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El concordato en la práctica

La firma del concordato con el Reich marcó el comienzo formal de la aceptación por parte del catolicismo germano de sus obligaciones con respecto al Reich, en los términos del tratado, que imponía a los católicos el deber moral de obedecer a sus gobernantes nazis. Así se acalló la crítica de los católicos, y una gran Iglesia, que podría haber constituido la base para oponerse al nazismo, se confinó al ámbito de las sacristías. Hubo notables excepciones, como por ejemplo la de los sermones de adviento del cardenal Faulhaber en defensa del Viejo Testamento, en otoño de ese año; pero fueron actos de desafío individuales (y como veremos más adelante, matizados). No había nada que se pareciera ni remotamente a una actividad concertada de protesta, ni siquiera sobre cuestiones relacionadas con las infracciones de los términos del propio tratado.

La firma del concordato no significó el fin de los ataques contra asociaciones y organizaciones católicas que según el criterio de la Iglesia no eran políticas. Los dirigentes nazis locales no se sentían vinculados por el espíritu del tratado, sobre todo teniendo en cuenta que, debido a las prisas de Pacelli, todavía estaba incompleto en cuanto a la definición de lo que debía entenderse por asociaciones «políticas». La persecución esporádica de los católicos se mantuvo, pues, e incluso se incrementó. En Baviera, patria tradicional del catolicismo alemán, donde Himmler y Heydrich estaban más activos, eran frecuentes las prohibiciones y la intimidación contra grupos católicos, en particular contra la prensa. El 19 de septiembre, una circular distribuida por la policía política de Baviera prohibía a los católicos todas las reuniones, con excepción de las mantenidas por los coros y las reuniones de caridad de San Vicente de Paúl.[243] Pero el proceso centralizado de «protección» halló a la Iglesia en un estado de pasividad autoimpuesta. Reacia a quejarse de ninguna forma directa o pública por el miedo a violar los términos del concordato y de ofender a Roma, la jerarquía eclesiástica buscaba en Pacelli el ejemplo de cómo actuar frente a las infracciones del tratado. Pero Pacelli poco podía hacer sin una definición o una lista de las organizaciones que merecían protección. Y mientras no existiera esa lista, los protagonistas del terror nazi podían declarar que actuaban contra organizaciones «políticas»; la demora iba así en beneficio de los nazis, y las asociaciones amenazadas se iban disolviendo una tras otra bajo la presión y la violencia.

El comienzo de agosto encontró a Pacelli exhausto y vacilante acerca de su última arma, la decisión de ratificar o no el concordato. Dudando en aceptar toda la responsabilidad de ese acto final e irreversible, pidió a la jerarquía alemana que convocara una conferencia de todos los obispos para determinar una posición conjunta. Pero aunque la reunión de Fulda en la última semana de agosto de 1933 expresó sus temores acerca de la supervivencia de los periódicos católicos, entre otras cosas, el momento para echarse atrás en el concordato había pasado. Se votó una resolución que pedía a Pacelli una ratificación lo más rápida posible, con la tenue esperanza de que ésta mejorara la situación; pero también le pidieron que transmitiera al régimen una lista de agravios, entre ellos una patética súplica por la suerte de los judíos convertidos al catolicismo. El hecho de que ahora consideraran necesaria esa intervención específica indicaba la abyecta debilidad de la política de Pacelli, que implicaba largas demoras entre las persecuciones y la reacción de Roma.

La petición de los obispos a Pacelli decía como sigue: «¿Sería posible que la Santa Sede pronunciara un sincero ruego por los cristianos que se han convertido desde el judaísmo, que junto a sus hijos y nietos están sufriendo grandes dificultades debido a su origen no ario?»[244] Pacelli no se sintió inclinado, sin embargo, a expresar una compasiva solicitud por esos convertidos. Más tarde elaboraría una nota aparte sobre la cuestión.

La ratificación del concordato debía completarse en una ceremonia en el palacio Apostólico del Vaticano el 10 de septiembre, estando encargados de concertar los últimos detalles el propio Pacelli y el consejero de la embajada alemana, Eugen Klee. Pacelli no había conseguido aún clarificar la distinción entre asociaciones religiosas y políticas, lo que cabía hacer mediante la presentación de una lista de organizaciones. Tras un contacto directo con el gobierno del Reich, en el que le manifestaron que los ataques contra católicos en toda Alemania sólo cesarían si se producía una rápida ratificación del concordato, Pacelli respondió velozmente con la vana esperanza de que eso produjera resultados.

En las reuniones preparatorias de la ratificación, Klee trató a Pacelli con una arrogancia que bordeaba el insulto. Cuando el cardenal secretario de Estado le entregó un memorándum de quejas que mencionaba el trato dado a los judíos convertidos al catolicismo, Klee se negó a aceptarlo. De forma que Pacelli volvió a escribir el documento, mencionando a los judíos convertidos al catolicismo en una pro memoria. Pero Klee lo rechazó de nuevo, declarando que el secretario de Estado debía encabezar el documento con un párrafo en el que se manifestara que «la Santa Sede no tenía intención de interferir en los asuntos internos de Alemania». Klee insistió en que sólo aceptaría quejas referidas a los artículos del concordato, y que la frase acerca de los católicos de origen judío debía ser eliminada.[245]

Al final, Pacelli retiró la pro memoria, haciéndola llegar más tarde bajo la forma de una nota a la embajada en la que afirmaba, como se le había exigido, que «la Santa Sede no tenía intención de interferir en los asuntos internos de Alemania». Proseguía con una súplica «por cuenta de los católicos alemanes que han llegado a la religión cristiana desde el judaísmo, o descendientes de éstos en primera generación o más remotos, y que por razones que el gobierno del Reich conoce están sufriendo dificultades sociales y económicas».[246] El propio hecho de plantear tales distinciones traicionaba, evidentemente, la colusión diplomática de Pacelli con la política antisemita genérica del Reich.

El acto final de la ratificación dejó a Pacelli en un estado de colapso nervioso. El 9 de septiembre, víspera de la ceremonia oficial de intercambio de documentos, partió hacia su retiro habitual en el sanatorio de Rorschach, en Suiza. Cuando Buttmann preguntó si podía seguirle allí para discutir los principales puntos de fricción, se le denegó. La parte alemana argumentaba más tarde que si Buttmann hubiera podido entrevistarse con Pacelli en Suiza, las principales diferencias se podrían haber resuelto con mayor rapidez y facilidad.[247]

La siguiente semana se celebró en Alemania la ratificación del concordato con un servicio de acción de gracias en la catedral de Santa Eduvigis en Berlín, bajo la presidencia del nuncio papal Orsenigo. Las banderas nazis se mezclaban con las tradicionales del Vaticano; en la culminación de la animada ceremonia se cantó el Horst Wessel dentro de la iglesia, retransmitido mediante altavoces a los miles de ciudadanos que se encontraban fuera. ¿Quién podía dudar ahora de que el régimen nazi contaba con la bendición de la Santa Sede? De hecho, el arzobispo Gröber se saltó el protocolo para felicitar al Tercer Reich por la nueva era de reconciliación. Y sin embargo era evidente desde el mismo día de la ratificación que en diversos lugares de Alemania, en particular en Baviera, se aprovechaba la dificultad para distinguir entre asociaciones religiosas y políticas para perseguir a los católicos.

PROTESTANDO A TRAVÉS DE ROMA

La jerarquía eclesiástica alemana comenzó ahora el rutinario e inconsistente procedimiento de llevar sus quejas, no a sus autores e instigadores sino al Papa, o más específicamente a Pacelli. En una visita ad limina (al umbral del Papa) de los obispos alemanes, el 4 de octubre de 1933, el cardenal Bertram presentó un catálogo de protestas que caracterizaban adecuadamente la extensión de la creciente persecución nazi hacia las Iglesias cristianas de Alemania, en particular la católica. Sus quejas incluían «las aspiraciones totalitarias del Estado», con sus consecuencias en la vida familiar y pública; la supresión de las asociaciones de la Iglesia, incluyendo los «círculos de costura y labores para el invierno»; restricciones impuestas a la prensa católica que el cardenal consideraba peores que las impuestas durante la Kulturkampf de Bismarck; el despido de funcionarios católicos y la discriminación generalizada contra los judíos convertidos al catolicismo. Finalmente, anticipaba un serio conflicto en torno a la ley de esterilización.

Pese a los intentos de Gröber y Von Papen de acallar las protestas de Bertram, los infelices obispos alemanes presionaban a Pacelli. ¿Qué es lo que le decían realmente? Está claro por la subsiguiente iniciativa de Pacelli que al menos algunos de ellos le sugerían que el Papa debía elevar una enérgica protesta e incluso renunciar al concordato, un paso encaminado a retomar la iniciativa y a situarse en la oposición, cuando menos potencial, que podría haber tenido consecuencias impredecibles para Hitler, incluso en un momento tan tardío. El 12 de octubre, el embajador alemán ante la Santa Sede, Diego von Bergen, advirtió al Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín de que Pacelli le había anunciado la intención del Papa de protestar «contra las crecientes infracciones del concordato y las presiones contra los católicos, a pesar de las promesas oficiales alemanas». Pacelli añadió al parecer que el Papa planeaba hacer pública su posición en una declaración «contra lo que estaba sucediendo en Alemania».[248]

Comenzó entonces un juego diplomático de tira-y-afloja, en el que Pacelli empleaba como principal arma la «amenaza» de una denuncia papal; los negociadores del Reich, por su parte, intentaban evitar las protestas oficiales del Papa aparentando mantener una actitud negociadora. El planteamiento de Pacelli partía de la afirmación de que la Santa Sede estaba dispuesta a reconocer al Reich de Hitler, fueran cuales fueran sus ofensas contra los derechos humanos y contra otras confesiones y credos, siempre que se dejara en paz a la Iglesia católica alemana.

Hitler preparaba en ese momento las elecciones al Reichstag, así como la retirada de la Sociedad de Naciones mediante un referéndum sobre la cuestión. Envió a Buttmann, el jefe de la delegación que había negociado los últimos detalles del concordato, al Vaticano, donde Pacelli le esperaba con una pro memoria que recogía las quejas de los obispos. Ambos mantuvieron largas conversaciones durante los días 23, 25 y 27 de octubre, tratando nuevamente de precisar qué debía entenderse por organización «política» católica. Las argumentaciones se sucedían por una parte y otra, como ya había sucedido en julio. En cierto momento, cuando Buttmann sugirió que todas las organizaciones juveniles, deportivas y ocupacionales católicas debían incorporarse a los correspondientes grupos nacionalsocialistas, Pacelli le respondió enojado que «eso constituiría una violación de la ley internacional, que está por encima de la ley del Reich».[249]

La decisión de Buttmann de acudir a Roma, sin embargo, retrasó indefinidamente la proyectada denuncia del Papa, y pudo volver a Berlín para ocuparse de otras cuestiones que afectaban a las relaciones Iglesia-Estado, en particular de una conferencia sobre la ley de esterilización. Pero incluso en esa cuestión, pese a una invitación a los obispos para que manifestaran su opinión, ésta no desempeñó ningún papel en la redacción final de la ley. Buttmann, entretanto, no sentía prisa por volver a Roma para resolver los principales desacuerdos, y cuando ofreció como cebo la promesa de una resolución, Pacelli contuvo al Papa evitando que realizara una protesta pública.

Mientras, desde el púlpito de la iglesia de San Miguel de Munich, la mayor de la ciudad, el cardenal Faulhaber alzó una matizada protesta en nombre de todos los cristianos alemanes, lo que indicaba, de forma aislada y por tanto trágica, la posibilidad no intentada de ejercer algún tipo de oposición. Entre el primer domingo de adviento y el Año Nuevo pronunció una serie de cinco sermones contra la denuncia nazi del Antiguo Testamento, que fueron oídos por mucha gente (se colocaron altavoces en las iglesias vecinas) y distribuidos por todo el país (en 1934 se publicaron en inglés en Nueva York, bajo el título Judaism, Christianity and Germany).[250]

Hablando en nombre de los católicos pero también de los protestantes («extendemos nuestra mano a nuestros hermanos separados, para defender junto a ellos los libros sagrados del Antiguo Testamento»), Faulhaber reiteraba para cuantos supieran leer entre líneas lo que ya había dicho tres años antes: que el nacionalsocialismo era una herejía. En su cuarto sermón, el cardenal declaró que se estaba tramando una temible maquinación; los nazis amenazaban abandonar el Antiguo Testamento porque sus libros eran judíos. Faulhaber proclamó que Cristo rechazaba los «lazos de sangre» reemplazándolos por «lazos de fe». En el último sermón declaró: «No debemos olvidar nunca que no es la sangre alemana lo que nos salvará, sino la preciosa sangre de Nuestro Señor crucificado».

Los sermones de Faulhaber eran explícitos, pero en ellos poco había que confortara a los judíos alemanes, y ciertamente nada en defensa del Talmud, pero sí mucho, como ha comentado Saul Friedländer, de los «acostumbrados clichés del tradicional antisemitismo religioso». Faulhaber estaba de hecho defendiendo a los pocos judíos que se habían convertido al cristianismo, pero no a todos los judíos. Los sermones estaban dirigidos principalmente contra el antisemitismo teológico,[251] y el propio Faulhaber admitía que no era su intención comentar los aspectos contemporáneos de la cuestión judía: «Yo defendía el Viejo Testamento —diría—, sin adoptar ninguna posición acerca de la cuestión judía actual».[252]

Así y todo, un informe secreto del servicio de seguridad de Himmler afirmaba que a Faulhaber «se le considera, sobre todo por parte de la prensa extranjera, como líder espiritual de la resistencia católica frente al Estado nacionalsocialista. […] Sus ocasionales admoniciones al clero para que “cooperen con el Estado” no contrapesan el efecto disgregador de sus sermones de adviento sobre el judaísmo, en especial el de Año Nuevo sobre la nación alemana».[253]

¿Cabe pensar que el cardenal Faulhaber, en el preciso instante en que el catolicismo parecía haberse rendido, estuviera midiendo el alcance de una última y desesperada resistencia? En cualquier caso, dejó pasar el momento, desaconsejando la protesta. En sus propias palabras, no deseaba «de ninguna forma caer en una postura de oposición radical».

La Santa Sede poseía ahora, para lo bueno y para lo malo, el control de la política de relaciones Iglesia-Estado, que trataba de asegurar un equilibrio de intereses mediante la conciliación.

PACELLI CONTINÚA APACIGUANDO LOS ÁNIMOS

A finales de noviembre, Pacelli comenzó a impacientarse por la ausencia de respuesta de Buttmann. El cardenal secretario de Estado se alarmó aún más al saber que el vicecanciller Von Papen planeaba integrar a los grupos juveniles católicos en las juventudes hitlerianas. Pacelli no podía sentirse más disgustado con esa noticia que los propios obispos alemanes, pero insistía en que el problema sólo podría resolverse entre él mismo y Berlín, y pidió a los obispos que se mantuvieran firmes tras él, permaneciendo en silencio y apoyando su posición negociadora. Así, una vez más, privaba a los obispos de la capacidad de afrontar el reto en sus respectivas diócesis. Justificando la exigencia de Pacelli de dirigir él mismo el proceso desde la cumbre, Kaas comentó al arzobispo Gröber: «En el Estado rige el principio de liderazgo; lo mismo sucede en el Vaticano. Si en el episcopado sigue prevaleciendo el parlamentarismo, será la propia Iglesia la que sufra».[254]

Presintiendo que la presión sobre Pacelli podía tener resultados impredecibles, Buttmann aceptó la sugerencia del nuncio vaticano de realizar otro viaje a Roma. Pasó casi todo el día 18 de diciembre con Pacelli, quien le dijo de nuevo que el Papa se sentía molesto y a punto de perder la paciencia: «[Pío XI] tendrá que hablar de Alemania en su alocución de Navidad». Y añadió, exponiendo con ello la trágica debilidad de su táctica: «Si yo pudiera presentar algún resultado a Su Santidad, creo que su disposición mejoraría».[255] La protesta se había convertido así en un mero instrumento de los gambitos de Pacelli, que podía adelantar o retirar según el estado del juego diplomático.

En consecuencia, Buttmann telefoneó a Hitler y al día siguiente Pacelli tenía en sus manos una nota telegrafiada desde el gobierno del Reich. Su contenido, sin embargo, difícilmente serviría para apaciguar las quejas de los católicos alemanes. No era sino una promesa de «negociaciones verbales en el próximo futuro», a la que acompañaba la decisión de permitir que la Santa Sede llevara a cabo a su antojo la selección de los obispos, y la exención del servicio militar para los seminaristas. Pero no había ni una palabra acerca de la persecución de los judíos convertidos al catolicismo, ni un solo avance en la cuestión de las asociaciones. En cualquier caso, fue lo suficiente para que Pacelli disuadiera al Papa de criticar a Hitler en su sermón navideño.

Pero tan pronto como el gobierno del Reich se sintió a salvo de un reproche papal, volvió de nuevo a la ofensiva. El embajador germano ante la Santa Sede aconsejó al Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín que, puesto que a Pacelli le gustaba trabajar con documentos, debería enviarse al Vaticano una respuesta punto por punto a las protestas de la Santa Sede. Al mismo tiempo, el ministro de Asuntos Exteriores, Konstantin von Neurath, intentó protestar por la supuesta injerencia política por parte de algunos sacerdotes católicos, particularmente del clero austríaco. ¿No podía remitir la Iglesia en sus injustos ataques a un gobierno elegido?

Así, ya en abril de 1934, Pacelli se veía absorbido por la redacción de una pro memoria tras otra preparándose para los sucesivos encuentros con Buttmann, ninguno de los cuales condujo a nada. El punto principal de fricción era el de las organizaciones juveniles. Buttmann argumentaba que, con tal de que se les permitiera a los jóvenes cumplir con sus obligaciones religiosas, no podía haber ninguna objeción a su integración en las juventudes hitlerianas. Por orden expresa de Hitler del 29 de marzo, Buttmann debía exigir ese compromiso en la siguiente ronda de conversaciones a celebrar en la segunda semana de abril. Pacelli, sin embargo, se negó a limitar las organizaciones juveniles católicas a meras «asociaciones de oración», por miedo a que los jóvenes católicos se vieran absorbidos por la neopagana cultura nazi. En febrero, de hecho, citando su racismo anticristiano, la Santa Sede había puesto en el Índice de Libros Prohibidos El mito del siglo XX de Alfred Rosenberg, el nuevo dirigente de la educación ideológica nazi.

Conforme pasaban los meses sin salir del punto muerto en la cuestión de las asociaciones católicas, Pacelli se sentía cada vez más frustrado por el hecho de que el aparente estorbo era la obligación establecida por el Reich de consultar con los gobiernos regionales. El 14 de mayo escribió una extraordinaria nota a Buttmann que al parecer causó mucha extrañeza, y sin duda cierta diversión, en la Wilhelmstrasse. Pacelli reprochaba al Reich que no utilizara los poderes dictatoriales de que disponía para ordenar a los estados regionales recalcitrantes la aceptación de las disposiciones concordatarias. En un resumen de la nota de Pacelli enviado a Hitler se señalaba que «la idea clave que se repite en la pro memoria es que las causas que han dado lugar a las quejas de la Iglesia no deberían permitirse, en particular en un Estado dirigido autoritariamente [Führerstaat]. El gobierno del Reich cuenta con métodos para ejercer su influencia y un poder físico como no se había conocido hasta ahora».[256]

¿Es posible que Pacelli estuviera regañando a Hitler por no ser suficientemente dictatorial? ¿O se trataba de un gesto de dudosa ironía, que indicaba que era consciente de que las demoras que alegaban la reticencia local no eran más que una excusa? Quizá ambas cosas sean verdad en alguna medida. En cualquier caso, ahora le tocaba a Pacelli mostrarse recalcitrante.

El 27 de junio, tres obispos alemanes (Gröber, Beming y Nikolaus Bares) se entrevistaron con Hitler, encargados por Pacelli de mediar entre la jerarquía eclesiástica y el gobierno del Reich en las relaciones Iglesia-Estado. Hitler les aseguró que en cuanto se completaran las negociaciones en curso sobre el problema de las asociaciones, él mismo haría una declaración acerca de la libertad de la Iglesia católica para emprender actividades «en su propia esfera». El 29 de junio, sin consultar a Roma, esos tres obispos completaron, junto a los negociadores del Reich, un documento que constituía una base formidable para limar las notables diferencias. Se reconocían como religiosas muchas organizaciones de la Iglesia, incluidas las asociaciones juveniles que se limitaban a la educación moral y religiosa. Las organizaciones deportivas y laborales debían integrarse en la Acción Católica, aun reconociendo que el entrenamiento físico sería prerrogativa del Estado. Los obispos prometían que la juventud católica no vestiría uniformes ni organizaría acampadas.

Aparte del hecho de que cualquier acuerdo con el gobierno del Reich carecía de valor en las circunstancias del momento, parecía preferible ese pacto a no contar con ninguno, dado el peligroso aprieto en el que la Iglesia católica se veía atrapada. Pero la conclusión del acuerdo quedó frustrada por un acto característico de centralismo que revelaba una vez más que la Santa Sede no iba a permitir que los obispos alemanes decidieran por sí mismos. Antes de que el documento fuera enviado al Ministerio del Interior en Berlín, el cardenal Bertram lo sometió a Pacelli solicitando su opinión, y éste lo rechazó, alegando en nombre del Papa la purga sangrienta del 30 de junio de 1934.

Hasta hoy día no se sabe con certeza cuántas personas perdieron la vida por órdenes de Hitler en la llamada «Noche de los Cuchillos Largos». Entre las ochenta y cinco víctimas estimadas se encontraban figuras que habían sido cruciales en el ascenso de Hitler, como Ernst Rohm, Kurt von Schleicher, Karl Ernst y Gregor Strasser. En el transcurso de la noche, sin embargo, también fueron asesinados varios católicos que se habían opuesto al ascenso de Hitler, como Erich Klausner, dirigente de la Acción Católica; el doctor Edgar Jung, miembro preeminente de la misma; Adalbert Probst, dirigente de las organizaciones deportivas católicas, y Fritz Gerlich, editor del semanario católico Der Gerade Weg. En todos los casos, los asesinos presentaron coartadas amañadas.[257]

La naturaleza criminal del régimen gangsteril de Hitler quedaba así en evidencia. No sólo se trataba de una dictadura violenta y totalitaria, sino que estaba dispuesta a cometer asesinatos en masa para alcanzar sus objetivos. Para vergüenza de la jerarquía eclesiástica alemana, y más aún de Pacelli, que seguía obligándolos al silencio, los obispos católicos no pronunciaron ni una palabra de protesta frente a esta matanza de valerosos dirigentes católicos laicos. El Papa y su secretario de Estado, sin embargo, se vieron obligados a llevar a cabo la mínima protesta de negarse a concluir las negociaciones para incorporar la resolución de los obispos en el incompleto artículo 31 del concordato. Al cabo de tres semanas, Pío XI y Pacelli sentían aún menos deseos de aceptar esa resolución tras el asesinato del canciller Engelbert Dollfuss de Austria el 25 de julio, quien el mes anterior había firmado un concordato con el Vaticano favorable a la Iglesia católica. Entretanto, dado que Roma no había respaldado la solución propuesta para el artículo 31, Hitler declinó hacer pública la prometida declaración que supuestamente garantizaría a la Iglesia católica la inmunidad frente a los ataques de que venía siendo objeto en Alemania.

El 2 de septiembre, Pacelli informó a los obispos alemanes de que las concesiones realizadas por el gobierno alemán estaban «por debajo del grado de libertad religiosa garantizado por el texto del concordato».[258] Ambas partes —los negociadores del Reich y los obispos alemanes— no debían cerrar las negociaciones, pero se posponía indefinidamente su avance mientras Pacelli, figura clave en el destino de los católicos alemanes, partía para realizar una larga visita al otro extremo del mundo. Era el primero de los muchos viajes que le llevarían fuera de su despacho mientras la oscuridad se extendía sobre Europa.

SUDAMÉRICA

Durante los cuatro años que había servido como secretario de Estado en el Vaticano, Pacelli había causado una profunda impresión al autocrático Pío XI. Aunque temperamentalmente eran muy diferentes, una de las principales razones de la admiración que el Papa sentía por Pacelli era la convicción que ambos compartían de que la Iglesia era «una sociedad perfecta, suprema en su propio orden». Esta idea, desarrollada por León XIII y transformada, como hemos visto, en modelo de una burocracia centralista controlada mediante el Derecho Canónico y los concordatos, fue llevada hasta sus últimas consecuencias en la encíclica de Pío XI Quas primas (1925), en la que declaraba que la Iglesia «no sólo simboliza el reinado definitivo de Dios sobre el universo sino que realiza, gradualmente, la soberanía de Cristo sobre el mundo, incluyendo a individuos y pueblos en su ley de justicia y paz». Ese mismo año, Pío XI estableció la fiesta de Cristo Rey, quien según el Papa ejercía su poder no sólo sobre los católicos sino sobre los demás hombres, y no sólo sobre los individuos sino también sobre las sociedades. Comparados con la primacía universal de Cristo, proyectos laicos como la Sociedad de Naciones, en opinión de Pío XI, carecían de trascendencia. Cuando los nubarrones de la guerra comenzaban a acumularse en el horizonte, la única esperanza para las sociedades humanas consistía en someterse a la Iglesia y al Vicario de Cristo Rey en la tierra.

Pío XI tenía sin duda en mente en 1934 tal monarquía universal, espiritual y moral cuando pidió a Pacelli que viajara en su nombre presentándose como enviado del Vicario de Cristo en la tierra. Pero tenía además otra motivación: en sus propias palabras, el Pontífice quería mostrar a su protegido a los obispos del mundo entero. En 1936 dijo al entonces monseñor Domenico Tardini: «Le hago viajar con el fin de que conozca el mundo y se haga conocer por él». Y tras una pausa añadió: «Será un espléndido Papa».[259] Vistas ésta y otras observaciones, queda claro que ya en 1934 Pío XI trataba de influir sobre el resultado del próximo cónclave, cargando los dados en favor de Pacelli.

Pese a sus urgentes responsabilidades durante este período de creciente peligro en Europa, Pío XI le envió en otoño de 1934 como legado papal al Congreso Eucarístico de Buenos Aires. En rápida sucesión se produjeron otros viajes. La misión que le llevó a Argentina tenía un contenido no sólo religioso sino también político. Teniendo en cuenta el régimen comunista anticlerical de México y las frecuentes sublevaciones en el continente, Pío XI confiaba en el catolicismo tradicionalista de Argentina con su benigno régimen militar y su apariencia de democracia republicana. El año anterior se habían celebrado elecciones. ¿No era acaso Argentina el verdadero ejemplo de armonía en las relaciones Iglesia-Estado en aquella agitada región? La visita del legado papal sería una señal de que el mundo no había apostatado en su totalidad, un testimonio vivo de la presencia de Cristo en la Eucaristía en manos del legado del Vicario de Cristo en la tierra. La triunfal llegada de Pacelli a Latinoamérica, algo sin precedentes en la historia de la Iglesia católica, anticipaba los viajes de dos papas posteriores, Pablo VI y Juan Pablo II.

La orquestación del viaje de Pacelli fue extraordinaria, preparando cada uno de sus aspectos de forma espectacular para conseguir el máximo impacto público. Partió de Génova el 24 de septiembre en el buque italiano Conte Grande, con la enseña papal ondeando en su palo mayor, mientras sonaban todas las campanas de la ciudad y bandas de música, entre los gritos de la multitud que se agolpaba en el muelle para recibir la bendición de Pacelli como si fuera la del propio Papa. Su alojamiento en la popa del barco incluía una capilla privada, un despacho, una sala de estar y otras dos habitaciones. El despacho estaba amueblado con una pesada mesa y parte de su biblioteca privada. Se le había instalado un radioteléfono con el fin de que pudiera mantenerse en contacto con la Secretaría de Estado. Alojados en otros camarotes viajaban con él todo un séquito de secretarios, cuatro obispos, varios diplomáticos latinoamericanos y representantes de las órdenes religiosas. Entre ellos se encontraba monseñor Kaas, quien se había convertido en el factótum del amplio ámbito del secretario de Estado, y que llevaba consigo a una sobrina. La prensa describía el navío como «una catedral flotante».

Según los informes del viaje,[260] Pacelli no se mostró nunca ante los pasajeros, exceptuando el día en que el barco atravesó el ecuador. En lugar del acostumbrado jolgorio carnavalesco, Pacelli exigió que se celebrara una ceremonia religiosa. Saliendo de su camarote vestido con una túnica dorada, paseó a lo largo del buque con todos sus prelados y acólitos, parándose para bendecir los cuatro puntos cardinales.

Cuando el barco se aproximaba a Buenos Aires tras un viaje de dos semanas, el presidente argentino, general Agustín Pedro Justo, subió a bordo desde el buque de guerra 25 de Mayo para saludar así a Pacelli: «Su Eminencia, saludo en la persona del legado papal al más importante soberano del mundo, ante cuya autoridad espiritual todos los demás soberanos se postran con veneración».

Conducido en una carroza de ceremonia y con flores adornando todos los balcones, Pacelli entró en la ciudad como un emperador. En los cinco días siguientes impresionó a los ciudadanos de la capital argentina con su rostro como pintado por el Greco y su aspecto de concentrada piedad. Mantuvo conversaciones acerca de la situación política de la región con varios altos funcionarios del gobierno y diplomáticos, se celebraron largas procesiones y ceremonias religiosas en el Parco Palermo, donde pantallas transparentes a prueba de balas protegían el altar y el trono de Pacelli. Un artilugio con ruedas arrastrado por cientos de sacerdotes con sotanas blancas llevó a través de las calles de Buenos Aires a un Pacelli arrodillado ante la expuesta Eucaristía.

Una tarde ocurrió un incidente revelador, cuando Pacelli fue invitado a asistir a una representación de la Cecilia de Refice en el teatro Colón. En el último momento decidió realizar en su lugar un vuelo en aeroplano sobre la ciudad. Tal como atestiguan las fotografías que se tomaron durante el vuelo, se mantuvo sentado, tieso como un palo, leyendo su breviario. La tarde siguiente repitió la experiencia, esta vez en un aparato militar, que prefería por su velocidad.

En este ostentoso viaje ya era evidente el piadoso porte que marcarían sus apariciones en años posteriores, siendo Papa: como señalaba Carlo Falconi, su aspecto general estaba «compuesto de ascetismo e inspiración religiosa»; allá donde aparecía entre un grupo de autoridades locales, civiles o eclesiásticas, su invariable pose lo mostraba «con las manos juntas como si estuviera participando en una ceremonia litúrgica».[261]

El día del regreso hizo un alto en Montevideo para bendecir a las multitudes de fieles en el muelle, y luego siguió hacia Río de Janeiro, donde fue recibido con honores de jefe de Estado por el presidente y el gobierno en pleno. Escoltado hasta la cumbre de la colina que domina Río, donde se alza la estatua del Redentor con los brazos en cruz, postura que Pacelli iba a emular en años venideros, bendijo la tierra de Brasil en nombre del Santo Padre. Su partida hacia Europa fue saludada por disparos de salva de las baterías costeras, aviones en formación, y una escuadra de buques como escolta, haciendo sonar sus sirenas.

En lugar de regresar inmediatamente a Génova, el Conte Grande atracó el 1 de noviembre en Barcelona, donde Pacelli se entrevistó con el general Domingo Batet, gobernador militar de Cataluña. La ciudad había vivido una gran agitación durante el mes de octubre después de que el dirigente separatista Lluís Companys proclamara un Estat Català independiente.

El general gobernador militar organizó una recepción para que Pacelli pudiera encontrarse con prelados y dignatarios civiles y militares de todos los rincones de España. Brindando su hospitalidad con un aplomo imperial, Pacelli ofreció una cena de gala en el barco a miembros del gobierno de Madrid y el arzobispo de Tarragona. ¿Cómo podían Pacelli o el general Batet prever la explosión de violencia y la carnicería que pronto estallaría en España, o los miles de clérigos y religiosos que perderían la vida en la guerra civil? El propio general Batet sería ejecutado dos años después al ser incapaz de infligir la violencia que Franco consideraba esencial para llevar adelante la guerra.[262]

Pacelli llegó a Génova el 2 de noviembre, y al día siguiente fue recibido, junto a su comitiva, por el Papa, quien derramó elogios y gratitud sobre su cardenal preferido. Pacelli, por su parte, pudo informar: «Nunca antes había visto toda una nación, gobernantes y gobernados unidos, inclinando la cabeza y doblando la rodilla tan devotamente ante Aquel que dijo: “Soy un rey… pero mi reino no es de este mundo.”»[263] El palacio apostólico no había sido testigo de tales escenas ni oído tales expresiones desde los lejanos tiempos del papado barroco.

La tarde siguiente, según uno de sus hagiógrafos,[264] un secretario se acercó a las habitaciones de Pacelli con un telegrama urgente. La habitación estaba a oscuras, pero a la débil luz que entraba por las ventanas, el sorprendido subalterno vio cómo una alta figura se alzaba del suelo de mármol donde había estado orando, tumbado boca abajo y con los brazos en cruz. Al encenderse la luz, Pacelli tomó el telegrama y viendo la agitación del clérigo le dijo: «No se preocupe. Después de tanta gloria y esplendor, es necesario acercarse al suelo para recordar que no somos nada».

Pacelli había vuelto a una Europa al borde del conflicto. Cuando llegó a Buenos Aires el 9 de octubre, el rey Alejandro de Yugoslavia y el ministro francés de Asuntos Exteriores habían sido asesinados por un nacionalista croata en Marsella. El origen del «complot» parecía hallarse en Hungría, y en Yugoslavia se pedían represalias. En las complejas alianzas tejidas en Europa, Italia y Francia corrían peligro de verse arrastradas a un conflicto militar.

Mientras, en las últimas semanas de 1934, Hitler concentró sus esfuerzos en preparar el plebiscito por la disputada región del Sarre. La votación se celebró en enero de 1935, resultando una aplastante mayoría, en la que pesaron mucho los votos católicos en favor de la retrocesión al Reich. Poco después, Hitler anunció la introducción del servicio militar obligatorio. El Libro Blanco del gobierno británico sobre el fracaso de la Conferencia de Desarme y el anuncio de Göring de la constitución de la Luftwaffe incrementaron el estado de tensión que vivía Europa.

Al mismo tiempo, Mussolini había expresado abiertamente su ambición de crear un imperio por la fuerza de las armas. El 1 de febrero de 1934, el Duce anunció que pretendía conquistar Etiopía como primer paso de ese sueño y en cumplimiento de la cultura fascista de dominio y poder. Mussolini estaba convencido de que Gran Bretaña no intervendría, pero no las tenía todas consigo con respecto a Francia, que había invertido grandes sumas en la construcción de un ferrocarril de Addis Abeba, la capital de Etiopía, hasta el puerto de Yibuti, en territorio francés.

PACELLI Y FRANCIA

Pierre Laval, el nuevo ministro francés de Asuntos Exteriores, llegó a Roma el 5 de enero de 1935 a fin de mantener conversaciones con Mussolini con la esperanza de aliviar las tensiones franco-italianas. La visita fue un éxito, disolviendo los miedos de Mussolini acerca de la situación yugoslava y la posibilidad de una intervención francesa en Etiopía. Laval informó al Duce de las negociaciones para un pacto entre Francia y la Unión Soviética, y abrió la vía a una comprensión especial entre Francia e Italia.

El Vaticano no quedó marginado en esa visita. En la tarde del 7 de enero, Laval se entrevistó con Pacelli en su despacho de la Secretaría de Estado. Hablaron del creciente peligro alemán y de la probabilidad del Anschluss de Austria. Se volvieron a encontrar más tarde en una cena ofrecida a Pacelli en la residencia del embajador francés en el Palazzo Taverna. Pacelli recibió esa noche la gran cruz de la Legión de Honor. Bajo la suave influencia diplomática del cardenal secretario de Estado, la visita de Laval creó nuevas oportunidades para atraer a Francia y a los católicos franceses más cerca de la Santa Sede.

Desde el comienzo del pontificado de Pío XI, la Iglesia francesa se había visto dividida por el movimiento de extrema derecha y el periódico conocidos como L’Action Française, bajo la dirección de Charles Maurras. Ese movimiento —que contaba con muchos simpatizantes y seguidores católicos, más por su antirrepublicanismo que por sus prejuicios particulares— predicaba la primacía de la Iglesia sobre el «Cristo hebreo», la sujeción del hombre a la sociedad, la exaltación nacionalista y el retomo de la monarquía.

L’Action Française, antisemita y dedicada al extraño objetivo de descristianizar el catolicismo, era para Pío XI un peligroso cuclillo en el nido católico. Resuelto a acabar con ella, el Papa condenó tanto el periódico como el movimiento. Los obispos estaban también en el punto de mira. Se castigó a muchos miembros laicos y religiosos del movimiento. En 1926, L’Action Française había capitulado y Pío XI trataba ahora de atraer a su seno a Francia, la «hija mayor» de la Iglesia, y de cicatrizar las heridas abiertas en el catolicismo francés.

Pacelli fue nombrado para representar al Pontífice en Francia en una peregrinación al santuario de la Virgen en Lourdes. Pío XI, entusiasta impulsor del culto a María, seguía la tendencia de establecer una equivalencia entre la infalibilidad papal y el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado por Pío Nono en 1854. «Todos los verdaderos seguidores de Cristo —escribía Pío XI en 1928— creerán en el dogma de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios con la misma fe con que creen en el misterio de la augusta Trinidad, la infalibilidad del Romano Pontífice y la Encarnación».[265] La obediencia a María simbolizaba la sumisión individual y colectiva a la Santa Sede, al estar basado su estatus en el dogma papal.

Antes de partir hacia Francia, Pacelli tuvo que acudir al lecho de muerte de su hermano Francesco, el distinguido letrado vaticano que había negociado el Tratado Lateranense. Pacelli se sentía tan deprimido por la enfermedad de su hermano que estuvo a punto de renunciar al viaje. «Pero eso —afirmaba un temprano biógrafo, Nazareno Padellaro, con evidente aprobación y sin más explicaciones— habría sido una decisión demasiado humana».

Pacelli partió pues hacia Francia el 25 de abril, y fue recibido en la estación de Lourdes al día siguiente con mensajes del presidente de la República y los honores debidos a un jefe de Estado. Rodeado por un cuarto de millón de peregrinos, rezó y participó en procesiones por la gruta durante tres días. En un sermón típico, habló de los enemigos de la Iglesia. «Con la ilusión de ensalzar una nueva sabiduría —dijo—, sólo hay lamentables plagiarios que cubren viejos errores con nueva trompetería. Poco importa que enarbolen la bandera de la revolución social. Se inspiran en una falsa concepción del mundo y de la vida». Denunciando las supersticiones de la raza y la sangre, así como falsas concepciones del mundo social y económico, declaró que la Iglesia «no consiente en formar parte de un todo con ellos a cualquier precio». Precisamente lo que había estado haciendo con Hitler durante 1933.

El último día, domingo, habló de la Mujer del Apocalipsis, vestida con el sol, del rescate de la raza humana y del Gólgota, «el centro de la historia de la humanidad». Luego habló de nuevo de la «superstición de la raza y la sangre» en Alemania y de cómo la Iglesia elegiría la sangre del Calvario antes que traicionar a su Esposo, en llamativo contraste con las realidades de conciliación y rendición que él mismo había impulsado en los últimos años en Alemania.[266]

Durante su estancia en Lourdes, Pacelli dedicó gran parte de las noches a rezar, negándose a dormir en una verdadera cama y tumbándose únicamente en una hamaca. Una noche, según Falconi, Pacelli se permitió una pequeña ruptura del ceremonial para ir a visitar el valle de Labigorre, cerca de Saint-Savin. Un sacerdote se sentó junto a él en un carruaje tirado por un caballo para servirle de guía. Pero una vez que habían salido a campo abierto, Pacelli abrió su breviario y comenzó a leer, sin echar una sola mirada al paisaje. Después de una hora o así, dijo: «Ahora, monseñor, regresemos». En el viaje de vuelta Pacelli se mantuvo con los ojos cerrados, como en un trance místico. Cuando llegaron a su alojamiento, dijo únicamente a su compañero: «¡Perdóneme!», y se apresuró a entrar en la casa.

Pero el viaje a Francia había sido un éxito, y antes de partir se habló de una nueva visita. Según la prensa francesa, si ésta se producía debía ponerse el palacio de Versalles a disposición del legado.

Pacelli volvió en efecto a Francia el 9 de julio de 1937, llegando a París entre bandas militares y una ceremonia de bienvenida oficial. Dijo misa en la basílica del Sacré-Cœur antes de tomar el tren para Lisieux, en Normandía. La muchedumbre se alineaba en los andenes de cada estación del camino. La ciudad de Lisieux le acogió con honores militares, más bandas, banderas y una escolta a caballo. Más de tres mil peregrinos, se dijo, se alineaban en el camino hasta el palacio Episcopal. Un corresponsal comparó en un periódico a Pacelli con una figura del Pórtico Real de Chartres.

La principal tarea de Pacelli en Lisieux fue la consagración de la nueva basílica, construida sobre la tumba de santa Teresita, la monja carmelita que entró al convento con quince años en 1888 y murió de tuberculosis en 1897, a los veinticuatro. Ese acto significó un respaldo significativo a una espiritualidad que enfatizaba la interioridad sobre la comunidad, la sumisión por encima de la acción social, el silencio sobre las palabras. Santa Teresita era famosa por su reflexión: «Quiero emplear mi cielo haciendo el bien en la tierra». Su legado fue una autobiografía espiritual póstuma, Historia de un alma, que mostraba una santidad basada en las humildes rutinas de un convento de clausura.

En 1925, cuando Pío XI la canonizó como santa de la Iglesia, su culto se había convertido en un importante foco de piedad popular católica en todo el mundo. Pío XI la hizo patrona de las misiones, y era particularmente popular entre los sacerdotes diocesanos. Daniel-Rops, historiador católico francés, argumentaba que su «pequeño camino» contenía la respuesta del siglo XX a las grandes apostasías de la época, que habían llevado al comunismo y al nazismo. «A las afirmaciones de Nietzsche y Karl Marx, la santa opone sólo su irrefutable respuesta. […] “Dios ha muerto”, dijo el profeta de Sils-Maria. [Pero] Teresa […] cuando todo podría haberla convencido de su aniquilación, seguía sabiendo que nada podría destruirlo, porque Él es la única realidad».[267]

La devoción personal de Pío XI hacia la santa no conocía límites. Pidió a Pacelli que le trajera tres rosas de Lisieux, «tres gracias especiales que imploramos de la amada santita». Las rosas fueron cuidadosamente cortadas por los guardianes del santuario, pero Pacelli, según Padellaro, evitando todo sentimentalismo, «las estudió con la escrupulosidad de un botánico».[268]

Antes de dejar Francia, Pacelli volvió a París para pronunciar un sermón en francés en Notre-Dame a un conjunto de dignatarios eclesiásticos y civiles. Se dijo que parecía un poco nervioso al subir al púlpito. Pero pronto se animó al llegar a su tema predilecto, exclamando: «Vigilate, fratres!» («¡Vigilad, hermanos!»). Recordó a Francia su vocación de observar la «ley del amor», y que ésta exigía «una solución cristiana y justa a la cuestión central del proletariado». El esquema de su argumentación, desarrollada mediante una serie de generalizaciones, consistía en un rechazo a los «falsos profetas» que habían retrotraído al mundo a una nueva edad de las tinieblas comparable a la oscuridad de la era precristiana. En su perorata declaró que «cuanto antes nos demos cuenta de que existe una estrecha correlación entre la misión de la Iglesia de Cristo y el progreso y grandeza de las naciones, antes llegaría la armonía querida por Dios»[269] Al final se produjo algo desacostumbrado en una homilía católica, al ponerse en pie el público para aplaudir con entusiasmo.

La semana siguiente, Diego von Bergen, el embajador del Reich ante la Santa Sede, informó a Berlín de que Pacelli insistía con vehemencia en la «naturaleza puramente religiosa» de su sermón. El viaje a Francia «no tenía objetivos políticos; el Vaticano nunca había ni siquiera pensado en una demostración indirecta contra Alemania».[270]

PACELLI EN ESTADOS UNIDOS

La victoria socialista en las elecciones españolas de 1936 desembocó en el verano de ese mismo año en el estallido de la guerra civil. La Iglesia católica, identificada con el bando reaccionario de la contienda, se vio sometida a gran número de atrocidades, cometidas en su mayoría por los anarquistas. Según las fuentes católicas,[271] durante los treinta y tres meses de guerra fueron asesinados más de siete mil sacerdotes y religiosos. Pacelli estaba seguramente al tanto de las atrocidades cometidas por el bando franquista, pero el Caudillo había declarado que «España será un imperio encaminado hacia Dios». En septiembre, en la recepción a un grupo de peregrinos españoles, Pío XI denunció la «satánica empresa» del marxismo, que había desencadenado la guerra, y bendijo a los que defendían «los derechos y el honor de Dios frente a una salvaje explosión de fuerzas tan brutal y cruel que parece increíble».[272]

Aunque Pacelli pronunció muchos discursos a lo largo del año sobre el tema de la justicia y la paz, el ataque de Mussolini a Etiopía del 3 de octubre de 1936 no suscitó ninguna condena por parte de la Santa Sede. Tampoco se esforzó Pío XI por restringir el entusiasmo guerrero de la jerarquía eclesiástica italiana. «Oh, Duce —exclamaba el obispo de Terracina—, la Italia de hoy es fascista, y los corazones de todos los italianos laten junto al tuyo. La nación está dispuesta a cualquier sacrificio para asegurar el triunfo de la paz y de las civilizaciones romana y cristiana. […] ¡Dios te bendiga, oh Duce!»[273] Tales sentimientos parecían saludar una alianza entre la visión que la Santa Sede tenía de la Iglesia como «sociedad universal» y la fantasía de Mussolini de un imperio temporal en vías de formación. Aunque Pío XI había dicho a un amigo en septiembre que la guerra con Etiopía sería «deplorable»,[274] sus declaraciones sobre la cuestión tras producirse la invasión fueron tan enrevesadas y vagas que no cabía deducir de ellas ningún juicio claro.

En este contexto, Pacelli, acompañado por Enrico Galeazzi y sor Pasqualina, partió de Nápoles hacia Norteamérica en el transatlántico de lujo Conti di Savoia el 8 de octubre de 1936. Era la primera vez que un secretario de Estado vaticano visitaba Estados Unidos. Uno de los primeros visitantes a bordo cuando el barco atracó en el puerto de Nueva York fue el obispo Francis Joseph Spellman, amigo de Pacelli, que contaba entonces treinta y siete años y estaba destinado a ser cardenal arzobispo de Nueva York. Spellman llevó a Pacelli una chaqueta y pantalones clergyman, pero Pacelli rechazó inmediatamente la posibilidad de vestir como un seglar.

Spellman, antes burócrata vaticano de enorme energía, eficacia y ambición, era obispo auxiliar de Boston. Pese a los intentos de ponerle freno de su superior, el cardenal arzobispo William O’Connell, Spellman había organizado la mayor parte del viaje de Pacelli. Durante los treinta días de estancia en aquel país, en los que recorrió más de diez mil kilómetros, la mayoría en avión, Pacelli mantuvo su dignidad clerical, deslizándose con su sotana y su capa de seda en innumerables colegios católicos, conventos, monasterios e iglesias parroquiales.

Un quid pro quo no explícito de la visita fue el intercambio de favores entre Pacelli y el presidente Roosevelt, quien deseaba su ayuda para acallar al padre Charles Coughlin, que predicaba subversivamente por radio cada semana para una audiencia de quince millones de norteamericanos. Coughlin, párroco de una iglesia dedicada a santa Teresita en Royal Oak, un suburbio de Detroit, estaba contra el New Deal y atribuía los males de Norteamérica a Roosevelt, los judíos, los comunistas y los «capitalistas sin-dios». Roosevelt quería amordazar a Coughlin. En cuanto a Pacelli, le preocupaba que Estados Unidos hubiera reconocido tres años antes a la Unión Soviética, y esperaba una compensación por parte de Roosevelt bajo la forma de relaciones diplomáticas formales EE.UU.-Vaticano.

Pacelli no se encontró con Roosevelt en persona hasta el final de su viaje, el 6 de noviembre, después de que las elecciones lo hubieran vuelto a confirmar como presidente. Tras su visita a la propiedad de Roosevelt en Hyde Park, quedó claro que Pacelli había sentado las bases para forjar los lazos EE.UU.-Vaticano que pretendía. Estados Unidos había mantenido un diplomático en la Santa Sede hasta que el Senado retiró su estipendio en 1867, cuando Pío IX, como consecuencia de su antidemocrático Syllabus de errores, se hizo extremadamente impopular entre los demócratas y liberales. En 1870, el Papa perdió su poder temporal y con él la base constitucional para el mantenimiento de lazos diplomáticos. En 1929, el Tratado Lateranense había restablecido cierto rango de estatalidad para la Santa Sede, pero el Senado seguía reticente a establecer una representación. Tal decisión sólo podía molestar a la mayoría protestante, y parece que Roosevelt había asegurado a Pacelli que podría superar el obstáculo enviando al Vaticano un representante personal que no requeriría un pago oficial. El nombramiento no se hizo de todas formas hasta 1940, cuando Myron Taylor se acreditó ante la Santa Sede.

Mientras, aunque Pacelli no pronunció ni una palabra acerca de lo que se había dicho o de cómo se había hecho, el padre Coughlin anunció el 8 de noviembre que estaba realizando su última emisión radiofónica, y así fue en efecto. Aunque la visita fue ampliamente cubierta por los medios, la prensa norteamericana no consiguió entrevistar a Pacelli sobre esa u otras cuestiones delicadas durante su estancia, en gran medida gracias a la experta protección ejercida por Spellman.

Por lo demás, Pacelli mantuvo una impresionante serie de almuerzos, cenas, discursos y conferencias en casi todas las ciudades importantes de Estados Unidos, excluidos los del sur. Estuvo, entre otros lugares, en Boston, Filadelfia, Baltimore, Washington, South Bend, Cleveland, St. Paul, Cincinnati, Detroit, Chicago, San Francisco, Los Ángeles y St. Louis. Subió a lo alto del Empire State Building y contempló la presa de Boulder y el Gran Cañón, así como la filmación de una película en Hollywood, y recibió distinciones honoríficas de varias universidades. En todas partes a donde llegaba se encontraba con multitudes entusiastas en las calles, que recordaban las que se reunirían más tarde, en el último cuarto de siglo, para saludar a los papas viajeros. Según todas las crónicas, Pacelli apreciaba aquellos recibimientos a bombo y platillo, incluida la velocidad de los automóviles y el ulular de las sirenas de los escoltas motorizados. Denominado el «cardenal volante» por la prensa, lo cierto es que le gustaban los viajes en avión, y al parecer le conmovía el paisaje aéreo de las montañas, llanuras, desiertos y bosques del país. En el viaje de regreso a Nueva York visitó las cataratas del Niágara. Se mantuvo durante un tiempo en silencio al borde del precipicio, mirando la impresionante escena; hizo ademán de retirarse, pero volvió a acercarse de nuevo, y con un gesto característico en él, bendijo las cataratas.[275]

En Nueva York, antes de su regreso a Europa, Pacelli se alojó en «Inisfada», la finca que tenía en Long Island mistress Nicholas Brady, rica propietaria católica a la que la Santa Sede había concedido el título de duquesa por su generosidad. La duquesa Brady ofreció una gran recepción a Pacelli en su mansión de estilo georgiano. Fuegos de bengala iluminaban el camino hasta el porche; Pacelli y la duquesa recibían a sus distinguidos huéspedes mientras sonaba un órgano eléctrico instalado para la ocasión en un vestíbulo lleno de rosas y en las chimeneas ardían troncos enteros.

Antes de dejar Estados Unidos, Pacelli confió al siempre solícito Spellman la cantidad de 113.000 dólares, regalo de pudientes norteamericanos a lo largo del viaje, para que los invirtiera en su nombre. Mistress Brady murió poco después, dejando al cardenal secretario de Estado una herencia de cien mil dólares.[276]