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Un brillante diplomático
En el transcurso de 1921, Pacelli siguió maniobrando entre el Reich y Prusia, buscando la posición más ventajosa para negociar así proseguir su política concordataria. En su ayuda y servicio apareció entonces un individuo poco corriente: Ludwig Kaas, experto en Derecho Canónico, representante del católico Partido del Centro en el Reichstag, y sacerdote de la Iglesia romana, lo que era algo infrecuente para un político profesional. Cinco años más joven que Pacelli, pulcro, con gafas, e invariable portador de un elegante bastón de paseo, Kaas, conocido como «el prelado», se convirtió en íntimo colaborador de Pacelli ante cada dificultad en las negociaciones concordatarias. Aunque oficialmente actuaba como «portavoz del Reich», Kaas se movía cada vez más al dictado de Pacelli.
Se trata de un personaje clave en la historia de la política concordataria de Pacelli y su final acuerdo con Hitler, sobresaliendo cada vez más su ambigua posición. Fue Kaas quien se alzó como dirigente máximo del Partido del Centro cuando el ex canciller Wilhelm Marx dimitió en octubre de 1928. Era el primer sacerdote en asumir la dirección del Partido del Centro en su larga historia, en un momento además en que se abría un abismo cada vez más profundo entre los intereses del Vaticano y los del catolicismo alemán. Alentado por Pacelli, surgió como un candidato de compromiso ante el enfrentamiento entre los candidatos de derecha e izquierda. Pero la pretensión de Kaas de representar al partido que mantuvo el equilibrio de poder en Alemania hasta el último momento fue en definitiva desmentida por los hechos: en 1931 era ya, a todos los efectos, el amigo, confidente y amado compañero de Pacelli, defendiendo los intereses de éste y del papado desde la cruz hasta la raya.
Al igual que Pacelli, Kaas estaba convencido de que el nuevo Código de Derecho Canónico era el eje central de cualquier futuro concordato. Kaas, además, persuadió a Pacelli de que era necesario un concordato con el Reich general y omnicomprensivo para evitar que los estados regionales pudieran invocar medidas particulares características de la Kulturkampf. Fue esa convicción la que en parte condujo a Pacelli a la trampa tendida por Hitler, quien le ofreció todas las seguridades al respecto en 1933.[133]
Durante el verano de 1921, el gobierno del Reich, ahora bajo la cancillería de Joseph Wirth, político católico de izquierda (dentro del Partido del Centro), comenzó a ejercer cierta presión sobre Pacelli para alcanzar pronto un concordato, con la esperanza de que eso ayudara a Alemania en su agria disputa territorial con Polonia, que reclamaba la Alta Silesia. Wirth estaba convencido de que unos lazos más estrechos con el Vaticano podían servir de ayuda. Pero Pacelli no parecía sentir prisa, posiblemente porque desaprobaba las tendencias izquierdistas de Wirth.
En el otoño, esperando convencer a Pacelli de que se iniciaran las conversaciones, Wirth pidió al nuncio que le diera al menos por escrito una lista de los puntos a los que la Santa Sede concedía mayor importancia. Lo que Pacelli le entregó fue más o menos un borrador del concordato de Baviera, con condiciones relativas a las escuelas que para Prusia constituían un insulto.[134] Una vez más, Pacelli sorprendía a los ministros agregando indisimuladas amenazas. En un encuentro en el Kultusministerium en diciembre de 1921, comunicó al ministro Otto Boelitz y al secretario de Estado Cari Heinrich Becker que ayudaría a Alemania con el rápido nombramiento de un obispo alemán para Trier, en la región del Sarre (un área bajo disputa territorial con Francia), sólo si el gobierno cooperaba en la cuestión escolar en el concordato. Añadió su acostumbrada cláusula, informándolos imperturbablemente de que la Santa Sede se sentiría mejor sin un concordato si no podía alcanzar su objetivo en las escuelas. Los ministros dedujeron al concluir la entrevista que los problemas de la política alemana parecían no importarle a Pacelli.[135] En cualquier caso, tras intensas negociaciones, Pacelli obtuvo de Prusia el 6 de enero de 1922, a cambio del rápido nombramiento de un obispo alemán para la diócesis de Trier, un acuerdo que al menos permitía renegociar la cuestión de las escuelas «a requerimiento del Reich».[136]
Habiendo conseguido una equivalencia entre la cuestión de las escuelas y la amenaza de una actitud poco favorable en los problemas territoriales, Pacelli se jactó de sus triunfos ante el cardenal Adolf Bertram, añadiendo que sus éxitos en la materia no se debían a ningún talento especial por su parte sino a Dios. Pero el cardenal Bertram y el arzobispo Schulte, los principales prelados católicos de Prusia, estaban espantados. En una carta a Bertram del 9 de enero, Schulte describía el acuerdo alcanzado como «un riesgo extraordinario», ya que tendía a animar a Francia a mayores actos de agresión territorial. Al cabo de un tiempo, reflexionaba Schulte, iría contra los intereses del Vaticano en Alemania. A raíz de esos intercambios de opinión, Bertram rogó a Pacelli que no se extralimitara, ya que la jurisdicción del estado prusiano sobre la educación era sacrosanta. Pacelli, sin embargo, se creía más perspicaz que la jerarquía alemana.
Así pues, siguió en las mismas, haciendo oídos sordos al consejo de sus hermanos obispos, tan obsesionado con alcanzar una victoria en la cuestión de las escuelas que pasaba por alto otras implicaciones serias, con su característica mezcla de perseverancia y temeridad, que le convertiría en un contrincante idóneo, en opinión de Hitler, una década más tarde.[137]
UN NUEVO PAPA
El 22 de enero de 1922 falleció Benedicto XV tras una corta enfermedad, y el 6 de febrero le sucedía Achille Ratti, con el nombre de Pío XI. Ratti, que contaba entonces sesenta y cuatro años, era hijo del director de una fábrica de seda cerca de Milán, erudito, archivero y experto paleógrafo. También era un montañero entusiasta. Tras ocuparse durante un tiempo de la biblioteca del Vaticano se le envió a Polonia en 1919 como nuncio, donde se distinguió como hábil y valeroso diplomático. En 1921 fue nombrado arzobispo de Milán y cardenal. Pequeño y delgado, con la contextura física de un escalador de los Alpes, tenía una amplia y alta frente y unos ojos penetrantes. Sonreía sin reparos cuando saludaba a los peregrinos o recibía visitas, pero podía ser muy exigente. Un prelado comentó que prepararse para una reunión con Ratti era como hacerlo para un examen. Sus preguntas sobre todo tipo de cuestiones eran temibles, y desgraciado del clérigo que no supiera responder a ellas. Pronto se convertiría en uno de los pontífices más porfiados de la reciente historia del papado.
Por primera vez desde 1870, la bendición urbi et orbi se dio desde el balcón que da a la plaza de San Pedro, lo que indicaba que Pío XI estaba decidido a solventar la Cuestión Romana. El rector del colegio inglés, observando cómo miraba el nuevo Papa hacia San Pedro, recordaba que «parecía tan calmado y firme como si se encontrara en la cumbre del monte Rosa o hubiera pasado la noche sobre aquella plataforma rocosa bajo una tormenta alpina».[138]
Pacelli y Ratti se conocían bien, y coincidían en su odio y miedo al bolchevismo. Para tranquilidad de Pacelli, una de las primeras decisiones de Pío XI fue mantener a Gasparri como secretario de Estado, lo que significaba que no habría cambios en la política concordataria.
Mientras proseguía sus negociaciones con los estados regionales, Pacelli se tuvo que ocupar también durante 1923 y 1924 de las amargas crisis nacionales e internacionales provocadas por la ocupación francesa del Ruhr y el colapso del marco alemán.
El 11 de enero de 1923, pretextando que las entregas convenidas de carbón y madera no se habían completado, tropas francesas y belgas ocuparon la altamente industrializada región del Ruhr. Como represalia, Berlín dejó de pagar las reparaciones acordadas y llamó a la resistencia pasiva y a la huelga, comprometiéndose a pagar compensaciones a los obreros que la secundaran. Grupos terroristas atacaron ferrocarriles e instalaciones industriales, con la ayuda del ejército alemán. Se produjeron detenciones, ejecuciones, expulsiones y duras medidas contra los civiles. El marco inició una caída libre frente al dólar, primero hasta 18.000 marcos por dólar, y luego hasta 160.000 el 1 de julio. En noviembre, el cambio era de cuatro mil millones de marcos por un dólar, y a partir de ahí las cifras se multiplicaban por billones.
Los franceses se quejaban amargamente de que el Vaticano favorecía a Alemania. Gasparri hacía oídos sordos. Apoyado en los informes de Pacelli, el cardenal secretario de Estado advirtió en varias ocasiones del peligro de una sublevación comunista en la región si las medidas francesas llegaban a exasperar a los alemanes. Bajo la presión del embajador alemán ante la Santa Sede, y como consecuencia de los informes de Pacelli, quien veía peligrar sus perspectivas de concordato, Pío XI publicó en L’Osservatore Romano del 28 de junio una carta abierta condenando las pesadas reparaciones impuestas y criticando a Francia por su ocupación de parte del oeste de Alemania. Los alemanes se sintieron dichosos por esa iniciativa papal y los franceses, furiosos. Debido en gran parte a la diplomacia de Pacelli, ambos bandos aproximaron sus posiciones, aunque los franceses seguían sospechando de las intenciones del Vaticano.[139] Gasparri, entretanto, actuando de acuerdo con Pacelli y utilizando la mediación de «misiones secretas no oficiales», advirtió a los prelados franceses de que Francia estaba jugando a un juego peligroso en el Ruhr: había recibido informes de que Rusia estaba a punto de aprovechar el caos incipiente en Europa occidental para lanzar una ofensiva. Así, mediante encuentros privados, mensajes codificados y sugerencias susurradas tanto en los oídos franceses como en los alemanes, el Vaticano puso en marcha sus buenos oficios para conciliar a ambas partes.
EL CONCORDATO BÁVARO
Los esfuerzos de Pacelli por alcanzar un concordato con el gobierno bávaro dieron por fin fruto en marzo de 1924, cuando el documento quedó listo para la firma de ambas partes. Pío XI y Pacelli se sentaron juntos en el palacio Apostólico, a comienzos de enero de 1924, para repasar el texto alemán del tratado palabra por palabra. Pocos días más tarde, éste quedaría aprobado en el Parlamento bávaro por 73 votos frente a 52. Había sido una larga y ardua negociación a lo largo de cinco años. Gasparri estaba muy satisfecho, especialmente con su protegido Pacelli, hasta el punto de manifestar ante el legado bávaro en Roma que se trataba «de uno de los mejores nuncios, si no el mejor».[140]
El concordato firmado aseguraba el reconocimiento oficial del nuevo Código de Derecho Canónico por parte del estado bávaro como norma para el nombramiento de obispos, arzobispos, monseñores y canónigos. Daba a Pacelli todos los poderes que había exigido para las escuelas religiosas, así como para la enseñanza religiosa en el conjunto del sistema educativo. Conseguía, además, reconocimiento, protección y promoción permanente de la Iglesia católica y todas sus asociaciones e instituciones. Como contrapartida, la Iglesia concedía en el artículo 13 que puesto que el estado bávaro estaba pagando los sueldos del clero, sólo emplearía a ciudadanos bávaros o de otro Latid alemán.[141]
El éxito de Pacelli en el concordato bávaro creó no obstante ciertos problemas para la consecución de un concordato prusiano y otro con el Reich. Los ministros prusianos eran muy suspicaces, ya que Pacelli se vanagloriaba abiertamente de que planeaba utilizar el concordato con el Reich para imponerles su voluntad. El 27 de noviembre, el gobierno prusiano informaba al Reich de que puesto que Baviera había negociado su propio concordato, Prusia debía tener asimismo uno especial. Era inaceptable para el mayor Land alemán que su política Iglesia-Estado fuese dictada por Roma y no por Berlín, insistían los ministros, al tiempo que declaraban que no podría haber concordato con el Reich sin el consentimiento del gobierno prusiano.
PACELLI, UN PERFECTO ANFITRIÓN
Pacelli se trasladó oficialmente a Berlín el 18 de agosto de 1925, instalándose en una espléndida residencia de la nunciatura rodeada por un jardín, en Rauchstrasse, 21, en el barrio del Tiergarten. Alto, elegante con su capa de seda púrpura, se convirtió en una figura familiar en la capital, que llegaba en su limusina al Reich y los ministerios prusianos, así como a las recepciones en las embajadas.
Comenzó a organizar fiestas para la élite diplomática y oficial de la capital, adquiriendo pronto una reputación de anfitrión sin tacha. El presidente Ebert era un huésped regular de la nunciatura, como lo eran el mariscal de campo Paul von Hindenburg, el ministro de Asuntos Exteriores Gustav Stresemann, y otros miembros del gabinete. Pacelli se hizo conocido como ameno invitado, famoso por su conversación ingeniosa y su capacidad para hablar de cualquier tema en casi cualquier idioma. Lord d’Abernon, embajador británico en Berlín de 1930 a 1936, pensaba que Pacelli «era el diplomático mejor informado de todo Berlín».[142] Según la periodista norteamericana Dorothy Thompson, Pacelli era de hecho «el diplomático mejor informado de toda Alemania».[143] Pacelli comenzó a relajarse y a divertirse un poco, abandonando su acostumbrado ascetismo para así lubricar mejor los engranajes de la diplomacia. Hay relatos que cuentan cómo montaba a caballo en las fincas de gente rica en las afueras de Berlín. Sor Pasqualina contaba que sus amigos de Berlín le compraron un caballo mecánico que funcionaba con electricidad, sobre el que cabalgaba con su chaqueta y su pantalón de montar.
Tras la muerte de Pío XII, sor Pasqualina recordaba que «se ganaba los corazones de todos con su compostura noble y refinada, […] en todas partes se mostraba como el elevado y sin embargo cálido príncipe de la Iglesia». Insistía, con su característica expresión dulzona, en que pese a su importante puesto como nuncio en Berlín, «su mirada no dejó de apreciar la flor que adornaba su mesa, ni el detalle imaginado para hacer su sencilla comida más agradable, ni el gato al que se había ido acostumbrando y que se acurrucaba afectuosamente a sus pies». Le gustaban todos los animales, continuaba, con la excepción de las moscas, «contra las que sentía una particular aversión».[144] En la privacidad de la nunciatura, seguía, «se le veía igual de digno y sencillo vistiendo una simple sotana que con sus ropas de gran ceremonia». Al volver de un paseo matutino por el Tiergarten, contaba un día complacido a sor Pasqualina que un niño se le había aproximado y le había preguntado si era «Dios Todopoderoso».
¿Conoció el pulcro, autodisciplinado y austero prelado alguna vez el verdadero descanso? Una pequeña indicación de buen humor en su carácter aparece en una anécdota relatada por un aristocrático vecino de Berlín. Hans-Conrad Stahlberg describía la «curiosa ceremonia» cuando saludaba a Pacelli cada mañana mientras afilaban sus navajas de afeitar mirándose desde sus respectivas ventanas. «Un día —contaba Stahlberg a su hijo— me sorprendió bajando su navaja como en un saludo de esgrima».[145]
EL CONCORDATO PRUSIANO
Durante ese período de vida social como decano del cuerpo diplomático en Berlín, Pacelli siguió concentrado en culminar las negociaciones del concordato con Prusia. Los ministros prusianos, influidos por generaciones de pluralismo protestante, creían instintivamente en la preservación de los derechos tradicionales de los capítulos catedralicios locales, incluso para los católicos. Pacelli, por su parte, consideraba la resistencia protestante hacia el nombramiento de obispos como una prueba de sus prejuicios contra el papado. Con el paso de los meses, esas cuestiones llegaron a discutirse en público, desatándose las pasiones. Pacelli esgrimía la preocupación católica acerca de una amenaza inminente a sus escuelas. Los protestantes pensaban que estaban defendiendo un rasgo del liberalismo frente al dogmatismo de Roma. ¿No estaría ese nuncio italiano tratando de instigar una contrarreforma en el mismísimo corazón del protestantismo? Cuanto más intrigaba Pacelli, más ternes se mantenían los protestantes.
En el otoño de 1928, el problema central de la cuestión escolar seguía sin resolver. Era ya hora de zanjar la cuestión. El primer ministro prusiano, Otto Braun, dijo a Pacelli que «no se podría incluir en el concordato ninguna mención, de la naturaleza que fuera, acerca de las escuelas». Pacelli respondió que no podía «volver al Santo Padre en Roma con un proyecto de concordato que no mencionara las escuelas». Braun replicó: «Y yo no puedo dirigirme al Parlamento con un concordato que las mencione sin exponerme a una derrota segura».[146]
Fue Pacelli quien cedió al final, en la primavera de 1929. En la negociación definitiva, ambas partes pactaron la creación de una nueva diócesis en Berlín, de acuerdo con los deseos de Pacelli. Sobre la cuestión del nombramiento de los obispos se alcanzó un compromiso transitorio: los canónigos catedralicios podrían seleccionar una lista de nombres, eligiendo la Santa Sede a tres, entre los que los canónigos decidirían quién debía ser el nuevo obispo. Una cláusula aneja permitía al gobierno prusiano ejercer el derecho de veto si surgía alguna objeción grave. Todos los clérigos debían ser ciudadanos del Reich alemán y haber terminado el bachillerato.[147] Sobre la cuestión de las escuelas se cernía el silencio.
El concordato se firmó el 14 de junio de 1929. Un mes después fue aprobado en el Parlamento prusiano por 243 votos contra 171. El 5 de agosto, Pacelli envió una nota oficial a Braun informándole de que el aparente compromiso sobre las escuelas era el resultado de una presión. Se sentía obligado a declarar, escribía, que no había renunciado a «los principios fundamentales» que defendía sobre la cuestión de las escuelas, y que de hecho había conseguido reflejar en otros concordatos.[148]
Pacelli seguía al acecho de un concordato con el Reich, pero el momento no era el más oportuno, dado que éste se veía envuelto de nuevo en peligrosas crisis, internas y externas.
El final de octubre de 1929 fue testigo del hundimiento de la Bolsa de Nueva York y del comienzo de una crisis económica mundial. Tres semanas antes había muerto Gustav Stresemann, agotado tras años de esfuerzo por devolver a Alemania su antiguo poder. Stresemann había incorporado Alemania a la Sociedad de Naciones y había negociado los planes Dawes y Young, reduciendo las reparaciones de guerra a un nivel asumible. Fue también uno de los arquitectos del Pacto de Locarno, que trajo un soplo de paz a Europa. A su muerte, con los nubarrones de tormenta económica e industrial, los días de la República de Weimar estaban contados. Después del crac de Wall Street se evaporó el flujo de créditos de Estados Unidos, repatriándose además los antiguos. El comercio mundial se vino abajo. Alemania quedó incapacitada para exportar suficientes productos para pagar las importaciones de materias primas y alimentos. El desempleo crecía mientras que los negocios quebraban. Era inminente el colapso del sistema bancario.
Mientras tenían lugar estos acontecimientos, Roma requirió la presencia de Pacelli. La llamada llegó por telegrama en noviembre, cuando descansaba en su retiro predilecto, el sanatorio-convento de Rorschach, adonde acudía al menos dos veces al año desde 1917. El cardenal secretario de Estado, Pietro Gasparri, de casi ochenta años de edad, había sido por fin relevado, eligiéndose como sustituto a su protegido y favorito durante casi un cuarto de siglo. Pacelli salió a toda prisa hacia Berlín para recoger sus cosas y despedirse del gobierno y de sus colegas del cuerpo diplomático.
Entre las muchas celebraciones de despedida hubo una comida ofrecida por Von Hindenburg, quien ahora ejercía la presidencia de la República. Brindando por Pacelli, declaró: «Le agradezco todo lo que ha realizado durante estos largos años en defensa de la paz, inspirado como ha estado por un elevado sentido de la justicia y un profundo amor a la humanidad; y puedo asegurarle que no le olvidaremos, ni a usted, ni el trabajo que ha realizado aquí».[149]
El 10 de diciembre, Pacelli abandonó Berlín. El gobierno le había proporcionado un carruaje abierto para desplazarse hasta la estación de Anhalter. La Rauchstrasse estaba a rebosar con decenas de miles de jóvenes de Acción Católica que enarbolaban antorchas sobre sus cabezas. Se inclinaban banderas en honor de Pacelli, se cantaban himnos, y la gente gritaba cuando pasaba. En el andén, una banda tocó el himno papal. Las barreras que le separaban de la multitud casi se vinieron abajo. Pacelli bendijo repetidas veces a la multitud.[150]
En Navidad, Pacelli vestía ya el rojo capelo cardenalicio. Según sor Pasqualina, nunca había deseado ese puesto y le disgustaba tener que hacerse cargo de él. En realidad, «el deseo de su corazón era dedicarse a salvar almas».[151] Así y todo, el 7 de febrero de 1930 ocupaba su nuevo puesto de cardenal secretario de Estado, el de más poder en la Iglesia católica después del Papa. Todavía no había cumplido los cincuenta y cuatro años de edad.