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Salvador de Roma

Mientras proseguían su lento avance contra los alemanes en el sur de Italia, los aliados desembarcaron también en Anzio, al sur de Roma, el 22 de enero de 1944, con la esperanza de abrir un segundo frente. Había abundantes rumores de que los alemanes se iban a retirar de Roma para luchar contra los invasores en las colinas situadas al norte. Pacelli comenzó de nuevo a inquietarse por la proximidad de los partisanos comunistas, particularmente numerosos en las cercanías de Roma, temiendo que pudieran dar un golpe una vez que los alemanes abandonaran la ciudad. Los aliados, insistía, debían entrar en Roma en cuanto aquéllos se fueran. Pero tenía además otra preocupación, que Francis d’Arcy Osborne transmitió sin comentarios a Londres el 26 de enero.

El cardenal secretario de Estado me convocó hoy para decirme que el Papa esperaba que no hubiera soldados de color aliados entre los pocos que podrían acuartelarse en Roma tras la ocupación. Se apresuró a añadir que la Santa Sede no pretendía señalar los límites de color, pero se esperaba que fuera posible satisfacer esa petición.[554]

Ni en los documentos vaticanos ni en los archivos de los gobiernos británico y norteamericano se encuentra ninguna otra mención a «soldados de color». El relator, o biógrafo, en el proceso de beatificación de Pacelli, padre Peter Gumpel, relacionaba la petición de Pacelli con el caso de la «Vergüenza Negra» en Alemania tras la primera guerra mundial, cuando las autoridades alemanas acusaron a soldados negros de las tropas de ocupación francesas de cometer violaciones y saqueos. Según Gumpel, Pacelli estaba convencido de que los soldados negros eran más proclives a cometer violaciones que los blancos; el Pontífice creía, además, que había pruebas de ese comportamiento atroz por parte de los soldados norteamericanos negros conforme los aliados avanzaban hacia el norte atravesando Italia.[555]

Pero el desembarco en Anzio se estancó; los alemanes permanecían en la Ciudad Eterna mientras los aliados proseguían su lento avance desde el sur. La demora en la liberación originó privaciones y un sentimiento de desesperanza en Roma aquel invierno. Comenzaron a escasear el gas, la electricidad, el combustible para calefacción y hasta el agua potable, pero sobre todo los alimentos. En una carta a mistress McEwan, Osborne describía las condiciones de vida en Roma como «una especie de sueño que bordea a veces peligrosamente la pesadilla».[556] Los precios de los alimentos se disparaban en el mercado negro. Pacelli permitió que se utilizaran los recursos del Vaticano para aliviar la situación de los más necesitados. Osborne comunicó a Londres que la Santa Sede suministraba cien mil comidas diarias a una lira por cabeza. Además de la escasez, los romanos tenían que ocuparse de los muertos y heridos causados por los bombardeos aliados. Entonces sobrevino un desastre que todos habían temido, no sólo Pacelli.

El 23 de marzo, los partisanos comunistas lanzaron una bomba contra una compañía de soldados alemanes cuando marchaban por la Via Rasella en Roma (muchos de los soldados eran hombres de mediana edad del Alto Adigio). Hubo treinta y tres muertos. La noche siguiente, por orden de Hitler, la Gestapo sacó a 335 italianos, unos setenta de los cuales eran judíos, de las prisiones romanas y los ejecutó como represalia en las Fosas Ardeatinas, al sur de la ciudad. Las entradas a las fosas fueron selladas con dinamita.

Se ha criticado a Pacelli por su negativa a intervenir para impedir la matanza; los partisanos lo denunciaron en su momento, además, por no condenar la represalia con suficiente energía. Sus defensores han respondido, hasta hoy, que no tenía forma de conocer la orden de Hitler. A las 10.15 de la mañana del atentado, sin embargo, un oficial del gobierno municipal de Roma visitó al cardenal Maglione, quien tomó notas de aquella conversación, registrando lo siguiente: «Hasta el momento no tenemos noticias de represalias, pero suponemos que por cada alemán muerto se ejecutará a diez italianos».[557] Aquel día, L’Osservatore Romano, con su habitual estilo enrevesado, condenó los actos de terrorismo, refiriéndose al atentado de Via Rasella. Por la tarde, un cardenal que visitó la prisión de Regina Coeli fue informado de que se había sacado a los presos para ejecutarlos. Se apresuró a informar al Papa, quien al parecer se cubrió el rostro con las manos y gimió: «No es posible. No puedo creerlo».[558]

Parece ser que Von Weizsäcker llamó a Kesselring, el comandante en jefe del ejército alemán en Italia, para impedir o limitar las esperadas represalias. Los defensores de Pacelli aseguran que el intermediario papal con los alemanes, el padre Pankratius Pfeiffer, también intentó interceder ante las autoridades alemanas.[559] El 26 de marzo, L’Osservatore Romano publicó un artículo lamentando la muerte de los soldados alemanes, y expresando su pesar por «las 320 [sic] personas sacrificadas en lugar de los culpables del atentado, que habían conseguido huir». Los alemanes se quejaron por ese artículo, indicando que las víctimas estaban en cualquier caso condenadas a muerte (lo que no era cierto en todos los casos); pero los partisanos también lo criticaron, ya que el artículo en cuestión expresaba la simpatía del Vaticano hacia los ocupantes nazis condenando a quienes luchaban por la libertad de Italia.

Dada la feroz reacción de Hitler al atentado de Via Rasella, y la rapidez con que exigió una represalia, es improbable que ninguna iniciativa de Pacelli hubiera tenido efecto. Pero el Pontífice envió a los partisanos, a quienes por otra parte no podía sorprenderlos, el mensaje de que no simpatizaba en absoluto con sus métodos.

LA LIBERACIÓN

La liberación de Roma tuvo lugar el 4 de junio de 1944, y el Papa Pío XII, la basílica de San Pedro y su plaza se convirtieron en motivo de alegría para los romanos y las tropas aliadas victoriosas. En las últimas semanas antes de que los alemanes abandonaran la ciudad, Pacelli consiguió por fin para Roma el estatus de ciudad abierta, por lo que los romanos le atribuyeron el hecho de que no se la bombardeara más duramente y que no se produjera una destructiva lucha calle por calle (como Mussolini había pedido por radio desde la República títere de Saló). Pacelli fue saludado como defensor civitatis (salvador de la ciudad). Se le aclamó, como ha señalado Carlo Falconi: «Como el profeta moral de la victoria más inspirado». Pero los comunistas también habían salido a la luz, con mucho prestigio y la confianza de gran cantidad de gente en toda Italia.

La liberación tuvo también sus miserias. Hubo represalias por colaborar con los alemanes; el director de la prisión de Regina Coeli fue golpeado hasta la muerte con remos en el Tíber; el rabino Israel Zolli, que se había refugiado en el Vaticano y se iba a convertir en el más ardiente defensor judío de Pacelli en años posteriores, fue duramente criticado por quienes le acusaban de abandonar su puesto junto a la comunidad judía. El corresponsal de guerra norteamericano Michael Stern contempló una discusión en la calle entre Zolli y sus antagonistas judíos:

El dirigente laico de la comunidad llegó hasta mí, diciendo: «Este hombre abandonó a su pueblo cuando más lo necesitaba. Ya no es nuestro rabino». El rabino Zolli me miró suplicante. «El sabe que mi nombre era el primero en la lista de judíos que la Gestapo quería liquidar. Muerto, ¿de qué habría servido a mi pueblo?» Se nombró a un nuevo rabino para la sinagoga de Roma, pero Zolli se negaba a abandonar el puesto. La querella no terminó hasta que Zolli, en uno de los mayores escándalos del judaísmo, se convirtió al catolicismo.[560]

El plantel de diplomáticos acogidos a la protección del Vaticano se invirtió: primero se trasladó al Vaticano el embajador eslovaco, y después los de Alemania y Japón, Von Weizsäcker y Harada, ocupando el lugar que habían dejado libre británicos, norteamericanos, polacos, etc. Cierto número de soldados británicos, principalmente prisioneros de guerra huidos que se habían ocultado en el Vaticano, fueron sustituidos por soldados alemanes fugados de los campos del sur de Italia.

Pacelli ofrecía diariamente varias audiencias a los soldados y se dejaba ver desde el balcón de San Pedro. Aparte de los partisanos comunistas, nadie le criticaba en aquellos días. Sólo le llegaban felicitaciones y agradecimientos. De nuevo acudían innumerables extranjeros, que salían de la audiencia con la fuerte impresión de su notable carisma. El novelista británico Evelyn Waugh, capitán del ejército en Roma después de la liberación, escribió más adelante:

Todos sentían que habían estado en contacto con un hombre de extraordinaria importancia, uno de ellos que no lo era del todo.

[…] Nunca oí a nadie que hubiera estado en su presencia hablar mal de Pío XII. Era la combinación del genio humano con la Gracia Divina.[561]

Durante unas semanas se habló en los círculos aliados de devolver toda Roma al papado; de ofrecer al Papa su propio aeropuerto o al menos de ampliar el territorio vaticano. Las organizaciones humanitarias y religiosas traían alimentos a Roma desde distintos puntos del país, enarbolando en los mástiles de sus lanchas las armas del Vaticano; se rumoreaba que podía constituirse de nuevo una «flota papal».[562] Pero todas aquellas historias acerca de un retorno del poder temporal del Papa resultaron fallidas.

Aunque la guerra se acercaba a su fin, nadie consultaba al Papa acerca de los repartos de posguerra. Aun así, las grandes figuras del mundo occidental hacían cola para entrevistarse con él, incluidos Winston Churchill y Charles de Gaulle. Harold Macmillan, futuro premier británico, y en aquel entonces principal dirigente político de los aliados en Italia, ha dejado un relato memorable de su audiencia. Pacelli, escribe, parecía abatido, «con pensamientos que volaban como pájaros de un punto a otro». Macmillan «[le] susurró algunas frases cortas de aliento, como quien habla a un niño», y el Papa le pareció «un hombre virtuoso, bastante preocupado, obviamente bastante desprendido y santo, y al mismo tiempo una figura patética y formidable».[563]

Por muy patético que le pareciera a un visitante británico, Pacelli estaba en aquel mismo momento asumiendo una autocracia sin precedentes en la exaltación de la cúspide. Poco después de la liberación había muerto el cardenal secretario de Estado Maglione, y Pacelli le dijo a Tardini: «¡No quiero colaboradores, sino gente que obedezca!»[564] «Pío XII —escribía Tardini— era el Gran Solitario. […] Solo en su trabajo, solo en su lucha».[565]

Ésta era la rutina de posguerra: Pacelli entraba en su estudio a las 8.50; a las nueve menos un minuto apretaba el botón que había en el suelo con su babucha carmesí, convocando a Tardini. A las 9.14 llamaba a Montini, quien se retiraba catorce minutos más tarde. A las 9.23 en punto comenzaban las audiencias del día. En los años de posguerra, Pacelli no quería perder ni un minuto. Todo se hacía según lo previsto en la agenda y de acuerdo con su rígido horario.

A las 18.30, los dos secretarios acudían a presencia de Pacelli con la correspondencia y los documentos que requerían la firma papal. En los diálogos que tenían entonces lugar no había ni asomo de consejo por parte de los subordinados; tampoco podían hacer preguntas.[566] Tardini testificó que si a Pacelli no le gustaba la forma en que se había redactado un documento lo rechazaba sin explicaciones. Se negaba a firmar un documento si observaba en él el más mínimo error, lo que incluía un espaciado incorrecto al comienzo de un párrafo. La administración papal mostraba una notable ausencia de colegialidad y consulta, aunque al Pontífice nunca le faltaba encanto y una conmovedora humildad. «Un día en que no era capaz de hallar un libro que necesitaba —atestiguó un funcionario del Vaticano al tribunal de beatificación— preguntó por su secretario personal, el padre Hentrich, insinuando que éste lo había puesto donde no debía. Le gritó: “Lo he buscado por todas partes, perdiendo un tiempo precioso”». Pacelli, según el informante, se dio cuenta de que el padre Hentrich se sentía mortificado por aquellas palabras; entonces salió, pidiéndole que le acompañara a su despacho. Allí se arrodilló ante el sacerdote y le pidió perdón por haberle ofendido: el padre Hentrich se sintió tan conmovido que rompió a llorar.[567] Ese incidente no significa que relajara ni un ápice su estricto horario ni que le disgustara el abyecto servilismo hacia su persona de los burócratas vaticanos. A partir de aquella época, los funcionarios del Vaticano debían arrodillarse al recibir llamadas telefónicas de Pacelli.

PACELLI Y LOS JUDÍOS HÚNGAROS

Sumándose a los problemas inmediatos en Italia, una multitud de tareas relacionadas con la guerra absorbían el tiempo de Pacelli. Tras la ocupación nazi de Hungría en marzo de 1944, Eichmann se había hecho cargo personalmente del plan «Solución Final» para los 750.000 judíos del país, con ayuda de tres mil policías húngaros. Entre el 23 de marzo, fecha en que se formó el nuevo gobierno, y el 15 de mayo, que fue cuando comenzaron las deportaciones en masa de judíos de las provincias, el nuncio papal en Hungría, Angelo Rotta, hizo frecuentes visitas a los ministros, preocupándose por la suerte de los judíos detenidos. El 15 de mayo, Rotta envió una nota al gobierno condenando el trato que se les daba: «La Oficina del Nuncio Apostólico […] pide una vez más al gobierno húngaro que no prosiga su guerra contra los judíos más allá de los límites prescritos por las leyes de la naturaleza y los Mandamientos divinos, y que evite cualquier acción contra la que la Santa Sede y la conciencia de todo el mundo cristiano se verían obligados a protestar». Según un investigador del genocidio de los judíos húngaros, Randolph L. Braham, esa nota es de gran importancia en los anales del Vaticano, porque constituyó la primera protesta oficial contra la deportación de judíos presentada por un delegado del Papa.[568] Su carácter era diplomático, insistiendo, como ha señalado otra estudiosa del Holocausto, Helen Fein, en que «ningún representante del Vaticano dijo públicamente a los católicos que no debían colaborar, porque Alemania estaba matando judíos sistemáticamente, ni que matar judíos era un pecado».[569]

El propio Pacelli sufrió presiones para que denunciara la deportación de judíos húngaros desde la ocupación nazi de ese país. El 24 de marzo, el U. S. War Refugee Board (Oficina USA para los Refugiados de Guerra) se dirigió a Pacelli a través del delegado apostólico en Washington; Harold Tittmann, el representante norteamericano en el Vaticano, rogó a Pacelli el 26 de mayo que recordara a las autoridades húngaras las implicaciones morales de los «asesinatos en masa de hombres, mujeres y niños desamparados»: también llegaron peticiones de los dirigentes judíos en Palestina, a través del delegado apostólico en El Cairo, para que el Pontífice hiciera uso de «su gran influencia […] con el fin de evitar el diabólico plan de exterminar a los judíos de Hungría».[570] En ese mismo mes de mayo de 1944, dos judíos eslovacos escapados de Auschwitz informaron que se estaba acondicionando aquel campo de la muerte para recibir a la judería húngara. Ese informe llegó a manos de Angelo Roncalli, el futuro Juan XXIII, entonces nuncio papal en Estambul, quien a su vez lo envió al Vaticano y al presidente Roosevelt en Washington.

A finales de junio, la prensa suiza comenzó a informar sobre los horrores de la deportación de judíos húngaros. El 25 de junio Pacelli telegrafió por fin al presidente Horthy, pidiéndole que «hiciera uso de toda su posible influencia a fin de interrumpir el sufrimiento y tortura que mucha gente está padeciendo simplemente a causa de su nacionalidad o raza».[571] Al día siguiente el presidente Roosevelt envió un mensaje al gobierno húngaro, vía Suiza, advirtiéndole que de no interrumpir inmediatamente las deportaciones de judíos sufriría las consecuencias. Ese mismo día, Horthy informó al Consejo que «las crueldades de las deportaciones» iban a cesar inmediatamente.[572] El 1 de julio telegrafió a Pacelli confirmándole que haría cuanto estuviese en su mano «para que prevalecieran las exigencias de los principios humanitarios cristianos». Las deportaciones continuaron sin embargo hasta el 9 de julio. Para esa fecha, la mayoría de las regiones de Hungría habían sido declaradas judenrein, esto es, libres de judíos.[573] La persecución de los judíos y las deportaciones siguieron bajo la dirección de Eichmann, pero muchos miles de judíos que aún permanecían en Budapest se salvaron con cartas especiales de acreditación suministradas por la Santa Sede y gracias al amparo que se les ofreció en hogares católicos e instituciones religiosas. Según un testimonio, «durante el otoño y el invierno de 1944 no había prácticamente ni una institución de la Iglesia católica en Budapest que no sirviera de refugio para judíos perseguidos».[574] De todas formas, Randolph L. Braham mantiene que «el éxito en frenar la acción de Horthy es otra prueba que demuestra que la exigencia alemana de proceder a la Solución Final podía haberse evitado o saboteado desde el mismo momento de la ocupación. Si Horthy y las autoridades húngaras se hubiesen preocupado realmente por todos sus ciudadanos de religión judía podían haberse negado a cooperar».[575] Según un estudio del Holocausto realizado por David Cesarani, entre el 15 de mayo y el 7 de julio, 473.000 judíos fueron detenidos y enviados al campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau, en la Alta Silesia. De la porción seleccionada para el trabajo forzado, sólo unos miles sobrevivieron.[576] Las iniciativas de Pacelli en Hungría y en otros lugares contribuyeron sin duda a los esfuerzos solidarios de los católicos. Pero su protesta llegó demasiado tarde para evitar que se deportara a cerca de medio millón de judíos de las provincias. Hasta el final, además, se negó a llamar por su nombre a los nazis o a los judíos. Finalmente hay que decir que junto al valeroso nuncio Rotta había religiosos corrientes, clérigos y laicos, actuando individualmente o en grupos, sin el respaldo de Pacelli, a los que se debió en gran medida la salvación de muchos judíos durante el verano de 1944. En cualquier caso, una protesta más temprana y desde una autoridad más alta podría haber cambiado el curso de los acontecimientos.

PACELLI CONTRA EL COMUNISMO ITALIANO

En 1945, la situación política en Italia superaba cualquier otra preocupación de Pacelli. Con el colapso del movimiento fascista, Italia se halló en busca de una nueva identidad social y política. Ante el pueblo italiano se presentaban dos modelos principales, en gran medida míticos: por un lado, el del Partido Comunista italiano, que consideraba a Stalin un héroe, el verdadero defensor de la justicia social y el auténtico vencedor del fascismo. Por otro, la fascinación de una democracia de libre empresa al estilo americano, con su exaltación del individualismo, el consumismo y el american way of life. Con los soldados americanos habían llegado al país ropa, películas, música, cerveza, cigarrillos, chewing gum y Coca-Cola. El gobierno estadounidense financiaba la distribución del Reader’s Digest a medio millón de familias italianas.

Pacelli, desdeñando públicamente esos modelos «extranjeros» (sobre todo el comunista), proponía una tercera opción, la de una renovación católica acorde con la visión que el Pontífice se hacía de la Iglesia. Para Pacelli, el mejor de todos los mundos posibles era el español, un Estado uniforme, corporativista y católico (cuya dirección se alcanzaba por selección, no por elección), el reparto de soberanías entre lo temporal y lo espiritual, siendo ambas dimensiones católicas y leales al Pontífice. Pacelli honró al Caudillo con la más preciada condecoración vaticana, la Suprema Orden de Cristo.[577] Los peregrinos patrocinados por Franco gritaban en la plaza de San Pedro: «¡España por el Papa!», y Pacelli les respondía: «¡Y el Papa por España!»

Pero la compleja situación italiana tras la derrota del fascismo ensombrecía esos sueños, pese a la pervivencia del Tratado Lateranense, que garantizaba a la Iglesia católica una posición privilegiada en la Constitución italiana. Aun así, Pacelli trataba de manipular a la recientemente formada Democrazia Cristiana, que bajo la dirección de Alcide de Gasperi se convirtió en un bastión contra el comunismo. No se trataba de un partido católico confesional como el viejo Partito Popolare de don Luigi Sturzo (disuelto por las presiones de Pacelli en 1933), pero en cualquier caso iba a prosperar bajo los auspicios del Vaticano, con el apoyo de la Acción Católica, las energías del clero secular y los religiosos, y la formidable aportación de votos impulsados por el miedo al comunismo.

En su sermón de Navidad de 1944, Pacelli dio de mala gana y con cautelas su bendición a la democracia.[578] En primer lugar citó a su predecesor León XIII, concediendo que la Iglesia católica no condena «ninguna de las varias formas de gobierno, con tal que se consagren a asegurar el bienestar de los ciudadanos».[579] Luego señaló como un peligro de la democracia el negligente dominio de las «masas», declarando que en todo caso sería inviable sin los auspicios de la Iglesia católica: «[La Iglesia] comunica esa sobrenatural fuerza de la gracia, necesaria para poner en pie el orden absoluto establecido por Dios, orden que constituye el más profundo fundamento y norma que debe guiar una auténtica democracia». No indicó que hubiera argumentos cristianos en favor del pluralismo cultural, religioso y político. Tampoco pretendió explorar el cristianismo social ni la necesidad de redes complejas de comunidades que enriquecieran el espacio comprendido entre el Estado y el individuo. Concluyó su mensaje con unas palabras de especial gratitud a Estados Unidos «por la vasta labor de asistencia realizada, pese a las extraordinarias dificultades de transporte».

La tibia concesión de Pacelli a la democracia no llegó en un momento demasiado prematuro, porque ya había otros, como De Gasperi —Robert Schuman en Francia y Konrad Adenauer en Alemania—, que intentaban representar los ideales y aspiraciones de la democracia cristiana en la nueva Europa.

Para Pacelli, la democracia conducía bien a los dudosos valores de Estados Unidos, que en muchos aspectos deploraba pese a su riqueza, o al socialismo, que consideraba precursor del comunismo. Estados Unidos, según creía, se balanceaba en un peligroso relativismo que aceptaba todo tipo de credos, denominaciones y afiliaciones, incluyendo el protestantismo y la francmasonería. El desenfadado materialismo americano, en opinión de Pacelli, no era sino el reverso del materialismo ateo de la Unión Soviética. En la práctica, sin embargo, la opción entre los dos grandes bloques de posguerra significaba tener que ponerse de parte del comunismo o contra él. Separada de Yugoslavia por la corta distancia del mar Adriático, Italia se encontraba en la línea del frente de la gran división entre el Este y el Oeste; el enemigo se encontraba a las puertas y Pacelli temía una inminente victoria comunista en Italia, seguida por el martirio de la Iglesia católica. Se puso ostentosamente entonces de parte de Occidente, como el menor de dos males, hecho que le otorgaría el irónico título de «capellán de la Alianza del Atlántico Norte». No estaba dispuesto a hacer la menor concesión a los comunistas italianos, a pesar de que Palmiro Togliatti, líder del Partido Comunista italiano, había renunciado a la violencia, al menos públicamente. La opinión predominante en el Vaticano, donde los acontecimientos de la Europa oriental eran seguidos de cerca y con ansiedad, era que los comunistas decían una cosa cuando todavía aspiraban al poder, para hacer la contraria cuando lo alcanzaban. Lo mismo valía para los socialistas. Así, tras la formación de una Asamblea Constituyente en la Italia de posguerra, a la espera de unas elecciones generales (la monarquía había quedado abolida por referéndum, con la calurosa aprobación de Pacelli), se produjo una alianza pragmática entre Estados Unidos, los cristianodemócratas italianos y el Papa Pío XII, «para evitar que los cosacos y Stalin lleguen a acampar en la plaza de San Pedro», como rezaba el eslogan.

Convencido de que el atractivo de los comunistas provenía de sus organizaciones de base, Pacelli requirió la ayuda de Luigi Gedda, quien controlaba el movimiento de masas de la Acción Católica, para poner en pie asociaciones electorales llamadas comitati civici (comités cívicos), como réplica a las células comunistas. Gedda había producido la película de propaganda de los tiempos de guerra Pastor Angelicus y era por tanto un personaje adecuado para trabajar en estrecha colaboración con el Pontífice y llevar a la Acción Católica a actividades de contrapropaganda. Los veinte mil comitati civici se convirtieron en agencias de reclutamiento para la Democracia Cristiana, y desempeñó un papel crucial en la campaña electoral de 1948, después de que los comunistas hubieran sido expulsados de la coalición de gobierno.

Las elecciones de 1948, en las que contendieron la coalición de demócratas cristianos y el frente popular constituido por socialistas y comunistas, fueron presentadas por Pacelli como «una batalla por la civilización cristiana». Pacelli ofreció cien millones de liras de su banco personal, el Istituto per le Opere di Religione (fundado en 1942), dinero que al parecer salió de la venta de material de guerra norteamericano excedente, concedido al Vaticano para que lo gastara en actividades anticomunistas.[580] En los doce meses que precedieron a las elecciones del 18 de abril, Estados Unidos volcaron 350 millones de dólares en Italia como ayuda a los necesitados y para actividades políticas. En el llamamiento de Pacelli se decía a los católicos que su «deber cívico» era votar. El cardenal Tisserant declaró que los comunistas y socialistas no podían acceder a los sacramentos; de hecho, dijo, ni siquiera eran merecedores de un entierro cristiano.[581]

En vísperas de las elecciones se temía un estallido de violencia, e incluso el estallido de una guerra civil. Joseph Walshe, embajador irlandés ante la Santa Sede, mantuvo una audiencia con Pacelli el 26 de febrero de 1948, siete semanas y media antes de las elecciones, y encontró al Pontífice «con un aspecto muy cansado y, por primera vez, profundamente pesimista». Pacelli estaba «encorvado, casi físicamente vencido por el peso de su carga […] y el inminente peligro para la Iglesia en Italia y en toda la Europa occidental».[582] Preguntó al diplomático: «Si consiguen la mayoría, ¿qué podré hacer para gobernar la Iglesia como Cristo quiere que la gobierne?»[583] Walshe sugirió que si las cosas iban mal, el Pontífice siempre encontraría una acogida calurosa en Irlanda, a lo que Pacelli replicó: «Mi sitio está en Roma, y si ésa es la voluntad del Divino Maestro, estoy dispuesto a sufrir martirio por Él en Roma».

La votación del 18 de abril motivó una gran movilización de los obispos, clero, religiosos y seminaristas en toda Italia. El lema cristianodemócrata, que recordaba los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, era «O por Cristo o contra Cristo». Ildefonso Schuster, el austero cardenal arzobispo de Milán, dijo a los fieles que «la lucha entre Satanás y Cristo con su Iglesia ha entrado en una fase de crisis aguda».[584] La víspera de las elecciones, el arzobispo de Génova, Giuseppe Siri, dijo a su diócesis que no votar era «pecado mortal», que «votar a los comunistas no era compatible con la pertenencia a la Iglesia católica», y que los confesores «no podrían dar la absolución a quienes no siguieran sus instrucciones».[585] Las tropas norteamericanas efectuaron una demostración de fuerza desembarcando en Nápoles un contingente de carros de combate destinados a Grecia. Frank Sinatra, Bing Crosby y Gary Cooper hicieron un programa especial para Italia, recordando a los aficionados a sus películas que el resultado de las elecciones marcaría «la diferencia entre la libertad y la esclavitud».

Los temores de Pacelli, como sabemos, resultaron infundados; las elecciones dieron la victoria a la Democracia Cristiana, con el 48,5% de los votos, de una participación del 90%. Ese partido iba a dominar la política italiana durante los siguientes treinta y cinco años. El frente popular de socialistas y comunistas alcanzó el 31% de los sufragios. Pero la amenaza de la violencia seguía en el aire. Tras un fallido intento de asesinato del dirigente comunista Togliatti en Sicilia el 14 de julio, los comunistas convocaron una huelga general, lo que impulsó a la embajada estadounidense a inyectar fondos, a través de Gedda, en las organizaciones sindicales católicas.[586]

Pacelli había ganado, pero los bolsillos del Vaticano estaban exhaustos. Hay pruebas de que en agosto de 1948 el cardenal Francis Joseph Spellman acudió con el cepillo de las limosnas al general George Marshall, el iniciador del plan que llevaba su nombre para impulsar la economía de los países destrozados por la guerra y consolidar las fuerzas antisoviéticas de la Europa occidental, con una inversión de 12.000 millones de dólares.[587] Pacelli concedió su apoyo al Plan Marshall con un elogioso artículo aparecido en L’Osservatore Romano. En el Quotidiano apareció otro artículo aprobatorio, escrito por Montini, el subsecretario de Estado.[588] Según el biógrafo de Spellman, John Cooney, el cardenal norteamericano informó a Pacelli en un memorándum secreto de que a raíz de su encuentro con Marshall, el gobierno USA había «proporcionado grandes sumas de “dinero negro” a la Iglesia católica italiana».[589]

Agosto de 1948 fue un período de creciente tensión entre Occidente y el bloque soviético. Se estableció un puente aéreo con Berlín, para contrarrestar el bloqueo de las rutas terrestres hacia los sectores occidentales de la capital, y parecía inminente una tercera guerra mundial, contando con el creciente potencial nuclear norteamericano. Al cabo de un año, la Unión Soviética poseería también la bomba atómica, realizando con éxito su primer ensayo en septiembre de 1949. Pacelli había advertido cinco años antes contra la utilización destructiva de la energía nuclear en una alocución a la Academia Pontificia de Ciencias (un grupo selecto de científicos internacionales promovido y financiado por la Santa Sede), dos años antes de que se lanzara la primera bomba atómica sobre Hiroshima. El 3 de agosto de 1948, el Comité de Actividades Antiamericanas convocó a Whittaker Chambers, editor de la revista Time, para testificar contra funcionarios americanos de los que se sabía que eran comunistas; nombró, entre otros, a Alger Hiss, antiguo funcionario del Departamento de Estado. Aquél fue el punto de partida de la caza de brujas dirigida por el senador Joe McCarthy.

Los Caballeros de Colón, una asociación de varones católicos que colaboraba con el «obispo de la radio» Fulton J. Sheen y el cardenal Spellman, llamaron a apoyar la cruzada anticomunista de McCarthy. Los Caballeros colectaron «dólares de la verdad» para Radio Europa Libre y, junto con el obispo Sheen, también para el Vaticano. A lo largo de los años cincuenta se recaudó en Estados Unidos un promedio de 12,5 millones de dólares para la Santa Sede.[590]

En aquel entonces, una figura prometedora de la curia, Alfredo Ottaviani, respaldado por Civiltà Cattolica, sugirió que el Partido Comunista fuera declarado fuera de la ley en Italia. El instinto de Pacelli le hizo oponerse a esa medida: «Eso incitaría a una revolución —se dice que comentó—, y sería inconcebible a la luz de los procedimientos democráticos».[591] Pero estaba sin embargo dispuesto a algo muy parecido, decretando el 2 de julio de 1949 que los católicos no podían pertenecer al Partido Comunista, ni escribir o publicar artículos defendiendo el comunismo; y que los sacerdotes no podrían administrar los sacramentos a quien cometiera esos pecados.[592] El decreto, expuesto en todos los confesionarios de Italia, dejó claro que no se podía ser católico y comunista al mismo tiempo, y esa advertencia estaba dirigida no sólo a los italianos, sino a los católicos de la Europa del Este.

El decreto no provocó el colapso del Partido Comunista italiano, ni siquiera afectó al porcentaje de voto comunista en los años posteriores, pero constituía indudablemente un elemento de disuasión moral suficiente para mantener las posiciones.

EL CATOLICISMO EN LA EUROPA ORIENTAL

El insoportable peso de la responsabilidad de Pacelli a finales de los años cuarenta, tal como lo describe Joseph Walshe, se debía en parte al temor del Pontífice de que Italia pudiera sufrir la devastación de una guerra civil semejante a la española. Al mismo tiempo, era consciente del destino que esperaba a la Iglesia católica en la Europa del Este bajo la bota de Stalin. La previsión del palacio Apostólico para esos países con mucha población católica —Polonia, Eslovaquia, Lituania, Hungría— era terriblemente sombría, ejemplificando lo que podía llegar a ser el futuro del resto de Europa si no se ponía un freno al comunismo. Con su decreto de excomunión, Pacelli declaró la guerra al comunismo allí donde apareciera. Aquella decisión —que se mantendría más tarde bajo Pablo VI y su secretario de Estado, Casaroli— anticipaba y se conectaba estrechamente con la parecida intransigencia, treinta años más tarde, del arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, el futuro Juan Pablo II.

Pacelli no contemplaba ningún posible acomodo con una ideología que apoyaba y predicaba sistemáticamente el ateísmo, la dictadura del proletariado, la lucha de clases, la abolición de la propiedad privada (que para los últimos papas sostiene los valores familiares), en resumen, una ideología que negaba «la existencia de una alma espiritual e inmortal». La actitud de los comunistas hacia el catolicismo no era menos hostil. A los ojos de los gobiernos marxistas de Europa oriental, el catolicismo dividía a la sociedad; alentaba la holgazanería, las actitudes burguesas y la injusticia. Se acusaba a los católicos de haberse puesto de parte de los nazis durante la guerra. La vehemencia con que se atacaba al catolicismo variaba de un país a otro, yendo desde la represión de baja intensidad hasta los juicios, encarcelamientos, tortura y asesinato. La política general, sin embargo, era la de quitar de delante de la vista la práctica de la religión, prohibir la educación religiosa, así como sus publicaciones y emisoras, y obstaculizar el reclutamiento de nuevos sacerdotes. Al mismo tiempo, en las escuelas se exponía positivamente el materialismo científico, se ridiculizaban las creencias religiosas y se preconizaba sistemáticamente el ateísmo.

La Iglesia se enfrentaba a un angustioso dilema. ¿Era mejor llegar a un compromiso con esos regímenes a fin de mantener una estructura que sobreviviera, a la espera de tiempos mejores? ¿O había que resistir, denunciar, enfrentarse y arriesgarse con ello a la aniquilación? En la Alemania de los años treinta, Pacelli había optado por la primera alternativa cuando el partido de Hitler todavía aspiraba al poder y podía frenársele. Pacelli había obligado a la Iglesia católica alemana a la conciliación, desde el primer momento, ayudando a Hitler a amparar con el manto de la legalidad su dictadura. En la Europa del Este, a finales de los años cuarenta, los regímenes marxistas eran realidades de hecho, con el respaldo del inmenso poderío militar y totalitario de la Unión Soviética. La esperanza de un futuro mejor parecía un sueño imposible. Esta vez, sin embargo, Pacelli optó por una inflexible actitud de oposición frente al comunismo soviético. No se podía hacer tratos con él.

La historia de József Mindszenty en Hungría ilustra las difíciles decisiones que tuvo que tomar Pacelli frente al comunismo reinante en los países de la Europa oriental. Revela, con el beneficio de la mirada retrospectiva, el persistente poder moral y el apoyo con que contaban quienes optaron por enfrentarse al comunismo a causa de su hostilidad hacia el cristianismo. A finales de 1945, los húngaros acudieron a las urnas en unas elecciones libres. Un partido conservador democrático consiguió la mayoría parlamentaria y formó gobierno. Con motivo de la creciente inflación, sin embargo, los comunistas dieron un golpe y establecieron un régimen de terror respaldado por el Ejército Rojo ocupante. József Mindszenty había sido consagrado obispo en marzo de 1944, después de que los nazis invadieran Hungría. Condenó sin paliativos a los nazis que lo habían encarcelado, y luego a los invasores rusos por sus ataques a las iglesias. Pacelli aprobó la franqueza adoptada por su obispo, y en octubre de 1945 lo nombró primado de Hungría y lo llamó a Roma. En noviembre, Mindszenty viajó con dificultades hasta Bari, y desde allí, en autobús, hasta el Vaticano. Pacelli, según se dice, interrumpió sus ejercicios espirituales de adviento para recibirlo.

Mindszenty escribió en sus memorias que «siempre había estimado al Papa como una descollante personalidad»; ahora podía ver en persona «qué amable Santo Padre nos había dado Dios». Dijo al Pontífice lo contento que estaba de que Roma hubiera podido escapar a las peores consecuencias de la guerra. Y éste le respondió: «Usted que tanto ha sufrido, ¿tiene todavía la fuerza suficiente para alegrarse por eso?» Al final de la audiencia, Pacelli dijo a Mindszenty que lo iba a nombrar cardenal.

El primado húngaro, de cincuenta y cinco años, viajó de nuevo a Roma en febrero de 1946 para la ceremonia. Cuando Pacelli colocó el capelo rojo sobre la cabeza de Mindszenty, le dijo: «Entre los treinta y dos [nuevos cardenales], usted será el primero en sufrir el martirio simbolizado por este color rojo».[593] En contraste con la política conciliadora que había desarrollado hacia los nazis en la Alemania de los años treinta, Pacelli alentaba ahora la resistencia activa y hasta la muerte. Con la bendición de Pacelli, Mindszenty se convirtió en un foco de oposición al régimen, sin hacer distinciones entre el catolicismo religioso y político. Mindszenty condenó al gobierno comunista como el peor que había sufrido Hungría.

Tras una campaña de propaganda contra él en los medios de comunicación controlados por el gobierno, Mindszenty fue detenido en la Navidad de 1948 bajo la acusación de haber colaborado con los nazis, espionaje, traición y fraude monetario. Ninguna de esas acusaciones era cierta. Fue torturado psicológica y físicamente, golpeado diariamente con tubos de caucho, hasta que firmó algo así como una confesión. El 3 de febrero de 1949 comenzó el juicio-farsa, condenado por las Naciones Unidas y por Pacelli. Las pruebas inventadas, de las que se informó abundantemente en Occidente, sobrecogieron y horrorizaron a los católicos del mundo entero. Mindszenty, evidentemente drogado (al parecer con «actedron», que disminuye la «resistencia psíquica»), admitió todos los cargos y fue condenado a prisión perpetua tras una dura prueba judicial de tres días.

La semana siguiente, Pacelli dirigió un discurso a los cardenales en el Vaticano:

Consideramos que es Nuestro deber rechazar como completamente falsa la afirmación realizada en el transcurso del juicio de que toda la cuestión se resumía en que esta Sede Apostólica, promoviendo un plan para el dominio político de las naciones, diera instrucciones para oponerse a la República de Hungría y a sus gobernantes; así, toda la responsabilidad recaería sobre la Sede Apostólica. Todo el mundo sabe que la Iglesia católica no actúa por motivos terrenales, y que acepta cualquier forma de gobierno que no sea inconsistente con los derechos humanos y divinos. Pero cuando [un gobierno] contraviene esos derechos, los obispos y los fieles están obligados por su propia conciencia a oponerse a las leyes injustas.[594]

Eran palabras de lucha, muy diferentes a las que había dirigido a los obispos católicos y los fieles alemanes en los años treinta. Pero no tuvieron efecto sobre el episcopado húngaro. Los hermanos en el episcopado de Mindszenty se rindieron el 22 de julio de 1951, jurando lealtad al régimen con un alarde de grandes titulares publicitarios en los medios de comunicación. Los húngaros que profesaban el catolicismo públicamente se enfrentaban al despido; las órdenes religiosas quedaron disueltas y sus miembros tuvieron que abandonar los monasterios y conventos. Se concedió a la Iglesia católica un subsidio proveniente de sus antiguos bienes y propiedades. Sacerdotes y laicos conocidos como «católicos progresistas» colaboraban con los comunistas. Ni Mindszenty desde su prisión ni Pacelli desde Roma dejaron de repudiar esa colaboración. «En todo instante —escribió Mindszenty tras su puesta en libertad— [Pacelli] denunció las maquinaciones de los comunistas, así como las de los denominados “católicos progresistas”».[595]

Mindszenty languideció en prisión hasta octubre de 1956, cuando fue liberado con ocasión del levantamiento anticomumista. Viajó a Budapest, donde fue recibido como un héroe, pero se vio obligado a refugiarse en la embajada estadounidense cuando los tanques rusos ocuparon las calles y rodearon el edificio del Parlamento. Pacelli condenó públicamente el aplastamiento del alzamiento húngaro.

Mindszenty permaneció en la embajada estadounidense en Budapest los siguientes quince años; el gobierno húngaro lo quería fuera del país y le ofreció en varias ocasiones la salida, pero él rechazó un ofrecimiento tras otro. Al final se convirtió en un obstáculo para la Santa Sede en los años en que la nueva administración vaticana intentaba una conciliación con los comunistas conocida como Ostpolitik. Finalmente, en 1971, Pablo VI ordenó a Mindszenty que abandonara Budapest, a raíz de un acuerdo con el gobierno húngaro. Fijó entonces su domicilio en un seminario húngaro en Viena, donde escribió sus memorias. El Papa Pablo VI le aconsejó que no las publicara, temiendo que dañaran el delicado equilibrio de relaciones que se desarrollaba entonces entre el Vaticano y los países del bloque del Este. Mindszenty no hizo caso y las dio a conocer. Agostino Casaroli, el cardenal secretario de Estado de Pablo VI, dijo en una ocasión que Mindszenty era «como granito, y puede ser tan desagradable como el propio granito».[596]