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Los Pacelli
Durante su pontificado, y aun después de su muerte, solía caracterizarse a Eugenio Pacelli como un miembro de la «nobleza negra», ese pequeño grupo de familias aristocráticas de Roma que se habían mantenido junto a los papas después de que les fueran arrebatados sus dominios en la enconada lucha por la creación del Estado-nación italiano. Los Pacelli, absolutamente leales al papado, no formaban parte en realidad de la aristocracia. Los antecedentes de la familia eran respetables pero modestos, enraizados por parte del padre en un lugar apartado próximo a Viterbo, pequeña ciudad a unos ochenta kilómetros al norte de Roma. Cuando nació Eugenio en 1876, uno de sus parientes, Pietro Caterini, a quien los miembros de su generación llamaban «el conde», todavía poseía una granja y tierras en el pueblecito de Onano. Pero el padre de Eugenio, y antes de él su abuelo, así como su hermano mayor, Francesco, debían su posición, no a lazos de consanguinidad con la nobleza ni a sus recursos económicos, sino a la pertenencia a la casta de los abogados laicos al servicio del papado.[7] Sin embargo, después de 1930, el hermano de Eugenio y tres de sus sobrinos fueron ennoblecidos como recompensa a los servicios legales y de negocios prestados a Italia y la Santa Sede.
Los vínculos de la familia Pacelli con la Santa Sede datan de 1819, cuando su tatarabuelo Marcantonio Pacelli llegó a la Ciudad Eterna para estudiar Derecho Canónico bajo la protección de un pariente eclesiástico, monseñor Prospero Caterini. En 1834, Marcantonio era ya abogado del Tribunal de la Sagrada Rota, que se ocupa de asuntos tales como la anulación de matrimonios. Al tiempo que educaba a sus diez hijos (el segundo de los cuales era el padre de Eugenio, Filippo, nacido en 1837), Marcantonio fue convirtiéndose en un funcionario clave de la administración de Pío IX, más conocido en Italia y España como Pío Nono.
El temperamental, carismático y epiléptico Pío Nono (Giovanni Maria Mastai-Ferretti), coronado Papa en 1846, estaba convencido, como sus predecesores desde tiempo inmemorial, de que los territorios papales en el centro de la península italiana aseguraban la independencia de los sucesores de san Pedro. Si el Sumo Pontífice hubiera sido un habitante más de un país «extranjero», ¿cómo podría mantenerse libre de influencias locales? Sin embargo, tres años después de su coronación, Pío Nono había perdido ignominiosamente su soberanía sobre la Ciudad Eterna en beneficio del alzamiento republicano. El 15 de noviembre de 1849, el conde Pelligrino Rossi, ministro laico del gobierno de los Estados Pontificios, famoso por su incisivo sarcasmo, se dirigió al Palazzo della Cancellería en Roma y saludó a la hosca multitud allí expectante con una desdeñosa sonrisa. Cuando estaba a punto de entrar en el edificio, un hombre se le acercó y le apuñaló fatalmente en el cuello. Al día siguiente, el palacio de invierno del Papa en el Quirinal fue saqueado, y Pío Nono, disfrazado con una sencilla sotana de cura y unas grandes gafas, huyó a la fortaleza costera de Gaeta, en el vecino reino de Nápoles. Con él iba Marcantonio Pacelli como consejero político y legal. Desde allí, Pío Nono denunció escandalizado la «ultrajante traición de la democracia», y amenazó a los eventuales votantes con la excomunión. Sólo con la ayuda de las bayonetas francesas y un préstamo de los Rothschild consiguió regresar un año más tarde al Vaticano y reemprender un reinado minúsculo sobre la ciudad de Roma y lo poco que le había quedado de los territorios papales.
Dadas las tendencias reaccionarias de Pío Nono, al menos desde ese momento, podemos suponer que Marcantonio Pacelli compartía el repudio de su Pontífice hacia el liberalismo y la democracia. Tras su retorno a Roma, Marcantonio fue designado miembro del Consejo de Censura, organismo encargado de investigar a los participantes en el «complot» republicano. En 1852 fue nombrado ministro del Interior. El régimen papal, en sus últimos años de existencia, no se caracterizó precisamente por su benevolencia. Un viajero inglés, en una carta al político William Gladstone escrita ese mismo año, describía Roma como una prisión: «No existe ni un soplo de libertad, ni la esperanza de una vida tranquila; dos ejércitos extranjeros, un estado de sitio permanente, atroces actos de venganza, enfrentamientos entre facciones rivales, descontento generalizado: ésos son los rasgos del gobierno papal en estos días».[8]
Los judíos se convirtieron en blanco de las represalias posrepublicanas. Al comienzo de su reinado, Pío Nono se había caracterizado por su tolerancia, aboliendo el antiguo gueto judío, la práctica de los sermones encaminados a lograr la conversión de los judíos de Roma y la catequización forzada de los bautizados «por azar». Pero aunque el regreso de Pío Nono a Roma había sido pagado con un préstamo judío, los judíos romanos se vieron obligados a regresar al gueto y tuvieron que pagar, literalmente, por haber apoyado la revolución. Pío Nono se vio entonces envuelto en un escándalo que conmovió al mundo. En 1858, un niño judío de seis años, Edgardo Morata, fue raptado por la policía papal en Bolonia con el pretexto de que había sido bautizado in extremis por una criada poco después de nacer.[9] Ingresado en la reabierta Casa de Catecúmenos, el niño fue educado a la fuerza en la fe católica. Pese a las peticiones de sus padres, Pío Nono adoptó al niño, y acostumbraba a jugar con él escondiéndolo bajo su sotana y preguntando: «¿Dónde está el niño?» La opinión pública se sintió ultrajada; en el New York Times se publicaron no menos de veinte editoriales sobre el asunto, y tanto el emperador Francisco José de Austria como Napoleón III de Francia pidieron en vano al Papa que devolviera el niño a sus legítimos padres. Pío Nono mantuvo a Edgardo enclaustrado en un monasterio, donde fue finalmente ordenado como sacerdote.
El avance del nacionalismo italiano era sin embargo imparable, y Marcantonio Pacelli, junto a su Papa, participó en acontecimientos de gran trascendencia para el papado. En 1860, el nuevo Estado italiano, bajo el liderazgo del rey piamontés Víctor Manuel II, había conquistado casi todos los dominios papales. En su notorio Syllabus de errores (1864), Pío Nono denunció ochenta corrientes de pensamiento «modernas», entre las que se encontraban el socialismo, la francmasonería y el racionalismo. En la octogésima proposición, como resumen general, declaraba un grave error la pretensión de que «el Romano Pontífice pudiera reconciliarse con el progreso, el liberalismo y la civilización moderna».
Pío Nono había erigido en torno a él los bastiones defensivos de la Ciudad de Dios, desde donde alzaba el estandarte de la fe católica, basada en la palabra de Dios tal como la transmitía él mismo, Sumo Pontífice y Vicario de Cristo sobre la Tierra. Fuera quedaban las normas del Anticristo, ideologías centradas en el hombre que habían sembrado el error desde la Revolución francesa. Y su fruto emponzoñado, declaraba, había infectado a la propia Iglesia, surgiendo movimientos que pretendían reducir el poder de los papas y proponían Iglesias nacionales independientes de Roma. Sin embargo existía una tendencia igual de influyente, de larga tradición, en el extremo opuesto: el ultramontanismo, que defendía un poder papal sin límites que abarcara a la totalidad del planeta, por encima de los límites nacionales y geográficos. Pío Nono comenzó por aquel entonces a preparar la declaración como dogma de fe de tal primacía, a la que se debía respeto. El mundo sabría hasta dónde llegaba su supremacía mediante un dogma, que todos deberían aceptar so pena de excomunión. El marco para las deliberaciones fue un gran concilio eclesiástico, un encuentro de todos los obispos bajo la presidencia del Papa, el Concilio Vaticano I, convocado por Pío Nono en 1869 y que duró hasta el 20 de octubre del año siguiente.
Al comienzo, sólo la mitad de los obispos asistentes al concilio parecían dispuestos a apoyar el dogma de la infalibilidad papal. Pero Pío Nono y sus partidarios fueron convenciendo poco a poco a la mayoría. Cuando el cardenal Guido de Bolonia protestó diciendo que sólo la asamblea de obispos de la Iglesia podía reclamar como suyo el testimonio de la tradición doctrinal, Pío Nono replicó: «¿El testimonio de la tradición? Yo soy la tradición».[10]
El histórico decreto de la infalibilidad papal, que fue aprobado el 18 de julio de 1870 por 433 obispos, con sólo dos votos en contra, reza como sigue:
El Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, es decir, cuando ejerciendo el oficio de pastor y maestro de toda la cristiandad, y contando con la divina asistencia prometida a san Pedro y sus sucesores, define […] una doctrina relativa a la fe y la moral que debe ser mantenida por toda la Iglesia, posee la infalibilidad que el Divino Redentor quiso conceder a Su Iglesia […] y por tanto esas definiciones del Romano Pontífice son intangibles en sí mismas, sin que dependan del acuerdo de la Iglesia.[11]
Un decreto adicional proclamaba que el Papa desempeñaba la jurisdicción suprema sobre sus obispos, individual y colectivamente. El Papa quedaba así investido de un poder definitivo y sin precedentes. En el momento de adoptar esas grandes decisiones se desencadenó una tormenta sobre la catedral de San Pedro y un trueno, amplificado por la cavidad de la basílica, rompió la vidriera de una de las altas ventanas. Según The Times (Londres), los anti-infalibilistas vieron en ese acontecimiento una manifestación de la desaprobación divina, pero el cardenal Henry Manning, arzobispo de Westminster y entusiasta seguidor de Pío Nono, respondió con desdén: «Olvidan el Sinaí y los Diez Mandamientos».[12]
Antes de que el concilio pudiera dedicar su atención a otras cuestiones, las últimas tropas francesas salieron de la Ciudad Eterna para defender París en la guerra franco-prusiana, entrando entonces los soldados del Estado italiano, que acabaron para siempre con el sometimiento de Roma al papado. Todo lo que le quedó a Pío Nono y su curia, los cardenales que gobernaban los antiguos Estados Pontificios, fueron las 44 hectáreas de la actual Ciudad del Vaticano, y eso gracias a la benevolencia del nuevo Estado-nación italiano. Negándose a aceptar ese fait accompli, Pío Nono se encerró en el palacio Apostólico frente a la plaza de San Pedro, rechazando la posibilidad de llegar a un acuerdo con el Estado y prohibiendo en vano a los católicos italianos que participaran en la política democrática.
Marcantonio Pacelli podría haberse quedado sin trabajo de no ser por la fundación en 1861 del nuevo diario vaticano, L’Osservatore Romano, que se convirtió en la voz «moral y política» del papado, y que financiado por el Vaticano sigue publicándose hoy día en siete idiomas. Mientras, el padre de Eugenio Pacelli, Filippo, siguiendo las huellas de Marcantonio, se convirtió en abogado de la Sagrada Rota, llegando a decano del Colegio de Abogados de la Santa Sede.
Los padres de Eugenio Pacelli se casaron en 1871. Su madre, Virginia Graziosi, era romana y, como suele decirse, hija piadosa de la Iglesia. Tenía doce hermanos, dos de los cuales se hicieron sacerdotes y otras dos tomaron el velo. Filippo Pacelli llevó a cabo labores pastorales en las parroquias de Roma, distribuyendo folletos religiosos a los pobres. Se le recuerda principalmente por su devoción a un libro titulado Massime eterne (Principios eternos), una meditación sobre la muerte de Alfonso María Ligorio, el santo y moralista católico del siglo XVIII. Filippo distribuyó muchos cientos de ejemplares por toda Roma, y cada año encabezaba una procesión a un cementerio romano, donde los peregrinos meditaban bajo su dirección sobre su inevitable destino.
La remuneración de los abogados laicos del Vaticano era escasa y la familia Pacelli no era lo que se dice próspera. Al parecer, tuvieron que atravesar tiempos duros, y el que llegaría a ser Pío XII recordaba años más tarde que en el piso que ocupaban no había calefacción, salvo un pequeño brasero en tomo al cual se calentaban las manos los miembros de la familia.[13] Mientras que muchos de sus colegas laicos se habían incorporado después de 1870 a la bien pagada burocracia de la nueva Italia, los Pacelli se mantuvieron fieles al rechazo indignado que les provocaba la usurpación de Víctor Manuel. La burguesía leal al papado mantenía la costumbre de ponerse un solo guante, de situar una silla frente a la pared en la sala principal de la vivienda y de mantener siempre cerradas las contraventanas y una de las hojas de la puerta del palazzo, en recuerdo del patrimonio confiscado al papa. Los Pacelli compartían esos hábitos, y Eugenio fue educado en un ambiente de intensa piedad católica, una respetabilidad nada ostentosa y una sensación de agravio por las ofensas hechas al Papa. Por encima de todo, la familia estaba impregnada de un amplio abanico de conocimientos legales y de eficacia civil, internacional y eclesiástica. Tal como lo entendían los Pacelli, el papado y su Iglesia, amenazados por todas partes por las fuerzas destructivas de la modernidad, sólo podrían sobrevivir y recobrarse algún día mediante una sagaz y universal aplicación de la ley.
LA IGLESIA OPRIMIDA
En los años que siguieron al Concilio Vaticano I, Pío Nono contempló desde los pisos superiores del palacio Apostólico un panorama deprimente de opresión, en cuanto a la perspectiva global de la Iglesia católica en el mundo. En Italia se prohibieron las procesiones y los servicios religiosos fuera de las iglesias, las comunidades religiosas quedaron disueltas, las propiedades de la Iglesia confiscadas y los sacerdotes sometidos al servicio militar. De la nueva capital surgía un catálogo de medidas que la Santa Sede consideraba comprensiblemente como anticatólicas: legislación sobre el divorcio, secularización de la escuela, abolición de muchas fiestas religiosas…
En Alemania, en parte como respuesta al «disgregador» dogma de la infalibilidad, Bismarck comenzó su Kulturkampf («lucha cultural») contra el catolicismo. Se prohibió a las órdenes religiosas el ejercicio de la enseñanza, se expulsó del país a los jesuitas, la instrucción religiosa y los seminarios quedaron bajo el control estatal y las propiedades de la Iglesia bajo el de comités de laicos; en Prusia se introdujo el matrimonio civil… Los obispos y clérigos que se oponían a la Kulturkampf fueron multados, encarcelados o desterrados. Lo mismo sucedía en otros países de Europa, como en Bélgica, donde se prohibió a los católicos el ejercicio de la enseñanza, o en Suiza, donde se disolvieron las órdenes religiosas. En Austria, país tradicionalmente católico, el Estado asumió el control de las escuelas y se aprobó la legislación que secularizaba el matrimonio; en Francia se desató una nueva oleada de anticlericalismo. Escritores, pensadores y políticos de toda Europa —Bovio en Italia, Balzac en Francia, Bismarck en Alemania, Gladstone en Inglaterra— proclamaban su convicción de que los días del papado, y con él el catolicismo, habían terminado.
Incluso los defensores más fervientes de Pío Nono comenzaban a sospechar que la larga duración de su papado estaba agravando todos esos problemas. Reflexionando sobre ello en 1876, el arzobispo de Westminster, Henry Manning, se explayó con pesimismo sobre la «oscuridad, confusión, depresión […] inactividad y agotamiento» de la Santa Sede. ¿Iban realmente las cosas tan universal e irremediablemente mal? ¿Había conducido el oscurantismo del envejecido Pío Nono, en conflicto con el imparable avance de la modernidad, a la agonía del papado, la institución más antigua del mundo? Quizá, por el contrario, la desaparición final de las posesiones temporales del Pontífice, combinada con las ventajas de la comunicación moderna, había sentado las bases para nuevas perspectivas de poder, ni siquiera soñadas con anterioridad. Si tal idea cruzó por su mente, Pío Nono no llegó a admitirla públicamente salvo en sus últimas palabras: «Todo ha cambiado; mi sistema y mi política han pasado, pero yo soy demasiado viejo para cambiar mi rumbo; mi sucesor será quien tenga que afrontar esa tarea».[14] Tras la muerte de Pío Nono el 7 de febrero de 1878, su cadáver fue finalmente trasladado de su sepulcro provisional en San Pedro a la tumba definitiva en San Lorenzo. Cuando el cortejo se aproximaba al Tíber, un grupo de romanos anticlericales amenazó con arrojar el ataúd al río. Sólo la llegada de un pelotón de soldados salvó sus restos de aquel insulto final.[15]
Así finalizaba el más largo y quizá el más turbulento pontificado de toda la historia del papado.
INFANCIA Y JUVENTUD EN LA «NUEVA» ROMA
Eugenio Pacelli nació en Roma el 2 de marzo de 1876, en los últimos años pues del conflictivo papado de Pío Nono, en un piso que compartían sus padres y su abuelo Marcantonio en la tercera planta del número 3 de Via Monte Giordana (conocida ahora como Vía degli Orsini). El edificio quedaba a pocos pasos de la Chiesa Nuova, con su recargado y dorado interior barroco; aproximándose al extremo oeste del Corso Vittorio Emanuele se ve su pórtico, ligeramente retirado de la calle. Desde el portal del edificio donde vivían los Pacelli se llega en cinco minutos al puente de Sant’Angelo sobre el Tíber, y en quince a la plaza de San Pedro. Eugenio tuvo tres hermanos: la mayor, Giuseppina, tenía cuatro años cuando él nació, y su hermano mayor, Francesco, dos; cuatro años después nacería otra hermana, Elisabetta.
La Roma en la que nació y fue bautizado no había cambiado apenas en dos siglos. Más de la mitad del área limitada por las murallas de Aureliano estaba colmada de iglesias, oratorios y conventos. Esa Roma cristiana había crecido junto a las ruinas de la antigüedad clásica y las semiderruidas villas sombreadas por robles, naranjos y espléndidos pinos. Gran parte de la ciudad daba la impresión de un antiguo mercado. Todo esto iba a cambiar durante la infancia de Eugenio Pacelli, cuando en los años ochenta del pasado siglo Roma se convirtió en capital administrativa de un nuevo Estado, y un nuevo mundo de tecnología, comunicaciones y transportes comenzó a sacarla de su antiguo letargo.
Habían llegado los hombres del norte, construyendo la capital de la nación a toda prisa, con escaso respeto por el estilo o la planificación. Algunas de las innovaciones arquitectónicas y artísticas parecían concebidas como señales hostiles en dirección al Vaticano. El fanfarrón monumento con aspecto de tarta de boda en memoria de Víctor Manuel II comenzó a alzarse en 1885 para glorificar la unificación del país bajo su primer rey. Una marcial estatua ecuestre de Garibaldi coronó la colina del Janículo, como sí desde allí dominara tanto la nueva capital como la Ciudad del Vaticano.
A sus cinco años, Pacelli entró en un kindergarten regido por dos monjas en lo que hoy en día se conoce como Via Zanardelli. Para entonces, la familia se había trasladado a un piso mayor, en la Via della Vetrina, no lejos del anterior. Hizo sus primeros estudios en una escuela católica privada, de sólo dos aulas, situada en un edificio de la Piazza Santa Lucia dei Ginnasi, próxima a la Piazza Venezia. Era un centro sujeto al capricho de su fundador y director, el signore Giuseppe Marchi, que tenía la costumbre de lanzar soflamas desde lo alto de su tarima acerca de «la dureza de corazón de los judíos».[16] Uno de los biógrafos contemporáneos de Pío XII comenta sin ironía: «Había mucho que decir en favor del signore Marchi; sabía que las impresiones dejadas en los espíritus infantiles no desaparecen nunca».[17]
A los diez años ingresó en el Liceo Quirino Visconti, una escuela pública con tendencias anticlericales y anticatólicas situada en el Collegio Romano, antigua sede de la famosa universidad de los jesuitas en Roma. El hermano de Eugenio, Francesco, llevaba ya dos años en esa escuela, lo que evidencia que Filippo Pacelli suponía que sus hijos saldrían beneficiados de un conocimiento precoz y directo de sus «enemigos» secularizadores, al tiempo que recibían la mejor educación clásica accesible en Roma.
Según recordaban sus hermanas, Eugenio era muy obstinado. Larguirucho, de constitución delicada, desde muy pequeño mostró una gran inteligencia y capacidad memorística. Era capaz de recordar páginas enteras y de repetir palabra por palabra una lección al salir de clase. Le complacía el estudio de las lenguas, clásicas y modernas. Escribía, tanto de joven como ya adulto, con una esmerada y elegante letra cursiva. Tocaba el violín y el piano, acompañando con frecuencia a sus hermanas, que cantaban y tocaban la mandolina. Le gustaba nadar, y durante las vacaciones montaba a caballo en la finca de sus primos en Onano.
Poco es lo que ha sobrevivido, ya sea en forma de anécdotas o recuerdos escritos, para intentar reconstruir el carácter y la personalidad de los padres de Eugenio Pacelli, salvo la referencia de la hija menor, Elisabetta, a su «gran rectitud». «De sus labios nunca salían más que expresiones cuidadas», recordaba. Virginia Pacelli conducía a sus hijos varias veces al día a rezar ante una imagen de la Virgen situada un rincón de la casa, y toda la familia rezaba el rosario, juntos, antes de cenar. No existen evidencias de traumas infantiles ni de privaciones de ningún tipo; siendo sólo cuatro hermanos, Eugenio gozaba sin duda de una atención suficiente por parte de sus padres.
Los testimonios de su beatificación dedican especial atención a su temprana piedad. En su camino hacia la escuela siempre se detenía ante el cuadro de la Madonna della Strada, próximo a la tumba de Ignacio de Loyola en la Iglesia del Gesu. Una o dos veces al día abría allí su corazón a la Madonna, «contándole todo». Se dice que desde muy niño mostraba un desacostumbrado pudor. Su hermana menor recordaba que nunca salía de su habitación sin haberse vestido completamente. Era de carácter independiente y solitario; aparecía en las comidas llevando siempre consigo un libro; tras solicitar el permiso de sus padres y hermanos se sumergía inmediatamente en su lectura. En su adolescencia acudía con frecuencia a conciertos y representaciones, llevando consigo un cuaderno en el que escribía sus críticas durante los descansos. Elisabetta recordaba que solía componer «ramilletes espirituales» (pequeñas oraciones cuidadosamente escritas en una tarjeta) por las misiones o las ánimas del purgatorio, y que se imponía penitencias, como la renuncia a caprichos como los zumos de frutas. Siendo todavía un niño, asumió la tarea de catequizar al hijo del conserje del palazzo donde vivían, de cinco años de edad.
Actuaba como monaguillo en la Chiesa Nuova, asistiendo a la misa que decía un primo suyo, y al igual que muchos otros niños destinados al sacerdocio, su juego favorito consistía en disfrazarse y representar la celebración de la misa en su cuarto. Su madre le animaba en ello, regalándole una pieza de damasco que podía adaptar como casulla, o velas para adornar el supuesto altar. Cierto año reprodujo todas las celebraciones de la semana de Pascua. Cuando una tía enferma no podía ir a misa, el joven Eugenio le ofrecía un simulacro que incluía naturalmente una homilía de su propia invención.
Una figura importante en la vida de Eugenio desde sus ocho años fue un cura oratoriano, el padre Giuseppe Lais. Según Elisabetta, su padre pidió a éste que cuidara de la salud espiritual de
Eugenio. Lais se convirtió en huésped frecuente de la familia Pacelli, informándoles regularmente de los progresos de Eugenio. Hay indicaciones en esta relación del tipo especial de amistad que se da con frecuencia entre un sacerdote que desempeña el papel de modelo y un joven piadoso que se siente llamado a ejercer el sacerdocio.
Eugenio llevó la influencia de sus padres y del padre Lais a su secularizado liceo, para redactar un trabajo sobre su figura histórica «favorita», Pacelli eligió la de Agustín de Hipona, provocando la burla de sus compañeros de clase. Cuando intentó extenderse sobre el tema de la civilización cristiana, que no figuraba en el programa de estudios, su profesor le reprendió, diciéndole que no era él quien debía fijar el contenido de las lecciones.
Entre los escasos restos literarios de su paso por el liceo nos queda una veintena o así de redacciones. Una de ellas, titulada «El signo impreso en el corazón aparece en el rostro», trata sobre «el mal del silencio cobarde» y relata la historia de un «venerable anciano» que, a diferencia de otros cortesanos, se niega a adular a un rey tiránico.[18]
En otra redacción, titulada «Mi retrato», escrita a los trece años, el joven Pacelli consigue ser a un tiempo fiel e irónico en la descripción de sí mismo: «Soy de estatura media —comienza—, de cuerpo esbelto, rostro bastante pálido, pelo castaño y suave, ojos negros y nariz aquilina. No hablaré mucho de mi pecho que, para ser sincero, no es muy robusto que digamos. Para terminar, mis piernas son largas y delgadas, y mis pies demasiado grandes». De todo lo cual, dice al lector, es fácil deducir que «físicamente soy un joven bastante mediocre». Atendiendo a sus rasgos morales, concede que es de carácter «bastante impaciente y violento», aunque espera que «con la educación» conseguirá «alcanzar los medios para controlarlo». Finaliza reconociendo su «instintiva generosidad de espíritu», y se consuela con la reflexión de que, «aunque no soporto que me contradigan, perdono con facilidad a quienes me ofenden».[19] Un compañero de colegio de Pacelli, que llegaría en su día a cardenal, afirmaba que de joven éste «poseía un grado de control sobre sí mismo que raramente se encuentra en los jóvenes».[20]
Entre sus ensayos de juventud, sólo uno, escrito cuando tenía quince años, revela que Eugenio Pacelli pudo sufrir un conflicto en su adolescencia. Escrito en tercera persona, describe a alguien «ciego con sus dudas e ideas vanas y erróneas». ¿Quién, se pregunta, «le dará alas» de forma que pueda «elevarse desde esta miserable tierra hacia las esferas más altas y apartar ese velo de maldad que le rodea siempre y en todas partes»? Como conclusión, habla de esa persona «mesándose los cabellos» y deseando «que nunca hubiera nacido», y termina con una plegaria: «¡Dios mío, ilumínale!»[21] ¿Se trata de una prueba de una crisis emocional provocada por el exceso de estudio y ascetismo? Ese episodio oscuro, que sepamos, nunca volvió a repetirse.
Desarrolló un gran amor por la música, especialmente la de Beethoven, Bach, Mozart y Mendelssohn, y se interesó por la historia de la música. Desde pequeño leía a los clásicos por puro placer, y comenzó a reunir su propia biblioteca clásica, que le acompañó toda su vida. Leía a san Agustín, Dante y Manzoni, pero por encima de todos le gustaba Cicerón.[22] En cuanto a su lectura espiritual preferida, era la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, monje del siglo XV. Ese libro, que gozó de amplia popularidad entre los religiosos y sacerdotes diocesanos hasta los años sesenta, era muy adecuado para las aspiraciones ascéticas del monacato enclaustrado, alienta la espiritualidad interior que conduce directamente a Dios sin mediaciones sociales y considera los lazos humanos como imperfecciones y distracciones. Aconseja no obstante alegría, humildad y caridad hacia todos, especialmente hacia los enemigos. Pacelli llegó a sabérselo de memoria. Otro de sus autores religiosos favoritos era Jacques-Bénigne Bossuet, obispo francés del siglo XVII cuya elocuencia trató de emular en años posteriores. Bossuet permaneció en su mesilla de noche durante toda su vida.
Tras la muerte de Pacelli, su ayudante y secretario personal durante cuarenta años, el jesuita Robert Leiber, escribió que la espiritualidad de Pío XII se mantenía esencialmente juvenil: «En su propia vida religiosa siguió siendo el piadoso muchacho de aquellos días. […] Sentía un respeto genuino por la piedad humilde y sin pretensiones, y un amor infantil por la Madre de Dios desde su juventud».[23]
En el verano de 1894, tras completar su educación en el liceo a la edad de dieciocho años con un diploma o licenza ad honorem, Pacelli se retiró durante diez días a la iglesia de Santa Inés en Via Nomentana. Por primera vez (luego repetiría en muchas ocasiones esa experiencia) realizó unos ejercicios espirituales guiado por el manual de meditación espiritual de san Ignacio de Loyola. Los Ejercicios ignacianos consideran la vida como una batalla entre Cristo y Satanás. Quienes los realizan deben asumir opciones claras para su futuro: seguir la senda de Cristo o la del Príncipe de las Tinieblas. Cuando volvió a casa, informó a sus padres de que había decidido hacerse sacerdote. Según Elisabetta, «esa decisión no constituyó una sorpresa para nadie. Todos sabíamos que había nacido para ser sacerdote».
SEMINARISTA
El Almo Collegio Capranica, conocido simplemente como «el Capranica», es un edificio siniestro situado en una tranquila plaza en el corazón de la vieja Roma, cercana al Panteón y a menos de veinte minutos de camino de la residencia de los Pacelli. El Capranica, fundado en 1457, era y sigue siendo famoso como vivero de altos cargos para el Vaticano. Eugenio Pacelli se instaló allí en noviembre de 1894 y se matriculó en un curso de filosofía en la cercana universidad de los jesuitas, la Gregoriana.
Comenzó sus estudios eclesiásticos en el momento cumbre del pontificado de León XIII. Elegido como sucesor de Pío Nono en 1878, era casi tan conservador como él (había colaborado en la redacción del Syllabus de errores) y contaba sesenta y ocho años de edad cuando fue elegido Papa, pero realizó enormes esfuerzos por acomodarse al mundo moderno. Los primeros años de su pontificado quedaron marcados por una serie de notables iniciativas académicas: la fundación de un nuevo instituto en Roma para el estudio de la filosofía y la teología, centros de estudio de las Escrituras y un centro astronómico. Se abrieron los archivos del Vaticano, tanto a los estudiosos católicos como no católicos. Bajo León XIII, las perspectivas históricas que en el pasado habían quedado prácticamente relegadas al olvido por los eruditos católicos cobraron gran impulso.
León XIII había viajado como nuncio apostólico por toda Europa y había sido testigo de las condiciones de vida y de trabajo en los centros industriales en plena expansión. En la década de los ochenta del siglo XIX, grupos de trabajo católicos acudían a Roma en busca de orientación por parte de la Iglesia, en número cada vez mayor. En 1891, León XIII dio a conocer la encíclica Rerum novarum (Acerca de las nuevas cosas) como respuesta del papado, al cabo de medio siglo, al Manifiesto comunista y El capital de Marx. Aunque deploraba la opresión y virtual esclavitud de los numerosísimos pobres por parte de los instrumentos de «usura» en manos de «un puñado de gente muy rica» y preconizaba salarios justos y el derecho a organizar sindicatos (preferiblemente católicos) y, en determinadas circunstancias, a declararse en huelga, la encíclica rechazaba vigorosamente el socialismo y mostraba poco entusiasmo por la democracia. Las clases y la desigualdad, afirmaba León XIII, constituyen rasgos inalterables de la condición humana, como lo son los derechos de propiedad, especialmente los que favorecen y protegen la vida en familia. Condenaba el socialismo como ilusorio y sinónimo del odio de clase y el ateísmo. La autoridad en la sociedad, proclamaba, no proviene del hombre, sino de Dios mismo.
En 1880 había escrito al arzobispo de Colonia que «la peste del socialismo […] que pervierte tan profundamente el sentido de nuestras poblaciones extrae todo su poder de la oscuridad que provoca en el intelecto ocultando la luz de las verdades eternas y corrompiendo las reglas para la vida que proclama la moral cristiana».[24] León XIII creía que la respuesta al socialismo, ese mal de la modernidad, sería un renacimiento intelectual cristiano basado en la fe y la razón. Ese renacimiento, declaraba, debía basarse en el pensamiento del filósofo y teólogo medieval Tomás de Aquino.
El tomismo, o neotomismo, como se lo comenzó a llamar desde la encíclica de 1879 por el resurgimiento de los estudios sobre santo Tomás,[25] constituye una síntesis intelectual global que reúne las verdades de la Revelación y los dominios de lo sobrenatural, el universo físico, la naturaleza, la sociedad, la familia y el individuo. Tras un período de más de un siglo durante el que las escuelas seglares de filosofía, tanto europeas como norteamericanas, se habían orientado hacia propuestas más subjetivas o más materialistas, la decisión de León XIII de redescubrir los seguros y perdurables absolutos de la filosofía tomista —alzándose, según esperaba el Papa, por encima de las nieblas del escepticismo moderno como las catedrales góticas se alzaban hacia el cielo— parecía una vía de solución acertada. Sin embargo, a pesar de la energía que León XIII comunicó a los estudiosos católicos tras generaciones de aridez intelectual, el renacimiento neotomista, al nivel del candidato medio para el sacerdocio, apuntaba una ominosa tendencia al conformismo y un estrechamiento del pensamiento eclesiástico. El neotomismo, al menos tal como se enseñaba en los seminarios en la última década del siglo XIX, rechazaba mucho de lo bueno y verdadero que había en las nuevas corrientes de pensamiento. En 1892, dos años antes de que Pacelli llegara a la Universidad Gregoriana, León XIII había decretado que el neotomismo se considerara como «definitivo» en todos los seminarios y universidades católicas. Y donde santo Tomás no había llegado a exponer con suficiente detalle algún tema se exigía a los profesores que alcanzaran conclusiones conciliables con su pensamiento. Bajo el siguiente papado, el de Pío X, el neotomismo se esclerotizó como ortodoxia con valor de dogma.
FORMADO EN EL AISLAMIENTO
Cuando Pacelli comenzó sus estudios en el confiado clima intelectual de la Roma eclesiástica, los planes para su educación sacerdotal experimentaron un extraño giro en el verano de 1895. Al finalizar su primer año académico abandonó tanto el Capranica como la Universidad Gregoriana. Según Elisabetta, la comida en el Capranica era infame; su «fastidioso» estómago, revelador de una constitución nerviosa y tensa, le molestaría durante el resto de su vida. Toda la familia, según confesó al tribunal de beatificación, se dirigía cada domingo al colegio llevándole provisiones especiales.[26] Su padre consiguió finalmente un permiso para que Eugenio viviera en casa mientras continuaba sus estudios académicos. El efecto de este arreglo fue que Pacelli volvió a quedar bajo la protección materna, escapando a las asperezas de la vida en el internado. La incapacidad de adaptarse a la dureza del seminario habría significado un final abrupto para las ambiciones eclesiales de la mayoría de los aspirantes al sacerdocio. Pero los Pacelli contaban con poderosos amigos en el Vaticano.
Si se exceptúa la amistad de una prima más joven que él, de la que hablaremos más adelante, su madre siguió siendo el centro de su vida emocional. La devoción mutua entre madre e hijo aparece repetidamente en los testimonios de la beatificación. Cuando llegó a Papa decoró su cruz pectoral con las sencillas joyas de su madre.
En el otoño de 1895 se matriculó para el siguiente año académico en los cursos de Teología y Escrituras del Instituto San Apolinar, no lejos de su casa, y en Idiomas en la universidad laica, también cercana, de la Sapienza. Su participación en esas instituciones, no obstante, fue meramente académica. En casa, contaba Elisabetta, vestía sotana y el cuello romano durante todo el día, y siguió «gozando de la influencia del padre Lais», la figura que había vigilado su progreso espiritual en la adolescencia. En el verano de 1896, a la edad de veinte años, viajó a París con Lais para asistir a un Congreso de Astronomía.
No contamos con anécdotas acerca de su educación para el sacerdocio en los siguientes cuatro años. Todo lo que se sabe es que pasó los exámenes que le cualificaban para recibir las Ordenes Sagradas. El 2 de abril de 1899, a la edad de veintitrés años, fue ordenado él solo en la capilla privada de un obispo auxiliar de Roma, en lugar de serlo junto a los demás aspirantes de la diócesis romana en San Juan de Letrán. Una vez más había esquivado a sus contemporáneos. Al día siguiente dijo su primera misa en el altar de la Virgen de la basílica de Santa Maria Maggiore, ayudado por el padre Lais.
Pacelli había completado su educación en Teología Sagrada con el grado de doctor (de acuerdo con las normas actuales, se trataría más bien de una licenciatura), sobre la base de una corta disertación, perdida para la posteridad, y un examen oral de latín. En otoño se matriculó de nuevo en el Instituto San Apolinar para estudiar Derecho Canónico, comenzando una seria investigación posdoctoral, probablemente bajo la influencia del canonista Franz Xavier Wernz, de la Compañía de Jesús, experto en cuestiones de autoridad eclesiástica en Derecho Canónico.
Pero la influencia de los jesuitas romanos, a los que Pacelli consideró como sus maestros no sólo durante sus años de seminarista sino a lo largo de toda su vida, es notable también por otras razones. En 1898, cuando Pacelli completaba sus estudios para el sacerdocio, la revista romana de los jesuitas Civiltà Cattolica mantenía la culpabilidad de Alfred Dreyfus, el oficial judío del ejército francés acusado de traición. La revista siguió defendiendo la misma tesis durante el año siguiente, incluso después de que hubiera sido perdonado. Su editor, el padre Raffaele Ballerini, aseguraba que «los judíos habían comprado todos los periódicos y conciencias de Europa» para conseguir el indulto de Dreyfus, y que «allí donde se había concedido el derecho de ciudadanía a los judíos» el resultado había sido «la ruina» de los cristianos o la masacre de la «raza extranjera».[27]
No sabemos cuánto afectaron a Pacelli esas opiniones de la influyente revista romana, pero los seminaristas y sacerdotes católicos de finales del siglo XIX sufrieron sin duda la influencia de la larga historia de las actitudes cristianas hacia el judaísmo.
CATOLICISMO Y ANTISEMITISMO
Había notables diferencias entre el racismo del siglo XIX, inspirado en un pervertido darwinismo social, y el tradicional antijudaísmo cristiano, presente desde los primeros tiempos de la cristiandad. El racismo y antisemitismo que iban a dar lugar a la Solución Final de los nazis se basaban en la idea de una carga genética judía intrínsecamente inferior desde el punto de vista biológico; de ahí la fatal lógica de que su exterminio conllevaría ventajas para la consecución de la pureza racial en la vía hacia la grandeza nacional. A finales de la Edad Media, los judíos españoles se vieron excluidos de la comunidad «pura» de la sangre cristiana, y durante el período que siguió al descubrimiento de América se planteó repetidamente la cuestión del estatus de los «esclavos naturales» indígenas del Nuevo Mundo; pero el racismo no había formado nunca parte consustancial del cristianismo ortodoxo. Los cristianos, en general, habían ignorado siempre el origen racial y nacional como factor de discriminación en la búsqueda de conversos.
La antipatía cristiana hacia los judíos, nacida de creencias religiosas o teológicas, aparece en los primeros siglos de la Iglesia, fundamentada en la convicción de que el pueblo judío, como tal, era culpable de la muerte de Cristo, siendo por tanto un pueblo «deicida». Los Primeros Padres de la Iglesia, los grandes escritores cristianos de los seis primeros siglos de la cristiandad, dieron abundantes pruebas de antijudaísmo. «La sangre de Jesús —escribía Orígenes— caerá no sólo sobre los judíos de aquel tiempo, sino sobre todas sus generaciones hasta el fin de los tiempos». Y san Juan Crisóstomo afirmaba: «La sinagoga es un burdel, un escondrijo para bestias inmundas. […] Ningún judío ha rezado nunca a Dios. […] Están poseídos por los demonios».
En el Concilio de Nicea I, en el 325, el emperador Constantino ordenó que la Pascua cristiana quedara desligada de la judía: «No es conveniente —declaraba— que en la más sagrada de nuestras celebraciones sigamos las costumbres judías; de aquí en adelante no tendremos nada en común con ese odioso pueblo». Vinieron a continuación una serie de medidas imperiales contra los judíos: impuestos especiales, la prohibición de abrir nuevas sinagogas, y del matrimonio entre judíos y cristianos. En los sucesivos reinados imperiales proliferaron las persecuciones contra los judíos, como antes contra los cristianos. En el siglo V se solía atacar a las comunidades judías durante la Semana Santa, y se quemaban sus sinagogas.
Cabe preguntarse por qué los cristianos no exterminaron a los judíos en esos primeros siglos del Imperio cristiano. Según las creencias cristianas, los judíos debían sobrevivir y continuar su errante diáspora como señal de la maldición que habían atraído sobre su propio pueblo. De vez en cuando, los papas del primer milenio pedían una suavización, pero nunca el fin de las persecuciones o un cambio de actitud. El Papa Inocencio III, a comienzos del siglo XIII, resumía la opinión papal del primer milenio cuando afirmaba: «Sus palabras —“¡Caiga su sangre sobre nosotros y nuestros hijos!”— han extendido su culpa a la totalidad de su pueblo, que los sigue como una maldición a cualquier sitio a donde se dirijan para vivir y trabajar, donde nazcan y donde mueran». El Concilio de Letrán IV, convocado por Inocencio III en 1215, les impuso la obligación de llevar cosido a la ropa un distintivo amarillo.
Los judíos, a los que se negaba la igualdad social con el resto de la población, se les prohibía la propiedad de tierras, se los excluía de la administración pública y de la mayoría de las distintas formas de comercio, poco podían hacer aparte de prestar su dinero, lo que les estaba prohibido a los cristianos por la ley eclesiástica. Pero aunque se les concedían licencias para hacer préstamos con intereses estrictamente definidos, eran señalados por los cristianos como «chupasangres» y «usureros» que se aprovechaban de sus dificultades financieras y vivían a su costa.
La Edad Media fue una época de incremento en la persecución de los judíos, pese a los ocasionales llamamientos a la contención por parte de los papas más ilustrados. Los cruzados asumieron como parte de su misión la tortura y asesinato de judíos en su ir y venir a Tierra Santa, y en aquella época se extendió la costumbre de las conversiones y bautizos forzados, especialmente de niños judíos. Uno de los principales objetivos de la nueva Orden de Predicadores, fundada por santo Domingo de Guzmán, era la conversión de judíos. Entre dominicos y franciscanos surgió una disputa acerca del derecho de los príncipes a forzar el bautismo de los niños judíos nacidos en su territorio, como derivación de los derechos señoriales sobre siervos y esclavos: según los franciscanos, que en esto se atenían a las enseñanzas del teólogo Duns Scoto, los judíos eran esclavos por designio divino, mientras que el dominico Tomás de Aquino argumentaba que, según la ley natural concerniente a los vínculos familiares, los padres judíos tenían derecho a elegir para sus hijos la fe que más les acomodara.[28]
Pero la Edad Media se vio marcada también por el insidioso desarrollo de lo que más tarde se llamaría «el libelo sangriento». Desde Inglaterra, donde comenzó a forjarse en el siglo XII, se extendió rápidamente la creencia de que los judíos torturaban y sacrificaban a niños cristianos, en conexión con el mito del robo consuetudinario de hostias consagradas, el pan de la comunión que en la misa se convertía en «cuerpo y sangre» de Cristo, con el fin de realizar más tarde ritos abominables con ellas. Al mismo tiempo, los rumores acerca de crímenes rituales, sacrificios humanos y profanación de hostias dieron aliento a la creencia de que el judaísmo conllevaba la práctica de «magia negra» con el objetivo de socavar y destruir finalmente la cristiandad.[29] Las ejecuciones de judíos acusados de crímenes rituales solían ir acompañadas por pogromos de comunidades judías, a las que se acusaba de emplear artes mágicas para provocar enfermedades como la peste negra y otras calamidades, grandes y pequeñas.
El inicio de la Reforma significó una reducción de tales persecuciones, sustituyendo las brujas a los judíos en la supuesta responsabilidad de infanticidios cometidos con fines mágicos. Pero en la misma época, el Papa Pablo IV instituyó el gueto y la obligación de llevar el distintivo amarillo.
A lo largo del siglo XVIII, los judíos fueron alcanzando cierto grado de libertad en las regiones más alejadas del centro romano del catolicismo —Holanda, Inglaterra, y los enclaves protestantes de Norteamérica—, pero los Estados Pontificios siguieron aplicando medidas represivas contra las comunidades judías hasta bien entrado el XIX. En el breve paréntesis de liberalismo que siguió a su elección, como hemos dicho, Pío Nono abolió el gueto, pero lo restableció bien pronto tras su exilio en Gaeta. La consolidación del Estado-nación italiano puso fin al gueto de Roma, si bien sobrevivió de hecho como área de residencia «natural» para los judíos más pobres de la ciudad hasta la segunda guerra mundial. Entretanto, el antijudaísmo se mantenía latente, con ocasionales llamaradas durante el papado de León XIII, cuando Pacelli era estudiante. La forma más enquistada de antipatía hacia los judíos enarbolaba como pretexto su «obstinación», el tema recurrente de las prédicas del maestro de Pacelli, el signore Marchi.
Existía, de hecho, una curiosa coincidencia entre el lugar de nacimiento de Eugenio Pacelli y ese mito de la «dureza de corazón» que muestra la importancia de las costumbres en la perdurabilidad de los prejuicios. En la Via Monte Giordano, la calle donde nació Pacelli, los papas habían celebrado durante siglos una ceremonia antijudía en su camino hacia la basílica de San Juan de Letrán. El Pontífice de turno se detenía allí para recibir una copia del Pentateuco de manos del rabino de Roma, rodeado por su pueblo; el Papa devolvía entonces el texto junto con veinte piezas de oro, proclamando que, aunque respetaba la Ley de Moisés, desaprobaba la dureza de corazón de la raza judía. Entre los teólogos católicos existía en efecto la antigua y firmemente mantenida opinión de que bastaría que los judíos atendieran con su corazón abierto a los argumentos de la fe cristiana para que inmediatamente comprendieran el error de su opción y se convirtieran.
Esa idea de la obstinación judía constituyó un elemento clave en el caso de Edgardo Mortara. Cuando los padres del secuestrado pidieron en persona al Papa la devolución de su hijo, Pío Nono les dijo que volvería inmediatamente con ellos si se convertían al catolicismo, para lo cual les bastaría abrir sus corazones a la Revelación cristiana. Puesto que los Mortara no aceptaban una condición tan simple, Pío Nono se sentía justificado, entendiendo que merecían su sufrimiento como consecuencia de tan obstinado empecinamiento en el error.
La «dureza de corazón» judía iba en paralelo, o a veces se solapaba, con su «ceguera», ejemplificada por la liturgia del Viernes Santo del Misal romano, cuando el celebrante rogaba por los «pérfidos judíos» y pedía que «Dios retire el velo que cubre sus corazones, de forma que también ellos puedan reconocer a nuestro Señor Jesucristo».[30] Esta oración, que el celebrante y los fieles rezaban sin arrodillarse, siguió en vigor hasta que fue abolida por el Papa Juan XXIII.
Pacelli, educado en una familia de profesionales del Derecho Canónico (su abuelo Marcantonio fue probablemente consultado en el caso Mortara), conocía con seguridad los argumentos con que Pío Nono justificaba su actitud en ese caso, viéndose sometido además a la influencia de las observaciones del signore Marchi acerca de la obstinación judía. La importancia de esa acusación reside en el refuerzo que aportaba a la opinión ampliamente compartida por católicos, a los que en principio cabría exculpar de prácticas antijudías o antisemitas, de que los judíos eran responsables de sus propias desdichas; esa opinión indujo a los dignatarios de la Iglesia católica en los años treinta a mirar hacia otro lado cuando en Alemania se desató el antisemitismo nazi.
Pero durante el papado de León XIII irrumpieron formas más acusadas de antijudaísmo entre los clérigos romanos, que sin duda influyeron sobre los seminaristas de las facultades pontificias. Entre febrero de 1881 y diciembre de 1882 aparecieron de nuevo acusaciones de crímenes rituales en la principal revista de los jesuitas, Civiltà Cattolica. Esos artículos, escritos por Giuseppe Oreglia de San Stefano, S. J., aseguraban que los infanticidios con motivo de las celebraciones pascuales eran «práctica común» en el Este europeo, y que el uso de la sangre de un niño cristiano era una ley general «que compromete la conciencia de todos los hebreos»; cada año, los judíos «crucifican a un niño», y para que el sacrificio sea efectivo «el niño debe morir en el tormento».[31] En 1890, Civiltà Cattolica volvió a dedicar su atención a la comunidad judía con una serie de artículos, que se reeditaron como folleto con el título Della questione ebraica in Europa (Roma, 1891), con el fin de desenmascarar la participación determinante de los judíos en la formación de los modernos Estados-nación. El autor aseguraba que los judíos habían instigado «con astucia» la Revolución francesa con el fin de obtener la igualdad jurídica y el derecho de ciudadanía irrestricto, y que desde entonces iban ocupando posiciones clave en la mayoría de las economías europeas con el objetivo de controlarlas y establecer «virulentas campañas contra la cristiandad». Los judíos constituían «la raza maldita»; eran «un pueblo holgazán que no trabaja ni produce nada, que vive del sudor de los demás». El folleto concluía pidiendo la abolición de la «igualdad jurídica» y la segregación de la comunidad judía del resto de la población.
Aunque la diferencia entre el antisemitismo racista y el antijudaísmo religioso es un hecho, ese material, publicado en Roma durante la adolescencia de Eugenio Pacelli, ejemplifica un mar de fondo de feroz antipatía. Además, esas opiniones aparecían en la principal revista de los jesuitas, que gozaban de la protección papal, lo que indica su alcance potencial al aparecer revestidas de la anuencia pontificia. Tales prejuicios contribuían así a la expansión de las teorías racistas que culminarían con el furioso asalto a la razón y el holocausto judío por parte de los nazis en la segunda guerra mundial. De hecho, parece plausible que los prejuicios católicos alimentaran ciertos aspectos del antisemitismo nazi.