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Pacelli, Papa de la paz
El escritor inglés Bernard Wall ofreció una desacostumbrada y vivida impresión del proceder de Pacelli en los primeros años de su pontificado, del despacho donde se celebraban las audiencias privadas y del rutinario protocolo.[346]
Primero se atravesaba una antecámara, pequeña y «llena a rebosar de cornisas y frescos, con una espesa alfombra, dorada y fea», con «atroces» retratos de los Papas más recientes en las paredes. El visitante estaba obligado a esperar allí hasta que una «figura vestida de púrpura» se le aproximaba pisando tan silenciosamente sobre la alfombra «que uno hubiera imaginado que caminaba descalzo». Ese prelado en funciones de secretario indicó al visitante que debía imitar sus actos, y luego, realizando una genuflexión sobre la alfombra justo a la puerta del despacho del Papa, que Wall reprodujo, hizo una profunda reverencia hacia la blanca figura del Pontífice, sentado tras una mesa, «con sus manos cruzadas ante sí, quieto». El Papa alzó entonces la mano para que le besara el anillo, e indicó a Wall que se sentara en una silla junto a la mesa de despacho. Mirando en torno, Wall contempló las «pesadas cortinas y el mármol, una impresión que sólo puedo describir como la de un entorno imperial». Otros han descrito ese despacho como «tojo y dorado». La mesa estaba cubierta de documentos y periódicos apilados. «Parecía como si se hubiese destacado en ellos algunos párrafos. […] No vi ningún libro, sólo montones y montones de documentos impresos».
Pacelli insistió en hablar en inglés. Tenía, cuenta Wall, una voz «aguda y como aflautada», que casi silbaba el pequeño discurso de bienvenida aprendido de memoria: «Me gusta mucho Inglaterra. He estado allí. Vi la Flota en Spit’ead». Se refería a la ceremonia de revista de los principales buques de la Royal Navy por el monarca, de la que Pacelli había sido testigo en Portsmouth en 1907, anécdota de la que se servía para iniciar la conversación con los visitantes ingleses desde que era Papa. Wall se dio cuenta de que Pacelli, pese a su reputación de políglota, no entendía demasiado bien el inglés. Pero como muchos otros, se vio sorprendido por el encanto del Pontífice:
Las expresiones de su cambiante y muy civilizado rostro variaban desde una gentil sonrisa hasta una mirada de profundo interés conforme iba desarrollando su discurso. Sus gestos eran pausados, como los de un actor. […] Una frente estrecha, un rostro alargado, sutil, inteligente, no demasiado profundo, pensé. […] Irradiaba una amistosa preocupación por mí de una forma que casi me hizo sentir pena; parecía tan conmovedor y patético que no me preocupé más de su preocupación.
Pío XII se levantaba a las 6.30 y rezaba una corta oración frente a una ventana abierta que daba a la plaza de San Pedro. Tras una ducha fría, celebraba una misa en la capilla privada que había junto a su dormitorio. Su mayordomo, Giovanni Stefanori, o su ayuda de cámara y chófer, Mario Stoppa, le ayudaban en misa, a la que acudían siempre la madre Pasqualina y las otras dos monjas alemanas que la ayudaban. Después desayunaba, sólo leche caliente y algo de pan, a solas, al igual que sus otras frugales comidas. La madre Pasqualina, además de ocuparse de las tareas hogareñas, mantenía con la colaboración e interés del Papa un pequeño almacén dentro del Vaticano, desde el que repartía sábanas, ropa y alimentos a los necesitados de Roma. Para esos menesteres se ponía a su disposición el automóvil papal.
La primera mitad de la mañana la pasaba trabajando en su despacho privado, donde recibía a los funcionarios del Vaticano, y que, según el padre Leiber, estaba pintado de un «gris cotidiano». Luego se sucedían las audiencias formales en salas más lujosas bajo sus habitaciones, donde recibía a los diplomáticos y gente importante que visitaba Roma. Después de mediodía ofrecía las audiencias generales a grupos grandes y pequeños, en un auditorio conocido como «Sala de Bendiciones».
Cada tarde, tras almorzar y dormir una breve siesta, Mario Stoppa lo llevaba a los jardines del Vaticano, en un Cadillac enorme y pasado de moda, con picaportes de oro y un trono en la parte de atrás. Allí paseaba arriba y abajo durante una hora, leyendo algunos documentos. Stoppa seguía sus pasos con un maletín por si el Pontífice deseaba revisar alguna información. Ocupaba sus tardes trabajando y rezando, incluyendo el rosario con las monjas en su capilla privada. Después de cenar seguía trabajando, a menudo hasta medianoche, y nunca se retiraba a su pequeña cama de hierro hasta que había leído todos los documentos que se amontonaban sobre su mesa.
Una de sus primeras disposiciones como Papa fue el nombramiento del cardenal Luigi Maglione para el puesto clave de secretario de Estado. Maglione, un año más joven que Pacelli, había sido considerado papabile, como hemos dicho, por una minoría de cardenales. Había nacido y se había criado en un pueblecito cerca de Nápoles, educándose con los jesuitas. Tras un período como cura párroco en Roma, fue nombrado nuncio en Suiza en 1909, y luego nuncio en París en 1926. Era un hombre decidido, muy inteligente, entrenado en la diplomacia y en los métodos mundanos; su experiencia en París complementaba la de Pacelli en Alemania. Estaba fascinado por la historia militar y tenía mapas de las campañas de Napoleón en las paredes de su despacho. A lo largo de la segunda guerra mundial marcaba las batallas con pequeñas banderitas en un mapamundi. Era capaz de mantener un secreto, y tenía la desconcertante costumbre de permanecer en silencio en presencia de otros. Así y todo, cuando le daba el capricho sabía mostrarse locuaz. Hay pruebas de que Maglione consideró desde un comienzo su relación con el nuevo Sumo Pontífice como una colaboración entre virtuales iguales. Pacelli no solía actuar de forma intemperante como Pío XI, pero no era menos autócrata que éste y no tenía la menor intención de considerar a su cardenal secretario de Estado como un «colega». Pese a las obstinaciones personales de Maglione, era él quien decidía.
Monseñor Domenico Tardini era el encargado de los Asuntos Extraordinarios, es decir, de las relaciones exteriores. Regordete, con una boca grande y de fácil sonrisa, provenía del barrio obrero del Trastevere romano. Daba todo el dinero que caía en sus manos a un orfanato. No le gustaban los fascistas ni los nazis, y calificaba a Hitler de «Atila motorizado». Tardini hablaba sin tapujos e iba a aparecer como una figura popular y refrescante entre los intrigantes diplomáticos del Vaticano de los tiempos de guerra.
El responsable de Asuntos Ordinarios —lo que significaba poco más o menos todo lo que no eran Asuntos Extraordinarios— era Giovanni Montini, el futuro Pablo VI. Hijo de un político y empresario periodístico, desempeñaba el cargo de capellán de los estudiantes de la Universidad de Roma cuando no estaba ocupado con los asuntos del Vaticano y la diplomacia. Había trabajado en Varsovia y durante muchos años en la Secretaría de Estado con Pacelli. Montini era un hombre dulce y complaciente, lleno de escrúpulos, que contemplaba cada problema desde todos los puntos de vista, vencido por la carga de la historia, lo que afectaría un cuarto de siglo después a su decisión sobre el control de la natalidad. Era delgado, con profundos ojos bajo las espesas y oscuras cejas, y según el embajador británico ante la Santa Sede, sus chirriantes zapatos podían oírse desde lejos. Pacelli se sentía satisfecho de él, y le concedió sus favores hasta que, en los años de la posguerra, hizo intentos de aproximarse al socialismo.
PLANES DE PAZ
Tras alentar sistemáticamente desórdenes en Checoslovaquia y humillar personalmente a su anciano presidente, Emil Hácha, Hitler ordenó el 15 de marzo de 1939 la irrupción de la Wehrmacht en Praga y se dispuso a desmembrar el país. Después de las concesiones logradas en Munich en 1938, Hitler deseaba nuevos triunfos y parecía creer que sus ambiciones contaban con la aquiescencia de las potencias occidentales. Así iba estrechándose el lazo entre su creciente campaña contra los judíos en Alemania y sus afanes expansionistas en el este. Protestó contra el gobierno checo, amenazando con graves consecuencias si «los judíos de Checoslovaquia seguían envenenando a la nación».[347]
A los pocos días de la marcha sobre Praga, el Führer exigía un corredor hasta Danzig (Gdansk), el puerto en el Báltico que reclamaba como territorio del Reich. En una maniobra calculada para desanimar a Hitler, el primer ministro británico, Neville Chamberlain, garantizó el 31 de marzo a Polonia su independencia y le prometió ayuda si se veía atacada. Conforme se agravaba la crisis en Europa, Pacelli imaginaba iniciativas que pudieran conducir a una conferencia de paz en la que el papado asumiera un papel dirigente. Mucho era lo que dependía del equipo diplomático que había reunido en torno.
Su objetivo estaba claro desde un principio. No habría más intentos de llamar al orden a los nazis y fascistas. La política de conciliación, caracterizada por una frase cuyo eco resonaría a lo largo de los años de guerra —«el Papa está trabajando por la paz»—, iba a dominar el aspecto público de las iniciativas del Vaticano. Para marcar el tono de su pontificado eligió como emblema una paloma con una rama de olivo en el pico.[348] En su primera homilía oficial como Papa, el domingo de Pascua, 9 de abril, en una misa solemne en San Pedro, habló del texto «gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad». Citando a los profetas del Antiguo Testamento, los Evangelios y a san Agustín, habló elocuentemente en latín sobre la teología de la paz. Habló de la ley como base necesaria para la paz, y llamó a los obispos y al clero de todos los lugares a recordar al pueblo su deber de preservar la justicia. «¿No es acaso cierto —dijo— que cuando las armas violentas sustituyen al cetro de la justicia, la luminosa perspectiva de la paz se ve sustituida por los horribles y crueles fuegos de la guerra?»[349]
El sermón, refinado y pontifical, no se aventuró más allá de las abstracciones y lugares comunes. Dos días antes, el Viernes Santo, Mussolini había invadido Albania en una maniobra destinada a reforzar el poder italiano y como prólogo a las amenazas alemanas contra los Balcanes. Pacelli no pronunció ni una palabra de protesta ni de apoyo. ¿Era una muestra de estricta neutralidad?
Justo una semana después, en una emisión de la radio vaticana a los fieles españoles, Pacelli reveló lo poco neutral que podía ser, elogiando a Franco. Dirigiéndose a los obispos españoles, los llamó a colaborar en «una política de paz» acorde con «los principios que guían a la Iglesia y que con tanta nobleza ha proclamado el Generalísimo: justicia para los criminales y generosa benevolencia para con los arrepentidos». Les dijo, hablando «como Padre», que sentía lástima por «los que se han dejado llevar por la mentira y la perversa propaganda».[350] Quince días antes había enviado un telegrama de felicitación a Franco por la «victoria católica» en España. Esa victoria había costado medio millón de vidas y todavía iba a costar muchas más.
La ambición de Pacelli de convertirse en juez de jueces, en mediador mundial, en el mundo pero no del mundo, se apoyaba no tanto en la neutralidad como en su estimación del supremo estatus del Vicario de Cristo Rey en la tierra. Ese objetivo se remitía a la «perfecta soberanía» de León XIII y a los sueños de una influencia que colmara los huecos dejados por la pérdida del poder temporal. ¿Cómo iba a ejercer Pacelli esa influencia en el caso de Polonia, un país católico que aparecía como la última prueba para la paz o la guerra?
Pese a la garantía británica ofrecida por Gran Bretaña a Polonia, se produjo un consenso entre los políticos y diplomáticos franceses y británicos para dar a Hitler otra oportunidad. Si un corredor por ferrocarril o carretera hasta la ciudad de Danzig era el precio que había que pagar para evitar una conflagración mundial, quizá era mejor que los polacos cedieran. Favoreciendo a Alemania en nombre de las «injusticias» del Tratado de Versalles, Pacelli sugirió que Polonia podía aceptar el acuerdo bajo la presión de una conferencia de paz patrocinada por el Vaticano.
Pacelli sondeó a Mussolini, a quien le pareció una magnífica idea. Luego pidió a los nuncios en París, Varsovia, Berlín y Londres que preguntaran a los gobiernos de sus respectivas capitales acerca de las posibilidades de celebrar tal conferencia. El Foreign Office británico respondió con irritación. Lord Halifax preguntó al delegado apostólico británico, el arzobispo William Godfrey, por qué no se invitaba a Rusia (como el bolchevismo estaba fuera de la ley para Pacelli, la respuesta habría sido obvia). ¿Y quién, preguntó también lord Halifax, presidiría esa conferencia? ¿Lo haría el propio Pío XII en Roma? Godfrey replicó que Su Santidad no se propondría para ese papel, «pero que sin duda lo consideraría si lo sugerían las partes convocadas a la conferencia».[351]
La tendencia de Pacelli a mantener una discreción extrema le había impedido comunicar a sus nuncios que él mismo había sondeado ya a Mussolini. Así, cuando el asunto se discutió en el Comité de Política Exterior británico, el 5 de mayo de 1939, Chamberlain y lord Halifax se opusieron porque no sabían nada de esa consulta previa. Otros altos funcionarios, sin embargo, eran igualmente reticentes precisamente porque pensaban que se trataba de un plan propuesto por Mussolini. Finalmente, Chamberlain preguntó si no sería mejor que Pacelli se entrevistara individualmente con cada uno de los cinco dirigentes de los países en cuestión, es decir, Francia, el Reino Unido, Alemania, Italia y Polonia.[352]
Resultó que el arzobispo Cesare Orsenigo, nuncio papal en Berlín, había ya solicitado entrevistarse con Hitler. El encuentro, sabiendo como sabemos que el Führer había ya ordenado a sus generales que se prepararan para la guerra con Polonia, revela la profundidad de su cinismo y la futilidad de la iniciativa de Pío XII. El nuncio en Alemania fue llevado en avión a Salzburgo y desde allí a un almuerzo en el Gran Hotel de Berchtesgaden, antes de ser conducido a presencia de Hitler. Hablaron durante una hora, y luego tomaron el té en presencia de Von Ribbentrop y su ayudante, V. Hewel, quien dejó escrita su propia versión del encuentro.[353] En una carta al Vaticano que coincide por lo demás con el relato de Hewel,[354] Orsenigo describía cómo Hitler escuchaba «con deferencia» el plan de conferencia de paz del Papa. Hitler le dijo al representante de Pío XII que no veía peligro de guerra —ni entre Francia e Italia ni entre Alemania y Francia, contra la que tenía «fortificaciones inexpugnables»—. Tampoco tenía reclamaciones que hacer a Gran Bretaña, excepto en lo que se refería a las colonias, pero eso difícilmente podía llevar a la guerra.
Luego, Hitler se refirió a la cuestión polaca: «En lo que atañe a Danzig —dijo—, se trata de una ciudad libre bajo control de la Sociedad de Naciones; podemos discutir y negociar acerca del Estado de Danzig, pero no es inevitable que lleguemos a un estado de guerra. Con respecto a mis restantes reclamaciones, llegarán a su madurez más adelante, en 1942,1943, o quizá 1945; puedo esperar. No veo ninguna razón para una guerra, a menos que el pueblo polaco pierda la cabeza y exagere sus reclamaciones, como la de que la frontera polaca debe llegar hasta el Elba. Todo depende de la calma y serenidad de juicio de Polonia».
Refiriéndose al hermoso entorno de montañas y al efecto saludable de su quietud, recomendó al arzobispo que los participantes en la propuesta conferencia de paz se prepararan espiritualmente. Pero tras un corto lapso, volvió a criticar a Gran Bretaña por empujar a las naciones a la guerra, mencionando los casos de Italia, España, China y Checoslovaquia. Incluso ahora, se irritó, el Reino Unido estaba tratando de animar a Polonia para que se lanzase a una guerra.
En ese momento, Orsenigo planteó la cuestión clave de Pacelli: el corredor hasta Danzig. ¿No reduciría la tensión un acuerdo con los polacos acerca de esa cuestión? Pero Hitler pasó a otro registro: no temía a Polonia, dijo, y tampoco deseaba atacarla, «a menos que nos veamos forzados por provocaciones polacas mal aconsejadas»; además se sentía muy bien protegido, y seguía aumentando constantemente el potencial defensivo de Alemania.
Hitler se puso entonces una pizca sentimental, hablando de Roma y de las bellezas artísticas de Italia. De ahí pasó a sus relaciones con Mussolini y afirmó que se mantendría junto a él pasara lo que pasara. «Hablando de Roma —informó el arzobispo—, expresó su satisfacción al haber oído decir que el Santo Padre habla alemán, y expresó su pena por no haber podido acudir, durante su estancia en Roma el año anterior, a la basílica de San Pedro». Hitler se refería así oblicuamente a la partida de Pío XI hacia Castel Gandolfo durante la visita de Hitler; el Pontífice no había querido permanecer en Roma mientras se exhibían en sus calles las esvásticas de Hitler.
Más tarde, Orsenigo mantuvo una discusión privada con Von Ribbentrop en la que la política conciliadora de Pacelli y la capacidad de Hitler para combinar la adulación con la amenaza se revelaron en todo su alcance de manipulación mutua. Von Ribbentrop leyó al nuncio un informe fechado el 25 de abril escrito por el embajador alemán en el Vaticano «en el que se relataban algunas elogiosas palabras —y como señaló, “nuevas”— del Santo Padre hacia Alemania y su renacimiento». Continuó diciendo cuánto apreciaban las oraciones que se pronunciaban en las iglesias católicas de Alemania el día del cumpleaños de Hitler, y que «todas esas manifestaciones de respeto hacia el jefe del Estado no pasaban inadvertidas y ciertamente causaban muy buena impresión en el propio Führer». En una nota cifrada enviada por separado al cardenal Maglione, Orsenigo escribía que Von Ribbentrop había pedido que «no [se] mencionara en la prensa, incluido el diario vaticano, la conversación que había mantenido con el canciller».[355]
El siguiente consejo de Orsenigo, como diplomático en ejercicio, coincidía exactamente con la política conciliadora de Pacelli: «Creo —escribía el nuncio— que si Polonia se calma y permanece callada, sin dar motivos, al menos por el momento, para una guerra, ésta podrá evitarse; ganando tiempo de esa forma sería posible entablar unas negociaciones sosegadas, especialmente en lo referido a un corredor extraterritorial que permita una comunicación directa entre los dos territorios alemanes».
Tres días más tarde, Orsenigo habló con un miembro de la embajada británica en Berlín. El nuncio rehusó hablar sobre lo que había discutido con Hitler, pero siguió expresando su esperanza de que «el gobierno de su majestad tenga en cuenta que el actual Papa no ha pronunciado desde su coronación ni una sola palabra de crítica hacia la política alemana con respecto a la Iglesia. Su Santidad ha intervenido además especialmente para que L’Osservatore Romano siguiera la misma línea de conducta».[356]
LA INFORMACIÓN DEL VATICANO
Conforme crecía la probabilidad de la guerra, el Vaticano aparecía cada vez más como fuente de información internacional y como foco de manipulación con propósitos propagandísticos. L’Osservatore Romano, que contenía mucha información rutinaria acerca de los nombramientos en la curia, actos en la Santa Sede y discursos y escritos del Papa, comentaba también los acontecimientos y relaciones internacionales, y a veces se citaban con mayor o menor fidelidad sus artículos en beneficio de los intereses diplomáticos de unas u otras potencias europeas.
La emisora de radio vaticana, a cargo de los jesuitas, también era utilizada como fuente de información por las agencias, que distorsionaban sus noticias y comentarios con fines propagandísticos. La emisora contaba con su propio transmisor (de fabricación alemana) de veinticinco kilowatios y antenas omnidireccionales, y emitía en cuatro frecuencias de onda corta desde el punto más alto de los jardines del Vaticano. Transmitía noticias y análisis junto a las homilías y comentarios religiosos en varías lenguas.
Sus emisiones eran seguidas por el Sonderdienst Seehaus (Servicio Especial de la Casa del Lago) situado a orillas del Wannsee; la embajada alemana en Roma también las seguía. El Vaticano atraía sobre sí un flujo continuo de protestas que alegaban que la Santa Sede rompía ininterrumpidamente los términos del concordato con el Reich, lo que finalmente llevó a Pío XII a recomendar a los jesuitas una reducción en el número de emisiones en alemán y que evitaran los comentarios políticos críticos hacia los nazis.[357] Pero esa autocensura se iba a prolongar más adelante.
Como administradora de una Iglesia universal fuertemente controlada desde el centro, la curia (altos funcionarios del Vaticano) se comunicaba con las diócesis de todo el mundo acerca de cuestiones rutinarias de gestión y disciplina clerical, liturgia y educación. Dado que los asuntos eclesiásticos se solapaban constantemente con los intereses de Estado, las comunicaciones diplomáticas de la Santa Sede resultaban de considerable interés político; el seguimiento de sus mensajes se convirtió en una prioridad para muchos servicios de inteligencia.
La Secretaría de Estado vaticana mantenía comunicaciones con sus nunciaturas y legaciones de todo el mundo por cable y valijas diplomáticas. Antes de la guerra, la Secretaría solía compartir la valija diplomática italiana, pero esa práctica se interrumpió cuando se hizo evidente que sus documentos eran sistemáticamente violados. Más tarde, el Vaticano utilizó correos suizos, españoles, británicos y norteamericanos, acumulándose gran parte del tráfico en Suiza antes de pasar a Madrid o Lisboa.
Las comunicaciones más secretas eran normalmente cifradas y enviadas a través de las ondas desde la emisora vaticana. A finales de la primera guerra mundial, la Secretaría de Estado había empleado un código en dos partes de varios miles de grupos numéricos de cuatro cifras, sobrecodificada para mayor seguridad mediante cortas tablas de cifrado que sustituían cada par de números de la versión codificada del mensaje por un par tomado de la tabla.[358] Italia y Alemania consiguieron descifrar ese código en 1918. Luego, hasta 1939, la Secretaría empleó un código conocido como ROJO: unos doce mil grupos a partir de los cuales se imprimían veinticinco líneas en una página del libro con la clave. Para mayor seguridad, los grupos se convertían de números en letras reemplazando el número de la página mediante un dígrafo formado por un par de tablas que se utilizaban alternativamente los días pares e impares. Los mensajes más secretos del Vaticano durante la guerra utilizaban dos sistemas nuevos llamados AMARILLO y Verde. El AMARILLO era un código de unos trece mil grupos cifrados mediante tablas digráficas para los números de las páginas y alfabetos mixtos aleatorios para los de las líneas. Las tablas y alfabetos se cambiaban para diferentes circuitos cada día. El código VERDE sigue siendo hasta hoy un secreto bien guardado, pero hay indicios de que se trataba de un código numérico de grupos de cinco cifras que se codificaban mediante cortas tablas aditivas, cada una de las cuales contenía un centenar de grupos aditivos de cinco cifras.[359] Ni el Amarillo ni el VERDE eran códigos mecánicos. Avanzada la guerra, parece ser que la información a los aliados se enviaba mediante correos especiales, cifrada en códigos también específicos.
Los servicios de inteligencia italianos espiaban las comunicaciones del Vaticano desde un puesto de escucha en Fort Bocca, próximo a la Ciudad del Vaticano, y registraron unos ocho mil mensajes a lo largo de la guerra. De unos seis mil radiogramas, se estima que el Servizio Informazione Militare (SIM) descodificó con éxito unos tres mil. Los descodificadores eran eficazmente ayudados por otra división de inteligencia, conocida como Sezione Prelevamento (Sección de Recogida Especial), especializada en forzar y entrar en embajadas extranjeras y en sobornar a sus conserjes. Al principio de la guerra, agentes secretos italianos se infiltraron en la gendarmería papal e incluso en la sección de cifrado de la Secretaría de Estado. Más adelante, esas filtraciones pondrían en cuestión las sospechas de que el Vaticano mantenía oculta parte de la información contenida en los documentos de la época de guerra que se publicaron por orden de Pablo VI.
PÍO XII PRESIONA A LOS POLACOS
El Reino Unido y Francia evaluaron la sugerencia de Pacelli de reunir una conferencia de paz, sus ventajas e inconvenientes, etc., en la primera semana de mayo de 1939, pero a pesar del secreto del proyecto comenzaron a filtrarse detalles en la prensa parisina, londinense, e incluso en la de Nueva Zelanda. Entonces, de forma abrupta, Pío XII retiró su plan el 10 de mayo y todo quedó en agua de borrajas. La Secretaría de Estado explicó a los nuncios la retirada del plan argumentando que ya no existía peligro de guerra. Según el historiador Owen Chadwick, fue Mussolini quien frustró la idea de la conferencia de paz porque no le apetecía tener que discutir con Francia —con la que el Duce se había enfrentado en disputas territoriales sobre el norte de África— en presencia de Gran Bretaña, Alemania y Polonia.[360] Descartando la necesidad de la conferencia, Mussolini se unió a Von Ribbentrop en la declaración de que las tensiones internacionales se habían relajado. El 7 de mayo, Mussolini y Von Ribbentrop habían discutido los preliminares del «Pacto de Acero» que obligaba a Italia y Alemania a una beligerancia conjunta, y que se firmó en Berlín el 22 de mayo.
Pero Pacelli no había acabado con su política conciliatoria. Trastornado por el pacto entre Mussolini y Hitler, el 4 de junio informó a Osborne, embajador británico en el Vaticano, de que se disponía a actuar por su cuenta como mediador entre Alemania y Polonia, para solventar sus diferencias.
Los diplomáticos occidentales estaban asombrados. ¿Era posible que Pacelli estuviera actuando clandestinamente por cuenta de Mussolini? Ésta era la pregunta inverosímil que se planteaba en el Foreign Office británico. Al mismo tiempo, Pacelli aseguraba que Gran Bretaña estaba haciendo más difícil su mediación con su ofrecimiento de defender a Polonia.[361] La impaciencia de Pacelli para persuadir a Polonia de que hiciera algún sacrificio para apaciguar a Alemania condujo al Foreign Office a pensar que el papado había abdicado de su autoridad moral. Sir Andrew Noble, por ejemplo, deseaba «que el Papa encontrara la forma de dejar clara ante el mundo la incompatibilidad entre el culto a Dios y el culto al Estado». Noble creía que Pacelli intentaba «exorcizar al diablo con palabras amables».[362]
Sir Orme Sargent, también del Foreign Office, escribió un memorándum en el que acusaba a Pacelli de impotencia moral. El Papa intentaba, según Sargent, mantener cierto equilibrio entre las democracias y las dictaduras fascista y nazi, motivado por el deseo de asegurarse un papel como mediador en el momento adecuado. En otras palabras, en la neutralidad de Pacelli veía un elemento de soberbia egoísta. «Personalmente —escribía Sargent— creo que [Pío XII] podría influir sobre los acontecimientos mucho más eficazmente como defensor de ciertos principios morales en el mundo de hoy que si se postula como posible pero improbable candidato al puesto de mediador entre el Eje y las democracias».
Pacelli no aparecía como una esperanza con sus iniciativas, especialmente en Polonia. El embajador norteamericano en Varsovia, A. J. Drexel Biddle, escribió a Roosevelt que los polacos pensaban que Pacelli estaba actuando como un italiano; que estaba de parte de Alemania y que no comprendía a Polonia ni a los polacos.[363] Aquel verano, los rumores de que Pío XII trataba de presionar a los polacos para que hicieran concesiones a Alemania se hicieron tan habituales en los círculos diplomáticos europeos que Maglione se sintió obligado a hacer público un desmentido. El 15 de julio escribió a lord Halifax vía Osborne, asegurando que el Papa nunca había intentado tomar «la iniciativa proponiendo a ambos gobiernos una solución concreta del problema», sino que simplemente los había urgido a tratarlo «con calma y moderación».[364] Maglione añadía que contaba con garantías de que Alemania no iba a atacar a Polonia; pero su única base eran las declaraciones de Hitler y del ministro de Asuntos Exteriores de Mussolini, el conde Ciano.[365]
El 22 de agosto se hizo público que Alemania iba a firmar un pacto con Rusia; la guerra parecía pues inevitable. ¿Podía el Papa, en el último minuto, emplear su influencia para evitarla? Sin duda con la idea del valor de la propaganda en mente, Halifax insistía al Papa, vía Osborne, en que hiciera un llamamiento por radio condenando la violencia y recomendando la paz. De forma que Osborne se vio con Domenico Tardini en la víspera del pacto Hitler-Stalin, para pulir frases que desenmascararan a un tiempo a ambos eventuales agresores, nazis y comunistas. Más tarde, Tardini y Montini presentaron a Pío XII cuatro diferentes borradores de condena. Pacelli eligió el menos vehemente. De todas formas, su llamamiento fue memorable, y Halifax citó una frase en su propia alocución radiada a la nación británica aquella misma noche: «Nada se pierde con la paz, y todo con la guerra. […] Que los hombres [de Estado] vuelvan a negociar. […] Tengo conmigo el alma de esta Europa histórica, hija de la Fe y el Genio cristianos. Toda la Humanidad desea pan, libertad y justicia, no armas. Cristo hizo del amor el corazón de su religión».[366]
El gobierno británico, que se había mostrado tan resuelto a finales de marzo, cuando una alianza con Polonia y Rusia parecía bastar para detener el rumbo de Hitler, se sentía ahora mucho menos seguro de sí mismo. En el Foreign Office se planteó la siguiente cuestión. ¿No podría el Papa conseguir, después de todo, las concesiones sobre Danzig y satisfacer así a Alemania? Quizá, al aparecer «situado por encima de todas las pasiones y disputas públicas», como había dicho Pacelli de sí mismo el 22 de agosto, podría desempeñar un papel de primer orden para evitar la guerra. El 29 de agosto, Maglione envió al padre Pietro Tacchi Venturi, un jesuita con legendaria habilidad diplomática, a hablar con Mussolini. Le pidió que rogara a éste fervorosamente que hiciera esfuerzos por la paz, y que le presionara para que se pusiera de acuerdo con Hitler para evitar la guerra.
Mussolini, que no sentía más deseos de iniciar una guerra que los franceses y británicos (a Tacchi Venturi le dijo que una nueva guerra podía significar «el fin de la civilización»), redactó una nota para que Pacelli la enviara a los dirigentes polacos. «Polonia no se opone a la devolución de Danzig a Alemania», comenzaba, añadiendo que los polacos debían iniciar negociaciones con Alemania acerca de los derechos de sus recíprocas minorías. Mussolini recomendaba a continuación que Pacelli, «después de dirigirse a los jefes de Estado en su discurso radiofónico, hablando del peligro cada vez mayor de una guerra, e impulsado por su gran amor hacia Polonia», debía dirigirse personalmente al presidente de la república polaca siguiendo las líneas sugeridas en aquella nota.[367]
El mensaje aconsejando a Polonia que cediera sobre la cuestión de Danzig, aprobado por Pacelli y firmado por Maglione, fue enviado a monseñor Filippo Cortesi, nuncio papal en Polonia, el 30 de agosto de 1939, utilizando las palabras exactas de Mussolini. Cortesi envió un cable de respuesta cuestionando la cordura de una capitulación tan tardía, pero Maglione replicó inmediatamente ordenándole actuar (una copia del mensaje al presidente polaco fue enviada a Londres). Al día siguiente, Pacelli lanzó un «último mensaje en favor de la paz», pidiendo que «los gobiernos de Alemania y Polonia hagan lo posible por evitar cualquier incidente y se abstengan de dar cualquier paso que pueda empeorar la presente tensión».
ALEMANIA INVADE POLONIA
El 1 de septiembre de 1939, Hitler invadió Polonia con una aplastante superioridad en carros de combate de reciente diseño, aviones y armamento en general, poniendo en práctica la nueva doctrina militar de la Wehrmacht (la blitzkrieg). El 3 de septiembre, Francia y el Reino Unido declaraban la guerra al Reich alemán.
La campaña polaca duró hasta el 5 de octubre, y se vio acelerada por la invasión del este de Polonia por el Ejército Rojo desde el 17 de septiembre. Las pérdidas polacas durante esa campaña se han estimado en 70.000 oficiales y soldados muertos y unos 130.000 heridos, mientras que las pérdidas alemanas ascenderían a 8.082 muertos y 27.278 heridos.[368]
El 1 de septiembre, Hitler telegrafió a Pacelli a través de su embajada ante la Santa Sede, agradeciendo al Papa su mensaje y declarando que «había esperado dos días la llegada de un emisario polaco para llegar a un arreglo pacífico del contencioso germano-polaco. […] Como respuesta a sus esfuerzos, Polonia había ordenado la movilización general. Además, los polacos habían cometido el día anterior varias violaciones de la frontera, que esta vez implicaban a tropas regulares entrando en territorio alemán».[369]
La agonía de Polonia no había hecho sino comenzar. A finales de la guerra, además del desarraigo de poblaciones enteras, el hambre y la represión, unos seis millones de personas habían sufrido la muerte o graves heridas. A lo largo del mes de septiembre, mientras Pacelli evaluaba las horribles noticias que llegaban de Polonia, con su población de 35 millones de personas en su inmensa mayoría católicas, permaneció en silencio. ¿Estaba manteniendo una actitud neutral con la esperanza de ejercer en el futuro su influencia como supernegociador? ¿Estaba asustado por las represalias que una protesta podía provocar contra las poblaciones católicas de Alemania y Polonia? En lo que se refiere a los polacos, Hitler no podía causarles más daño. En opinión de franceses y británicos, la ausencia de una resonante denuncia desconcertó a todo el mundo. El embajador polaco en el Vaticano se sentía tan frustrado, y tan decidido a que Polonia utilizara los servicios de la Santa Sede para contar al mundo lo que estaba sucediendo en su país, que convenció al gobierno polaco para que enviara a Roma al cardenal primado, August Hlond. Éste llegó el 21 de septiembre y fue calurosamente recibido por Pacelli. Pero el Pontífice se negó a hablar en defensa de Polonia.
Se concedió sin embargo al cardenal acceso a la emisora de radio vaticana, que dirigía el general de los jesuitas, padre Wladimir Ledochowski, y aprovechó esa oportunidad para lanzar al mundo, el 28 de septiembre, el siguiente mensaje: «Martirizada Polonia, has caído por la violencia cuando luchabas por la sagrada causa de la libertad. […] Tu tragedia despierta la conciencia del mundo. […] A través de estas ondas radiofónicas, que recorren el planeta, llevando a todos los lugares la verdad desde la colina del Vaticano, yo te grito, Polonia, que no estás derrotada. ¡Por la voluntad de Dios volverás a alzarte con gloria, mi amada y martirizada Polonia!»[370] Dos días después, Pacelli se dirigió a un grupo de peregrinos polacos encabezados por el cardenal Hlond. Les habló con emoción, diciéndoles que preveía la resurrección de su país, que se alzaría como Lázaro de entre los muertos.
Pero eso no era suficiente. El grupo de peregrinos polacos esperaba una enérgica condena de Alemania y Rusia. Se sentían amargados, y su frustración se dejó oír en Roma. Hlond visitó a todos los cardenales de la curia, intentando encontrar apoyo; sus eminencias le escucharon con simpatía, pero no podían hacer nada. Edouard Daladier, el primer ministro francés, sumó su voz al descontento. Telegrafió a su embajador ante la Santa Sede diciéndole que se sentía sorprendido por la ausencia de una condena del Papa. Subrayaba que el Papa debía abrir los ojos del pueblo italiano; permanecer en silencio, declaraba, equivalía a una aprobación implícita. Describiendo el enojo de los polacos en Roma, Osborne informó que se decía que «los pronunciamientos papales desde el estallido de la guerra habían esquivado de forma pusilánime las cuestiones morales que ésta implicaba».[371]
«TINIEBLAS SOBRE LA TIERRA»
Cuando Pacelli se decidió finalmente a hablar, lo hizo bajo la forma de una encíclica titulada Summi pontificatus (Del sumo pontificado), conocida en inglés como Darkness over the Earth.[372] Fue la iniciativa más importante de sus primeros meses de pontificado, aunque llegaba tarde. Iniciada su redacción en julio, quedó concluida el 20 de octubre, y fue publicada por L’Osservatore Romano el 28 de ese mismo mes.
Pacelli comenzaba caracterizándose a sí mismo como Vicario de Cristo que habla desde una dimensión separada del mundo. Refiriéndose a la encíclica de León XIII Annum sacrum como un mensaje «desde otro mundo», recordaba el año en que aquel Papa había consagrado la raza humana «al divino corazón de Jesús». Entrando en materia, condenaba el creciente secularismo y lo que llamaba «laicismo», y reclamaba un nuevo orden mundial en el que todas las naciones reconocieran el reino de Cristo, «Rey de reyes y Señor de señores», pidiendo a sus lectores que consideraran los recientes acontecimientos «externos» a la «luz de la eternidad». Había una intrínseca y desesperanzada ironía en aquella imagen del mundo que trataba de ahondar la división entre lo sagrado y lo profano; porque era poco realista, cuando el mundo se precipitaba hacia la guerra, llamar a las naciones a abandonar sus preocupaciones terrenales y a considerar las cuestiones espirituales. Al mismo tiempo, a fin de denunciar la adoración del Estado, Pacelli situaba la nación-Estado en oposición al individuo y a la familia, como si no hubiera lugar para redes sociales complejas entre una y otros.
La encíclica estaba plagada de retórica papal que de hecho suavizaba las duras afirmaciones que se veía obligado a pronunciar: «Nuestro corazón enferma, como el de un padre dolorido, ante la perspectiva de la cosecha que crecerá de las oscuras semillas de violencia y animosidad, para las que la guerra está ya trazando surcos de sangre». Había sin embargo enérgicas palabras sobre el tema de la «unidad de la raza humana» y su Creador común; una adecuada cita de san Pablo: «griegos o judíos, circuncisos o no circuncisos, bárbaros, escitas, sometidos o libres; porque Cristo está en todos y lo es todo». Tampoco dejó de mencionar a Polonia por su nombre: «La sangre de tantos que han sido cruelmente asesinados, pese a no llevar uniforme, clama al cielo, especialmente desde el muy amado país de Polonia. […] Pone su esperanza en la Virgen Madre de Dios que es la ayuda de los cristianos, y espera el día en que se le permitirá al final surgir, indemne, de las olas que la han sumergido».
En su estilo personal, sus cortes y matices y cambios de opinión puede apreciarse, sin embargo, su falta de decisión para denunciar claramente a la Alemania nazi: «Una autoridad —escribió en un borrador— que no reconoce límites a su poder, y se abandona aparentemente [añadió el adverbio “aparentemente” casi como una enmienda] a un expansionismo irrestricto, tendería a concebir las relaciones entre pueblos como una lucha, en la que debe prevalecer; y la ley de la fuerza ocupará el lugar del noble reinado de la ley». A pesar del «aparentemente», decidió cortar todo el párrafo antes de su publicación, considerando que era demasiado fuerte.[373]
Pese a todas las ambigüedades de la encíclica, el cardenal Hlond la agradeció, el Foreign Office británico la aprobó, y el presidente francés la alabó. La Italia de Mussolini consintió en que se publicara. La Fuerza Aérea francesa distribuyó decenas de miles de copias sobre Alemania. En Polonia, los jefes militares la reimprimieron, sustituyendo «Alemania» por «Polonia»,[374] y en Berlín le dijeron a Von Bergen, el embajador alemán ante la Santa Sede, que Pío XII había dejado de ser neutral.
PACELLI Y EL COMPLOT CONTRA HITLER
Entonces sucedió algo extraordinario, que se mantuvo en el más estricto secreto, y que revelaba que fuera lo que fuera lo que impulsaba a Pacelli a su equívoco enfoque del ataque alemán contra Polonia, no se trataba de cobardía ni de simpatía por Hitler. En noviembre de 1939, Pacelli se vio peligrosamente envuelto en lo que fue probablemente el más viable complot para deponer a Hitler durante la guerra.[375] La conspiración tenía como figura central a Hans Oster, hombre de grandes principios y astucia, que trabajaba en el departamento de Inteligencia Militar en Berlín. Oster estaba en contacto con un círculo de oficiales y soldados dé la Abwehr, el servicio de inteligencia del ejército, cuya figura dirigente era el general Ludwig Beck, antiguo jefe de Estado Mayor del ejército, quien planeaba un golpe militar para deponer a Hitler. Los conspiradores deseaban el retomo de Alemania a la democracia, y preconizaban una federación que incluyera a Austria pero no a Polonia ni la Checoslovaquia no germana, que volvería a ser independiente. Sabían que el golpe podía desembocar en un período de guerra civil. Antes de llevarlo a cabo quisieron asegurarse de que el gobierno británico y las democracias occidentales no se iban a aprovechar de la vulnerabilidad de Alemania. Querían obtener seguridades de que se respetaría el Pacto de Munich. Un aspecto clave de su plan requería la ayuda de Pío XII, a quien Oster, que había conocido a Pacelli cuando era nuncio en Alemania, juzgaba el intermediario ideal.
Oster eligió como contacto con el Vaticano a un abogado católico bávaro, Josef Müller, quien había entrado en la Abwehr con ocasión de la invasión de Polonia. En el otoño de 1939, Oster envió a Müller a Roma, aparentemente con la misión de informar acerca del derrotismo italiano, pero en realidad con el fin de establecer lazos con el Vaticano y en definitiva con el propio Papa. Uno de los hombres de confianza de Pacelli en el palacio Apostólico era el antiguo dirigente del Partido del Centro, el prelado alemán Ludwig Kaas, ahora en el exilio y que trabajaba como administrador de la basílica de San Pedro. Kaas puso a Müller en contacto con el jesuita Robert Leiber, quien veía a Pacelli dos o tres veces al día.[376]
El plan consistía en que Pacelli consultara a Neville Chamberlain (a través del embajador británico en el vaticano, Osborne, quien se comunicaba con lord Halifax en Londres), para pedirle garantías de una paz honorable entre las democracias y Alemania tras el golpe. La respuesta le llegaría a Oster a través de Leiber y Müller.
Difícilmente puede exagerarse el riesgo de tal conspiración para el Papa, la curia y todos los relacionados con el Vaticano. El historiador Harold Deutsch lo ha juzgado «uno de los más asombrosos acontecimientos de la historia moderna del papado». Al final de su vida, Leiber no se había repuesto aún del shock que todo aquel asunto le produjo, y seguía manteniendo que Pacelli «había ido demasiado lejos». Los riesgos eran excesivos. Si Hitler llegaba a tener conocimiento del complot, es probable que hubiera descargado su venganza sobre la Iglesia católica alemana. Al mismo tiempo, Mussolini podía considerarlo una ruptura de la neutralidad y del Tratado Lateranense, adoptando medidas radicales, incluso violentas, contra el Vaticano. Éste, después de todo, dependía del suministro en agua y electricidad de la Italia fascista, y podía ser asaltado en cualquier momento por tropas italianas.
Pacelli era suficientemente consciente del peligro y de los complejos principios éticos que entrañaba y pidió un tiempo para reflexionar. Kaas y Leiber han dejado por escrito su desasosiego acerca del plan. Aunque pueda parecer extraño, Pacelli no dijo nada al cardenal Maglione, su secretario de Estado, quien quedó completamente al margen de principio a fin. Pacelli reflexionó durante un día entero, antes de dar a conocer a Leiber su decisión. El 6 de noviembre, éste dijo a Müller que el Papa estaba dispuesto a hacer «todo lo que pudiera». La forma en que Pacelli llegó a tomar aquella decisión crucial revela la debilidad y vulnerabilidad de la moderna autocracia papal. Creyendo que como Papa tenía el poder de actuar sin consultar a nadie, ni siquiera a quienes debían ser sus consejeros como Maglione, estaba literalmente solo ante una decisión de tanta trascendencia moral.
El primer encuentro de Osborne con los conjurados se produjo el 1 de diciembre de 1939, cuando almorzó con Kaas, quien le puso en antecedentes acerca de lo que se preparaba, de forma genérica, y recibió alientos igualmente vagos del embajador británico. Se volvieron a encontrar el 8 de enero de 1940, y Kaas informó a Osborne de que la conspiración seguía adelante; el prelado alemán parecía bastante nervioso y todavía no había mencionado a Müller.
Cuatro días más tarde, Pacelli llamó a Osborne a una audiencia privada. Le dijo, en la más estricta confidencialidad, que le había visitado un emisario de ciertos jefes del ejército alemán y que tenía informes fiables de que se planeaba una violenta ofensiva en el oeste para febrero. Pero esa ofensiva podía no tener lugar si esos jefes militares deponían a Hitler, lo que sólo estaban en condiciones de hacer si Gran Bretaña les garantizaba una paz honrosa con Alemania. Osborne, informando a lord Halifax en un memorándum secreto, transmitía su impresión de un estado de ánimo extrañamente vacilante por parte de Pacelli:
Sólo quería ponerme en antecedentes, para que estuviera al corriente. No pretendía de ningún modo respaldar o recomendar el plan. Después de oír mis comentarios acerca de los informes que había recibido y me había transmitido, dijo que quizá, después de todo, no valía la pena intentarlo y por tanto me pedía que hiciera como si no me hubiera dicho nada. Yo le respondí inmediatamente que declinaba la responsabilidad de asumir sobre mis espaldas la carga que soportaba la conciencia de Su Santidad.[377]
Osborne expresó su escepticismo ante aquel plan y le dijo al Pontífice que tendrían que informar en secreto a los franceses. Pacelli replicó que «habiendo salvado así su conciencia, no esperaba siquiera ninguna respuesta».
Osborne escribió a Halifax por valija diplomática desde la embajada en Roma que para él todo aquel asunto era «desesperanzadoramente vago» y que le recordaba el «asunto Venloo», una falsa conspiración en la que los agentes alemanes habían enredado a agentes británicos en Holanda. Terminaba comentando que la «oferta espontánea [de Pacelli], tras mi expresión de escepticismo, de dar por no producida su comunicación, muestra que no le agrada la idea de ser utilizado como canal y que tiene pocas esperanzas de que se produzca un resultado favorable. Pero ciertamente no se le puede reprochar actuar como lo hace».[378]
Lord Halifax leyó a su gabinete la carta secreta de Osborne el 17 de enero de 1940; todos sus miembros estuvieron de acuerdo en que «el secretario de Estado de Asuntos Exteriores adoptara las medidas oportunas para informar al gobierno francés de la comunicación realizada por Su Santidad el Papa a Mr. Osborne».[379]
El 6 de febrero, Pacelli volvió a convocar a Osborne a una audiencia, enviando a su maestro di camera de madrugada para informarle de que el encuentro tendría lugar al mediodía siguiente, y que no debía ir de etiqueta ni decir a nadie que iba a ver al Papa. En su carta a Halifax del 7 de febrero,[380] Osborne informaba que Pacelli había recibido noticias de los conspiradores, pero que el Pontífice no le había mencionado nombres concretos, diciendo únicamente que estaba implicado un conocido general alemán. El comienzo de la planeada ofensiva en el frente occidental en febrero había sido pospuesto debido a la inclemencia del tiempo; mientras, los organizadores del golpe querían confirmación de que Alemania no se vería desmembrada en el caso de una eventual invasión franco-británica y armisticio. Osborne proseguía informando a Halifax: «Lo más significativo parece ser que esta vez nos ofrecen una Alemania “democrática, conservadora, moderada”, y lo que es más importante aún, descentralizada y federal dentro de las fronteras de Munich».[381]
Halifax le contestó el 17 de febrero con una carta de tres páginas, cuyo contenido sustancial era el de poner a Pacelli de una vez entre la espada y la pared. Los británicos debían discutir todavía el asunto con los franceses, pero no podían hacerlo «sobre la base de ideas que emanan de fuentes incognoscibles. […] Si se hace algún progreso, se debe presentar inmediatamente un plan, confirmado fehacientemente».[382]
Esa carta de Halifax se cruzó con otra de Osborne, quien el día anterior había llevado a la mujer y al hijo de Halifax a ver al Papa. «[Pacelli] me condujo a su lado al final de la audiencia y me dijo que los círculos militares alemanes mencionados en mis cartas anteriores han confirmado su intención, o su deseo, de efectuar un cambio de gobierno». La reacción de Osborne a lo dicho por Pacelli fue brusca: «Le hice la observación —informaba a Halifax— de que si querían un cambio de gobierno, por qué no lo llevaban adelante. Añadí que incluso si cambiaba el gobierno, no veía cómo podríamos hacer la paz mientras se mantuviera intacta la máquina militar alemana».[383]
Los participantes en esta curiosa conspiración callaron a partir de ahí. En Londres corrían rumores de que Kaas no era de fiar y de que era un espía nazi. Halifax se enteró de que el rey Jorge VI ya estaba al corriente de un complot «para quitar de en medio a Hitler». Müller iba y venía de Roma a Berlín. Los conspiradores seguían esperando una garantía británica, y los británicos seguían esperando conocer la identidad de los conspiradores.
El 11 de marzo, visitando a Mussolini con la esperanza de arrastrarlo a la guerra, el ministro de Asuntos Exteriores, Von Ribbentrop, pidió audiencia a Pacelli, quien se la concedió sin vacilación. Von Ribbentrop consideraba la visita como una ocasión inmejorable para la propaganda (después de todo, el Papa precedente se había ausentado de Roma con ocasión de la visita de Hitler), pero su principal objetivo consistía en disuadir a Pacelli de criticar al régimen nazi.[384] Durante la entrevista, Von Ribbentrop descartó toda discusión sobre iniciativas de paz con su categórica insistencia en que Alemania iba a ganar la guerra. Cuando Pacelli le planteó la cuestión de los ataques a católicos y a propiedades de la Iglesia, Von Ribbentrop replicó que el pueblo alemán marchaba sólidamente unido tras su Führer, y que se trataba de una situación «revolucionaria». «Hasta hoy el clero no ha entendido que no le corresponde meterse en política —prosiguió—. Lo que se necesita es tiempo y paciencia para llegar a una perfecta comprensión mutua y a un acuerdo religioso satisfactorio, como desea Hitler».[385]
Cuando Pacelli pidió a Von Ribbentrop que concediera permiso a la estancia de un emisario del Vaticano en Polonia, éste esquivó la solicitud. En cierto momento, Pacelli preguntó al ministro si creía en Dios. Éste respondió: «Ich glaube an Gött, aber Ich bin unkirchlich» («Creo en Dios, pero no pertenezco a ninguna Iglesia»). Pacelli repitió sarcásticamente dos o tres veces la frase en alemán y le dijo a Von Ribbentrop que no podía evitar preguntarse por su veracidad.[386]
Dino Alfieri, embajador italiano ante la Santa Sede, informó a Mussolini tras la conversación: «Quedó claro (y el Papa está convencido de ello) que Von Ribbentrop quería ser recibido en el Vaticano únicamente con fines de política doméstica, sobre todo para impresionar a las masas católicas alemanas y explotar de manera favorable a Alemania las repercusiones que tendrá esa entrevista en todo el mundo».[387]
El 30 de marzo, Pacelli habló de nuevo a Osborne del plan para deponer a Hitler. Había descubierto que Londres había recibido sondeos de paz por otras vías. Estaba muy disgustado. Osborne no se extendía sobre el enojo papal, pero el Pontífice se sentía probablemente molesto por la filtración de la conspiración e indignado por haber puesto a la Santa Sede en peligro sin resultado.
De algún modo, por falta de confianza y previsión por parte de los británicos, y de los propios conjurados alemanes, la conspiración se había ido al garete. En cuanto a Pacelli, a juicio del historiador Owen Chadwick, «arriesgó la suerte de la Iglesia en Alemania, Austria y Polonia, y quizá arriesgó más. Probablemente estaba en juego la destrucción de la Compañía de Jesús en Alemania. […] Asumió ese grave riesgo solamente porque su experiencia política le decía que, por muy desdichado que pudiera ser el resultado de ese plan, era probablemente la única posibilidad de impedir la inminente invasión de Holanda, Bélgica y Francia, de evitar un incalculable derramamiento de sangre y de traer de nuevo la paz a Europa».[388]
El Foreign Office, entretanto, se había formado la opinión de que Pacelli era «más abierto a las influencias que su predecesor». Osborne respondió con un matiz: probablemente era así, escribió a los funcionarios de Londres a finales de febrero de 1940, «en cualquier caso, en el mejor de los sentidos; es decir, que está más dispuesto a escuchar y a ponderar las opiniones ajenas, y es menos rígido e intransigente en sus propias opiniones y acciones. Pero no se sigue de eso en absoluto que sea inestable o fácilmente persuadido».
Conforme iba Pacelli afrontando las extremas opciones morales y crisis de la incipiente conflagración, dos cosas parecen claras a la luz de su papel protagonista en la conspiración para deponer a Hitler en los primeros día de la guerra: fueran cuales fueran sus decisiones, buenas o malas, eran suyas; y no le preocupaba su seguridad personal. Su animadversión a Hitler era suficiente para asumir graves riesgos para su propia vida y, como indicaba Robert Leiber, para las vidas de muchos otros. Cuando el riesgo parecía valer la pena, era capaz de actuar con rapidez. Su personalidad exterior parecía delicada, supersensitiva, incluso débil para algunos. Pero pusilanimidad o indecisión —que suelen alegarse para justificar su subsiguiente silencio e inacción en otras cuestiones— no se hallaban en su naturaleza.