XIX los católicos utilizaron sus clubs, sociedades, congregaciones y sindicatos para planear acciones comunes junto con sus pastores y obispos. La reacción católica en los municipios, lugares de trabajo y parroquias asombró al gobierno y a los administradores locales de toda Alemania. Cuando el obispo Eberhard fue detenido por no colaborar con las leyes de marzo de 1874, los católicos se echaron en masa a la calle y «se arrojaban al suelo, cortaban sus cabellos y [lanzaban] lamentaciones que atravesaban el alma». El obispo bendijo por última vez a la multitud antes de entrar en prisión, y «la agitación de las masas en ese último momento era tan grande, sus gemidos y sollozos tan desgarradores, y la emoción que atenazaba hasta a hombres hechos y derechos tan poderosa, tan abrumadora, que el conjunto de la escena resultaba indescriptible».[302]
En su época se reconoció, incluso por parte de los obispos, que esa solidaridad venía directamente del pueblo, más que del liderazgo del Papa. El obispo Wilhelm von Keteler, de Mainz, destacado dirigente del catolicismo político, señalaba: «Desapruebo […] cierta jactancia acerca del poder del Papa, como si estuviese en condiciones de derribar a sus enemigos y congregar al mundo entero contra ellos con una sola palabra».[303]
La disposición de los católicos, en las bases, a responder a la violencia con violencia en muchos lugares de Alemania fue uno de los aspectos más notables de todo aquel período. Cuando llegaban funcionarios a cerrar las iglesias corrían el riesgo de encontrarse con multitudes airadas y amenazas de represalias físicas. Un alcalde que ordenó la disolución de una manifestación católica en Renania, en 1875, fue golpeado y apuñalado. Cuando en 1876 detuvieron a dos católicos en Emsdetten se congregó ante la cárcel una muchedumbre de enfurecidos ciudadanos que comenzaron a arrojar piedras; al final destruyeron el edificio y liberaron a los detenidos. En Namborn, en 1874, un millar de católicos asaltaron la estación del ferrocarril para liberar a un sacerdote detenido.
Por razones tácticas, apenas se produjeron intentos de enfrentarse a los militares cuando éstos entraban en acción. Como escribe David Blackbourn, comentando el tipo de resistencia que se produjo en Prusia, «los católicos se negaban a cooperar con las autoridades, haciéndose los sordos cuando se les preguntaba y hallando mil formas no violentas de expresar su desprecio por los gendarmes y otros policías: riéndose de ellos, por ejemplo. Se obstaculizaban los intentos de los funcionarios del Estado de hacerse con los registros parroquiales, se escondían los bienes eclesiásticos en peligro de confiscación, las propiedades de la Iglesia expropiadas no encontraban quien las quisiera…».[304]
Por lo demás, hubo una resistencia pasiva generalizada: los católicos ayudaban a escapar a los sacerdotes o los ocultaban, y acompañaban a los detenidos durante todo el camino hasta la cárcel; celebraban la liberación de los presos con guirnaldas y salvas. Los que espiaban o colaboraban con las autoridades se veían marginados. Allá donde se cerraban iglesias, los fieles se reunían en los claros del bosque o en sótanos para celebrar la misa. El fenómeno de la Resistenz, que significaba algo menos dramático que la resistencia física heroica, la solidaridad de una comunidad en su negativa a cooperar, se evidenció en todas partes.
En los años treinta del siglo XX hubo también actos aislados de resistencia católica comparables a las experiencias de la Kulturkampf, por ejemplo, las protestas contra la retirada de objetos sagrados de las escuelas en 1936, o la decisión de los católicos de mantener las procesiones del Corpus Christi y de seguir acudiendo a los lugares tradicionales de peregrinación como el santuario de la Virgen en Marpingen. Pero la principal diferencia entre ambos períodos fue la abrumadora influencia en los años treinta de la política vaticana de conciliación, desde el vértice hasta la base, vía los obispos y el clero hasta llegar al laicado. Sesenta años antes, por el contrario, el papado no intentó controlar los acontecimientos desde el centro, excepto por lo que hace a la encíclica de Pío IX Quod nunquam (febrero de 1875), en la que declaró nulas las leyes de la Kulturkampf en cuanto a la conciencia de los católicos.
Hubo evidentemente diferencias cruciales en las circunstancias que acompañaron a ambos períodos. Las comunicaciones y viajes permitían a los nazis controlar los acontecimientos con mucha más rapidez que en los años setenta del XIX, y la influencia parlamentaria y de la prensa libre —que siguió existiendo durante el mandato de Bismarck— desapareció en Alemania en 1933. Hitler, además, consciente de la experiencia de la Kulturkampf, tuvo cuidado en cada coyuntura de evitar el enfrentamiento directo con las expresiones de fervor popular. Las iglesias permanecían abiertas y no se prohibía a los fieles el ejercicio de las prácticas religiosas cotidianas.
El contraste entre las acciones desde la base en los años setenta del XIX y su ausencia en los treinta sigue exigiendo no obstante cierta explicación. ¿Qué podría haber sucedido de no darse el control centralista de la situación por parte de Pacelli? ¿Podría haber prosperado una resistencia comparable a la reacción católica contra la Kulturkampf de Bismarck si el catolicismo político no se hubiese visto traicionado y abandonado?
El argumento más serio para creer en el eventual éxito de una resistencia católica temprana, generalizada y organizada fueron los casos esporádicos en los que las SS y la Gestapo tuvieron que hacer frente a una protesta popular. Un ejemplo sobresaliente es el de la Rosenstrasse en Berlín, en febrero de 1943, episodio explorado por Nathan Stoltzfus en su libro Resistance of the heart,[305] Lo que hace especialmente significativo ese incidente es que ocurrió tras la derrota de Stalingrado, cuando las fuerzas de seguridad nazis se habían radicalizado y encarnizado en su violencia. Durante ese mes de febrero la Gestapo concentró a los diez millares de judíos que seguían aún viviendo y trabajando en Berlín, la mayoría de los cuales habían sobrevivido por trabajar en puestos «esenciales». Dos mil de ellos fueron encarcelados en un edificio de la Rosenstrasse, en el centro de la ciudad. Todos ellos (la inmensa mayoría varones) estaban casados con personas alemanas no judías. En cuanto se extendió la noticia de la redada, cientos de mujeres se congregaron en el exterior de la cárcel y comenzaron a gritar: «¡Devolvednos a nuestros maridos!» Así se mantuvieron durante una semana, día y noche. La policía y las SS echaron de allí repetidamente a las manifestantes, amenazando con disparar sobre ellas. Pero volvían a reunirse y avanzaban en grupo compacto, enfrentándose a los SS. La Gestapo acabó cediendo y liberó a los dos mil judíos. Fue la única manifestación pública de ese tipo, de gentiles alemanes para liberar a judíos, y tuvo completo éxito.
En su análisis de la protesta de Rosenstrasse, Nathan Stoltzfus compara esa manifestación con otras protestas organizadas por los católicos, con el fin de probar que una resistencia concertada desde la base por parte de la Iglesia católica podría haber desencadenado un desafío generalizado al régimen nazi durante 1933 y 1934. El convincente argumento de Stoltzfus se basa en la necesidad del régimen de mantener cierto respaldo popular. «Las protestas contra los programas secretos no sólo mostraban la disidencia —escribe—, sino que también amenazaban con desvelar lo que el régimen necesitaba ocultar». Las protestas públicas constituían la forma más poderosa de resistencia, ya que podía sacar a la luz las diferencias entre los dirigentes. El régimen nazi proyectaba la impresión de que el pueblo alemán era invariablemente pronazi. En consecuencia, la disidencia individual conducía al desaliento, nadando contra una corriente inexorable.
Lo que convirtió en algo extremadamente difícil la protesta pública a escala local fue, como hemos demostrado repetidamente, la política centralista de la primacía papal, que debilitó el catolicismo político durante dos décadas. Durante el crítico período de los años veinte y treinta, cuando los partidos católicos —el Partito Popolare en Italia y el Zentrumspartei en Alemania— constituían para el electorado la única opción demócrata cristiana genuinamente de centro, el Vaticano decidió prescindir de ellos, ya que no podía controlarlos. Sin la floreciente base política apoyada por la Iglesia (como ocurrió con el sindicato Solidarnosk en Polonia durante los años setenta y ochenta), no podía haber una resistencia viable y efectiva.
La inmensa tragedia de la abdicación del catolicismo político puede apreciarse considerando dos ejemplos de protesta católica, uno antes y otro durante la guerra: las reacciones a la retirada de los crucifijos en 1936 y contra el «programa de eutanasia» en 1941. Si esas protestas se hubieran repetido y extendido desde 1933 en adelante en una multiplicidad de casos locales a lo largo y ancho de Alemania, la historia del régimen nazi podría haber seguido un curso distinto. Si los católicos hubieran protestado, específicamente, contra la Kristallnacht y el ascenso del antisemitismo, el destino de los judíos en la Alemania nazi y en toda Europa podría haber sido muy diferente. Ésa es la conclusión que extraen al menos tres distinguidos historiadores de ese período: Nathan Stoltzfus, J. P. Stern y Guenter Lewy.[306] «Parece fuera de toda duda —escribe Stern— que si las Iglesias [cristianas] se hubieran opuesto al asesinato y persecución de los judíos, como se opusieron al de los congénitamente enfermos y disminuidos, no se habría llegado a la Solución Final».
En los dos casos de protestas católicas citados más arriba, un solo obispo decidido y valeroso, Clemens von Galen, mostró lo que podía lograrse ignorando la primacía del Vaticano y alentando al pueblo a la protesta colectiva y la resistencia. Von Galen apoyó la protesta contra la orden de retirar los crucifijos de las escuelas en Oldenburg, al norte de Alemania, en noviembre de 1936. Tras el anuncio del decreto por un funcionario nazi se produjo una marejada de indignación católica en la ciudad de Cloppenburg. Hay pruebas de que el desasosiego se extendió hasta entre los miembros del partido nazi, incluidas las juventudes hitlerianas, que se pusieron al servicio de los contestatarios. El 25 de noviembre de 1936 se derogó la orden, lo que fue valorado por los católicos como la primera victoria de la Iglesia sobre el Estado nazi.
Un segundo caso de prohibición de crucifijos y plegarias e himnos cristianos fue el ocurrido en abril de 1941 en Baviera, por orden del ministro bávaro de Educación, Adolf Wagner. En las consiguientes protestas y agitación fueron las mujeres, en gran número, las que llevaron la iniciativa. En lo que ha sido descrito como «rebelión de las madres», delegaciones de éstas acudieron a las escuelas amenazando con llevarse a sus hijos.[307] Al final, Wagner capituló, emitiendo un decreto por el que se revocaba la retirada de crucifijos.
En aquella misma época, la gente católica corriente, con el apoyo del obispo Von Galen, protestó con éxito e hizo retirar el «programa de eutanasia» de Hitler. Unos setenta mil alemanes, considerados mentalmente enfermos, fueron eliminados en los diecinueve meses transcurridos entre enero de 1940 y agosto de 1941, muchos de ellos en las cámaras de gas que se utilizarían más tarde para matar judíos en masa. Toda la población del pueblo de Asberg, en Baviera, incluidos los miembros del partido nazi, salió a la calle en febrero de 1941 para protestar contra la deportación de víctimas del «programa de eutanasia» que iban a ser «suprimidos».
Al extenderse la agitación, los informes del SD (Sonderdienst) indicaban el efecto desmoralizador sobre la policía secreta local de los rumores, sarcasmos y chistes sobre el régimen. A los espías del SD se les ordenó, con solemnidad teutónica, investigar a fondo el ambiente. «A cualquiera que se haga eco de un rumor debe preguntársele por su origen. Siempre que sea posible debe obtenerse el nombre del creador de un chiste o rumor».[308] El SD informó de que «se están extendiendo numerosos chistes y rumores de un carácter particularmente corrosivo y lleno de odio al Estado, por ejemplo, chistes rencorosos sobre el Führer y otras personalidades, el partido, el ejército, etc.».[309] Aquel verano, Von Galen predicó tres sermones contra el «programa de eutanasia» y la Gestapo, argumentando que la «muerte benevolente» podría llegar a aplicarse algún día a los soldados heridos, los tullidos y los ancianos e inválidos. Esos sermones fueron impresos y distribuidos, y miles de fieles se reunieron en la catedral de Münster para llevar a cabo un acto de solidaridad silenciosa con el obispo.
El ayudante personal de Hitler, Martin Bormann, y otros dirigentes nazis exigieron que se ejecutara a Von Galen. Pero la decisión final correspondía únicamente al Führer. Goebbels, que identificó correctamente el caso como una importante cuestión de moral pública y propaganda, razonaba que toda la población de la región de Westfalia retiraría su apoyo al régimen si se perseguía a Von Galen. Aunque el «programa de eutanasia» no se interrumpió del todo, y existen razones para suponer que la intervención de Von Galen no fue decisiva para la reducción en el número de muertes,[310] el programa quedó enterrado y se restringió su alcance, eligiendo las víctimas entre quienes no tenían quien los defendiera. Von Galen sobrevivió indemne.
He aquí pues un ejemplo en el que la opinión pública pudo influir sobre el régimen nazi incluso en el momento en que el poder de Hitler se encontraba en su cénit. Si la opinión pública alemana se hubiera movilizado contra otros crímenes y con respecto a otras cuestiones, el curso de la historia podría haber sido distinto: Católicos reunidos en gran número en un lugar determinado, con el apoyo de sus clérigos y obispos, habían resistido con éxito cuando sus parientes y amigos eran conducidos a las cámaras de gas. Sin el freno del control ejercido desde el Vaticano, la resistencia se podría haber multiplicado por todo el país desde el comienzo. Y si la jerarquía católica, desde un comienzo, no hubiera cerrado los ojos frente a la extensión de la propaganda y persecución antisemita, el terrible desastre que cayó sobre los judíos podría no haber ocurrido nunca.
En The Catholic Church and Nazi Germany, Guenter Lewy concluye: «La opinión pública alemana y la Iglesia constituían una fuerza estimable, y podían haber desempeñado un papel en el desastre judío; ésta es la lección que puede deducirse del desenlace del programa de eutanasia de Hitler».[311]
PACELLI, A LA ESPERA
Cuando la década se aproximaba a su fin, Pacelli parecía considerarse a sí mismo como ya destinado al puesto supremo; el año 1938 le encontró cada vez más retirado y elevado, como si contemplara las cosas de este mundo sub specie aeternitatis. El periodista Nazareno Padellaro pudo verle de cerca y ha dejado una vivida impresión de aquel encuentro.[312] Fue con ocasión de una cena ofrecida por la congregación de los salesianos en Roma, en la que estuvieron presentes varios cardenales y prelados. Pacelli, atendido por un secretario «mudo», llegó una hora tarde. Pidió perdón, «enunciando con claridad cada sílaba». Su rostro «reflejaba una gran concentración […] la de un hombre profundamente sumergido en el estudio y la oración». Mientras todos los presentes comían y bebían animadamente, entablando una afable conversación, Pacelli, «conforme depositaban ante él la comida […] se comportaba como alguien que abre el correo. […] Cada plato era como una carta, una nota, una comunicación que contemplaba con el mismo desapego y el mismo cuidado para juzgar qué ventajas o desventajas podía aportar su contenido». Padellaro dice que Pacelli bebió muy poco y mezclaba agua con su vino, y que mientras los demás invitados reían, Pacelli, «aunque de buen humor, no reía; las historias divertidas parecían alcanzarle siempre de forma abstracta».
Alguien preguntó por la salud del Papa, y todos callaron cuando Pacelli, por fin, habló: «Todos prestaron atención, en aquella festiva atmósfera —repentinamente seria— para oír una palabra que parecía derramarse de los labios del cardenal Pacelli: la palabra “paz”. El Papa estaba trabajando por la paz. ¡Cuántas veces tendríamos que oír esa misma frase durante la guerra!»
Cuando Pacelli se alzó, temprano, para marcharse, mientras su secretario «se apresuraba con su capa», Padellaro recuerda que se fijó en su rostro: «¡Qué lejos parecía el espectro del hambre que tan pronto veríamos en toda Europa en millones de niños demacrados, mujeres y ancianos hambrientos! Allí, sólo una cara demacrada nos recordaba que lo que el mundo más necesitaba era la penitencia».
En aquella época, el hogar de Pacelli, una especie de reino diminuto, estaba bien establecido. Se ocupaban de él sor Pasqualina, a la que ayudaban las otras dos monjas; su médico, Ricardo Galeazzi-Lisi, oculista al que Pacelli confiaba la tarea de elegir especialistas apropiados para otras dolencias; también estaba el hermanastro del médico, el «ingeniero» conde Enrico Galeazzi, quien le aconsejaba sobre proyectos inmobiliarios en el Vaticano, y el sobrino de Pacelli, Carlo, hijo de Francesco, que había sucedido a su padre como gestor civil de la Ciudad del Vaticano. Los dos jesuitas, el padre Leiber y el padre Guglielmo Hentrich, y el viejo amigo de Pacelli, monseñor Kaas, se mantenían cerca como secretarios privados permanentes.
La hermana menor de Pacelli, Elisabetta, explicó al tribunal de beatificación que la influencia de sor Pasqualina sobre su hermano se había convertido en «una verdadera cruz, una cruz que él había recibido de manos de Dios como un instrumento de santificación». Sor Pasqualina controlaba ahora todas las vías de acceso a Pacelli, incluso las visitas de la familia, y esa situación se mantendría durante el resto de su vida. Y aunque la capacidad médica del profesor Galeazzi-Lisi era más bien dudosa, la monja insistía en que nadie conocía mejor que él las necesidades médicas de Pacelli.
Elisabetta también relató al tribunal una extraña historia con respecto a Pasqualina, sin fijar la fecha (aunque probablemente ocurrió a mediados de la década de los treinta). El incidente revela las tensiones, celos e intrigas que encizañaban aquella corte en miniatura. La duquesa Brady (la que preparó la recepción para Pacelli en Long Island) había confiado al ingeniero conde Galeazzi la administración de su villa en los alrededores de Roma, que deseaba poner a disposición de Pacelli. «Sor Pasqualina —declaró Elisabetta— se instaló allí e invitó a varias personas. En una ocasión mi sobrino Carlo consiguió tomar, sin que se dieran cuenta, una fotografía en la que aparecía sor Pasqualina en una actitud demasiado íntima con el conde Galeazzi [un attegiamento troppo confidenziale verso il Conte Galeazzi]. Carlo le entregó la fotografía a su padre, quien a su vez se la pasó a don Eugenio».[313] Elisabetta informó que nadie sabía qué había sucedido entre Pacelli y la monja como consecuencia de aquel episodio, pero en cualquier caso, Pacelli quedó más aislado de su familia. Puede deducirse que se vio envuelto en un conflicto de lealtades; dada la fuerte personalidad de la monja, es probable que le concediera el beneficio de la duda.
EL FALLECIMIENTO DE PÍO XI
El que iba a ser el último año de la vida de Pío XI contempló un espectacular incremento de la población católica del Reich. La anexión de la región de los Sudetes y el Anschluss de Austria convirtieron a los católicos en mayoría virtual de la nación germana. El cardenal Bertram hizo pública una carta pastoral dando la bienvenida a los nuevos ciudadanos alemanes, pero el catolicismo alemán, lejos de avanzar hacia la insumisión y la protesta, siguió contribuyendo con su apaciguamiento moral durante 1938 al mantenimiento del orden establecido.
Paradójicamente, el primado austríaco, cardenal Theodor Innitzer, arzobispo de Viena, fue mucho más allá de los límites establecidos por Pacelli. Sin tener en cuenta al cardenal secretario de Estado, a ese príncipe de la Iglesia no se le ocurrió otra cosa que recibir calurosamente a Hitler en Viena tras su marcha triunfal por la capital. Expresó públicamente su satisfacción por el régimen de Hitler, más allá del plebiscito. Pacelli se sintió ultrajado por ese comportamiento autónomo y ordenó al cardenal que se presentara en el Vaticano sin demora. Innitzer se hizo el remolón, sin apresurarse a escuchar la música que con certeza le esperaba; por lo que Pacelli publicó un artículo en L’Osservatore Romano el 1 de abril declarando que la bienvenida expresada a Hitler por la jerarquía austríaca no contaba con el respaldo de la Santa Sede. Esto hizo a Innitzer viajar inmediatamente a Roma, donde pidió audiencia al Papa. Pío XI se negó en un principio a recibirle, y Pacelli le llamó a su helada presencia el 6 de abril. La entrevista y sus secuelas fueron una obra maestra del quehacer diplomático. El cardenal secretario de Estado había preparado un documento para que Innitzer lo firmara, en el que se afirmaba que la jerarquía austríaca seguía subordinada a la Santa Sede y que los fieles austríacos no debían sentirse obligados en conciencia por la bienvenida de la jerarquía a Hitler.[314]
Aunque Pacelli, en este caso, estaba del lado bueno, se trataba también de un formidable ejercicio de poder centralista. Innitzer firmó, y entonces se le permitió ver al Papa. La audiencia privada, se nos dice, fue una de las «más tormentosas» de todo el pontificado.[315] Innitzer volvió a toda prisa a Viena como un prelado corregido y por tanto obediente.
Mientras, el cardenal Bertram se sentía lo bastante complacido con Hitler, el «hombre de paz», como para enviarle un efusivo telegrama, publicado el 2 de octubre en el periódico nazi Völkischer Beobachter: «El gran compromiso de salvaguardar la paz entre las naciones impulsa al episcopado alemán, en nombre de los católicos de todas las diócesis alemanas, a enviarle respetuosamente felicitaciones y agradecimiento y a ordenar que las campanas suenen festivamente el próximo domingo».
A finales de año, rebosante de confianza en sí mismo, Hitler pronunció una arenga al Reichstag acerca de las relaciones Iglesia-Estado, refutando la acusación de haber perseguido a los cristianos alemanes. Dando la vuelta a las estadísticas, declaró que las Iglesias habían recibido más dinero de los nazis que de cualquier otra Administración anterior, más ventajas fiscales y más libertad. Reconoció que había habido problemas, pero afirmó que éstos se debían a la tendencia de una minoría de clérigos a realizar agitación política. En cuanto a los juicios de moralidad contra católicos, los pedófilos y perversos sexuales debían ser castigados en Alemania, fuera cual fuera su estatus. Por lo demás, dijo, no le importaba si los clérigos violaban o no sus votos de castidad de otra forma; el gobierno del nuevo Reich no estaba formado por puritanos. Y para quienes seguían quejándose: que contemplaran cuál había sido el destino de los miles de sacerdotes y monjas asesinados en Rusia y España. Que tuvieran en cuenta a los soldados voluntarios de la patria que habían dado sus vidas por evitar la extensión del bolchevismo sediento de sangre. Tras una perorata sobre los maravillosos logros del nuevo Reich, concluyó con una piadosa rúbrica, que recordaba curiosamente las palabras de Pacelli en Budapest a mediados de año: «Agradezcamos a Dios Todopoderoso las bendiciones que ha derramado sobre nuestra generación y sobre nosotros, ofreciéndonos la posibilidad de formar parte de esta época y de este momento».[316]
Pío XI, que se estaba muriendo de una enfermedad del corazón complicada con su diabetes, pareció al final entender más claramente que Pacelli el curso de los acontecimientos. En sus últimos días siguió concediendo audiencias desde su lecho de enfermo, pero también pasó largas horas de soledad meditando sobre las tinieblas que se cernían sobre Europa. Siguió meditando sobre el fenómeno del antisemitismo, que se reproducía en Italia con la adopción por Mussolini de leyes racistas y antisemitas al estilo nazi, aprobadas en septiembre de 1938, y que concedían a los judíos seis meses para abandonar el país. Habló de la guerra en ciernes, profetizando que Italia la perdería.
En enero de 1939, cuando el primer ministro británico Neville Chamberlain y el secretario de Asuntos Exteriores, lord Halifax, llegaron a Roma para apaciguar a Mussolini, Pío XI los recibió en el Vaticano. Según The Times, el Papa habló a los dos políticos sin tratar de conocer su opinión. Al parecer, empleó todo el tiempo de la audiencia en tratar de convencerlos de que se mantuvieran firmes frente a Hitler. Cuando se hubieron ido, comentó que aquellos ingleses eran como un par de «babosas» y que no sabrían afrontar los conflictos que se preparaban.[317]
Conforme se iba aproximando su muerte, Pío XI parecía lamentar la política concordataria de la Santa Sede dirigida por Pacelli desde 1913. Cuando pidió a la jerarquía italiana que acudiera a una audiencia colectiva en la segunda semana de febrero, se rumoreó que el agonizante Pontífice estaba preparando un anuncio apocalíptico contra el antisemitismo (si esto fuera cierto, es poco probable que hubiera excedido los términos del borrador de Humani generis unitas).
El encuentro con los obispos se fijó para el 11 de febrero de 1939, décimo aniversario del Tratado Lateranense y decimoséptimo de su coronación. Doce días antes, Pío XI había comenzado a redactar dos comunicados. En el transcurso de esa semana sufrió dos ataques al corazón. Un día antes de la fecha fijada, el 10 de febrero de 1939, Pío XI murió, y sus textos permanecieron ignotos. Sus palabras finales, no obstante, mostraban un retraimiento hacia esa sublimidad egoísta especial, la conciencia papal: «En lugar de hablar de paz y bien a hombres que no están dispuestos a escuchar —dijo a un amigo de Daniel-Rops—, prefiero ahora hablarles sólo de Dios».
Pacelli, nombrado cardenal camarlengo de la Santa Iglesia Romana cuatro años antes, se encargó de los preparativos para el entierro y funeral, así como para el próximo cónclave. Estuvo junto al lecho mortuorio de Pío XI y, siguiendo la vieja tradición, lo declaró muerto. Como señala un hagiógrafo: «Quienes vieron al cardenal Pacelli inclinarse hacia el cuerpo del Papa muerto, besar su frente y sus manos, comprendieron cuánto lo había amado. Por una vez le traicionó su emoción».
Veinte años después, Juan XXIII dio a conocer un fragmento de uno de los dos discursos preparados para pronunciar ante la jerarquía italiana. Desde entonces habían corrido rumores sin fundamento: que los discursos habían sido robados por los fascistas; que el médico del Papa, el doctor Francesco Petacci (padre de la amante de Mussolini, la actriz Clara Petacci), había inyectado veneno al Papa para evitar que los pronunciara…[318]
Al oír la noticia de la muerte del Papa, Mussolini comentó: «¡Al fin se ha muerto ese viejo testarudo!» Según su ministro de Asuntos Exteriores, conde Galeazzo Ciano, la noticia dejó al Duce «completamente indiferente». Aun así, el 12 de febrero Ciano confió a su diario que «en algunos círculos norteamericanos se comenta que Pacelli dispone de un documento escrito por el Papa. El Duce desea que Pignatti lo busque y que si existe le consiga una copia».[319] Se refería al conde Pignatti, embajador italiano ante la Santa Sede, quien efectivamente acudió a hablar con Pacelli. Éste consiguió tranquilizarle: «Será letra muerta —le dijo—; lo guardaremos en los archivos secretos».[320] Antes de que Pignatti se fuera, Pacelli le felicitó por la forma en que el gobierno italiano había participado en las exequias del fallecido Pontífice.
No sabemos si Mussolini consiguió leer o no los discursos de Pío XI; lo que sí es cierto es que el Duce estaba muy lejos de sentirse indiferente acerca de la capacidad de aquél de frustrar sus planes, incluso después de muerto.