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Vida oculta
En los archivos del Vaticano se conserva una fotografía de León XIII, Papa entre 1878 y 1903, sentado en un trono situado sobre un estrado, en los jardines del Vaticano. Aparece lánguido, etéreamente delgado (los obispos americanos le llamaban «el saco de huesos»), afirmado en su autoridad monárquica absoluta. Se le ve rodeado por sus ayudantes próximos, pero sólo uno de ellos está sentado, la corpulenta figura de Mariano Rampolla del Tinaro, cardenal secretario de Estado y principal arquitecto de la diplomacia internacional de León XIII. Su asiento es una simple silla, satisfecho con su humilde relegación, alejado de la cámara como si evitara compartir el mismo ámbito que su Papa.
De esa época existe también una fotografía de Eugenio Pacelli, entonces un joven y atractivo sacerdote de mirada amable. En 1901, dos años antes de la muerte de León XIII, entró a formar parte de la curia, aquella poderosa e íntima corte, para aprender los hábitos de la burocracia vaticana, convirtiéndose rápidamente en uno de sus favoritos. Tras sólo cinco años de educación pontificia y superprotección materna a casa, ¿era un maleable factótum seleccionado por su ductilidad entre los cientos de candidatos existentes en los grandes seminarios de Roma? ¿O se trataba más bien de una personalidad fuerte y resuelta que había conseguido arribar a su objetivo mediante una largamente pensada estrategia? Los acontecimientos pronto revelarían la habilidad de Pacelli, su capacidad para desempeñar un papel importante en una administración en transición, hasta la apoteosis de poder papal.
Pese a toda su compasión social, León XIII era un autoritario que estableció muchas de las normas de exaltación papal seguidas en el ceremonial católico del siglo XX hasta la elección de Juan XXIII. A los visitantes católicos se les sugería que permanecieran de rodillas ante él durante la audiencia, y a lo largo de su reinado nunca dirigió la palabra a los sirvientes menores. Alentaba el culto de su propia personalidad, cooperando en la creación de retratos a todo color que se reproducían por millones, y animando a la peregrinación de grandes grupos de fíeles a la Ciudad Eterna desde los países más lejanos. Pero a pesar de su propensión al absolutismo personal, se esforzaba por ejercer una influencia práctica y directa en los acontecimientos mundiales desde su santuario en Roma. Mediante sus frecuentes encíclicas, elaboradas con su florido estilo, estableció la moderna práctica de las enseñanzas papales desde una elevada posición de superioridad.
La influencia del Papa se veía amplificada por los modernos medios de comunicación, conforme se expandían los esfuerzos misioneros. La población católica se multiplicaba en las regiones industriales y la emigración católica al Nuevo Mundo se incrementaba velozmente. León XIII reconoció la necesidad de mantenerse al tanto de los rápidos cambios en el mundo y adoptó medidas para conseguir cierta ventaja, reforzando las líneas de acceso e inteligencia desde el centro romano hasta el más alejado rincón de la tierra. Con formación diplomática desde sus años de nuncio apostólico en Bruselas, León XIII pensaba que el servicio diplomático papal debía desempeñar un papel de primer orden tanto en la consolidación de la disciplina interna en la Iglesia como en la conducción de las relaciones Iglesia-Estados. En 1885, España y Alemania recurrieron a él como mediador en la disputa sobre la posesión de las Islas Carolinas, en el Pacífico. Y en 1899 el zar Nicolás II de Rusia y la reina Guillermina de Holanda se beneficiaron de sus buenos oficios en el intento de convocar una conferencia de paz de todos los países de Europa. Se sentía orgulloso de ser considerado como un árbitro independiente, algo así como un juez supremo, en los conflictos internacionales. Reflexionando sobre la diplomacia vaticana con ayuda de las obras de santo Tomás de Aquino, replanteó en su encíclica Immortale Dei (1886) la relación entre la Santa Sede y los Estados-nación. De acuerdo con la ley internacional, los distintos Estados reconocen mutuamente sus respectivas soberanías no sólo mediante los tratados sino a través del intercambio de representantes acreditados. El nuncio papal, en opinión de León XIII, era el representante de la soberanía espiritual del Papa del mismo modo que un embajador representa la soberanía política de su país.
León XIII consideraba a la Santa Sede, sin Estado y de otro mundo, como una «sociedad perfecta» —perfecta en su integridad y autonomía—. Gracias al entusiasmo de León XIII por las potencialidades de la diplomacia papal y el enérgico reclutamiento y entrenamiento bajo la dirección de Rampolla, las misiones permanentes acreditadas ante la Santa Sede pasaron en poco tiempo de dieciocho a veintisiete.
Eugenio Pacelli, recientemente ordenado sacerdote, cuidaba entretanto de las almas de sus feligreses en el convento del Cenáculo y visitaba con frecuencia el de la Asunción, cerca de Villa Borghese, donde oficiaba como celebrante en las ceremonias litúrgicas de su capilla. Bajo la influencia sin duda de su abuelo, su padre y su hermano Francesco, Pacelli se esforzó en su trabajo como estudiante de Derecho Canónico con la esperanza de recibir pronto la llamada para iniciar su «carrera eclesiástica», como decía su padre cuando buscaba un lugar para él en el Capranica.
Se han convertido en leyenda[32] los detalles sobre cómo reclutó al joven sacerdote un emisario de alto rango. Una noche, a comienzos de 1901, Pacelli se encontraba en casa tocando el violín, acompañando a su hermana Elisabetta, que tocaba la mandolina, cuando comenzaron a llamar insistentemente a la puerta y al abrirla se encontraron con monseñor Pietro Gasparri, recientemente nombrado subsecretario del departamento de Asuntos Extraordinarios, el equivalente al Ministerio de Asuntos Exteriores en la Secretaría de Estado. Pacelli, según su hermana, no pudo ocultar su embarazo. Gasparri, que entonces contaba cincuenta y un años, era un hombre grueso de corta talla y aspecto pueblerino, famoso en los círculos internacionales por su brillo como canonista, que había desempeñado la cátedra de esa disciplina durante dieciocho años en el Instituto Católico de París. Cuando el prelado invitó a Eugenio Pacelli a unirse a él en la Secretaría de Estado, el joven sacerdote se resistió en un primer momento asegurando que su ambición había sido siempre la de ser «pastor de almas», pero cedió cuando monseñor Gasparri le explicó la importancia de defender a la Iglesia frente a los ataques del secularismo y el liberalismo que la amenazaban en Europa.
Durante los siguientes treinta años, Gasparri y Pacelli, tan dispares física y socialmente, trabajaron juntos en un período en el que el Derecho Canónico y los concordatos —el instrumento privilegiado para las relaciones internacionales de la Santa Sede— iban a configurar el auge del poder papal en el siglo XX. En 1930, Pacelli sustituyó a Gasparri como cardenal secretario de Estado, manteniendo ese puesto hasta su elección como Papa en 1939.
Pocos días después de la visita de Gasparri, Pacelli ingresó como apprendista en el departamento que aquél dirigía. Unas semanas más tarde (lo que índica el favoritismo que le distinguía en el Vaticano) fue elegido por el propio León XIII, según las fuentes oficiales,[33] para llevar al nuevo rey Eduardo VII en la corte de Saint James una carta de condolencia por la muerte de la reina Victoria. Tenía entonces veinticinco años y ya se le distinguía con honores que anunciaban su rápida promoción en la curia.
En 1902 ocupó, además de su puesto en el Vaticano, el de profesor a tiempo parcial de Derecho Canónico en San Apolinar, y poco después en la Academia para Nobles y Eclesiásticos, un colegio para jóvenes diplomáticos en el que enseñó Derecho Civil y Canónico. En 1904 recibió su doctorado sobre las relaciones Iglesia-Estado, con una tesis[34] sobre la naturaleza de los concordatos (tratados especiales entre la Santa Sede y los Estados-nación, monarquías o imperios) y la función del Derecho Canónico cuando un concordato, por la razón que fuera, quedaba en suspenso. La importancia de ese trabajo se reveló más tarde, cuando Pacelli se embarcó en la negociación de una serie de concordatos con el objetivo de acomodar los tratados Iglesia-Estado al nuevo Código de Derecho Canónico.
Se le promocionó pronto al puesto de minutante, confiándole la redacción de resúmenes de los informes que llegaban a la Santa Sede desde todos los rincones del mundo. El mismo año fue nombrado chambelán papal con el tratamiento de monsignor, y al siguiente recibió el título de prelado doméstico. Dos años después se le favoreció con un nuevo viaje a Londres, esta vez como acompañante de Rafael Merry del Val, el cardenal secretario de Estado hispano-irlandés, a un congreso eucarístico, un encuentro al aire libre de religiosos y laicos, en el que Pacelli, con una resplandeciente sotana magenta, recorrió las calles de Westminster.
Los testimonios de su beatificación hablan de su enorme capacidad de trabajo y su extrema devoción por el orden y la disciplina. Su única distracción la constituía un breve paseo diario, tras el almuerzo, con el breviario en mano, por los jardines de Villa Borghese. Sólo un incidente, sin embargo, sugiere que don Eugenio pudo desviarse un poco de su bien regulada existencia para correr cierto peligro emocional durante esos primeros años de su carrera eclesiástica.
Pacelli tenía una prima, María Teresa Pacelli, hija de su tío Ernesto, quien también contaba con «cierta influencia como hombre de leyes en la Santa Sede». Los padres de María Teresa se habían separado (no se sabe por qué), por lo que había sido acogida en el convento de la Asunción desde la edad de cinco años. Hacia cuando contaba trece, cayó en una depresión, o silenzio sepolcrale, como consecuencia de una disputa entre su madre y una de las monjas, que al parecer había realizado comentarios injuriosos sobre el rey de Italia en el transcurso de una clase.
Ernesto Pacelli, sin decirle nada a María Teresa, pidió a don Eugenio que «la sacara de su reclusión psicológica», y así comenzó una relación que al parecer se mantuvo durante cinco años. Cada jueves, el joven sacerdote y su prima paseaban y charlaban solos por el vestíbulo de la capilla del convento durante unas dos horas. Hablaban de cuestiones, según contó ella al tribunal de beatificación, protegidas por el secreto de confesión. Según dijo, «él me abrió los ojos, y yo confiaba en él». Pero había más: según María Teresa, «nuestras almas se encontraron, unidas por Dios».[35] Había encontrado en él, según dijo, «otro Cristo». Pese a lo que describía como «discreción y secreto», su padre sospechó de aquella relación y le puso fin cuando ella contaba dieciocho años. «Mi padre —recordaba— no comprendía esa discreción y secreto, ni la noble integridad de don Eugenio». Éste, según María Teresa, «aceptó melancólicamente aquella humillación, y yo perdí mi único apoyo y mi guía moral y espiritual». No volvió a verle hasta muchos años más tarde, en una audiencia papal especial, en la que «pasó por delante de mí: su actitud permanecía abierta, discreta, humilde, reservada pero alegre, y marcada por la simplicidad como siempre. Tenía la pureza de quien vive en presencia de Dios. Y todas las chicas del convento acostumbraban a decir: “¿Quién podría mirarle sin amarlo?”».[36]
Aparte de esos fugaces destellos, contamos con pocos detalles para reconstruir el desarrollo de su carácter. Pero en los últimos años se ha hecho pública una serie de turbulencias eclesiásticas de las que Pacelli fue silencioso testigo desde su mismo epicentro en el
Vaticano. El hecho de que se mantuviera como favorito de excepción a lo largo de esas crisis, conocidas como «la campaña antimodernista», y siguiera promocionándosele mientras que otros perdían el favor del Papa, dice mucho de su discreción, su resistencia y su habilidad para mantenerse a flote. Pero no cabe duda de que el conflicto le afectó indeleblemente.
EL PAPA PÍO X
En los primeros días de julio de 1903, León XIII, que ya contaba noventa y tres años, admitió que se estaba muriendo. En las dos semanas que siguieron, un flujo continuo de prelados y aduladores hormigueaba por los apartamentos del Papa, mientras que fuera, en la plaza de San Pedro, se agolpaba una multitud. Pero León XIII, aquel anciano flacucho con la mano izquierda paralizada que veinticinco años antes había sido elegido como mero paréntesis, se aferraba desesperadamente a la vida. Finalmente se extendió el increíble rumor de que se había restablecido y de que pronto reemprendería su trabajo. En la mañana del 20 de julio pidió pluma y papel y comenzó a componer versos en honor de san Anselmo. Pero a las cuatro de la tarde sufrió un último ataque y expiró.
Su cuerpo no fue embalsamado hasta el día siguiente, por lo que, debido al calor, se suprimió en esta ocasión la ceremonia del beso al pie desnudo del papa muerto. Tras el acostumbrado funeral, los encargados de las pompas fúnebres se vieron obligados a dar unas patadas al ataúd para ponerlo en su sitio. El incidente fue observado por un horrorizado Giuseppe Sarto, patriarca de Venecia, quien indicó a un colega: «Mira. Así es como acaban los papas».[37]
Los cardenales acudieron al cónclave que se celebró entre el 1 y el 4 de agosto con la idea de que sería Rampolla, el hombre que había desarrollado la política de León XIII, quien saldría de él como Papa. En el transcurso del cónclave, el emperador Francisco José de Austria, que gozaba del poder de veto, expresó su falta de confianza hacia el antiguo secretario de Estado. Los apoyos de Rampolla crecieron al principio como respuesta a esa interferencia, pero poco después se desvanecieron y la triple corona fue a parar a la cabeza de Giuseppe Sarto, quien no contaba con experiencia acerca de la vida interna del Vaticano y de la curia. Adoptó el nombre de Pío X. Los poderes terrenales habían intervenido por última vez en la elección de un Papa, y el nuevo Pontífice iba a asegurarse de que nunca volvería a permitirse la influencia exterior. En cierto modo, la Iglesia había alcanzado por fin la «perfección» como sociedad soberana por la que León XIII se había esforzado tanto. Pero visto desde otro ángulo, había desaparecido hasta el menor rastro del pluralismo secular en la elección de papas.
Sarto, de sesenta y ocho años, era la antítesis de su reservado y aristocrático predecesor. Era hijo de un cartero y una costurera de Venecia. Al elegirlo, el cónclave de cardenales había optado por un papa pastoral, un hombre de oración y de singular piedad que había pasado la mayor parte de su vida como cura párroco, director espiritual de un seminario y finalmente obispo diocesano.
Su ambición consistía en renovar la vida espiritual de la Iglesia católica e inspirar una devoción personal genuina más que una mera apariencia externa, inculcando la experiencia religiosa en los jóvenes. Su divisa era «restaurar todas las cosas en Cristo». A lo largo de su pontificado, que duró desde 1903 hasta 1914, alentó la enseñanza del catecismo y la práctica frecuente del sacramento de la comunión como rasgos habituales de la vida parroquial. Rebajó la edad a la que los niños podían recibir la Eucaristía de los once a los siete años, lo que condujo a la celebración popular de la primera comunión con vestidos blancos, fajines militares, regalos y fiestas familiares. También incitó a la práctica de la confesión regular desde la niñez.
Pío X tenía el aura de un pastor piadoso y devoto, pero sospechaba de los asuntos intelectuales y modernos. Su piedad, tan evidente para cuantos entraron en contacto con él, tenía como contrapeso cierta ira sagrada. Donde León XIII había intentado participar y llegar a un compromiso con el mundo moderno, Sarto se le enfrentaba, promoviendo un reinado de temeroso conformismo que iba a afectar a los seminaristas, teólogos, sacerdotes, obispos e incluso a los propios cardenales.
LA CRISIS DEL MODERNISMO
Pocas semanas después de la coronación de Pío X, el año académico de 1903-1904 comenzaba en el principal seminario diocesano de
Milán con un discurso inaugural del padre Antonio Fumagalli a los seminaristas y profesores, en presencia del arzobispo metropolitano.[38] Todos los presentes, afirmó Fumagalli, debían mantenerse en guardia frente al veneno intelectual que había irrumpido en Francia y se extendía igualmente por Italia. Se refería con ello al conjunto de ideas, vulgarmente conocidas como «modernistas», pregonadas por algunos estudiosos católicos franceses que, contradiciendo a santo Tomás de Aquino, argumentaban que existe un abismo infranqueable entre el conocimiento natural y el sobrenatural. Según Fumagalli, pretendían así socavar la ortodoxia católica y las creencias de los católicos devotos. Sus dañinos efectos eran el relativismo y el escepticismo.
Al revisar aquella polémica al cabo de un siglo, cabe considerar a los «modernistas» más que progresistas, liberales o modernizadores, como pensadores que intentaban «restablecer los lazos de la vida, pensamiento y espiritualidad católicas con las fuerzas que configuran la cultura contemporánea».[39] Durante el pontificado de León XIII, el miedo a las influencias modernas en la Iglesia se había concentrado en la aparición en Norteamérica de un grupo modernizador igualmente heterogéneo. El «modernismo» transatlántico, conocido por sus críticos como «americanismo», trataba de conciliar el catolicismo con la democracia. Los tradicionalistas de Estados Unidos y la curia romana veían en él una amenaza de democratización de la propia Iglesia. León XIII lo había criticado vigorosamente en una carta apostólica de enero de 1899: «El americanismo religioso —escribía el Papa— conlleva un gran peligro, y es tanto más hostil a la doctrina y disciplina católicas, en la medida en que los seguidores de esas ideas juzgan que se debería introducir cierta libertad en la iglesia».[40] El americanismo sufrió una muerte repentina ante esa muestra de desaprobación papal.
El «veneno» del modernismo europeo había comenzado ya en la década de los setenta del siglo XIX con las enseñanzas y obras de Louis Duchesne, profesor del Instituto Católico de París, que cuestionaba la idea de que Dios intervenga directamente en los asuntos de la humanidad. A comienzos de los años noventa, el discípulo de Duchesne, Alfred Loisy, sacerdote católico, fue más lejos al negar que cada línea de la Sagrada Escritura fuera literalmente cierta. Para él se trataba más bien de metáforas que debían interpretarse en su contexto. En su libro El Evangelio y la Iglesia, publicado en Loisy subrayó la importancia de estudiar a la Iglesia desde perspectivas sociales, simbólicas y «orgánicas», precisamente para contrarrestar las prevalecientes ideas protestantes. Pero fueran las que fueran sus intenciones, la obra de Loisy, como la de Duchesne, provocó el enojo de la curia, que consideraba todas esas ideas, incluso en defensa de la Iglesia, como un peligroso desafío a la ortodoxia católica y a la autoridad papal. El libro fue sin embargo acogido con entusiasmo por muchos seminaristas y profesores franceses, que se vieron así motejados con el mismo apelativo de «modernistas». También fue saludado con entusiasmo por el teólogo británico barón Friedrich von Hügel, y por el jesuita irlandés George Tyrrell, quien atrajo tanta ira por parte de Roma que se le acabó negando un entierro católico. Cinco de los libros de Loisy fueron puestos en el Índice de Libros Prohibidos. Al mismo tiempo, el «veneno» que se suponía que se había introducido en la Iglesia debía ser erradicado.
El hombre que condujo la campaña de Pío X para llevar a cabo esa erradicación trabajaba en el mismísimo corazón del Vaticano, en el mismo departamento que Eugenio Pacelli, el de Asuntos Extraordinarios de la Secretaría de Estado. Se trataba de Umberto Benigni, un monseñor de enorme energía y encanto que se había ganado la confianza del nuevo Pontífice y de varios cardenales de gran relevancia. Inició la persecución de supuestos modernistas con celo fanático. Aunque había estudiado Historia de la Iglesia e incluso había dado clases sobre el tema en uno de los seminarios de Roma, condenó en cierta ocasión a un grupo de historiadores de nivel mundial como «hombres para quienes la historia no es sino un continuo y desesperado vómito. Para ese tipo de seres humanos sólo existe un remedio: la Inquisición».[41]
Benigni llevaba una doble vida; por las mañanas trabajaba en el departamento del Vaticano y por las tardes y fines de semana en un apartamento privado, desde el que dirigía el servicio secreto conocido como Sodalitium Pianum (Cofradía de Pío). Tras poner en pie un servicio de noticias católico y un periódico, Benigni empleó los medios más modernos para construir su servicio de espionaje, distribuir propaganda antimodernista y recoger información sobre los «culpables» mediante una red de delatores y corresponsales. Todo lo cual se llevaba a cabo con ayuda de modernas máquinas de escribir y copiar y de cuatro funcionarios, dos de los cuales eran monjas. Benigni poseía su propio código secreto, en el que Pío X, por ejemplo, aparecía como «mamá».
Innumerables seminaristas, profesores, curas, párrocos y obispos fueron «delatados» o investigados por heterodoxia doctrinal, registrándose los casos en los archivos de Benigni. Ni siquiera los príncipes de la Iglesia estaban completamente a salvo. Los arzobispos de Viena y París fueron denunciados, como lo fue la totalidad de la comunidad de dominicos en la Universidad de Friburgo, en Suiza. Los «delitos» iban desde las menciones favorables a la «democracia cristiana» hasta llevar bajo el brazo un periódico de talante liberal, o mostrar dudas acerca del traslado por un grupo de ángeles de la casa de José y María en Nazaret a la ciudad de Loreto. Una palabra al azar en el refectorio o en la sala común del seminario, ser visto en compañía de un supuesto modernista, por no hablar de pronunciar un sermón de tendencia heterodoxa, podía llevar a una denuncia seguida de la destitución de un puesto de responsabilidad académica para ir a regentar una parroquia de pueblo. ¿Y en quién se podía confiar, cuando se sabía que alumnos o incluso viejos amigos cooperaban con el servicio de espionaje de Benigni, quizá sin saberlo del todo, o con la esperanza de un ascenso?
En ausencia de pruebas, sólo podemos especular acerca de cómo afectó a Pacelli la campaña antimodernista que sacudió a la Iglesia hasta sus cimientos y promovió una estrechez intelectual y un temor reverencial que durarían más de medio siglo. Como muestran las declaraciones realizadas en su proceso de canonización, Pío X fue el responsable último de esa persecución intelectual. La actitud del Papa hacia los modernistas se hizo cada vez más ostensiblemente hostil: «Quieren que se los trate con aceite, jabón y caricias —dijo en cierta ocasión, refiriéndose a los que le aconsejaban compasión hacia los supuestos transgresores—, pero se les debe golpear con el puño. En un duelo no se cuentan o miden los golpes, se pelea como se puede. La guerra no se hace con caridad; es una lucha, un duelo».[42] No puede asombrarnos pues que apoyara las medidas de Benigni para localizar y destruir a los supuestos enemigos.
En la declaración que realizó en el proceso de canonización de Pío X, Pietro Gasparri, el jefe e íntimo amigo de Eugenio Pacelli durante aquellos años, hizo un recuento condenatorio de las iniciativas personales de Pío X en aquella campaña: «El papa Pío X —dijo Gasparri al tribunal— aprobó, bendijo y alentó una asociación secreta de espionaje fuera y por encima de la jerarquía que espiaba a los miembros de ésta, incluso a sus eminencias los cardenales; en resumen, aprobó, bendijo y alentó una especie de francmasonería en la Iglesia, algo que nunca en toda su historia había existido».[43]
A medida que la persecución cobraba impulso, Pío X lanzaba nuevas advertencias y ponía más y más obras en el Índice de Libros Prohibidos. El 17 de abril de 1907 pronunció una alocución contra los «rebeldes» que intentaban, según dijo, arrojar por la borda la teología católica y los decretos de los concilios de la Iglesia y «adaptarse a los tiempos». Sus errores, según proclamó en una definición genérica del modernismo, constituían «no una herejía, sino el compendio y veneno de todas las herejías».[44] El 3 de julio de 1907 publicó el decreto Lamentabili, condenando sesenta y cinco proposiciones modernistas. Una de ellas, por ejemplo, era la creencia de que «el Cristo mostrado por la historia es muy inferior al que es objeto de la fe». Otra era la creencia de que el catolicismo sólo puede llegar a reconciliarse con la verdadera ciencia sí se transforma en un cristianismo no dogmático, es decir, en un protestantismo amplio y liberal. Dos meses más tarde, Pío X dio a conocer su encíclica Pascendi[45] contra el modernismo.
Se trata de una encíclica crucial en la historia de la Iglesia católica del siglo XX porque establece gran parte del tono dogmático y centralista de las enseñanzas papales hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965). Al mismo tiempo define con mayor precisión las relaciones de poder y la ideología de la primacía del papado sobre toda la Iglesia, dejando claro, de una vez y para siempre, que las cuestiones intelectuales en el seno de la Iglesia católica no son una cuestión para debatir en grupos de estudiosos, sino una cuestión moral que debe ser siempre resuelta por la autoridad papal. Como se decía entonces, citando a Alfonso María de Ligorio: «La voluntad del Papa es la voluntad de Dios».
Entretanto, Pío X lanzaba duras palabras contra los supuestos errores del americanismo, que creía todavía vivo en Estados Unidos. Insinuando que el americanismo había sido un precursor del modernismo, el romano pontífice declaraba que «con respecto a la moral, [los modernistas] adoptan el mismo principio que los americanistas de que las virtudes activas son más importantes que las pasivas, tanto en la estimación que se debe tener de ellas como en su propio ejercicio».[46] En sus intentos de distanciarse de la acusación de modernismo, los miembros de la jerarquía norteamericana incitaron a la Iglesia de Estados Unidos a sumergirse en un torpor intelectual «pasivo», del que no saldrían hasta pasados más de treinta años.
Tres años después, en un último acto de coerción, Pío X publicó una orden el 1 de septiembre de 1910[47] obligando a los seminaristas y sacerdotes que ejercían puestos de enseñanza y administrativos a pronunciar un juramento denunciando el modernismo y apoyando las encíclicas Lamentabili y Pascendi. Ese «Juramento Antimodernista» que se mantiene hasta hoy día, aunque algo modificado, para todos los seminaristas católicos del mundo, exige la aceptación de la totalidad de las enseñanzas papales y la aquiescencia en todo instante al significado y sentido dictados por el Papa de turno. Como señala el padre Paul Collins en un reciente comentario acerca de la autoridad papal: «No había ninguna posibilidad de disenso, ni siquiera callado. La conciencia de cada persona que pronunciara el juramento se veía obligada a aceptar no sólo lo que Roma proponía, sino también el sentido en el que la propia Roma lo interpretaba. Esto no sólo era contrario a la idea tradicional católica acerca de la conciencia individual sino una forma de control del pensamiento que no encontraba paralelo ni siquiera en los regímenes fascistas o comunistas».[48] Y fue ese ambiente de desconfianza generalizada el que encontró Eugenio Pacelli cuando comenzó a ascender los resbaladizos escalones de la burocracia vaticana.
La extensión real de la conspiración modernista, como la describía la curia, era más imaginaria que real. Lo que no era imaginario era el miedo del Pontífice hacia el mundo moderno, su terror ante las fuerzas centrífugas, que condujo a Pío X a comienzos del siglo XX a una actitud de profunda oposición incluso hacia los aspectos más moderados de la modernidad social y política, lo que incluía los beneficios de la democracia.
Es imposible saber si Pacelli escapó discretamente a las sospechas o si formó parte en la sombra del bando de los perseguidores. Sin embargo resulta plausible que la inclemente atmósfera de desconfianza aguzara sus habilidades en el lenguaje velado y los circunloquios. Sus defensores arguyen que muchos años después, cuando ya era Papa, otorgó el perdón a Romolo Murri, un modernista excomulgado.[49] Pero el hecho innegable es que, a diferencia de su jefe de entonces, Gasparri, que deploró abiertamente el comportamiento de Pío X, Eugenio Pacelli, siendo ya Pío XII, promovió la canonización de Pío X y lo elevó a los altares el 29 de mayo de 1954, describiéndolo como «una llama deslumbrante de caridad y un brillante esplendor de santidad».[50]