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Los judíos de Roma

En julio de 1943, los aliados invadieron Sicilia. Pese a los incesantes esfuerzos diplomáticos de Pacelli por hacer de Roma una ciudad abierta, quinientos bombarderos norteamericanos atacaron la capital el 19 de julio, figurando entre sus objetivos los talleres y almacenes del ferrocarril próximos a la Stazione Termini. Cierto número de bombas se desviaron, y quinientos ciudadanos romanos murieron, resultando heridos muchos otros. La iglesia de San Lorenzo, la gran basílica donde Pío Nono había sido enterrado, quedó dañada. Pacelli, acompañado por Montini, se dirigió rápidamente allí, y estuvo durante dos horas con la gente, distribuyendo dinero y consuelo. Arrodillándose entre los escombros, rezó un De profundis. Al salir, su larga sotana blanca, según se dijo, estaba cubierta de sangre. Mussolini brilló por su ausencia. El Papa, según parecía, volvía a ser patriarca de Roma.

Tras el bombardeo de Roma, la suerte del Duce estaba echada. Una semana después, el 24 de julio de 1943, el Gran Consejo Fascista, reunido por primera vez desde que comenzó la guerra, destituyó a Mussolini por 19 votos contra 8. El Consejo decidió la restauración de la monarquía constitucional y de un Parlamento democrático, y que las fuerzas armadas quedaran bajo el mando del rey Víctor Manuel III. El partido fascista quedó oficialmente disuelto y el mariscal Pietro Badoglio, que había sido gobernador general de Libia y virrey de Etiopía, y que siempre se había mantenido alejado de Mussolini, formó un gobierno provisional de generales y funcionarios.

El ya ex Duce apareció a la mañana siguiente en su despacho como si nada hubiera pasado, pero por la tarde fue detenido por mandato real en la escalinata de Villa Savoia, tras una audiencia con el rey. Cansado y con el aspecto de un anciano, aunque sólo contaba sesenta años de edad, fue conducido a la cárcel en una ambulancia, y de allí a la isla de Ponza y luego a un islote cercano a Cerdeña, desde donde le trasladaron a un hotel aislado en los Abruzos; pero el 12 de septiembre lo rescató un comando alemán y Hitler lo puso a la cabeza de la república títere de Saló, en el norte de Italia, ocupado por los alemanes.

Badoglio ordenó la prolongación de la guerra, mientras negociaba una paz por separado con los aliados; la demora en llegar a un acuerdo costó sin embargo a Italia un pesado tributo en vidas y sufrimientos. El 13 de octubre de 1943, Italia se unió por fin a los aliados como «co-beligerante», y declaró la guerra a Alemania. Mientras, los ejércitos alemanes se habían introducido en Italia, y el 11 de septiembre ocuparon Roma. El mariscal de campo Albert Kesselring hizo pública una declaración que debía exhibirse en todas las vallas publicitarias de la ciudad, proclamando la ley marcial. Los huelguistas, saboteadores o francotiradores serían ejecutados sin juicio. Se prohibía la correspondencia privada, y se sometían a control y escucha las llamadas telefónicas. Pacelli se encontró soportando la responsabilidad, no sólo de la Iglesia universal, sino de los ciudadanos de Roma, de una forma mucho más directa e inmediata. Y en Roma había una comunidad judía.

Esa comunidad era la más antigua de Europa occidental, remontándose a la diáspora, esto es, 2.082 años atrás. Antes de que hubiera cristianos en Roma, muchas familias judías se habían instalado allí, y allí vivían cuando asesinaron a Julio César. Habían contemplado la decadencia del Imperio romano, los saqueos de los visigodos, los pogromos de la Iglesia tridentina… Se habían visto perseguidos de generación en generación, pero también había habido Papas grandes y santos que los habían protegido y amado como miembros algo especiales de una gran familia.[516] En el siglo VII, Gregorio el Grande se opuso a los intentos de prohibir la liturgia judía. En el XII, Inocencio III puso freno a las conversiones forzadas y a la violación de las tumbas judías. En el XVIII, Benedicto XIV denunció el «libelo sangriento». Pero esas esporádicas gentilezas hacia la antigua comunidad judía no consiguieron erradicar los estigmas impresos en las conciencias cristianas durante siglos, incluida la legislación de los concilios lateranenses medievales, que confiscó el Talmud y obligó a los judíos a llevar distintivos amarillos siglos antes de que los nazis les impusieran la Estrella. Alejandro VI ofreció hospitalidad en la ciudad a los judíos expulsados de España, pero Pablo IV estableció en el siglo XVI el gueto romano. Desde entonces, y durante más de dos siglos, se vieron ritualmente humillados y degradados en el carnaval anual, hasta que pudieron escapar a esa ignominia pagando la totalidad de los gastos de esas festividades. También fue en el siglo XVI cuando Gregorio XIII instituyó la obligatoriedad de los sermones que insultaban al judaísmo. Esa práctica fue abolida, como hemos visto, por Pío Nono, junto con el gueto, pero volvió a restablecerlo tras el colapso de la República romana en 1849, después de hacer que los judíos asumieran el coste financiero de su regreso a Roma. A través de todas esas vicisitudes, y durante dos milenios, los judíos de Roma habían conservado su fe y nunca habían interrumpido la práctica de sus liturgias y escrituras.

El número de judíos en el centro de Roma en la época de la ocupación alemana (1943) era de unos siete mil. El antiguo gueto, a orillas del Tíber, era un lugar bastante apacible a finales de los años treinta; sus viviendas más deterioradas habían sido demolidas o reconstruidas, pero quienes vivían en ese distrito eran principalmente los miembros más pobres de la comunidad.

En las semanas comprendidas entre la ocupación alemana y la redada del 16 de octubre se produjo un choque de política y sentimientos entre el presidente de la comunidad judía, Ugo Foa, y el principal rabino, Israel Zolli. El flemático presidente, responsable de las decisiones sociales y políticas de los judíos romanos, aconsejaba mantener la actividad habitual como si no pasara nada. Zolli estaba convencido de que se iba a producir un baño de sangre, y pretendía que la comunidad emigrara o se dispersara y ocultara. Foa se negó.

Un hombre que compartía la misma preocupación que Zolli, sin que tuviera nada que ver con él, era el barón Ernst von Weizsäcker, antiguo número dos de Von Ribbentrop en el Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín, recientemente nombrado embajador ante la Santa Sede (lo que indicaba la importancia que Hitler concedía a la diplomacia papal). La tarea de Von Weizsäcker, al iniciarse esa fase crítica de la guerra en Italia, era animar a Pacelli a conservar la estricta imparcialidad de la Santa Sede, que el Pontífice había mantenido admirablemente, pese a las muchas atrocidades cometidas por el régimen nazi. Pacelli había negado ya en las páginas de L’Osservatore Romano que el Vaticano tuviera nada que ver con el politiqueo que rodeaba al armisticio italiano.[517]

¿Podía persuadirse al Vaticano de que siguiera sumiso? Von Weizsäcker informó al Pontífice de que su gobierno respetaría la extraterritorialidad del Vaticano y sus 150 propiedades en la ciudad.[518] A cambio, se sobreentendía, la Santa Sede debía cooperar con el poder ocupante. El compromiso implicaba claramente que Pacelli debía guardar silencio sobre los crímenes nazis en los territorios ocupados, de los que ahora también formaba parte Roma.

Von Weizsäcker estaba no obstante convencido de que las SS podían infligir un duro golpe en Roma, al amparo de la ocupación. Como las demás autoridades ocupantes nazis, temía la deportación de los judíos de Roma, ya que estaba convencido de que la imparcialidad de Pacelli se vería sometida con ella a una tensión insoportable, y que cualquier movimiento ulterior de las SS podía provocar un levantamiento popular.

El Vaticano también temía por los judíos, y había incrementado sus actividades caritativas, especialmente ayudándolos a ocultarse. Uno de los judíos más notorios que aprovechó esa ayuda ofrecida por la Iglesia fue Israel Zolli, junto con su mujer e hija. Encontraron refugio en el hogar de una familia católica antes de trasladarse al interior del Vaticano, con gran disgusto de los dirigentes de la comunidad, que los acusaron de abandonar a su pueblo.

EL RESCATE EN ORO

La orden de proceder a la deportación de los judíos de Roma llegó al comandante de las SS Herbert Kappler desde el despacho berlinés de Himmler en la segunda semana de la ocupación.[519] Kappler, sin embargo, la demoró, porque no creía que «en Italia existiera un problema judío». Esa opinión era compartida por el mariscal de campo Kesselring, jefe supremo de las fuerzas ocupantes, que se mostraba reticente a emplear sus tropas en esa tarea. Kappler, mientras tanto, había formulado su propia política, la de mantenerlos bajo control y utilizarlos con fines de espionaje, por ejemplo, la penetración en «la conspiración financiera internacional de los judíos»; y amenazar con la deportación para obtener un rescate de la comunidad. «Lo que queremos es su oro —dijo a Foa—, con el que compraremos nuevas armas para nuestro país. En las próximas treinta y seis horas tendrán que entregarnos cincuenta kilos».[520]

La recogida del oro comenzó el 27 de septiembre, a las once de la mañana en la sinagoga a orillas del Tíber. La supervisaban un contable y tres joyeros judíos. Al aproximarse la puesta de sol eran muy pocos los donantes que habían acudido, aunque las noticias de la amenaza se habían extendido por Roma con extraordinaria rapidez.

Surgió entonces la idea de acudir al Papa y pedirle ayuda. Se envió a un emisario para que hablara con el superior del convento del Sagrado Corazón, que mantenía estrechas relaciones con la curia. Mientras, con el fin de acelerar la colecta, los dirigentes judíos decidieron aceptar contribuciones en papel moneda y valores para comprar el oro que les ofrecía entusiásticamente la comunidad cristiana. Poco a poco se fueron acercando todo tipo de romanos, tanto cristianos como judíos, trayendo sus anillos, joyas, medallas… y no para venderlos o prestarlos, sino gratuitamente.[521]

A las cuatro de la tarde llegó la respuesta del Vaticano. El Papa había autorizado un préstamo. El rector del Sagrado Corazón dejó claro que la contribución del Vaticano era un préstamo y no un regalo: «Es obvio —dijo— que queremos que se nos devuelva». No se puso límite temporal para la devolución, ni tampoco se fijaron intereses. ¿Preferían los judíos lingotes o monedas? Los dirigentes judíos respondieron que esperaban poder reunir los cincuenta kilos sin la ayuda del Vaticano.[522] A pesar de todo, se extendió el rumor, que persiste hasta hoy día, de que Pío XII había demostrado su generosidad, ofreciendo fundir rápidamente los cálices que hicieran falta para completar el rescate. Al final, el Vaticano no donó ni prestó ni una onza de oro.[523]

El rescate en oro fue pagado en su totalidad y a tiempo. Tuvieron que pesarlo dos veces, ya que los alemanes acusaron a los judíos de hacer trampa. No les dieron ningún recibo por esa prodigiosa fortuna. Kappler envió un mensaje que decía: «No se le dan recibos al enemigo al que se está privando de sus armas».[524] El oro se envió inmediatamente a Berlín, donde permaneció intacto en sus cajas de cartón en una oficina del ministerio, hasta que terminó la guerra.

LA DEPORTACIÓN

El responsable último de la deportación de los judíos de Roma, pese al pago del rescate en oro, fue Adolf Eichmann, jefe de la sección IVB4 de la Gestapo. En la conferencia del Wannsee, en enero de 1942, había propuesto el objetivo de 58.000 judíos italianos incluidos en los once millones de judíos que debían ser «eliminados». Pero hasta septiembre de 1943, ni un solo judío había sido deportado desde la esfera italiana de influencia en Yugoslavia, sureste de Francia y Grecia. Como ha mostrado Jonathan Steinberg en su estudio sobre el Holocausto en la Italia fascista, All or Nothing, los italianos no se mostraban proclives a colaborar en la liquidación de los judíos; de hecho, la mayoría de las pruebas recogidas muestran que hicieron cuanto estaba en su mano por obstaculizar e impedir el proceso.[525]

En la última semana de septiembre, Kappler informó a Eichmann de que no había suficientes SS en Roma para realizar una redada, y que podía producirse una violenta reacción por parte de la población no judía. Eichmann, con todo, estaba decidido a seguir adelante ahora que Roma había quedado bajo la ocupación alemana. Se necesitaba un jefe, que se encarnó en la persona del Hauptsturmführer de las SS Theodor Dannecker, un «resuelve-problemas» en materia de asesinar judíos.

Provisto de un documento que le otorgaba la autoridad necesaria, y acompañado por un grupo de catorce oficiales y suboficiales y treinta soldados de las Totenkopfverbande (batallones de la Calavera) de las Waffen SS, Dannecker tomó un tren hacia Roma a comienzos de octubre. La semana siguiente, las SS prepararon la redada de los judíos romanos, pese a las continuas iniciativas de las autoridades alemanas en Roma para impedir que el plan se llevara a cabo (se sugirió por ejemplo que la comunidad judía se utilizara para realizar trabajos forzados).

A las 5.30 de la madrugada del 16 de octubre, Dannecker y 365 Allgemeine-SS y Waffen-SS armados con metralletas entraron en el viejo gueto de Roma en camiones abiertos del ejército. Todavía no había amanecido y llovía abundantemente. El plan consistía en detener a un primer millar y transportarlos al Collegio Militare, situado entre el Tíber y la colina del Janículo, a menos de ochocientos metros de la plaza de San Pedro. La idea, como en París, era reunir a los judíos en un lugar desde el que fuera fácil la tarea de introducirlos en trenes una vez realizadas las detenciones y comprobaciones. Provistos de nombres y direcciones, que habían reunido durante la semana anterior, los oficiales y suboficiales entregaron a cada cabeza de familia un documento con una lista de lo que podían llevar consigo, incluyendo «comida para ocho días […] dinero y joyas […] ropa, sábanas, etc.». Donde lo había, la tropa de Dannecker arrancaba los cables del teléfono.

Pacelli fue uno de los primeros en enterarse de la redada. Una joven aristócrata bien conocida por el Pontífice, la principessa Enza Pignatelli-Aragona, recibió la llamada telefónica de un amigo que había visto los camiones aparcados a lo largo del Lungotevere. La princesa corrió hasta el Vaticano, donde la recibió el maestro di camera. Cuenta que fue conducida inmediatamente a la capilla privada del Papa, donde lo encontró rezando. Cuando le informó de la redada, Pacelli llamó por teléfono al cardenal Maglione para que se pusiera en contacto con el embajador Von Weizsäcker.[526]

Entretanto, los camiones llenos de hombres, mujeres y niños se abrían camino a través del espeso aguacero hasta los sombríos barracones del Collegio Militare. Algunos camiones pasaron por delante de la plaza de San Pedro, adoptando deliberadamente esa ruta, se dice, a fin de que los soldados SS trasladados a Roma para la redada pudieran echar una mirada a la famosa basílica. Los judíos, se dice también, gritaron al Papa que los ayudara cuando pasaban por el perímetro de la plaza. Los testimonios de los testigos son patéticos. Un periodista italiano informaba: «Los ojos de los niños estaban dilatados y con la mirada perdida. Parecía como si pidiesen una explicación por ese terror y sufrimiento».[527] En una calle, tres camiones con gran número de niños se habían detenido. La marquesa Fulvia Ripa di Meana pasaba por esa calle en aquel momento: «Vi en sus ojos aterrados, en las caras pálidas y como doloridas, y en sus pequeñas manos temblorosas que se aferraban a los bordes del camión, el miedo enloquecido que se había apoderado de ellos».[528]

Las escenas de aquella mañana se habían repetido en innumerables ocasiones y lugares en toda Europa en los dos años anteriores. La diferencia era que en esa ciudad había un hombre con una voz potente, que contaba con la fidelidad de quinientos millones de seres humanos y cuya capacidad de protesta podía dar todavía a Hitler un serio dolor de cabeza.

Según Von Weizsäcker, aquella mañana «se ejercía presión desde todas partes, pidiendo una censura [papal] de la deportación de los judíos de Roma».[529] Parte de esa presión llegaba desde las autoridades alemanas, en particular desde el cónsul alemán en Roma, Albrecht von Kessel, quien pidió al Papa aquella mañana que «presentara una protesta oficial».[530] El temor de los dirigentes alemanes era que la deportación provocara una violenta reacción del pueblo romano. En opinión de Von Kessel, si Pacelli protestaba inmediatamente y conseguía un resultado favorable, se aplacaría la indignación de la gente.

Según una nota escrita por Maglione el 16 de octubre, hecha pública entre los documentos vaticanos del período de guerra, Von Weizsäcker se presentó ante el secretario de Estado, presumiblemente aquella misma mañana, aunque no se precisa la hora. Maglione asegura que pidió al embajador que interviniera en defensa de aquella desdichada gente en nombre de «la humanidad y la caridad cristiana».[531]

El informe de Maglione es extrañamente ambiguo, defensivo, como el de alguien renuente a presentar una protesta formal, al tiempo que omite los detalles de la conversación con Von Weizsäcker. Como veremos más adelante, éste utilizó evidentemente ese encuentro para intentar persuadir al cardenal secretario de Estado de que pidiera a Pacelli que protestara enérgicamente contra las deportaciones. Maglione no se refiere explícitamente a esa petición. Von Weizsäcker, por razones obvias, no dejó ningún registro escrito de esa entrevista, y se esforzó por hacer comprender a Maglione que se trataba de una conversación confidencial, lo que Maglione reconoce por tres veces en su nota.

Maglione cita una frase del embajador, tras una larga pausa: «¿Qué hará la Santa Sede si siguen pasando estas cosas?» Evidentemente, se refería a la redada.

La respuesta de Maglione fue equívoca: «Le respondí: La Santa Sede no desea verse puesta en una situación en la que se haga preciso pronunciar una palabra de desaprobación».[532]

Según el cardenal, Von Weizsäcker se embarcó entonces en una serie de observaciones vagamente halagadoras, alabando a la Santa Sede por no haber causado problemas durante los cuatro años de guerra transcurridos. Concluyó diciendo, aunque la cita de Maglione no es literal, que la Santa Sede debía considerar si valía la pena «poner todo en peligro justo cuando el barco está llegando a puerto». Luego pidió de nuevo al cardenal que tratara cuanto le había dicho con la mayor confidencialidad.

Tras tranquilizar al embajador, Maglione pronunció una segunda afirmación de importancia histórica: «Quería recordarle que la Santa Sede había mostrado, como él mismo reconocía, gran prudencia, sin dar al pueblo alemán la impresión de haber hecho, o desear hacer, la menor cosa contra los intereses de Alemania durante esta terrible guerra».[533]

Maglione repitió al diplomático que «no deseaba verse en una situación en la que fuera preciso protestar»,[534] pero que si la Santa Sede se veía obligada a hacerlo, confiaba las consecuencias a la Divina Providencia. Y aseguró una vez más al embajador que no mencionaría aquella conversación, de acuerdo con su expreso deseo.

Maglione deja así para la posteridad la afirmación de que había protestado verbalmente contra la redada de los judíos de Roma; pero aunque no menciona la petición de Von Weizsäcker de una protesta oficial, las repetidas promesas de confidencialidad y sus ambiguas referencias al deseo de no verse obligado a protestar otorgan crédito a la versión alemana de los acontecimientos.

De hecho, ni Pacelli ni su cardenal secretario de Estado adoptaron ninguna iniciativa de protesta, ni en nombre propio ni de la Santa Sede, ni ese día ni al siguiente. Su negativa a hablar o actuar sorprendió a los dirigentes alemanes de la ciudad. Finalmente, por consejo de la autoridad alemana de mayor graduación, el general Rainer Stahel, Pacelli recurrió a los buenos oficios del padre Pankratius Pfeiffer, un sacerdote alemán conocido por sus obras de caridad en Roma y uno de los enlaces personales de Pacelli con los alemanes. El Papa dio permiso a Pfeiffer para hablar en su nombre, pero como su rango en el clero era bajo, los dirigentes alemanes consideraron que sería preferible una carta firmada por un prelado alemán importante, algún obispo o similar. Así fue cómo intervino el obispo Alois Hudal, rector de la iglesia católica alemana en Roma, Santa Maria dell’Anima. Hudal conseguiría cierta fama más adelante como figura clave en la ayuda a los criminales de guerra nazi en su huida de la justicia a través de las casas religiosas de Roma.[535]

Von Kessel y el secretario de la legación alemana, Gerhard Gumpert, dictaron de común acuerdo una carta dirigida al general Stahel y a Von Weizsäcker, aparentando que el obispo Hudal hablaba en nombre de Pío XII. Aquí está la primera de las dos históricas cartas de protesta en la mañana de la redada de los judíos de Roma:

Debo hablarle de una cuestión muy urgente. Un importante dignatario del Vaticano, cercano al Santo Padre, acaba de decirme que esta mañana se ha iniciado una serie de arrestos de judíos de nacionalidad italiana. En interés de las buenas relaciones que han existido hasta ahora entre el Vaticano y el alto mando de las Fuerzas Armadas Alemanas, y sobre todo gracias a la sabiduría política y magnanimidad de su excelencia, que algún día será mencionado en la historia de Roma, le ruego que ordene la inmediata suspensión de esos arrestos en Roma y sus alrededores. De otro modo temo que el Papa se pronuncie públicamente contra esa acción [Ich fürchte dass der Papst sonst öffentlich dagegen Stellung nehmen wird], lo que sería indudablemente utilizado por los propagandistas antialemanes como arma contra nosotros.[536]

Tras muchos retrasos burocráticos, el texto de la carta fue enviado a Berlín, donde se recibió en el Ministerio de Asuntos Exteriores a las 11.30 de la noche del sábado. Vino luego una segunda carta, del embajador Von Weizsäcker:

Con respecto a la carta del obispo Hudal (cf. el informe telegrafiado del 16 de octubre desde la oficina de Rahn), puedo confirmar que representa la reacción del Vaticano frente a la deportación de los judíos de Roma. La curia está considerablemente disgustada por el hecho de que la acción tuviera lugar, por así decirlo, bajo las propias ventanas del Papa. La previsible reacción podría evitarse si esos judíos se emplearan en el trabajo obligatorio aquí en Italia.

Los círculos hostiles de Roma están utilizando este acontecimiento como medio de presión sobre el Vaticano para que abandone su actitud de reserva. Se dice que cuando tuvieron lugar incidentes análogos en ciudades francesas, los obispos de allí adoptaron una actitud de clara oposición. El Papa, como supremo dirigente de la Iglesia y obispo de Roma, no puede dejar de hacer lo mismo. Se compara también al Papa con su predecesor, Pío XI, hombre de temperamento más espontáneo. La propaganda enemiga en el extranjero observará ciertamente este acontecimiento del mismo modo, tratando de perjudicar las amistosas relaciones existentes entre la curia y nosotros.[537]

El memorándum no se envió hasta una hora bastante tardía del domingo, como correo nocturno. Entretanto, el tiempo corría para las familias encerradas en el Collegio Militare.

LA INTRANSIGENCIA DE PACELLI

Cuando caía la noche del sábado comenzó a llegar gente a las puertas de los barracones de la Via della Lungara para dejar comida, ropa, cartas o simplemente para vigilar lo que pasaba. Entre los visitantes había familiares y amigos, la mayoría de los cuales decían ser amigos o sirvientes cristianos. No pudieron entrar, y finalmente los echaron de allí. Las condiciones de vida en los barracones eran espantosas, sin comida, agua ni servicios sanitarios adecuados. Una mujer embarazada comenzó a sentir contracciones y la sacaron al patio para que diera a luz. El bebé, como su madre, quedó bajo arresto y tuvo que compartir su destino. Cuando cayó la noche, un pelotón de SS volvió a los domicilios de los judíos provistos con las llaves que les habían quitado a los prisioneros. Con el pretexto de recoger ropa y comida para éstos, saquearon sus hogares y se llevaron cuanto en ellos había de valor.

A petición de los prisioneros, Dannecker estudió los documentos de los que aseguraban no ser judíos o estar casados con personas no judías. El capitán los interrogó individualmente. 252 personas consiguieron así ser liberadas, lo que dio lugar a nuevas historias acerca de los buenos oficios del Vaticano. Se decía que un cardenal había llegado al Collegio Militare y rogado a Dannecker en nombre del Papa, consiguiendo el indulto de esas 252 personas. Aunque el Vaticano nunca lo desmintió, la investigación de Robert Katz ha desacreditado conclusivamente ese infundio. En los barracones quedaron más de 1.060 personas, a la espera de ser trasladadas a Auschwitz.

El domingo 17 de octubre aparecieron noticias de la redada en varios periódicos del mundo, junto con invenciones que se han perpetuado hasta hoy. The New York Times, por ejemplo, publicó un despacho de la UPI fechado en Londres, informando que el Papa había pagado el rescate que los alemanes habían pedido por liberar a un centenar de rehenes: «Los alemanes, tras recibir el oro, se negaron a pesar de todo a liberar a los rehenes, y comenzaron por el contrario una redada general de judíos, mientras que los italianos ayudaban a las familias perseguidas a ocultarse y a escapar».

Antes del amanecer del lunes 18 de octubre de 1943 se ordenó a los judíos prisioneros que se prepararan para partir. Los camiones los acercaron en grupos a las vías del ferrocarril, cerca de la estación Tiburtina, donde los esperaba un tren de transporte de ganado. Se introdujo a sesenta de ellos en cada vagón. En su interior todo estaba oscuro. Los que llegaron primero tuvieron que esperar ocho horas hasta el momento de la partida.

El tren de los deportados salió a las dos menos cinco, cruzando el Tíber y dirigiéndose hacia el norte. No lejos de la capital, fue atacado por la aviación aliada. A la caída de la tarde, cuando el tren subía los Apeninos, la temperatura no alcanzaba los 0ºC, Frío, hambre, sed y la ausencia de servicios sanitarios se combinaban con el cruel sufrimiento de los deportados, con su miedo y humillación. Los vagones de ganado pasaron por Padua, y el obispo diocesano de allí transmitió al Vaticano que la situación de los judíos era lamentable, pidiendo al Papa que emprendiera una acción urgente. Más tarde, cuando el tren alcanzó Viena, se informó al Vaticano que los prisioneros suplicaban agua.[538] En cada etapa del camino, el Vaticano recibía informes del avance del tren y la situación de los deportados.

Conforme el tren seguía su camino hacia el norte, el 19 de octubre, los pensamientos de Pacelli, sin embargo, no se centraban en la suerte de los deportados, sino en el impacto que la redada de los judíos podía tener en los partigiani comunistas (el mismo temor, evidentemente, era compartido por los ocupantes alemanes de Roma, como habían comunicado a sus colegas en Berlín). El miedo de Pacelli a los «comunistas» (así es como llamaba habitualmente a los partigiani) excedía de lejos su eventual simpatía hacia los judíos. Pacelli estaba ansioso de que los ocupantes nazis incrementaran su presencia policial en la capital para evitar la posibilidad de un levantamiento «comunista». Sabemos esto porque el 18 de octubre, el mismísimo día en que los judíos de Roma salían hacia los campos de la muerte, Pacelli compartió esa preocupación con Harold Tittmann, el representante norteamericano. Tittmann telegrafió entonces a Washington, informando al Departamento de Estado de que al Papa le preocupaba que «en ausencia de suficiente protección policial, elementos irresponsables (dijo que sabía que pequeñas bandas comunistas se aproximaban a Roma en aquellos momentos) pudieran cometer violencias en la ciudad». Según Tittmann, Pacelli prosiguió diciendo que «los alemanes habían respetado la Ciudad del Vaticano y las propiedades de la Santa Sede en Roma, y que el general al mando de las fuerzas de ocupación alemanas (Stahel) parecía bien dispuesto hacia el Vaticano». También informó a Washington que Pacelli había añadido que «se sentía coartado por la “situación anormal” de aquellos momentos».[539] La «situación anormal» era la deportación de los judíos de Roma.

Osborne también vio aquel día a Pacelli, quien le dijo que el Vaticano no tenía quejas contra el mando del ejército alemán en la ciudad ni contra la policía, que había respetado su neutralidad. En una carta a Londres, Osborne informó que «cierto número de personas [opinaban que Pacelli] subestimaba su propia autoridad moral y [que] el respeto que seguía manteniendo por los nazis se debía a la preocupación por la población católica de Alemania». Proseguía diciendo que había pedido a Pacelli que tuviera en cuenta esa autoridad moral, en caso de que «en el transcurso de los próximos acontecimientos surja la ocasión para adoptar una línea de conducta más enérgica».[540]

Osborne escribió de nuevo a Londres acerca del episodio de la deportación a finales de octubre. Se había enterado, informaba al Foreign Office, de que al conocer las detenciones, el cardenal secretario de Estado Maglione había llamado al embajador alemán para formular una protesta. Von Weizsäcker, por lo que aquél dijo a Osborne, emprendió una acción inmediata, «que dio como resultado la liberación de gran parte de los detenidos». Osborne añadía que «la intervención del Vaticano parece pues haber sido efectiva, salvando a gran número de esos desdichados». Había preguntado al secretario de Estado si podía informar de ese acto de valor y generosidad por parte del Vaticano, pero Maglione le respondió que era mejor que no lo mencionara: «Me dijo que podía hacérselo saber a Londres, pero sólo para mantenerlos informados, sin que se diera a conocer públicamente porque ello conduciría probablemente a más persecuciones».[541]

Era cierto que Maglione había convocado a Von Weizsäcker y protestado verbalmente, redactando posteriormente, como vimos, una nota acerca de aquella conversación.[542] Pero no podía creérsele en cuanto a la liberación de los judíos como resultado de tan débil protesta. Su afirmación de que aquella iniciativa había llevado a la liberación de muchos judíos no respondía a la verdad.

Cinco días después de que el tren hubiera partido de la estación Tiburtina, los aproximadamente 1.060 deportados fueron gaseados en Auschwitz y Birkenau; 149 hombres y 47 mujeres fueron destinados al trabajo forzado. Sólo quince de ellos sobrevivieron, todos ellos hombres, excepto una mujer, Settimia Spizzichino, que sirvió como conejillo de Indias para los experimentos del doctor Mengele. Cuando Bergen-Belsen, el campo al que había sido transferida, fue liberado, la encontraron entre un montón de cadáveres, donde había dormido durante dos días.

Las iniciativas de Von Weizsäcker y otros por cuenta de Pacelli parecían haber detenido la persecución de los judíos de Roma, pero sólo se había interrumpido temporalmente. Los fascistas que seguían en Roma, trabajando bajo los auspicios de los alemanes, detuvieron a otros 1.084 judíos después del 16 de octubre. Las últimas víctimas fueron enviadas a campos de concentración italianos, y desde allí a Auschwitz, donde muy pocos sobrevivieron. A ese número deben sumarse los setenta judíos sacados de las prisiones romanas el 24 de marzo de 1944, ejecutados por la Gestapo junto a 265 no judíos en la matanza de las Fosas Ardeatinas, como represalia por la bomba que los partigiani pusieron a las tropas alemanas en la Via Ras ella de Roma.

Un número no especificado de los judíos que quedaban en Roma escaparon a la detención o deportación ocultándose en las instituciones religiosas «extraterritoriales», incluida la propia Ciudad del Vaticano. Esa protección, en la que participaron tanto religiosos como laicos, respondía a la tradicional hospitalidad y protección italiana hacia los judíos en las zonas que habían ocupado militarmente en los dos años anteriores. ¿Pero qué decir de los 1.060 judíos deportados a la vista del Vaticano?

Cuando su suerte ya estaba echada, y se encontraban fuera del alcance de cualquier ayuda o rescate, apareció un artículo en L’Osservatore Romano, el 25-26 de octubre de 1943. Resulta difícil imaginar cómo pudo su autor redactar esta descarada autoalabanza:

El Augusto Pontífice, como es bien sabido […], no desistió ni por un momento y utilizó todos los medios a su alcance para aliviar su sufrimiento, que en cualquier caso no es sino la consecuencia de esta cruel conflagración.

Con el aumento del mal, la candad universal y paternal del Pontífice se ha vuelto, si cabe, aún más activa; no conoce límites de nacionalidad, religión ni raza.

Esa variada e incesante actividad de Pío XII se ha intensificado aún más en los últimos tiempos, teniendo en cuenta el creciente sufrimiento de tanta gente desgraciada.

Weizsäcker lo leyó y envió a Berlín el artículo, acompañándolo de una carta:

El Papa, aunque le llegan presiones de todos lados, no ha permitido que se le empujara a una censura pública de la deportación de los judíos de Roma. Si bien debe saber que nuestros adversarios utilizarán contra él esa actitud, y que los círculos protestantes de los países anglosajones harán uso de ella para hacer propaganda anticatólica, ha hecho sin embargo todo lo posible, incluso en este delicado asunto, para no tensar las relaciones con el gobierno alemán y las autoridades alemanas en Roma. Como al parecer no habrá más acciones de ese tipo contra los judíos aquí, puede decirse que este asunto, tan espinoso en lo que concierne a las relaciones vaticano-alemanas, queda liquidado.

En cualquier caso, se aprecia una clara señal desde el Vaticano. L’Osservatore Romano del 25-26 de octubre concede gran relieve a un comunicado semioficial sobre la preocupación paternal del Papa, escrito con los típicos circunloquios y estilo confuso del diario vaticano, declarando que el Papa otorga su cuidado paternal a todo el mundo, sin tener en cuenta su nacionalidad, religión o raza. Las variadas y crecientes actividades de Pío XII se han multiplicado aún más en los últimos tiempos debido a los grandes sufrimientos de tanta gente desdichada.

No se pueden plantear objeciones a esta afirmación, en tanto que el texto, del que se adjunta una traducción, será entendido por muy pocos como una alusión indirecta a las cuestiones judías.[543]

La carta revela el sutil doble juego al que se había entregado Von Weizsäcker durante el episodio de la deportación: él mismo había contribuido a frenar las detenciones de judíos enarbolando la amenaza de una protesta papal que Pacelli no tenía la menor intención de presentar. Ahora que no se esperaban nuevas detenciones, podía hablar complacido de la disposición del Papa a permanecer en silencio. ¿Pero qué pasaba con el millar de judíos romanos gaseados? La decisión de Pacelli de no realizar una «censura pública» en su defensa el mismo 16 de octubre los había condenado, y esta decisión tenía menos que ver con el miedo a mayores represalias que con los «excesos comunistas».

En Berlín, un funcionario anónimo subrayó estas frases:

Papa […] no […] empujara a una censura pública de la deportación de los judíos de Roma. […] hecho sin embargo todo lo posible, incluso en este delicado asunto […] puede decirse que este asunto, tan espinoso en lo que concierne a las relaciones vaticano-alemanas, queda liquidado.[544]

¿Pero era real el riesgo de una represalia de las SS como repuesta a una «censura pública» del Papa de las deportaciones del 16 de octubre? ¿Podrían haber entrado las SS en el Vaticano para detener al Papa?

EL PLAN DE HITLER DE SECUESTRAR A PACELLI

Las autoridades de ocupación en Roma no fueron las únicas que consideraron las consecuencias que podía tener una represalia violenta contra el Vaticano en el otoño de 1943. El propio Hitler se vio obligado a considerar la cuestión como consecuencia de su plan de capturar a Pacelli para llevarlo a Alemania.

El 26 de julio de 1943, Hitler afirmó (en un arrebato de ira en su cuartel general): «Habría que ir directamente al Vaticano. ¿Pensáis que el Vaticano me asusta? No me importa lo más mínimo. […] Nos podemos deshacer de esa banda de cerdos. […] Luego pediríamos perdón. […] No me importa lo más mínimo». Hay pruebas convincentes del plan de secuestrar a Pacelli en manos de los jesuitas responsables en el proceso de beatificación, por ejemplo una declaración jurada de un oficial alemán asignado al plan, el general Karl Wolff, quien hizo llegar su testimonio al padre Paul Molinari, de la Compañía de Jesús, junto con la documentación al respecto, y una carta fechada el 24 de marzo de 1972, no publicada hasta ahora.[545]

En 1943, Karl Friedrich Otto Wolff, de cuarenta y tres años, era el comandante supremo de las SS y la policía alemana en Italia. Pocos días después de la ocupación iniciada el 9 de septiembre, Wolff fue conducido en avión a «la guarida del lobo», el cuartel general de Hitler en Prusia oriental, para discutir con el Führer «la ocupación del Vaticano y el traslado del Papa Pío XII a Licchtenstein».[546] Wolff recordaba que el Führer montó en cólera refiriéndose a lo que llamaba «la traición de Badoglio» y que pronunció «oscuras amenazas» contra Italia y el Vaticano. Registró por escrito la conversación que entonces mantuvo con Hitler:[547]

HITLER: Bien, Wolff, tengo una misión especial para usted, con gran significado para el mundo entero, y será una cuestión personal entre usted y yo. Nunca hablará de ello con nadie sin mi permiso, a excepción del comandante general de las SS [Himmler], que está al tanto de todo. ¿Comprende?

WOLFF: ¡Comprendido, Führer!

HITLER: Quiero que usted y sus tropas, mientras todavía se mantiene la indignación en Alemania por la traición de Badoglio, ocupen tan pronto como sea posible el Vaticano y la Ciudad del Vaticano, ponga a salvo los archivos y los tesoros artísticos, de valor incalculable, y traslade al Papa, junto con la curia, para protegerlos y que no puedan caer en manos de los aliados y sufrir su influencia. Según evolucione la situación política y militar se decidirá si traerlos a Alemania o mantenerlos en el principado neutral de Licchtenstein ¿Para cuando puede tener preparada la operación?[548]

Wolff respondió que no podía responderle de inmediato, porque «las unidades de las SS y la policía ya estaban utilizadas al máximo de su capacidad». Hitler, según Wolff, puso cara de decepción. Dijo al general que se armaría de paciencia, ya que necesitaba a todos los soldados del frente meridional, y que en cualquier caso quería que fueran las SS las encargadas de la tarea. Y preguntó de nuevo a Wolff: «¿Cuánto puede tardar en preparar el plan?» Wolff respondió que, siendo preciso evaluar y poner a buen recaudo los tesoros del Vaticano, no creía que pudiera preparar un plan en un plazo inferior a cuatro o seis semanas. A lo que Hitler replicó: «Eso es demasiado. Es crucial que me haga saber cada dos semanas cómo van los preparativos. Preferiría ocupar el Vaticano inmediatamente».

Wolff anotó que envió a Hitler entre seis y ocho informes en las siguientes semanas, y que empleó el tiempo en una detallada investigación del estado de la seguridad en Italia. A comienzos de diciembre de 1943, Hitler le presionó de nuevo para llevar a cabo el plan. Aproximadamente en ese momento, según informó al tribunal de beatificación, pidió a Von Weizsäcker que le pusiera en contacto con alguien del Vaticano. La persona elegida fue el rector del Colegio Alemán, el jesuita Ivo Zeiger. «El objetivo de mis conversaciones era impedir la deportación del Papa y asegurarme de que no saldría perjudicado de ningún modo».[549]

A principios de diciembre, ansioso por conocer el estado de los preparativos, Hitler convocó de nuevo a Wolff.

Éste, al parecer, había dicho al Führer: «He completado los preparativos para la ejecución de su plan secreto contra el Vaticano. ¿Puedo hacerle una observación acerca de la situación en Italia antes de que dé la orden definitiva?»

Hitler le autorizó a hacerlo. Wolff le presentó entonces un panorama general del estado de ánimo de la población italiana: el colapso del apoyo fascista, el cansancio de la guerra, el odio al Duce, la hostilidad hacia los alemanes, la destrucción de las estructuras del país, la creciente irritación por la prolongación de la guerra… Luego llegó a su argumento más convincente:

«La única autoridad incontestada que queda en Italia es la de la Iglesia católica, que sigue firmemente asentada [“saldamente strutturata”, en el texto italiano del manuscrito jesuita], y a la que las mujeres italianas son tan devotas, ejerciendo, aunque sea de una forma indirecta, una gran influencia que no debe subestimarse pese al hecho de que muchos de sus maridos, hermanos e hijos no parezcan particularmente bien dispuestos hacia el clero».

Prosiguió diciendo al Führer que el pueblo italiano defendería a su Iglesia costara lo que costara: «En los tres meses que llevo en Italia hemos cuidado de no tratar con dureza a los italianos, y así hemos conseguido un apoyo discreto [appogio discreto] del clero. Sin ese apoyo de la Iglesia, que ha mantenido tranquilas a las masas, no podría haber realizado con tal éxito mi tarea». La tranquilidad del pueblo, dijo, había ayudado a mantener el frente meridional y evitado la necesidad de retirar tropas del frente.

Hitler le agradeció el consejo, y le preguntó cuál era su opinión sincera acerca de la situación.

«Abandone el proyecto de tomar el Vaticano, provocado por la comprensible irritación causada por la traición de Badoglio. En mi opinión, una ocupación del Vaticano y la deportación del Papa podrían provocar una reacción extremadamente negativa en Italia, así como por parte de los católicos alemanes, tanto en la patria como en el frente, y en los católicos del resto del mundo y en los Estados neutrales, reacciones que sobrepasarían las ventajas coyunturales ofrecidas por la neutralización política del Vaticano o por la disponibilidad de sus tesoros».[550]

Adolf Hitler asintió, y así se dejó a un lado el proyecto de secuestro.

Todos los hechos indican, por tanto, que un intento de invadir el Vaticano y hacerse con sus propiedades, o de detener al Papa como respuesta a una protesta de éste, habrían provocado una reacción violenta en toda Italia que podía dar al traste con el esfuerzo de guerra nazi. Y así Hitler tuvo que reconocer lo que el propio Pacelli parecía ignorar: que la fuerza política y social más asentada en Italia en el otoño de 1943 era la Iglesia católica, y que su capacidad de insumisión y protesta era inmensa.

EL SILENCIO LITÚRGICO DE PACELLI

En resumen, los ocupantes alemanes habían mantenido el estatus extraterritorial del Vaticano y sus instituciones religiosas en Roma, siendo el precio por esas ventajas la sumisión y la «no-interferencia», es decir, el silencio sobre las atrocidades nazis no sólo en Italia sino en cualquier otro lugar de la Europa ocupada. Cuando comenzó la redada el 16 de octubre, las autoridades de ocupación alemanas estaban convencidas de que Pacelli iba a protestar más pronto o más tarde. Creían que una censura papal inmediata los favorecería, al impedir la deportación en curso y una espiral de protestas papales post hoc y represalias, que podía culminar en una invasión del territorio vaticano por las SS y un levantamiento civil.

Pero Pacelli no tuvo en ningún momento la intención de protestar oficialmente contra la redada y deportación de los judíos de Roma. Estaba preocupado, como confesó a Harold Tittmann, de que eso pudiera provocar un conflicto con las SS que beneficiaría únicamente a los comunistas. El silencio de Pacelli, en otras palabras, no era consecuencia de la pusilanimidad o temor hacia los alemanes. Quería mantener el statu quo de la ocupación nazi hasta el momento en que la ciudad pudiera ser liberada por los aliados. Obsesionado por sus fantasmas personales de las atrocidades bolcheviques desde su estancia en Munich, quizá, o por el espantoso catálogo de violencias perpetradas contra la Iglesia en el «Triángulo Rojo» formado por Rusia, México y España, estaba dispuesto a tolerar la muerte de un millar de judíos romanos para evitar las consecuencias de la toma de Roma por los comunistas.

Había, no obstante, una carencia más profunda en todo aquello, que revela una notable fractura moral y espiritual en su papado. Las reticencias de Pacelli no constituían únicamente un silencio diplomático como respuesta a las presiones políticas del momento; era también un pasmoso silencio religioso y litúrgico. Tras la liberación de Roma, se dice que se apresuró a acudir al cementerio judío de Roma para rezar allí en privado.[551] Pero no existe constancia de una sola oración pública, ni una vela encendida, ni un salmo, ni una lamentación, ni un De profundis (como el que entonó en las ruinas de San Lorenzo), ni una misa en solidaridad con los judíos de Roma, ya fuera durante su terrible experiencia ni tras su muerte. Tampoco ha habido una explicación convincente, petición de perdón ni acto de reparación hasta hoy (pese a las iniciativas de Juan Pablo II en 1986 y 1998, que analizaremos en el capítulo final de este libro). Ese silencio moral y espiritual frente a aquella atrocidad cometida en el corazón de la cristiandad, a la sombra del sepulcro del primer apóstol, permanece hasta hoy día y concierne a todos los católicos. Ese silencio litúrgico proclama que Pacelli no experimentaba ningún sentimiento genuino de solidaridad espiritual por los judíos de Roma, sus vecinos desde la infancia. Creyendo, como creen los católicos, que todos ellos son miembros del Cuerpo Místico de Cristo, que la Eucaristía vertebra a la Iglesia, tienen que saber que lo que se hizo o no se hizo en su nombre, especialmente por los sucesores de los apóstoles, los afecta a todos.

¿Cómo sobrellevan los católicos el hecho de que el obispo de Roma no realizara ni un solo acto litúrgico por los judíos deportados de la Ciudad Eterna? Cuando se tuvo noticia de la muerte de Adolf Hitler, el entonces cardenal arzobispo de Berlín, Adolf Bertram, ordenó con un escrito de su propia mano a todos los párrocos de su archidiócesis que «celebraran un solemne Réquiem en memoria del Führer y de los miembros de la Wehrmacht que han caído en esta lucha por nuestra patria alemana, junto con sinceras oraciones por el pueblo y la patria y por el futuro de la Iglesia católica en Alemania».[552]

TESTIMONIOS JUDÍOS

Hubo sin embargo judíos que concedieron a Pacelli el beneficio de la duda, y que siguen haciéndolo. El jueves 29 de noviembre de 1945, Pacelli recibió a unos ochenta representantes de los refugiados judíos sobrevivientes de varios campos de concentración alemanes, que expresaron «el gran honor que representaba poder agradecer personalmente al Santo Padre su generosidad hacia los perseguidos durante el período nazi-fascista». Se debe respetar la gratitud de gente que había sufrido persecuciones y sobrevivido. Y no se pueden menospreciar los esfuerzos de Pacelli al nivel de las ayudas caritativas, o su aliento a la labor de incontables religiosos y laicos católicos que aportaron confort y seguridad a cientos de miles de personas.

Pero por la misma razón debemos escuchar y respetar la voz de Settimia Spizzichino, la única mujer judía romana que sobrevivió a la deportación, a la que hallaron cuando yacía entre un montón de cadáveres en un campo de la muerte, y que de allí volvió a Roma, en 1945, cuando contaba veinticuatro años. En una entrevista concedida a la BBC en 1995, decía: «Volví de Auschwitz por mis propios medios. Había perdido a mi madre, dos hermanas, una sobrina y un hermano. Pío XII podía habernos prevenido acerca de lo que se avecinaba. Podríamos haber huido de Roma y habernos unido a los partisanos. Fue un instrumento en manos de los alemanes. Todo aquello ocurrió ante las mismísimas narices del Papa. Pero se trataba de un Papa antisemita, un Papa pro alemán. No asumió ni un solo riesgo. Y cuando dicen que el Papa es como Jesucristo, no dicen la verdad. No salvó ni a un solo niño. Nada».[553]

Estamos obligados a aceptar que esas opiniones contrarias acerca de Pacelli no son necesariamente excluyentes.

Resulta duro para un católico acusar al Papa, el pastor universal, de haber aceptado, por las razones que fuera y en el estado de conciencia que fuera, los planes de Hitler. Pero una de las grandes paradojas del papado de Pacelli se centra específicamente en su propia imagen pastoral. Al comienzo y al final de su película promocional Pastor Angelicus, la cámara enfoca la estatua del buen pastor que hay en los jardines del Vaticano, un pastor que lleva una oveja perdida sobre sus hombros. La parábola evangélica del buen pastor nos habla del pastor que ama tanto a sus ovejas que lo arriesga todo, y es capaz de sufrir cualquier daño, para salvar a un solo miembro de su rebaño que se pierde o está en peligro. Para su vergüenza eterna, y para vergüenza de la Iglesia católica, Pacelli se negó a reconocer a los judíos de Roma como miembros de su rebaño romano.