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Pacelli y Weimar
La economía alemana se encontraba próxima al colapso, sus alianzas hechas trizas, su poderío militar vencido y su sociedad se mostraba proclive a la revolución y la guerra civil. Humillada, presionada por los duros términos de la paz de Versalles, Alemania se hallaba en una necesidad desesperada de amigos y aliados con influencia moral. El nuncio de la Santa Sede, que acudía aparentemente en su ayuda, podía contar con una atención especial cuando argumentaba en favor de los legítimos intereses de la Iglesia católica. Los editorialistas de L’Osservatore Romano ya habían señalado, en febrero y de nuevo en abril de 1919, que los aliados deberían moderar sus exigencias en la conferencia de paz de Versalles. Y todavía había algo más que la Santa Sede podía hacer por Alemania, desde ejercer presión acerca de las fronteras y territorios disputados hasta alentar los lazos diplomáticos con antiguos enemigos y países neutrales. Por eso mismo, la Santa Sede sólo podía obtener beneficios de su ayuda a la recuperación económica y política de Alemania. Antes de la guerra, Alemania había donado más fondos a la Santa Sede que todos los demás países de mundo juntos.[101] Cuanto más tardara Alemania en rehacer su economía, más largas serían las penalidades fiscales del Vaticano.
Los dirigentes políticos católicos en Alemania también veían la nueva situación del país como una gran oportunidad, aunque desde un punto de vista diferente: los católicos alemanes, tras haber mostrado una incuestionable lealtad al Reich a lo largo de la guerra, confiaban en que sus días de inferioridad, de ser considerados Reichsfeinde (enemigos del Estado) habían por fin terminado. Constituían aproximadamente un tercio de la población en los años de posguerra (en el Gran Reich de Hitler, que incluía el Sarre, los Sudetes y Austria, llegarían a casi la mitad). Contaban además con una poderosa red de asociaciones sociales y políticas (sindicatos, periódicos, editoriales, grupos juveniles y de mujeres, escuelas, colegios…), muchas de ellas desarrolladas y reforzadas como reacción a la persecución de la Iglesia católica por parte de Bismarck en los años setenta del siglo XIX, y que se habían mantenido y extendido desde entonces, durante cuatro décadas.
En el terreno de la política nacional, el Partido del Centro salió de la guerra como una fuerza de primer orden, con una red de oficinas que cubría el país y experimentados representantes parlamentarios. El partido había cedido su primacía a la socialdemocracia en 1912, pero había ganado influencia durante la guerra, alcanzando un éxito significativo el 19 de abril de 1917 con la abrogación de las leyes antijesuitas de 1872. Desde ese momento, la Compañía de Jesús tuvo libertad para entrar en Alemania y fundar comunidades, escuelas y colegios, lo que emprendió con gran energía.
En las elecciones de mediados de enero de 1919, el Partido del Centro obtuvo seis millones de votos y 91 escaños, a continuación de los socialdemócratas, con 11,5 millones de votos y 163 de los 421 escaños de la Asamblea. El Partido del Centro se convirtió así en un elemento clave en el primer gobierno de coalición de Weimar y en los siguientes, como bisagra entre los socialdemócratas y los partidos que reunían los restantes 73 escaños de la mayoría. Entre 1919 y 1933, cinco miembros del Partido del Centro ocuparon el puesto de canciller en diez gabinetes.
La determinación de los católicos de desempeñar un papel positivo en la creación de una Alemania posmonárquica, democrática y pluralista, no se debía, o apenas, a las enseñanzas sociales o al aliento del Papa. Por el contrario, el Partido del Centro se vio obligado repetidamente a hacer oídos sordos a las presiones de Pacelli y del Papa Pío XI, elegido en 1922, para que evitara las alianzas con los socialdemócratas, con los que sin embargo debía llegar a un acuerdo para formar gobierno si no quería verse postergado y aislado políticamente. De todas formas, los dirigentes católicos, excluyendo un sector reaccionario que añoraba con nostalgia los días de los príncipes, podían apoyarse en una declaración de León XIII, quien había admitido a regañadientes, citando el caso de Estados Unidos, que la democracia republicana podía representar un sistema político inobjetable, tan válido como otros.[102]
Se pueden vislumbrar las aspiraciones de los dirigentes políticos católicos a partir de una consideración de las ideas políticas y religiosas de Max Scheler, el más preeminente filósofo y politólogo católico alemán de la época. Scheler, de la misma edad que Pacelli, hijo de padre protestante y madre judía, que acabaría abandonando la Iglesia católica tras divorciarse y volverse a casar, ejerció una influencia seminal en el pensamiento católico europeo del siglo XX. En los años cincuenta, cuando Karol Wojtyla, el futuro Juan Pablo II, escribió su tesis sobre la persona humana en el Seminario de Cracovia, siempre tenía sobre su mesa las obras de Scheler. Tras desprenderse hacia 1916 de su anterior apego al nacionalismo alemán, éste creía que la ética cristiana podía guiar a las sociedades, comunidades e individuos en las situaciones sociales y políticas concretas. En otras palabras, creía que el cristianismo es una religión social, situándose por tanto en las antípodas del pensamiento ahistórico y abstracto de Pacelli. Scheler se oponía a una concepción del individuo carente de solidaridad con los demás.[103] Por la misma razón, estaba contra el estilo comunista de colectivismo, que según él negaba la responsabilidad y dignidad del individuo.
La importancia de Scheler en esa coyuntura se debe a que define, por contraste, la creciente influencia de Eugenio Pacelli en los asuntos de los católicos alemanes, En los días más negros de la Gran Guerra, Scheler proclamó que los católicos alemanes no debían ofrecer a Alemania y a Europa ni la estricta ortodoxia católica romana, ni la apologética, ni el poder papal del Vaticano, sino una influencia benéfica y autodeterminada, que brotara de los pequeños grupos y comunidades. Caracterizaba esa influencia como «generosa y amable, en vez de severa», «concreta más que abstracta», «enraizada en el pueblo y en la tradición viva, más que en los principios ahistóricos», «más ligada a las élites orgánicas que a las artificiales». Esas comparaciones indican el abismo existente, en su apreciación, entre el catolicismo social y la ideología piramidal de la supremacía papal que consideraba al Papa como un autócrata doctrinal y eclesiástico. Scheler creía que el futuro del Partido del Centro y de los sindicatos católicos consistía en convertirse en lugares de encuentro para los demócratas cristianos de todas las tendencias; ni siquiera los judíos debían quedar excluidos.[104] La influencia católica, insistía, no debe alinearse simplemente junto a algo que podría llamarse alemanidad, «sino más bien entrelazarse con ella y hacerse evidente en las relaciones internacionales».[105]
Esa idea de un inminente «momento» católico, que combinaría la reconciliación interna con la influencia internacional, fue defendida también por Matthias Erzberger, el destacado parlamentario católico del Partido del Centro. Scheler y Erzberger habían colaborado desde 1916 como activistas por la paz. El primero de ellos había realizado frecuentes viajes a Suiza, Holanda y Austria preconizando un armisticio y el desarme. Y Erzberger, como hemos visto, fue quien representó a Alemania en la firma del Tratado de Versalles, lo que le valió el apodo del «criminal de noviembre» y condujo finalmente a su asesinato.
Ya en 1917, Erzberger trató de convencer al arzobispo Michael von Faulhaber de Baviera de que, se ganara o se perdiera la guerra, se iniciaría «un gran Renacimiento católico». En el año del cuarto centenario de las Tesis de Wittenberg de Lutero contra el papado, el catolicismo debía aparecer como foco de un resurgimiento cultural e intelectual cristiano, dijo al prelado. Su centro natural, sugería, debería ser Munich, el corazón de la católica Baviera, pero sus beneficios alcanzarían a toda Alemania.
Esas posiciones de Erzberger estaban muy extendidas entre los políticos que urgían un nuevo pragmatismo político por parte de los católicos en la Alemania de posguerra. Alemania ya no era sinónimo de protestantismo, y se precisaba un gran espíritu de conciliación y tolerancia por parte de los dos bandos de la escisión religiosa. Erzberger preconizaba que los católicos, que tradicionalmente escaseaban en la educación superior, las profesiones liberales y el funcionariado, asumieran ahora su legítimo puesto en la comunidad e hicieran notar su presencia.
En el mismo momento, no obstante, en que los católicos alemanes aspiraban a iniciar una nueva fase incorporándose a la trama y urdimbre de la cultura, la sociedad y la política alemanas, en el mismo instante en que incluso los políticos protestantes comenzaban a hablar de forjar nuevas relaciones con la Santa Sede, una histórica iniciativa del Vaticano estuvo a punto de dar al traste con todo el proceso. La verdadera misión de Pacelli como nuncio papal estribaba en conseguir un tratado Iglesia-Estado que recordaría el cuarto centenario de la Reforma luterana de una forma completamente opuesta a la deseada por Erzberger. Fue el 10 de diciembre de 1520 cuando Lutero y sus alumnos quemaron en la Lestertor de Wittenberg el corpus de la ley canónica, como representación de su ruptura con Roma. Este acto simbolizó no sólo el desafío de Lutero a la autoridad papal, sino su convicción de que Roma «exaltaba sus propias ordenanzas por encima de los mandatos de Dios». Los volúmenes de Derecho Canónico, se quejaba Lutero, «no dicen nada de Cristo». Aquel histórico acto de apostasía, sagrado para el protestantismo alemán, otorgaba inmensa importancia al intento de Pacelli, al cabo de cuatro siglos, de lograr el reconocimiento oficial por parte del gobierno, y de hecho su aquiescencia, a la imposición a los católicos alemanes del Código de Derecho Canónico de 1917. Ese nuevo Código, como ya hemos señalado, pretendía concentrar la autoridad de la Iglesia en la persona del Papa. Y en ese acto de supremo ensalzamiento y centralización residía, en lo que a Pacelli se refiere, la futura fuente de la unidad, espíritu, cultura y autoridad del catolicismo, en flagrante contraste con el catolicismo pragmático, pluralista y comunitario preconizado por Scheler y Erzberger.
EL CONCORDATO DE PACELLI Y HITLER
No puede entenderse bien el conformismo del pueblo alemán frente al nazismo sin tener en cuenta el largo recorrido, que comienza en 1920, del concordato con el Reich de 1933, así como el crucial papel de Pacelli en esa firma y las razones de Hitler para firmarlo. Las negociaciones fueron llevadas en su totalidad por Pacelli en representación del papado, sobre las cabezas de los fieles, el clero y los obispos alemanes (cuando Hitler se convirtió en el homólogo de Pacelli en las negociaciones, el concordato se convirtió en el acto supremo de dos autoritarios, mientras que los supuestos beneficiarios se hallaban por su parte debilitados, desmoralizados y neutralizados). La correspondencia diplomática de la época, hasta finales de 1929, muestra a Gasparri y Pacelli firmando la mayoría de los documentos, con el nuncio jugando a ser Moisés junto a su hermano Aarón.[106] Sólo que en este caso, como pronto se verá, la estrategia y el estilo eran diseñados y dirigidos por el propio Pacelli.
Durante siglos, los concordatos del Vaticano habían establecido una gran variedad de acuerdos entre la Santa Sede y los gobiernos terrenales, asegurando los derechos para definir doctrina, condiciones para administrar los sacramentos, derechos de culto y educación, leyes con respecto a la propiedad, seminarios, estipendios y salarios para los obispos y clérigos, leyes sobre matrimonio y anulación, etc. Los términos de los concordatos anteriores a la primera guerra mundial variaban de un país a otro, e incluso, como en Alemania, de una región a otra, adaptándose cada tratado a las circunstancias locales, costumbres y patronazgo secular.
A la luz del Código de 1917, sin embargo, la política del Vaticano había cambiado: de ahí en adelante, el concordato sería el instrumento de consenso por el que las vidas de los obispos, el clero, los religiosos y los fieles quedaban reguladas de arriba abajo, en cualquier lugar del mundo, sobre la misma base. Además, el concordante asumía el derecho del papado a obligar a los fieles, sin consultarlos, a cualesquiera condiciones que en el curso de las negociaciones locales considerara adecuadas para ellos.
Al final del proceso, después de trece años, sólo un hombre, Adolf Hitler, se interponía entre Pacelli y sus sueños de un superconcordato que impusiera por igual a todos los católicos de Alemania toda la fuerza del Derecho Canónico. Anticipándonos a esas negociaciones finales, la principal condición que Hitler impondría en 1933 era nada menos que la retirada voluntaria de los católicos alemanes de la acción social y política como tales católicos, lo que incluía la disolución voluntaria del Partido del Centro, para entonces el único partido democrático viable que sobrevivía en Alemania. Esa abdicación del catolicismo político fue organizada por el propio Pacelli, que para entonces había ascendido a la dignidad de secretario de Estado en el Vaticano, y que utilizó para ello los considerables poderes de convicción con que contaba.
La notable actitud de Pacelli se veía impulsada, como hemos visto, por una mesiánica convicción, mantenida durante tres generaciones, de que la Iglesia podría sobrevivir y mantenerse unida en el mundo moderno sólo si se reforzaba la autoridad papal mediante la aplicación de la ley. La política concordataria de Pacelli se centraba no tanto en los intereses de la Iglesia alemana, sino en el modelo piramidal de autoridad eclesiástica que se había estado practicando desde Pío Nono. A diferencia de Scheler y Erzberger, a Pacelli no le preocupaba el destino de otras creencias paralelas, ni el de las comunidades o instituciones religiosas, por no hablar de derechos humanos o ética social. Las quejas contra el régimen nazi por parte del episcopado alemán, cuando llegaban, se ocupaban sobre todo de las transgresiones de los intereses católicos citados en los términos del concordato, y se tramitaban a través del Vaticano.
Nada podía estar más lejos de la idea de fuerza basada en un catolicismo autodeterminado, pluralista, que sirviera como punto de encuentro para una democracia cristiana interconfesional. Nada podía estar mejor diseñado para arrojar la poderosa institución de la Iglesia católica alemana en manos de Hitler. En la inmediata posguerra de los años veinte, sin embargo, las diferentes aspiraciones de Roma por un lado y de los dirigentes católicos alemanes por otro, y sus remotas consecuencias, tardarían todavía en ponerse de manifiesto.
LA ESTRATEGIA CONCORDATARIA DE PACELLI
Pacelli se vio enfrentado desde un comienzo a una serie de obstáculos provenientes de la larga y accidentada historia de las relaciones del papado con Alemania. Sin que Pacelli tuviera que hacer nada, algunas de esas dificultades comenzaron a desmoronarse tras la redacción de una nueva Constitución en Weimar, una pequeña y antigua ciudad de Turingia que dio su nombre a la serie de gobiernos que tuvo Alemania hasta el acceso de Hitler al poder.
En 1872, Bismarck había proscrito con grandilocuencia para siempre la idea de un concordato del Reich con el Vaticano, en un recordado discurso en el Reichstag: «No creo —decía refiriéndose al dogma de la infalibilidad y primacía papales— que tras los recientemente expresados y públicamente promulgados dogmas de la Iglesia católica pueda un poder secular llegar a ningún concordato sin perder en cierta manera su dignidad. Esto es lo que el Reich alemán no puede aceptar de ninguna manera».[107]
Ese discurso se produjo con ocasión de la retirada de la legación del Reich en la Santa Sede, que dejó a Prusia y la Santa Sede sin representación mutua y sin acuerdos escritos para proteger los derechos de los católicos en Prusia, aparte de la bula papal de 1821, De salute animarum[108] a la que el rey prusiano había dado de mala gana su «permiso y sanción». En 1882 llegó a su fin la persecución anticatólica de Bismarck y se restauró en Roma una legación prusiana ante la Santa Sede, pero en 1918 todavía no había legación del Reich. El problema era, entonces, cómo podía comenzar a negociar
Pacelli un concordato con el Reich sin una nunciatura en Berlín con la categoría de embajada y sin una embajada del Reich en la Santa Sede.
Poner estas cuestiones en orden fue una de las tareas prioritarias de Pacelli.
Con la ratificación de la Constitución de Weimar el 11 de agosto de 1919, le pareció que la decisión de la nueva república de separar Iglesia y Estado abría la vía para que Prusia aceptara el canon crucial que concedía al Papa y sólo a él el derecho a nombrar nuevos obispos. El artículo 137 de la nueva Constitución parecía una renuncia del Estado a sus prerrogativas sobre asuntos eclesiásticos, declarando que las asociaciones religiosas gobernarían sus propios asuntos «sin que el Estado o la comunidad civil se inmiscuyan», devolviendo el gobierno a las Iglesias, o tal como lo entendía Pacelli con respecto a los católicos, al Papa en persona. Había sin embargo una dificultad, y era que ese artículo constituía tan sólo una regulación genérica, que dejaba los detalles a los estados regionales. De ahí la urgencia, según pensaba Pacelli, de negociar un concordato tras otro con los Länder, al tiempo que preparaba el camino para un concordato con el Reich.
Pacelli constató en otra disposición de la Constitución de Weimar una útil ambigüedad, que le sería de ayuda en su estrategia global: el artículo 78 establecía que «el mantenimiento de relaciones con Estados extranjeros es competencia exclusiva del Reich»; pero como la Santa Sede era, estrictamente hablando, una soberanía extranjera, aunque no fuera exactamente un Estado extranjero, podía encontrarse ahí una vía para establecer lazos tanto con los estados regionales como con el Reich, explotando las potenciales contradicciones de uno con otros.
Otro artículo de suma importancia para los padres católicos alemanes y para Pacelli era el que reservaba al Reich extensos poderes sobre la educación religiosa, especialmente sobre la inspección escolar, la estructura de los planes de estudio, los estándares de calificación y la contratación y despido del personal educativo. Como el semillero del catolicismo eran las escuelas, Pacelli estaba decidido a que ese artículo de la Constitución quedara en suspenso, al menos para los católicos, aunque no tenía la menor intención de oponerse a la obligación constitucional del Estado de respaldar la financiación de las escuelas religiosas y de la educación religiosa en las escuelas estatales. Todo lo contrario. A partir del estado regional de Baviera, Pacelli pretendía introducir correcciones en la cuestión escolar en todos los estados regionales alemanes, con la intención última de realizar un arreglo final para todo el país en un futuro concordato global con el Reich.
El estado de Baviera, al sur de Alemania, con su gran población católica y sus lazos históricos con la Iglesia de Roma, era un punto de partida obvio para su primer concordato regional. Entretanto, el estado de Prusia, predominantemente protestante, que compartía su capital con la sede del gobierno del Reich, podía esperar un poco. La católica Baviera, con su apego a la independencia cultural con respecto al norte, estaba siempre dispuesta a comprobar hasta dónde llegaba su autonomía regional, y Pacelli veía ahí la oportunidad de sentar un precedente creando un concordato modelo con un Land favorable al papado.
LA CUESTIÓN DE LOS OBISPOS
Pacelli tenía otra razón para tratar con circunspección el estado protestante de Prusia en una primera fase. El 11 de noviembre de la gran y antigua sede de Colonia, incorporada a Prusia, quedó vacante por la muerte del cardenal arzobispo Félix von Hartmann, lo que iba a poner a prueba el nuevo canon del Código de 1917 que reservaba al propio Papa el nombramiento de un nuevo arzobispo. Desde tiempo inmemorial, el nombramiento de Colonia había quedado en manos de los canónigos de la catedral mediante una elección libre, según la antigua tradición local, confirmada en la bula papal de 1821. La primera aplicación del nuevo Código despertó apasionadas discusiones acerca del absolutismo papal frente a la autonomía local.
El mismo día de la muerte de Von Hartmann, los nueve principales canónigos de la catedral de Colonia, dos de ellos obispos auxiliares, firmaron una carta dirigida al Santo Padre pidiendo su bendición, «ya que ahora nos toca a nosotros elegir un nuevo arzobispo».[109] Esto provocó un telegrama cifrado «urgente» de Gasparri a Pacelli el 17 de noviembre: debía informar a los canónigos de que «con respecto al nombre del arzobispo debían esperar instrucciones de la Santa Sede».[110] Así pues, justo una semana después de la desaparición de Von Hartmann, Pacelli escribió a los canónigos de Colonia que no debían proceder a la elección sino «esperar instrucciones acerca del nombramiento de un nuevo arzobispo, que la Santa Sede no tardaría en enviar».[111] Los canónigos, sin embargo, no parecían dispuestos a abdicar de sus antiguos derechos, y el gobierno prusiano estaba decidido a no permanecer neutral en la cuestión.
El 2 de diciembre, Pacelli recibió una carta del chargé d’affaires prusiano en la que éste le expresaba la firme opinión de su gobierno de que la Constitución de Weimar no alteraba la disposición al respecto de la bula papal De salute animarum.[112] En otras palabras, la interpretación de Pacelli de la nueva separación entre Iglesia y Estado en favor del Vaticano era puesta enérgicamente en cuestión por Prusia, al menos en lo que se refería a la selección de nuevos obispos. Cualquier intento de interferir en la elección del arzobispo de Colonia, proseguía la carta, «tendrá gravísimas consecuencias para las relaciones entre la Santa Sede y los católicos alemanes». Y todavía estaba por llegar algo peor. En un cable cifrado fechado el 15 de diciembre, Pacelli advertía a Gasparri de que los canónigos de Colonia le habían respondido que tenían razones para creer que el gobierno prusiano retiraría el correspondiente salario episcopal y los gastos del arzobispado si la Santa Sede alteraba unilateralmente el procedimiento de elección. «¿Desea usted mantener sus instrucciones anteriores?», telegrafió Pacelli a Gasparri.[113]
Entretanto, en la primera semana de diciembre, el nuncio papal en Suiza, Luigi Maglione, había sabido del ministro prusiano ante la Santa Sede, Diego von Bergen, que el gobierno prusiano, los obispos alemanes y los canónigos de Colonia estaban de acuerdo en que el entonces obispo de Paderborn, monseñor Schulte, era el mejor candidato para el puesto vacante. La consiguiente sugerencia de Maglione a Gasparri ejemplifica las sutiles maquinaciones de la diplomacia vaticana de la época.
«Si fuera aceptable para el Santo Padre, como creo que es el caso —escribía Maglione—, se podría nombrar para esa importantísima vacante a alguien que satisfaría a todos en Alemania».[114] Maglione indicaba, con la mayor delicadeza, que un emisario alemán le había hecho saber que el gobierno acogería con agrado el nombramiento de Schulte (ese «excelente» candidato «a ojos de todos los afectados») si hubiera alguna indicación de que pudiera ser nombrado cardenal en el próximo consistorio. Maglione se aventuraba Juego a señalar que no había ningún cardenal alemán previsto para ese próximo consistorio, mientras que Polonia, «ese Estado de reciente constitución», ya contaba con dos, uno de ellos «el arzobispo de Gnesen y Posen, región que se ha separado de la patria alemana».
Sin duda bajo la cortés tutela del nuncio suizo, el emisario alemán había querido borrar toda impresión de queja o de chantaje moral. Maglione pudo transmitir que ese emisario había añadido: «Sólo deseo informar a la Santa Sede de que nuestra población se ha vuelto muy sensible y susceptible como resultado de lo mucho que ha sufrido; tanto que hay quienes sospechan que no gozan de la augusta benevolencia de Su Santidad». En otras palabras, que si el Santo Padre quería demostrar que no era antialemán, debía concederles un cardenal.
El 17 de diciembre, Gasparri envió otro cable cifrado a Pacelli, modificando sus instrucciones previas a la luz del acuerdo sobre el candidato: «Su excelencia debe acudir a Berlín, donde el gobierno no se opondrá al nombramiento [de Schulte], ya que ha sido consultado previamente. Luego irá a Colonia y dirá a los canónigos que en esta ocasión pueden contar con el obispo de Paderborn, ya que se cuenta con el consentimiento del gobierno».[115]
Así pues, Pacelli se dirigió en tren a Colonia y dijo a los canónigos reunidos en asamblea que por esa vez, sin que ello supusiera precedente, podían elegir a un nuevo arzobispo de acuerdo con sus antiguos privilegios, pero que debían comprender que no se trataba de una disposición válida para el futuro.
La aquiescencia de Pacelli en 1919 fue más fácil porque tanto él mismo como la curia estaban de acuerdo con el candidato elegido;[116] pero había otras razones para que Pacelli se sintiera optimista con respecto a su estrategia y su convicción de que conseguiría el acuerdo final con el Reich, aunque pareciera estar fallando en Prusia.
MAQUINACIONES BERLÍN-MUNICH
El 27 de septiembre de 1919, el ministro de Asuntos Exteriores Hermann Müller anunció que la legación prusiana en Roma iba a convertirse en representación con categoría de embajada de toda Alemania ante la Santa Sede, y que Diego von Bergen, con el acuerdo del Vaticano, sería el primer embajador que representaría a todo el Reich, así como al estado de Prusia. Matthias Erzberger, promovido a Reichsminister, ya no veía obstáculos para la firma de un concordato con el Reich, que significaría una completa reestructuración de las relaciones Iglesia-Estado entre el Vaticano y Alemania, «emprendida por todos los estados [regionales], bajo la dirección del Reich»,[117] y anunció su propósito en un banquete ofrecido en Berlín por el presidente y el canciller a Pacelli pocos días después de Navidad.
Había, no obstante, algunos problemas de fondo en el acuerdo que permitió el establecimiento de la embajada en el Vaticano, relacionados con las antiguas y complejas rivalidades entre Baviera y Prusia, Munich y Berlín, la Alemania católica y la Alemania protestante. Pero Pacelli estaba dispuesto a resolver esos problemas con la astucia de un jugador de póquer, para agrado y satisfacción del Papa y la curia en Roma. Para los ministros de Berlín, la decisión de establecer una embajada del Reich ante la Santa Sede suponía que la existente legación bávara sería cerrada. Pero no era eso lo que deseaba Pacelli. No estaba dispuesto a tratar únicamente con el Reich, de tradición protestante, si existía la posibilidad de desarrollar un juego de divide-y-vencerás negociando simultáneamente con la católica Baviera. Así pues, procedió a cosechar los frutos de las rencillas y rivalidades entre los gobiernos locales y nacional, añadiendo una pizca de chantaje diplomático.
Él prefería, según dijo a los gobiernos del estado prusiano y del Reich en Berlín, «una embajada del Reich en el Vaticano, junto con una nunciatura papal para asuntos alemanes (excluyendo Baviera) en Berlín y una legación bávara en Roma junto a una nunciatura papal en Munich». Pero si el gobierno del Reich no estaba dispuesto a aceptar ese arreglo, proseguía, la Santa Sede preferiría «mantener el status quo ante». En otras palabras, se abstendría de ratificar la representación diplomática mutua entre el Reich y la Santa Sede, con la consecuente pérdida para Alemania del Vaticano como elocuente aliado en la escena mundial. Fuera como fuera, decía el nuncio, la Santa Sede estaba decidida «a mantener su nunciatura en Munich».[118]
El Reich, desesperado, cedió, y Prusia aceptó que su propia representación en Roma se convirtiera en parte de la embajada del Reich en el Vaticano. Entretanto, Gasparri dijo al embajador alemán en mayo de 1920 que el nuncio ante el Reich residiría en Berlín y que Pacelli ocuparía ese puesto. La Santa Sede anunció, no obstante, que por el momento el nuevo nuncio ante el Reich seguiría en Munich, representando a la Santa Sede en Baviera, y que se trasladaría de una ciudad a otra cuando lo considerara conveniente. Pacelli tenía ahora las riendas de la situación en sus manos, y su habilidad diplomática podía apreciarse en cada detalle de esos notables acuerdos. Se había recorrido un largo camino desde comienzos de 1917, cuando Matthias Erzberger advertía al predecesor de Pacelli en Munich, el arzobispo Aversa, que el Kaiser nunca aceptaría que un nuncio en Baviera fuera después nombrado ante Prusia o el Reich, ya que esto significaría una humillación.[119]
Pero por hábil que pareciera, el juego de manos diplomático de Pacelli retrasaba la negociación de un concordato con el Reich. Y ese retraso, en opinión del historiador de la Iglesia alemana Klaus Scholder, «creaba el punto de partida fatal a partir del cual Hitler iba a forzar en 1933 la capitulación del catolicismo alemán en unas pocas semanas».[120] En otras palabras, Pacelli podría haber conseguido un concordato con el Reich a comienzos de los años veinte sin comprometer la acción política y social de los católicos. Una década más tarde, Hitler vio astutamente el concordato como una oportunidad para asegurarse la retirada voluntaria de la escena del catolicismo político, evitando una confrontación con él que no deseaba.
PACELLI, DECANO DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
El 30 de junio de 1920, Pacelli presentó sus cartas credenciales al Reich, siendo el primer diplomático en hacerlo bajo la Constitución de Weimar. Se convirtió así en el diplomático más antiguo de la capital, honor que desempeñaría con sobresaliente gusto y distinción.[121] Tras recibir calurosamente al nuncio, el presidente Friedrich Ebert anunció solemnemente que su deber era poner orden, «con las autoridades correspondientes, en las relaciones entre Iglesia y Estado en Alemania, [de forma que] se adecuaran a la nueva situación y a las circunstancias actuales». Pacelli respondió: «Por mi parte, dedicaré todas mis fuerzas a cultivar y reforzar las relaciones entre la Santa Sede y Alemania». (Trece años más tarde, Hitler utilizó la misma frase, palabra por palabra, cuando prometió un inmediato reajuste de las relaciones entre Berlín y la Santa Sede a cambio de la aquiescencia del Partido del Centro a la Ley de Plenos Poderes que le convertía en dictador absoluto.)[122]
Después de pronunciar tan encendidas frases, Pacelli se dedicó casi exclusivamente a la negociación de un concordato con el gobierno bávaro, con el que ya había acordado un esbozo de tratado que sorprendía a los ministros por su audacia. En la cuestión de las escuelas, por ejemplo, insistía en que el estado quedaría obligado por todas y cada una de las propuestas del obispo local referidas a los profesores de religión, incluida la obligación de despedirlos si el obispo así lo requería. El estado debería cumplir además todas sus obligaciones financieras y al mismo tiempo garantizar la aplicación de la ley canónica a los fieles.[123]
La reacción en Munich a la lista de exigencias de Pacelli no fue tanto de consternación como de sorpresa, incluso entre los que eran abiertamente favorables al concordato. En septiembre de 1920, el funcionario a cargo de los asuntos vaticanos en el Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín, profesor Richard Delbrück, dejó constancia de la «mala acogida» que tuvieron en Munich las «demandas excesivas» de Pacelli. También señalaba que «lo más extraño de Pacelli es que parece tener poca conciencia de lo que es posible en Alemania y negocia como si estuviera tratando con italianos».[124]
Delbrück también descubrió hasta dónde estaba dispuesto a llegar Pacelli. El nuncio apoyó sus demandas con amenazas abiertas de represalias diplomáticas. A menos que se aceptaran sus condiciones, dijo al gobierno bávaro, no habría concordato; y si no había concordato, la Santa Sede no estaría en condiciones de echar una mano en caso de disputas territoriales con los vecinos de Alemania, «por ejemplo en la cuestión del Sarre, que podría agudizarse en cualquier momento. Lamentándolo mucho, tendríamos que ceder».
Pacelli se refería a la delicada cuestión de los territorios anteriormente alemanes que habían sido anexionados o desmilitarizados por los aliados tras la guerra. Muchos de esos territorios, tanto al este como al oeste, estaban habitados por católicos. ¿Deberían permanecer esos territorios dentro de las antiguas diócesis alemanas? Y si no, ¿les llegaría al menos el clero de los seminarios alemanes, permitiendo a Alemania seguir ejerciendo cierta influencia sobre sus habitantes?[125] Evidentemente, el gobierno alemán tenía mucho interés en mantener la influencia cultural y religiosa germana sobre esa gente, algo sobre lo que Pacelli podía influir sólo con escribir unas líneas. Pero con extraordinaria presencia de ánimo informó al gobierno bávaro, y luego al Reich, de que su cooperación tenía un precio, concretamente la rendición en el asunto de las escuelas.
La ansiedad del Reich acerca de la cuestión fronteriza era tal que en noviembre de 1920 se confirmaba la aprobación del proyecto de concordato bávaro, lo que significaba un notorio triunfo para Pacelli. Pero seguía en pie la pregunta: ¿cómo recibiría esto la Alemania protestante, y en particular Prusia? En diciembre, Pacelli concedió una entrevista a Le Temps, de París, explicando sus planes de conseguir un concordato parecido con el resto de Alemania o con Prusia. De nuevo dejaba abierta la cuestión de qué camino seguiría primero, Prusia o el Reich. Por el momento, negociaba con ambas partes, con el Reich y al mismo tiempo con el gobierno regional prusiano, que temía que el Reich fuera demasiado incauto con Pacelli y que por tanto deseaba sentar sus propios criterios en un concordato previo.
UN DRAMA DOMÉSTICO
Pacelli se vio envuelto por aquel entonces en una tormenta doméstica, provocada por una lucha oculta por el poder entre sor Pasqualina, su joven ama de llaves, y los empleados laicos de la nunciatura.[126] Al parecer, el equipo permanente, resentido por la llegada de la monja, estaba empezando a hacerle la vida imposible. Como dijeron los testigos del proceso de beatificación, podía ser una mujer de difícil trato, especialmente cuando sus compañeros de trabajo no poseían la misma agudeza. Tenía lo que un testigo llamó en italiano «snelleza», vivacidad.
Con la anuencia de Pacelli, Pasqualina se hizo finalmente cargo de todo el servicio doméstico de la nunciatura, incluyendo la limpieza, cocina y lavandería, haciendo superfluos a sus antagonistas. De ahí en adelante quedó como ama y señora de sus dominios. Según la hermana de Pacelli, Elisabetta, sus enemigos en el servicio contraatacaron extendiendo por Munich el rumor de que el nuncio tenía para ella algo más que atenciones pastorales.
Pacelli se sintió naturalmente ofendido por la acusación, como dijo su hermana Elisabetta al tribunal de beatificación cincuenta años más tarde, e insistió en que se realizara una investigación de aquella «orribile calunnia» desde los niveles más altos del Vaticano. Le escribió después, decía Elisabetta, expresando su satisfacción por el veredicto de la inchiesta, declarando que había «encontrado de nuevo su paz y tranquilidad de espíritu, que tanto precisaba para llevar adelante la pesada carga de su tarea».[127]
Aproximadamente en aquella época, Pacelli comenzó a contar con la ayuda de un colaborador ideal en la persona del jesuita Roben Leiber, un hombre pequeño y tranquilo, descrito en las actas de beatificación como «un tipo triste y melancólico, siempre suspirando, pero con gran capacidad de trabajo y que se sentía completamente de acuerdo con el nuncio acerca de los problemas de la Iglesia». Trabajaban juntos largas horas, codo con codo. Se dice que el padre Leiber afirmó en alguna ocasión de Pacelli en aquellos días: «Ha nacido para rey». Leiber también tenía su propia opinión de sor Pasqualina: «El nuncio debería despedirla, pero no quiere hacerlo porque ella sabe llevar la casa como nadie».[128]
LA VERGÜENZA NEGRA
Un significativo ejemplo de los problemas nacionales e internacionales que tuvo que afrontar Pacelli en aquella época fue la disputa entre Alemania y Francia acerca del uso de tropas africanas en la ocupación de Renania. Ya en abril de 1920, respondiendo a las peticiones de los obispos alemanes y algunos feligreses, Pacelli había informado a Gasparri de que soldados negros franceses estaban violando mujeres y niños en Renania, y que debería emplearse la influencia de la Santa Sede ejerciendo presión sobre el gobierno francés para que retirara esos soldados. El 31 de diciembre de 1920 el cardenal Adolf Bertram, de Breslau (Wroclaw), escribió una carta (en latín) a Gasparri declarando que «Francia prefería emplear soldados africanos, quienes debido a su salvaje carencia de cultura y de moral han cometido indecibles asaltos a las mujeres de la región, llegándose a una situación conocida como “vergüenza negra”».[129] Los franceses planeaban, según Bertram, enviar más tropas africanas a aquel territorio. Entretanto, una investigación del gobierno alemán había reunido abundantes pruebas de «los crímenes cometidos por esos soldados: todo un catálogo de abusos sádicos, violaciones y horrendos asaltos a mujeres, y muestras de crueldad con los niños, entre otras cosas».
En una contestación a Gasparri del 16 de enero,[130] el embajador francés ante la Santa Sede rechazaba vigorosamente las alegaciones de Pacelli y Bertram, describiéndolas como «odiosa propaganda» inspirada por Berlín. La realidad era, aseguraba, que sólo había un puñado de soldados norteafricanos en la región, la mayoría de los cuales «provenían de una antigua civilización, contándose entre ellos muchos cristianos». Entretanto se había desencadenado una campaña internacional contra los soldados negros y sus supuestas atrocidades. En Estados Unidos, bajo una andanada de peticiones abiertamente racistas, el Congreso encargó una investigación[131] que desmintió las acusaciones alemanas. El comité aconsejó que Estados Unidos no adoptara ninguna acción acerca de las quejas que llegaban del gobierno alemán y la Santa Sede.
Pero Pacelli, que estaba al tanto de la investigación, seguía sin convencerse. El 7 de marzo de 1921 escribió de nuevo a Gasparri acerca de la cuestión, urgiendo al Papa a intervenir en defensa de los niños y mujeres alemanes agredidos. Gasparri no hizo nuevos reproches al gobierno francés, pero las acusaciones sobre la «vergüenza negra» siguieron resonando hasta que esos territorios fueron finalmente «liberados» por Hitler. Para Pacelli, la cuestión de la «vergüenza negra» dejó huella en su actitud hacia las razas y la guerra. Veinticinco años más tarde, cuando los aliados estaban a punto de entrar en Roma, pidió al embajador británico ante la Santa Sede que rogara al Ministerio de Asuntos Exteriores británico que «no hubiera soldados de color aliados entre los pocos que quedarían acuartelados en Roma tras la ocupación».[132]