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Pacelli y el Holocausto

El planteamiento de la Solución Final fue evolucionando durante los tres primeros años de guerra, coincidentes con los tres primeros años del pontificado de Pacelli. Se planeó y comenzó a ejecutarse en secreto, porque el régimen nazi se sentía preocupado, e incluso asustado, por la eventual reacción de la opinión pública. Pero algo tan enorme como un plan para exterminar a un pueblo entero no podía ocultarse mucho tiempo, y Adolf Hitler dejó claras sus intenciones con respecto a los judíos el 3 de enero de 1939: «Si la judería internacional consiguiera —declaró—, en Europa o en cualquier otro lugar, precipitar a las naciones a una guerra mundial, el resultado no sería la bolchevización de Europa y una victoria del judaísmo, sino el exterminio de la raza judía».[467] A finales de 1941, un mes después del ataque a Rusia del 22 de junio, Reinhard Heydrich recibió la orden de concluir todos los preparativos necesarios para «una solución completa» de la cuestión judía en la esfera de influencia alemana en Europa. En otoño de 1941 todo quedaba dispuesto para algo sin precedentes en la historia: la esclavización sistemática, deportación y exterminio de todo un pueblo.

En septiembre de 1941, Hitler había decretado que todos los judíos alemanes debían llevar la estrella amarilla que ya era obligatoria en Polonia. Ésta tenía un efecto devastador, estigmatizador y desmoralizador sobre los forzados a llevarla, lo que incluía a los judíos convertidos al cristianismo. Los obispos católicos alemanes pidieron a los dirigentes nazis que se excluyera a esos judíos conversos de la medida, pero la Gestapo rechazó la petición. En octubre se produjeron las primeras deportaciones en masa de judíos alemanes hacia el este, lo que llevó de nuevo a los obispos a debatir si no debían exigir un trato distinto para los judíos convertidos al catolicismo; finalmente decidieron no irritar al régimen, ni si quiera en defensa de sus propios fieles.[468] Ese mismo mes, funcionarios del Ministerio de los Territorios del Este decidieron el uso de gas venenoso para el exterminio. En noviembre, Goebbels declaró que «no habrá compasión ni lástima por el destino de los judíos. […] Cada judío es un enemigo».[469]

El 20 de enero de 1942 se celebró una reunión en una villa a orillas del Wannsee, un lago en las afueras de Berlín. Estaban presentes quince oficiales de alto rango, presididos por Reinhard Heydrich, quien pidió a todos que cooperaran en la puesta en marcha de «la solución». Tras leer un texto preparado por Eichmann, ordenó que «en el transcurso de la Solución Final, los judíos sean llevados bajo la dirección apropiada y de la manera que convenga al este, para ser utilizados como fuerza de trabajo. Separados por sexos, aquellos que puedan trabajar serán conducidos a esas áreas para construir carreteras, con lo que sin duda su número se reducirá en gran medida debido a la selección natural».[470]

De acuerdo con las estadísticas preparadas por Eichmann para la conferencia, debían «desaparecer» once millones de judíos, incluyendo los que vivían en países aún no conquistados. Con respecto a Croacia, el Estado católico que gozaba de tan alta estimación de Pacelli, se dijo que en él ya no había problema, y que «las cuestiones esenciales ya se han resuelto». Eichmann debía dirigir las operaciones de la Solución Final desde su cuartel general en Berlín, y sus representantes viajarían a todas las capitales ocupadas, informando acerca de cada deportación conforme fuera planificada y ejecutada.

Las deportaciones comenzaron en marzo de 1942 y prosiguieron hasta 1944. Se diseñaron y dotaron de personal campos de la muerte en áreas apartadas de la antigua Polonia: Auschwitz-Birkenau, Treblinka, Belzac, Sobibor, Chelmno y Majdanek. El transporte se convirtió en una prioridad con una compleja burocracia de horarios, vagones de ferrocarril, cambios de vía y asignación de guardias. Se enviaron representantes de Eichmann, con ese propósito, a Francia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Noruega, Rumanía, Grecia, Bulgaria, Hungría, Polonia y Checoslovaquia.

Al terminar la guerra habían perecido unos seis millones de judíos.

La Solución Final constituyó una prueba sin precedentes para la fe cristiana, religión basada en la idea de ágape, el amor que concede a cada individuo, sin diferencias, igual respeto por ser todos hijos de Dios; el amor que, como había declarado Pacelli en su primera encíclica de 1941, citando el pronunciamiento de san Pablo sobre la universalidad cristiana, no discrimina entre «griegos o judíos, circuncisos o no circuncisos, bárbaros, escitas, sometidos o libres; porque Cristo está en todos y lo es todo». Los cristianos se vieron así confrontados a un reto moral histórico ¿No era acaso un claro deber cristiano protestar y oponerse al exterminio de los judíos, fueran cuales fueran las consecuencias?

El cristianismo, y en particular el catolicismo, contaba con una larga historia de antijudaísmo sobre bases religiosas, que no se había mitigado en absoluto en el siglo XX. Pero no formaba parte de la cultura católica perseguir a judíos sobre la base de la ideología racista hitleriana, y menos aún consentir el exterminio de la raza judía en su totalidad. Sin embargo, el catolicismo aparecía ligado al nacionalismo de derechas, corporativismo y fascismo que practicaba el antisemitismo o era cómplice del antisemitismo por motivos raciales. Prácticamente, todos los dictadores de derechas de la época habían nacido y se habían educado como católicos, en particular Hitler, Horthy, Franco, Pétain, Mussolini, Pavelic y Tiso (que era sacerdote católico). Había aislados pero significativos ejemplos de obispos católicos que expresaban opiniones antisemitas incluso cuando la persecución contra los judíos iba cobrando fuerza en Alemania a mediados de los años treinta. En 1936, por ejemplo, el cardenal Hlond, primado de Polonia, opinaba: «Habrá problema judío mientras siga habiendo judíos».[471] Pío XI había repudiado tardíamente el racismo en su famosa encíclica Mit brennender Sorge de 1937, pero aun en ese mismo texto, como hemos visto, quedaba un antijudaísmo residual. Pese a las claras directrices del Pontífice, los obispos eslovacos, por poner un ejemplo, hicieron pública una carta pastoral que repetía las tradicionales acusaciones al «deicida pueblo judío».[472] Había rastros de antijudaísmo, e incluso de antisemitismo, en el propio corazón del Vaticano. El teólogo neotomista Garrigou-Lagrange, de la Orden de Predicadores, consejero teológico de Pacelli y al mismo tiempo entusiasta partidario de Pétain, y amigo íntimo del embajador de Vichy ante la Santa Sede, en un infame mensaje dijo a su gobierno que la Santa Sede no objetaba la legislación antijudía de Vichy e incluso proporcionó al respecto citas de santo Tomás recopiladas por los neotomistas romanos.[473]

¿Pero cómo se situaba Pacelli, ahora aclamado y autoproclamado como Vicario de Cristo en la tierra, frente a la cuestión de la persecución, deportación y destrucción de los judíos?

EL VIAJE DE PACELLI HACIA EL SILENCIO

A lo largo de 1942, Pacelli recibió un flujo continuo de informaciones fiables acerca de los detalles de la Solución Final. No llegaron todas a la vez, sino poco a poco. Al mismo tiempo se veía obligado a escuchar las crecientes peticiones desde todo el mundo para que pronunciara una clara denuncia de la situación.

El 9 de febrero de 1942, justo veinte días después de la Conferencia del Wannsee, Hitler vomitó un histérico discurso por radio, declarando: «¡Los judíos serán liquidados para al menos mil años!» Ese discurso, editado por el diario romano Il Messagero, atrajo la atención de Osborne, el embajador británico ante la Santa Sede, y del cardenal secretario de Estado, Maglione, quien comentó a Osborne el nuevo arrebato de Hitler contra los judíos.[474] La historia de los intentos de Osborne en el Vaticano para conseguir que Pacelli hablara proporciona una perspectiva ideal para seguir el curso del conocimiento que éste tenía de los acontecimientos, y el de sus reacciones.

El 18 de marzo de 1942, el Vaticano recibió el memorándum de Richard Lichtheim y Gerhard Riegner, enviado por medio del nuncio en Berna, que ofrecía una visión general de las violentas medidas antisemitas que se estaban adoptando en Eslovaquia, Croacia, Hungría y la Francia no ocupada. El alegato centraba su atención en los países católicos, en los que el Papa tenía mayor influencia. Aparte de una intervención en el caso de Eslovaquia, donde el presidente era monseñor Josef Tirso, no hubo otras reacciones, por lo que puede deducirse de los propios documentos del Vaticano, salvo moderadas iniciativas locales del nuncio en Francia.[475]

Durante ese mismo mes llegaron al Vaticano informes desde varias fuentes de la Europa del Este, describiendo la suerte de unos noventa mil judíos, entre los que había un gran número de «bautizados», que habían sido enviados a los campos de concentración de Polonia.[476] El nuncio en Bratislava comentaba que esa deportación equivalía a la muerte para la mayoría.

Durante la primavera de 1942, el mundo fue cobrando conciencia de la política nazi de asesinar a los rehenes capturados en los territorios ocupados como represalia por los ataques de los partisanos. Se trataba de algo bien conocido en el Vaticano, ya que los nazis se encargaban de proclamarlo para disuadir de nuevos ataques. Osborne mantenía un registro de esos hechos, que iba notificando al Papa, y el 21 de abril escribió a su amiga mistress Bridget McEwan: «Como ayer era el cumpleaños de Hitler, me puse una corbata negra en recuerdo de los millones de personas que ha matado y torturado». Ese mismo día mencionó al cardenal Maglione la teoría de que «Hitler y sus diabólicas obras pueden representar el proceso de arrojar al diablo del subconsciente de la raza alemana», y que «puede que cuando ese doloroso proceso concluya, se conviertan en miembros decentes de la sociedad de las naciones». Maglione, sin embargo, «pareció descartarlo indulgentemente como un desatino infantil».[477]

Las atrocidades cometidas con los rehenes llegaron a un punto álgido cuando Reinhard Heydrich, el estratega de la Solución Final, fue asesinado en Praga por dos miembros de la resistencia checa llegados desde Gran Bretaña. Diez mil personas fueron detenidas y mil trescientas de ellas asesinadas. Los días 9 y 10 de junio, el pueblo de Lidice, al que se consideró responsable por dar refugio a los ejecutores de Heydrich, fue destruido, matando a todos sus hombres y muchachos.

Al día siguiente, Osborne escribió a mistress McEwan: «Me han hecho saber que S. S. [Su Santidad] tiene bastante mala fama en el F. O. [el Foreign Office] y, me atrevo a decir, entre el pueblo británico. En gran medida es culpa suya, pero tampoco del todo, porque es como es. Me da pena, pero creo que hay mucho que decir en su favor».[478]

Esta observación refleja adecuadamente el deterioro de la reputación de Pacelli en Gran Bretaña como consecuencia de su silencio, y al mismo tiempo la ambivalencia con que lo juzgaban quienes vivían junto a él en el Vaticano. Dos días más tarde, Osborne se sentía menos ambivalente cuando vio bajo las habitaciones del Papa a una multitud de niños de primera comunión que le esperaban. Era una «visión encantadora», concedía Osborne en su diario, «pero desgraciadamente el liderazgo moral del mundo no estriba en conceder audiencias a masas de comulgantes italianos». Adolf Hitler, reflexionaba Osborne, «precisa algo más que la benevolencia del Pastor Angelicus, y el liderazgo moral no se ejerce escuchando a esos niños recitar descuidadamente los Mandamientos».[479]

Cuando Estados Unidos entró en guerra en diciembre de 1941, después del bombardeo japonés de Pearl Harbor, Washington pidió a su consejero en la embajada en Roma, Harold Tittmann, que se alojara en el Vaticano como lo hacía Osborne. El Vaticano ofreció al principio cierta resistencia, pero tras una prolongada controversia diplomática, Tittmann obtuvo la oportuna acreditación el 2 de mayo de 1942, y ahí comenzó una relación diplomática sin precedentes entre la Santa Sede y Washington.

Desde ese momento, Osborne y Tittmann mantuvieron muchas conversaciones, de las que aparecen referencias en su correspondencia oficial, acerca de la actitud de Pacelli. Osborne, según Tittmann, declaraba que el Papa era bastante impopular en Gran Bretaña y que su gobierno estaba convencido de que el Pontífice estaba protegiendo su futuro ante la eventualidad de una victoria del Eje. El 16 de junio de 1942, Tittmann envió un informe a Washington en el que expresaba su opinión de que Pacelli estaba ocultando la cabeza como un avestruz en las preocupaciones puramente religiosas, y que la autoridad moral que Pío XI había ganado para el papado se estaba erosionando. Le había pedido al cardenal Maglione que se denunciaran las represalias adoptadas por la muerte de Heydrich, pero el secretario de Estado movió la cabeza, señalando que eso sólo empeoraría las cosas.[480] Tittmann acabó repitiéndose una vez más su teoría acerca de la inercia y silencio de Pacelli: que éste prefería enojar a sus amigos antes que a sus enemigos, ya que los amigos estarían mejor dispuestos a perdonarle sus pecados de omisión. La impresión que cabe deducir es que el cuerpo diplomático acreditado en el Vaticano estaba desconcertado por el comportamiento de Pacelli, buscando en vano una explicación.

La última semana de ese mes, junio de 1942, la situación de los judíos en la Europa nazi (de los cuales habían muerto ya un millón en ese momento) se convirtió en tema estrella de la prensa y la radio en todo el mundo. El primer periódico en informar que los judíos no sólo estaban siendo perseguidos sino exterminados fue el londinense Daily Telegraph, que incluyó en sus páginas una serie destacada de artículos. El primero, del 25 de junio, afirmaba: «Más de 700.000 judíos polacos han sido asesinados por los alemanes en las mayores matanzas de la historia del mundo». Basándose en un informe enviado secretamente a Samuel Zygilebojm, representante judío en el Consejo Nacional polaco, aseguraba que los asesinatos se estaban llevando a cabo utilizando gas venenoso. Zygilebojm se suicidó más tarde, a raíz de lo que consideraba indiferencia de Occidente. Un segundo artículo, que apareció el 30 de junio, llevaba el siguiente titular: «MÁS DE 100.000 JUDÍOS ASESINADOS EN EUROPA», y aseguraba que los nazis tenían la intención de «borrar la raza [judía] del continente europeo». Ambos artículos fueron leídos en la BBC, y así llegaron hasta el Papa vía Osborne. El New York Times los reprodujo el 30 de junio y el 2 de julio, lo que condujo a una manifestación de protesta en el Madison Square Garden de Nueva York el 21 de julio. En ese momento, aproximadamente, tres judíos huidos traían a Occidente detallada información sobre los campos de la muerte polacos; su relato también apareció en los periódicos norteamericanos.

Durante la última semana de julio, Osborne, Tittmann y el embajador brasileño Pinto Accioly se pusieron de acuerdo en un plan para inducir a Pacelli a hablar. Dos días después, Osborne anotaba en su diario: «Estoy convencido de que, si fuera posible, derrocharía su simpatía sobre otros pueblos. ¿Por qué, entonces, no denuncia las atrocidades alemanas contra la población de los países ocupados?»

El historiador Owen Chadwick duda que, pese a ese flujo de información, Pacelli se hiciera una composición de lugar precisa acerca de la suerte de los judíos, y sugiere que el propio Osborne manifestaba sus dudas acerca de los informes recibidos.[481] Las cartas recientemente descubiertas de Osborne, escritas desde el interior del Vaticano, nos dicen algo muy diferente. El 31 de julio de 1942 escribía lo siguiente a mistress McEwan:

¿Recuerda usted su última carta, al menos la última que yo he recibido, con su diatriba contra el silencio del Vaticano frente a las atrocidades alemanas en los países ocupados? Eso es exactamente lo que yo siento, y vengo diciendo, y lo que otros vienen diciendo, y está tan admirablemente expresado [en su carta] que voy a enviar una copia de ella al Papa. Espero que no lo considere un abuso de confianza. Le diré que procede de una amiga mía católica y que la creo representativa de la opinión pública británica, tanto protestante como católica. Personalmente estoy de acuerdo con cada una de sus palabras, y he dicho lo mismo en el Vaticano. Es muy triste. El hecho es que la autoridad moral de la Santa Sede, que Pío XI y sus predecesores habían convertido en una potencia mundial, se ve ahora tristemente reducida. Sospecho que S. S. [Su Santidad] espera desempeñar un gran papel como pacificador y que es en parte por esa razón por lo que trata de mantener una posición de neutralidad entre ambos bandos beligerantes. Pero, como usted dice, los crímenes alemanes no tienen nada que ver con la neutralidad […] y el hecho es que el silencio del Papa va contra su propósito, porque está destruyendo sus posibilidades de contribuir a la paz. Mientras, descarga su frustración apareciendo como Pastor Angelicus, agotándose y minando su propia moral. Es una verdadera pena que ese monje irlandés, Malaquías, ¿no?, llamara «Pastor Angelicus» al 262 Papa. Si lo hubiera llamado «Leo Furibundus» [León Furioso], las cosas podrían haber sido muy diferentes. Están filmando una película aquí, para su distribución en todo el mundo, que se llamará Pastor Angelicus. No puedo decirle cuánto lo siento. Es como publicidad de Hollywood.[482]

El historiador Chadwick conocía la existencia de la carta de mistress McEwan, puesto que el diario de Osborne la menciona. Pero en sus sistemáticos intentos de exonerar a Pacelli, duda que el Papa llegara a verla. «No hay pruebas —nos dice— de que [Osborne] mostrara la carta al Papa». El 25 de agosto, sin embargo, Osborne volvió a escribir a mistress McEwan, diciéndole que había mostrado su carta al Papa, o más exactamente lo que él llamaba un «extracto con ciertos cortes de ella», añadiendo que se sentía ligeramente culpable de ello, «pero usted expresaba tan admirablemente lo que muchos de nosotros sentimos y lo que es tan deseable que oiga desde tantas voces como sea posible…»[483] En la misma carta, Osborne escribía que el Papa, en su audiencia pública, había «ofrecido tres largas y elocuentes, pero para mí muy tediosas, lecciones acerca de las relaciones entre amo y sirvientes. Se podía pensar que las relaciones entre los ocupantes alemanes y las poblaciones de los países ocupados ofrecían un tema más adecuado y de más apremiante discusión y consejo».

Al mes siguiente, Osborne confirmó de nuevo que había mostrado la carta al Papa, pero sin recibir respuesta. «Tuve una audiencia la semana pasada. […] Observé que el Papa parecía más viejo y delgado, y más cansado, que la última vez que lo había visto. […] Estuvo tan sencillo y amistoso como siempre, y pasamos levemente sobre las cuestiones delicadas, sin hacer mención del extracto de su carta. Espero que le hayamos quitado de la cabeza la idea de una conferencia de paz para otoño».[484] De hecho, Pacelli tardaría todavía un año en admitir que había leído el extracto de la carta de mistress McEwan: «Se refirió a su carta, la que yo le había enviado, y en la que usted pedía que hablara más claramente».[485]

Mientras, las deportaciones habían comenzado también en Francia y Holanda. Los días 16 y 17 de julio de 1942, el Vélodrome d’Hiver, en París, se convirtió en centro intermitente de internamiento para las familias judías detenidas. De allí se las conducía a Drancy, suburbio al nordeste de París, utilizado como antecámara de Auschwitz. El objetivo último consistía en reunir a los 28.000 judíos de la gran área parisina, tarea que debían realizar nueve mil policías franceses. En aquella redada sólo se consiguió alcanzar la mitad del objetivo, 12 884 judíos, lo que significaba un fracaso desde el punto de vista alemán. Las víctimas, al parecer, permanecían aturdidas e incrédulas hasta el último momento. Pero según algunas fuentes, hubo más de un centenar de suicidios durante la redada y en los días subsiguientes.[486]

A lo largo del verano de 1942, unos cinco mil judíos holandeses fueron deportados a los campos de concentración. Ciertos informes del exterminio llegaron a Holanda a pesar del embargo nazi de los medios de comunicación. Sin embargo, al igual que en Francia, persistía un trágico optimismo en cuanto al destino final de los deportados, lo que exigía una iniciativa importante por parte de alguna voz moralmente autorizada, con alcance considerable. El silencio de Pacelli, en lugar de lanzar una llamada de advertencia a los judíos de Europa, una vez que se conocía la enormidad de la carnicería, no debe subestimarse. La cuestión ha sido resumida así por Guenter Lewy:

Una denuncia pública de los asesinatos en masa por Pío XII, emitida desde la radio vaticana y leída desde los púlpitos por los obispos, habría revelado a los judíos e igualmente a los cristianos lo que significaba la deportación al este. Habrían creído al Papa, mientras que a las emisiones radiofónicas de los aliados se les quitaba importancia, considerándolas como propaganda de guerra.[487]

En Holanda, los obispos católicos se pusieron de acuerdo con las Iglesias protestantes para enviar un telegrama de protesta contra las deportaciones de judíos. Lo enviaron al Reichskommissar alemán, amenazando con una protesta generalizada de los cristianos. Como respuesta, los nazis ofrecieron exceptuar de las deportaciones a los judíos cristianos (pero sólo a los que se habían convertido antes de 1941), con tal que las Iglesias permanecieran calladas. La Iglesia Reformada Holandesa aceptó, pero el arzobispo católico de Utrecht rechazó el trato e hizo pública una carta pastoral con una denuncia clara, para que se leyera en todas las iglesias. Como represalia, los alemanes reunieron y deportaron a todos los judíos católicos que pudieron encontrar, incluida Edith Stein, la filósofa carmelita judía que había pedido a Pío XI que hiciera un pronunciamiento urgente contra el antisemitismo en la primavera de 1933. Stein murió, como sabemos, en Auschwitz.

En los testimonios para la beatificación de Pío XII se exculpa su comportamiento, arguyendo que lo sucedido en Holanda empujó a Pacelli a adoptar la irrevocable decisión de no hablar contra las deportaciones nazis. La madre Pasqualina dijo al tribunal de beatificación que el Papa había escrito un documento «condenando el obrar de Hitler» cuando le llegaron noticias de los «cuarenta mil» judíos holandeses muertos por órdenes de Hitler tras la carta pastoral del arzobispo. «Recuerdo —dijo— que el Santo Padre entró a la cocina un día a la hora del almuerzo, llevando consigo dos hojas de papel llenas de su menuda letra. “Contienen —dijo— mi protesta contra la cruel persecución de los judíos, e iba a publicarla en L’Osservatore esta noche. Pero ahora sé que si la carta del obispo le ha costado la vida a 40.000 personas, la mía, cuyo tono es aún más enérgico, puede costarle la vida a 200.000 judíos. No puedo asumir una responsabilidad tan grave. Es mejor permanecer en silencio ante el público y hacer en privado lo que sea posible.”»[488] La madre Pasqualina aseguraba que Montini había dicho que, puesto que en cualquier momento se podía producir una invasión del Vaticano, lo mejor era no dejar documentos rondando por ahí. «Recuerdo —dijo— que no salió de la cocina hasta haber destruido completamente el documento».

No hay pruebas, sin embargo, de que cuarenta mil católicos judíos fueran detenidos como consecuencia de la protesta del arzobispo holandés. La investigación más reciente y cuidadosa sobre la cuestión, realizada en Holanda por un equipo que trabajaba para el productor de la BBC Jonathan Lewis, concluye que el número de detenidos y deportados no superó en total los noventa y dos judíos convertidos al catolicismo.[489] De hecho, hasta el 14 de septiembre de 1942 el número total de judíos deportados desde Holanda era de 20.588, según las cifras publicadas por Martin Gilbert.[490] Lo más importante acerca del ligeramente ridículo episodio de la cocina, y el discurso que supuestamente le lanzó Pacelli a su ama de llaves, es que se ha convertido en coartada incluso para sus defensores en la actitud del silencio. Si se concede crédito a la historia, es interesante señalar que exageró ante la madre Pasqualina el número de víctimas para defender su silencio, mientras que en otras ocasiones lo subestimaba con el mismo fin, como sucedió en Navidad.

Al mes siguiente comenzó una redada importante en la zona no ocupada de Francia; una vez detenidos, los prisioneros eran llevados a Drancy, como sucedía con los del norte. Los pasajeros que pudieron ser testigos de los vagones de deportados que pasaban por las estaciones contaban horrorizados el hedor que salía de ellos, viéndose agravadas por el calor del verano las condiciones antihigiénicas del transporte. A finales de año habían sido enviados desde Francia hasta Auschwitz unos 42.000 judíos. Como demuestran los documentos hechos públicos por el Vaticano, el nuncio en Francia transmitió al Vaticano informes de cada etapa de la deportación; también intentó conmover a Pétain con la angustia de la Iglesia católica ante aquellas medidas, pero éste le hizo oídos sordos. Y lo que es más importante, Pacelli seguía sin decir nada, ni en público ni en privado. Con motivo del Año Nuevo de 1943, el cardenal Emmanuel Suhard, de París, visitó a Pacelli para discutir con él importantes cuestiones que afectaban a Francia y al Vaticano. Un testigo de esas conversaciones informó que Pacelli «alabó calurosamente la obra del mariscal [Pétain] y mostró gran interés por las acciones gubernamentales que indicaban la afortunada renovación de la vida religiosa en Francia».[491]

Mientras, los diplomáticos que representaban a Francia, Polonia, Brasil, Estados Unidos y Gran Bretaña en el Vaticano decidieron a mediados de septiembre actuar tanto conjunta como separadamente para pedir al Papa que denunciara las atrocidades nazis, mencionando los británicos específicamente el asesinato en masa de judíos. En el párrafo que le correspondía, Osborne escribió: «Una política de silencio con respecto a esos crímenes contra la conciencia del mundo significaría una renuncia al liderazgo moral y la consiguiente atrofia de la influencia y autoridad del Vaticano; y precisamente del mantenimiento y afirmación de tal autoridad depende cualquier perspectiva de una contribución papal al restablecimiento de la paz mundial».[492]

EL ENVIADO NORTEAMERICANO

Mientras se desarrollaba la iniciativa de los embajadores, el presidente Roosevelt envió un representante personal suyo para pedir a Pacelli que dijera algo claro sobre el exterminio de los judíos. Fue una peligrosa misión, en la que el enviado debía viajar por territorio extranjero. Myron Taylor llegó al Vaticano el 17 de septiembre de 1942, siendo conducido desde el aeropuerto Littario en un automóvil cuyas ventanillas se habían cubierto con papel marrón. Es curioso que Mussolini permitiera entrar en Roma al representante del dirigente máximo de un país con el que estaba en guerra, y los alemanes hicieron saber su descontento. Osborne estaba admirado: «Myron Taylor llegó aquí ayer por la noche, habiendo viajado en clipper desde Nueva York y en avión desde Lisboa hasta Roma. Se trata de un hombre asombroso, y parece haber realizado un viaje como éste sin gran esfuerzo, pese a contar más de sesenta años. Será muy bueno para el Papa».[493]

Taylor mantuvo su primera entrevista con Pacelli el sábado 19 de septiembre, y trató de hacer ver al Pontífice que los americanos no podían perder la guerra y que se trataba de una cruzada moral contra un régimen gangsteril; traía informaciones recientes acerca de los crímenes de guerra cometidos por los alemanes en la Europa ocupada, especialmente en Francia. Uno de sus objetivos consistía en anticiparse a cualesquiera iniciativas que Pacelli pudiera estar adoptando para llegar a un compromiso de paz: «Hay razones para creer —le dijo al Papa— que nuestros enemigos del Eje podrían pedir en un próximo futuro a la Santa Sede, por canales tortuosos, que respaldara proposiciones de paz sin vencedores ni vencidos».[494] Pero su misión principal era la de pedir al Papa que saliera de su silencio, y con ese fin le aseguraba que Norteamérica estaba del lado de la razón: «Puesto que sabemos que tenemos razón, y como tenemos confianza plena en nuestra fuerza, estamos decididos a seguir adelante hasta que alcancemos una victoria completa».[495]

En posteriores encuentros con Tardini y Maglione, Taylor siguió martilleando con la necesidad de un pronunciamiento papal. Las notas de Tardini registran que «mister Taylor habló de la oportunidad y necesidad de una declaración del Papa contra las enormes atrocidades cometidas por los alemanes. Dijo que la gente está esperando en todas partes esa declaración. Yo asentí con un suspiro, como quien sabe demasiado bien lo acertado de lo que le están diciendo. Le dije que el Papa ya había hablado varias veces para condenar los crímenes, quienquiera que fuera su autor. […] Taylor dijo entonces: “No estaría de más que lo repitiera”».[496] Es significativo que en esa fase de la guerra, ni Pacelli ni Maglione consideraran un problema la comunicación con el mundo exterior. Evidentemente, los aliados se habrían encargado de que un importante mensaje papal llegara a todas partes.

Durante su última entrevista con Maglione, Taylor volvió a plantear la importancia de que Pío XII se pronunciara con claridad. El monseñor norteamericano que tomaba notas del encuentro escribió: «Mister Taylor dijo que existía, tanto en América como en Europa, la impresión general —y dijo que no podía equivocarse al informar sobre esa impresión— de que era necesario que el Papa denunciara ahora de nuevo el trato inhumano a los refugiados, rehenes y sobre todo a los judíos en los países ocupados. No sólo los católicos querían que el Papa hablara, sino también los protestantes. El cardenal Maglione replicó que la Santa Sede trabaja sin descanso tratando de ayudar a los que sufren».[497] La última palabra de Maglione al respecto fue que en la primera oportunidad que se le presentara, el Papa «no dejaría de expresar de nuevo su pensamiento con claridad».

Al final de la visita de Taylor, sin embargo, Pacelli ofreció una respuesta formularia que ilustra la profundidad de su intransigencia. En primer lugar, estaba decidido a mantener que ya había hablado claramente y con gran fuerza moral, y merecía reconocimiento por haberlo hecho. Segundo, no estaba dispuesto a establecer distinciones entre los supuestos méritos morales de los distintos beligerantes: «La Santa Sede siempre ha estado muy preocupada, y sigue estándolo, con un corazón lleno de permanente solicitud, por el destino de las poblaciones civiles indefensas contra las agresiones de la guerra. Desde que estalló el presente conflicto no ha pasado un año sin que Nos dirigiéramos en Nuestros pronunciamientos públicos a todos los beligerantes (hombres que también tienen corazones humanos moldeados por el amor de una madre) pidiéndoles que mostraran piedad y caridad por los sufrimientos de los civiles, las mujeres y niños desamparados, por los enfermos y los ancianos, sobre los que cae, desde el inocente cielo, una lluvia de terror, fuego, destrucción y desolación. Nuestro llamamiento ha encontrado poca atención».[498] Ni una palabra acerca de los judíos, ni tampoco de la Alemania nazi.

Mientras Myron Taylor estaba todavía en el Vaticano llegaban noticias de la destrucción del gueto de Varsovia y el exterminio de sus habitantes. La información llegó a través de dos testigos oculares a la agencia judía en Palestina, de allí a Ginebra, y desde Ginebra a Washington, que la remitió a Taylor, y éste a su vez la dio a conocer al Papa. A partir de ahí, silencio.

Entretanto, los aliados conseguían éxitos militares en varios de los más importantes teatros de la guerra: la humillación alemana ante Stalingrado, las noticias de El Alamein, los desembarcos norteamericanos en África del norte… pero Pacelli seguía evasivo. «El Papa sigue reflexionando —escribía Osborne al secretario británico del Foreign Office, Anthony Edén, en la primera semana de noviembre—. Dudo que vaya a decir algo».[499]

Las postrimerías de 1942 hallaron a Pacelli trabajando duramente para impedir el bombardeo de Roma, tanto que Osborne confió esto a su diario el 13 de diciembre: «Cuanto más pienso en ello, más me indigna, por un lado, la matanza nazi de la raza judía, y por otro, la al parecer exclusiva preocupación del Vaticano por […] la posibilidad del bombardeo de Roma». Concluía que «todo el equipo se ha vuelto italiano».[500] Pocos días después, escribió al cardenal secretario de Estado que el Vaticano, «en lugar de pensar exclusivamente en el bombardeo de Roma, debería considerar sus deberes con respecto al crimen sin precedentes contra la Humanidad que representa la campaña hitleriana de exterminio de los judíos».[501] A lo largo de octubre habían ido llegando peticiones de las comunidades y organizaciones judías del mundo entero. Entre ellas estaban los detallados informes del testigo ocular Jan Karski, que había vivido en el gueto de Varsovia y en el campo de la muerte de Belzac.[502] Pacelli había dicho a Montini que respondiera a esas peticiones diciendo que la Santa Sede estaba haciendo cuanto podía.

El 18 de diciembre, Osborne hizo llegar a Tardini un dossier repleto de información acerca de las deportaciones y exterminio en masa de judíos con la esperanza de influir a Pacelli y que éste hiciera una clara denuncia en su sermón de Navidad radiado a todo el mundo. Cuando Tardini recogió el dossier de manos de Osborne, comentó que «el Papa no podía ponerse del lado de uno de los contendientes». La rabia de Osborne encontró reflejo en las páginas de su diario: «Su Santidad se aferra con todas sus fuerzas a lo que considera una política de neutralidad, incluso frente a los peores ultrajes contra Dios y el hombre, porque espera poder desempeñar un papel en la restauración de la paz. No ve que ese silencio está dañando gravemente a la Santa Sede y destruye cualquier posibilidad de que se le escuche más tarde».[503]

Osborne no se rendía. En Londres, Washington y Moscú, los aliados publicaron una declaración conjunta acerca de la persecución de los judíos, y Osborne la trasladó al Papa, pidiéndole que simplemente la respaldara. La respuesta, transmitida a través de Maglione, fue una rotunda negativa. El Papa no podía condenar atrocidades «particulares», ni podía verificar los informes de los aliados acerca del número de judíos asesinados.[504]

EL SERMÓN RADIOFÓNICO DE NOCHEBUENA

El 24 de diciembre de 1942, después de confeccionar borrador tras borrador,[505] Pío XII emitió por radio su homilía de Navidad al mundo.[506] Trataba de los Derechos Humanos y de los problemas del individuo en relación con el Estado. Comenzó afirmando que se había llegado a un desequilibrio entre ambos a causa de las «políticas económicas dañinas» de las últimas décadas en las que todo se había «subordinado al beneficio». Esto había conducido a la aminoración del individuo «puesto al servicio del Estado, con exclusión de toda consideración ética y religiosa». En el sermón no había ninguna discriminación, ningún discernimiento ni contraste entre totalitarismo y democracia, socialdemocracia y comunismo, capitalismo del bienestar o de otro tipo. Desde su perspectiva papal, declaraba, lo que le faltaba al mundo era la pacífica ordenación de la sociedad ofrecida por la fidelidad a la Santa Madre Iglesia. La idea que Pacelli se hacía de una sociedad ideal, sin embargo, más allá de las apelaciones al individuo y a la piedad familiar, era un híbrido de panaceas corporativistas y llamamientos a un espíritu «cristiano responsable».[507] Sosteniéndolo todo se situaba como premisa la primacía papal.

Prosiguiendo su largo y seco sermón sobre la doctrina social de la Iglesia, llegó por fin a las atrocidades de la guerra, el momento que el mundo, más allá de la Europa nazi, estaba esperando. La guerra, dijo, era el resultado de un orden social que «ocultaba una fatal debilidad» y un «desenfrenado apetito de beneficios y poder» (tal vaciedad podía aplicarse, evidentemente, a ambos bandos, Eje y aliados). La iniciativa que el Santo Padre podía ofrecer al mundo en esa coyuntura era rogar por que los hombres de buena voluntad se comprometieran a retrotraer a la sociedad a su inamovible centro de gravedad, la ley divina, y por que todos los hombres se dedicaran al servicio de la persona humana y de una sociedad humana divinamente ennoblecida.

«La humanidad debe ese compromiso —dijo— a los innumerables exiliados a los que el huracán de la guerra ha arrancado de su suelo natal y dispersado en tierras extranjeras, que podrían hacer suyo el lamento del profeta: “Nuestra herencia ha ido a parar a otros, nuestras casas a extranjeros”».

Luego pronunció la famosa afirmación que debía entenderse, según explicó pasada la guerra, como una clara denuncia del exterminio de los judíos por parte de los nazis: «La humanidad debe ese compromiso a los cientos de miles que, sin haber cometido ninguna falta, a veces sólo a causa de su nacionalidad o raza, se ven marcados para la muerte o la extinción gradual».

Ésta fue la más larga expresión con que protestó y denunció, tras un año de ruegos, alientos, argumentaciones y prueba tras prueba, lo que venía sucediendo en Polonia y en toda Europa. Y eso sería todo lo que tenía que decir, protestar y denunciar, hasta que terminó la guerra.

No se trata únicamente de una afirmación misérrima. El abismo entre la enormidad de la liquidación del pueblo judío y esas evasivas palabras es ciertamente chocante. Se podía estar refiriendo a muchas categorías de víctimas de los varios beligerantes en el conflicto. Evidentemente, esa exhibición de ambigüedad estaba destinada a aplacar a quienes le exigían una protesta, sin ofender al régimen nazi. Pero esas consideraciones se ven ensombrecidas por el desmentido implícito y la trivialización. Había reducido los millones de condenados a «cientos de miles» y excluido la palabra judío, con la restricción «a veces sólo a causa…». En ningún momento mencionó el término nazi o a la Alemania nazi. El propio Hitler no podía desear una reacción más tortuosa e inocua del Vicario de Cristo frente al mayor crimen de toda la historia de la Humanidad.

Quizá el más ajustado comentario sobre la homilía fue el despectivo rechazo con que la acogió Mussolini. El conde Ciano llegó cuando el Duce estaba escuchando la emisión de Nochebuena. «El Vicario de Dios, que representa en la tierra a quien gobierna el universo —se mofó Mussolini—, no debería hablar nunca; debería permanecer sobre las nubes. Es un discurso de lugares comunes que parece preparado por el párroco de Predappio». Predappio era el pueblo natal de Mussolini.[508]

Harold Tittmann explicó a Washington el 28 de diciembre que «el mensaje no satisface a los círculos que esperaban que esta vez el Papa llamara al pan, pan, y al vino, vino, y se apartara de su práctica habitual de aseverar solemnes generalidades». El Papa aparentó sorpresa cuando Tittmann le expresó personalmente su decepción. El embajador francés preguntó al Papa por qué no había mencionado la palabra nazi en su condena, y el Papa le respondió que entonces habría tenido que mencionar también a los comunistas.[509] Podría haber sido más adecuado preguntar por qué no había mencionado la palabra judíos. Osborne dijo a Londres que los diplomáticos del Vaticano estaban decepcionados, pero que Pacelli estaba convencido de haber sido «claro y totalizador». A Osborne le dijo personalmente que en ese sermón había condenado la persecución contra los judíos,[510] con lo que entendió que Pacelli no iba nunca a pasar de esas palabras. Kasimir Papée, embajador polaco ante la Santa Sede, concedía que podía apreciarse en el sermón cierta denuncia de las doctrinas totalitarias en general, una vez que se le despojaba de palabrería y retórica; ¿pero dónde estaba la palabra nazi?[511]

INDIFERENCIA

A Pacelli, como a muchas otras figuras religiosas, le resultaba difícil comprender y responder a la muerte masiva de judíos. La diferencia entre él y otros líderes religiosos era, desde luego, que cientos de millones de personas creían que él era el Vicario de Cristo en la tierra; sobre sus hombros soportaba obligaciones únicas. Pero la magnitud absoluta del horror ponía sus valores y creencias, su idea del mundo, frente a un examen que ningún papa había tenido que pasar en la larga historia de esa institución. Por eso nos vemos obligados a escrutar no sólo a Pacelli el hombre, sino también el papado moderno, esto es, la institución que representaba y que él mismo hizo tanto por moldear y reformar en la primera mitad del siglo. Estamos obligados, de hecho, a preguntarnos no sólo si la institución del papado era inadecuada para el reto que suponía la Solución Final, sino también si de algún modo espantoso se acomodaba a los planes de Hitler desde al menos 1933. ¿Había algo en la moderna ideología del poder papal que empujara a la Santa Sede a aceptar el mal que representaba Hitler en lugar de oponerse a él?

Como hemos visto, Pacelli alentó, como lo habían hecho todos los papas desde Pío IX, una espiritualidad que destacaba el alma sobre el cuerpo, y la suprema importancia de la vida eterna a la que ese alma estaba destinada. Sus sermones y discursos traicionaban un escaso sentido de la historia y del cristianismo social, una desatención a la presencia de Dios en la comunidad, un rechazo a la apertura y respeto a otros credos y culturas. Y todo eso indicaba una estrecha concepción del significado de la vida y la muerte mismas. Si la muerte de un individuo es sólo el paso del alma a través del velo de las apariencias hacia la eternidad, ¿cuál es el precio de la muerte de seis millones de individuos «ajenos», que no forman parte del Cuerpo Místico? La concepción tradicionalista de la Iglesia católica romana, asumida por Pacelli, como por su padre Filippo —tan devoto del librito Massime eterne y de las visitas al cementerio—, aparece absolutamente desconcertada frente a lo que le sucedía al pueblo judío. Desconcertante era también su incapacidad para encontrar en el aislamiento de los judíos un paralelo con el Cristo abandonado en Getsemaní, con Cristo solo en el Gólgota. «Solo. Ésa es la palabra clave, la idea obsesiva —escribe Elie Wiesel—. Solo, sin aliados, sin amigos, completa y desesperadamente solo. […] El mundo sabía y permanecía en silencio. […] La Humanidad los hacía sufrir, agonizar y perecer solos. Y sin embargo no morían solos, porque algo en todos nosotros moría con ellos».[512]

La inmensidad del Holocausto dejó estupefactos a muchos devotos cristianos e incluso a algunos dirigentes judíos una vez acabada la guerra. El investigador judío Arthur A. Cohen ha dejado escrito que no pudo hablar de Ausehwitz durante muchos años «porque no tenía palabras que expresaran la inmensidad de la herida».[513] La incapacidad de Pacelli para responder a la inmensidad del Holocausto era algo más que una incapacidad personal, era un fracaso de la propia institución papal y de la cultura predominante en el catolicismo. Ese fracaso estaba implícito en las distancias que el catolicismo había creado y mantenido: entre lo sagrado y lo profano, lo espiritual y lo terrenal, el cuerpo y el alma, el clero y el laicado, la verdad exclusiva del catolicismo frente a todas las demás confesiones y credos. Era una característica esencial de la ideología de Pacelli del poder papal, además, que los católicos abdicaran, como tales, de su responsabilidad social y política por lo que sucedía en el mundo, y dirigieran su atención al Santo Padre, y más allá de él a la eternidad.

Y todavía hay una cuestión más oscura: la que planteaba Guenter Lewy en su ensayo Commentary (febrero de 1964); tras un repaso de los documentos y argumentos, escribe: «Finalmente, uno se inclina a concluir que el Papa y sus consejeros, influidos por la larga tradición antisemita tan aceptada en los círculos vaticanos, no contemplaban la suerte adversa de los judíos con una sensación de urgencia e indignación moral». Y añade, prudentemente: «Para esta afirmación no hay documentación disponible, pero es una conclusión difícil de eludir».

PACELLI Y EL ANTISEMITISMO

Hasta ahora no había sido posible contar toda la historia de la carrera de Pacelli como diplomático y como cardenal secretario de Estado. El nuevo material con que contamos para este libro revela sin embargo el antijudaísmo contumaz de Pacelli.

Esto es lo que sabemos con certeza acerca de las actitudes políticas y decisiones de Pacelli en relación con los judíos durante más de un cuarto de siglo:

Sentía una secreta antipatía hacia los judíos, evidente desde su estancia en Munich, cuando contaba cuarenta y tres años, y esa antipatía era tanto religiosa como racista, circunstancia que contradice posteriores afirmaciones de que respetaba a los judíos y de que sus acciones y omisiones durante la guerra estaban dictadas la mejor de las intenciones.

Desde 1917 en adelante, hasta la «encíclica perdida» de 1939, Humani generis unitas, Pacelli y el puesto que desempeñaba mostraron una actitud hostil hacia los judíos, basada en la convicción de que existía un lazo entre el judaísmo y la conjura bolchevique para destruir el cristianismo.

La política concordataria de Pacelli, por lo que sabemos, impedía las potenciales protestas católicas en defensa de los judíos, se hubieran convertido al cristianismo o no, como una cuestión de interferencia «exterior». La potencial admisión a partir del concordato con el Reich de la destrucción del pueblo judío fue reconocida por el propio Hitler en su reunión de gobierno del 14 de julio de 1933.

Aunque públicamente repudió las teorías racistas en la segunda mitad de la década de los treinta, Pacelli se negó a apoyar las protestas del episcopado católico alemán contra el antisemitismo. Tampoco hizo ningún intento de obstaculizar el proceso de colaboración del clero católico en la certificación racial para identificar a los judíos, lo que proporcionó a los nazis informaciones esenciales para su persecución.

Tras la encíclica de Pío XI Mit brennender Sor ge, Pacelli intentó secretamente mitigar su fuerza ofreciendo privadamente garantías diplomáticas a los alemanes.

A partir de varias pruebas, queda claro que Pacelli creía que los judíos habían provocado la desgracia que caía sobre sus cabezas; la intervención en su defensa podía arrastrar a la Iglesia católica a alianzas con fuerzas (en especial la Unión Soviética) cuya intención última era la destrucción de la Iglesia institucional. Por esta razón, cuando comenzó la guerra, estaba decidido a distanciarse de cualquier llamamiento en defensa de los judíos al nivel de la política internacional. Eso no le impidió dictar instrucciones para aliviar su suerte al nivel de la caridad elemental.

Dado ese fondo, nos vemos obligados a concluir que su silencio tenía más que ver con el habitual miedo y desconfianza hacia los judíos que a cualquier estrategia, diplomacia o pretensión de imparcialidad. Fue perfectamente capaz de apartarse de esa neutralidad cuando Holanda, Luxemburgo y Bélgica fueron invadidas en mayo de 1940. Y cuando los católicos alemanes se quejaron, escribió a sus obispos indicando que neutralidad no era lo mismo que «indiferencia y apatía cuando consideraciones morales y humanas exigen una palabra sincera».[514] En tal caso, ¿es que no merecían las consideraciones morales y humanas involucradas en el asesinato de millones de personas una «palabra sincera»?

La incapacidad de pronunciar una palabra sincera acerca de la Solución Final que se estaba desarrollando proclamaba ante el mundo que el Vicario de Cristo no se dejaba llevar por la compasión ni la ira. Desde ese punto de vista era el Papa ideal para el indecible plan de Hitler. Era el peón de Hitler. Era el Papa de Hitler.

Como hemos visto, la única ruptura de Pacelli del silencio que se había impuesto sobre la liquidación del pueblo judío fue la ambigua frase de la homilía de Navidad de 1942, en la que no pronunció las palabras judío, no-ario, alemán o nazi.

La ambigüedad deliberada —el lenguaje diplomático— es comprensible en casos en que la conciencia de un individuo se ve sometida a presiones inconciliables y especialmente en tiempo de guerra, cuando existe una necesidad constante de elegir entre dos males el menor. Incluso sí se defiende la homilía de Navidad de Pacelli siguiendo esa línea, dejar a un lado en determinado momento una supuesta obligación no le autoriza a uno a abandonar esa obligación para siempre. El deber original de denunciar la Solución Final siguió existiendo hasta el momento en que la conciencia de Pacelli se vio «liberada» de esas presiones. De hecho, no sólo dejó de explicar y de pedir perdón por sus reticencias, sino que defendió retrospectivamente su superioridad moral por haber hablado francamente.

Dirigiéndose a los delegados del Consejo Supremo del Pueblo Árabe de Palestina, el 3 de agosto de 1943, dijo: «Resulta superfluo que os diga que reprobamos cualquier recurso a la fuerza y a la violencia, venga de donde venga, del mismo modo que condenamos en varias ocasiones en el pasado las persecuciones que un antisemitismo fanático infligía al pueblo hebreo».[515] Su complicidad en la Solución Final al no pronunciar una condena congrua se agrava por el intento retrospectivo de presentarse a sí mismo como un sincero defensor del pueblo judío. Su grandilocuente autoexculpación de 1946 revelaba que no sólo había sido el Papa ideal para la Solución Final de Hitler, sino que era un hipócrita.

Pero el papado de Pacelli tuvo que pasar por una prueba mucho más inmediata, antes de la liberación de Roma, cuando el Papa era la única autoridad italiana en la ciudad. El 16 de octubre de 1943, tropas alemanas entraron en el gueto de Roma, reunieron a todos los judíos que pudieron encontrar y los llevaron presos al Collegio Militare de la Via della Lungara, al lado mismo del Vaticano. ¿Cómo se comportó entonces Pacelli?