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Alemania
Giacomo della Chiesa fue elegido Papa, con el nombre de Benedicto XV, el 3 de septiembre de 1914, dos semanas después de la muerte de Pío X. Aristócrata genovés, de muy pequeño tamaño (se le conocía como picoletto, «pequeñito»), Della Chiesa era un hombre virtuoso, discreto, perspicaz y dinámico. Protegido de Rampolla, el secretario de Estado de León XIII, había ascendido rápidamente desde las filas del servicio diplomático hasta convertirse en subsecretario en la Secretaría de Estado de Merry del Val. En la paranoica atmósfera del pontificado de Pío X, sin embargo, había caído bajo sospecha, probablemente por haber añorado frecuente e imprudentemente los días felices y los consejos de León XIII. En 1907 se le desplazó del Vaticano nombrándolo arzobispo de Bolonia, lo que se consideraba una degradación. En ese puesto no se le concedió el capelo cardenalicio, normalmente automático para una diócesis tan importante, hasta 1914.
Al llegar al trono de San Pedro destituyó a Merry del Val, dando al antiguo secretario de Estado apenas tiempo para recoger las cosas de su despacho, mientras se desmantelaba a toda prisa el Sodalitium Pianum, la red de espionaje de Benigni (quien acabó sus días, ya se le veía venir, como delator al servicio de Mussolini),[77] y se ponía fin a la caza de brujas antimodernista. En cualquier caso, el Juramento Antimodernista, la censura de los libros escritos por clérigos y las restricciones del Código de Derecho Canónico, todavía en preparación, siguieron funcionando para forzar el consenso sobre la nueva ideología del poder papal durante gran parte del siglo XX.
Benedicto XV concentró su atención en la tarea de llevar a la mesa de negociaciones a los países que combatían en Europa. Se sentía atormentado por el espectáculo de una guerra de cristianos contra cristianos y católicos contra católicos. Inmediatamente después de ser elegido, hizo pública su protesta contra aquella «horrible carnicería». Se sentía «destrozado», decía, «con inexpresable horror y angustia ante el monstruoso espectáculo de esa guerra en la que se derraman ríos de sangre cristiana».[78] Estaba decidido a mantener una estricta neutralidad o, como él decía, «una actitud imparcial», que le parecía el mejor modo de influir en el conflicto. Intentando manipular los sentimientos religiosos con propósitos de propaganda, ambos bandos ejercieron sobre él grandes presiones, pero Benedicto XV las rechazó, condenando las atrocidades de unos y otros y ganándose así la enemistad de ambos. Cuando Italia entró en guerra en el bando de los aliados, en mayo de 1915, insistió en el tratado secreto de Londres en que la Alianza debía impedir a los representantes de la Santa Sede cualquier participación en las negociaciones de paz o en la resolución de problemas relacionados con la guerra. Al parecer, Italia no era el único país que pensaba que el papado podía todavía utilizar la crisis de una guerra mundial para defender sus propios objetivos en la todavía irresuelta Cuestión Romana, el antagonismo entre la Santa Sede y el Estado italiano.
Benedicto XV nombró a Pietro Gasparri como cardenal secretario de Estado, puesto que mantendría durante los siguientes dieciséis años. Pacelli fue promovido a secretario del Departamento de Asuntos Extraordinarios, donde se ocupó de la suerte de la vasta población de prisioneros de guerra hechos por ambos bandos. Era un torbellino de actividad administrativa y utilizó hasta el límite la red de comunicaciones de la Iglesia católica en la tarea de asistencia a los prisioneros. En cada diócesis en la que existía algún campo encargó al obispo la confección de una lista de los sacerdotes capaces de servir como intérpretes para establecer comunicaciones entre los prisioneros y sus familias. Trabajando junto a la Cruz Roja Internacional y el gobierno suizo, negoció el intercambio de los heridos.[79] Como consecuencia de sus esfuerzos, pudieron regresar a su país unos 65.000. El departamento de Pacelli también se ocupó de la búsqueda de noticias acerca de los muertos y desaparecidos, y de la gestión de fondos de la Santa Sede para comprar medicinas y alimentos.
A lo largo de los tres primeros años de guerra, en los que se dice que Pacelli no gozó de un solo día de vacaciones, siguió trabajando en la preparación de la publicación y promulgación del Código de Derecho Canónico. En 1916 circularon rumores en el Vaticano de que iba a ser nombrado como nuncio papal en Munich, pero al final se confió el puesto al arzobispo Giuseppe Aversa, que había sido nuncio en Brasil. Según el barón Carlo Monti, diplomático italiano que frecuentaba la corte papal y que al parecer discutió con Benedicto XV acerca de la carrera de Pacelli, Gasparri no quería ni oír hablar de su salida de Roma mientras no se publicara el nuevo Código.
Entretanto, Benedicto XV se había mantenido a la espera de una oportunidad ideal para implicar a las potencias en un plan de paz concebido por él mismo. Ésta pareció llegar en la primavera de 1917, uno de los peores momentos de la guerra para los aliados. Bucarest había sido ocupada por los alemanes, la guerra submarina había devastado las flotas aliadas, y la ofensiva en el frente occidental se había detenido, mientras que Rusia se veía atrapada en el caos de la revolución. Estados Unidos no había entrado aún en guerra. Benedicto XV creyó que los acontecimientos se habían conjurado para obligar a los beligerantes a sentarse a una mesa de negociaciones; pero ¿a quién podía confiarle la delicada tarea de hablar con los alemanes?
Fuera azar o designio de la providencia, tan pronto como el arzobispo Aversa se instaló en Munich murió de apendicitis, el 3 de abril. Benedicto XV decidió que Pacelli era el sustituto ideal. En una ceremonia privada en la capilla Sixtina lo consagró personalmente como arzobispo de Sardi el 13 de mayo de 1917. Sardi, o Sardes, no era una auténtica diócesis al cuidado de almas, sino una de las setecientas de la cristiandad oriental, destruidas por la invasión musulmana, conocidas en Roma como in partibus infidelium (en las regiones de los infieles). Los celebrantes de aquel día constituían una notable concentración de poder papal: el propio Papa Benedicto XV, Pietro Gasparri y Achille Ratti, el bibliotecario y diplomático del Vaticano, colega y amigo de Pacelli, quien cinco años más tarde sería elegido Papa como Pío XI. También estaban presentes la madre de Pacelli y su hermano Francesco, pero no su padre, que había muerto de gripe en noviembre del año anterior.
Los inclinados a atribuir significado a las fechas marianas señalarían más tarde que Pacelli había sido nombrado obispo el mismo día (13 de mayo de 1917) en que tres niños fueron supuestamente testigos de la aparición de una Señora de cegadora luz en un lugar de Portugal llamado Fátima. Esa aparición, identificada luego como la Virgen María, les dijo: «Venid aquí el decimotercer día de los próximos seis meses y entonces os diré quién soy y qué quiero de vosotros».[80] Después de este acontecimiento ocurrió el fenómeno del sol girante, del que miles de personas afirmaron haber sido testigos. En 1928, la vidente superviviente, Lucía, reveló el primero de los famosos «secretos de Fátima», relacionados con profecías acerca de la guerra y el comunismo en el siglo XX. Cuarenta años después, cuando ya era Papa, el propio Pacelli fue testigo en los jardines del Vaticano de lo que imaginó el mismo fenómeno del sol girante. El autocontrolado y legalista administrador tenía un lado extrañamente místico, que iría surgiendo con el paso del tiempo. La fecha de su consagración, 13 de mayo, se convirtió así en la fiesta de Nuestra Señora de Fátima.
NEGOCIANDO EL PLAN DE PAZ
El 18 de mayo de 1917, el arzobispo Eugenio Pacelli embarcaba con su notable estilo en la Stazione Termini de Roma hacia Munich. Pacelli no sólo había encargado un compartimiento privado, sino que se había añadido al tren un vagón especial sellado para transportar las sesenta cajas de provisiones que asegurarían que su delicado estómago no sufriera las privaciones de la guerra en Alemania. Fue el barón Carlo Monti quien relató al día siguiente la historia de esta extravagancia de Pacelli a Benedicto XV.[81] Monti contó a un escandalizado Santo Padre que para satisfacer los preparativos del viaje de Pacelli había tenido que molestar a gente de cuatro ministerios del gobierno italiano, y que el coste de las provisiones de Pacelli había alcanzado la cifra de ocho mil liras, que tendría que pagar naturalmente la Santa Sede. El vagón especial en el que se transportaron los alimentos había sido traído a toda velocidad de Zurich, y el compartimiento privado de Pacelli había sido requisado expresamente de la red de ferrocarriles italiana, algo que en tiempo de guerra era inaudito. Más aún, se había dado la alerta a todos los jefes de estación desde Roma hasta la frontera suiza para el caso en que el arzobispo Pacelli requiriera su ayuda. El ministro de Asuntos Exteriores había expedido pasaportes especiales, y el de Finanzas había tenido que firmar los permisos para que aquella enorme cantidad de alimentos embargados pudieran atravesar Italia.
Según el barón Monti, el Santo Padre movió la cabeza con asombro, señalando que si él mismo hubiera sido enviado a Munich, habría preferido vivir como cualquier otro ciudadano de Baviera. Las notas de Monti añaden una comparación irónica, indicando que ese mismo Papa se había manifestado sorprendido al saber que un pollo en la mesa del comedor papal había costado veinte liras. «He aquí un simple sacerdote —escribía Monti— que se comporta sin pompa ni pretensiones». Pero aunque Benedicto XV pudiera deplorar la extravagancia de Pacelli, el Papa y la curia tenían en la más alta consideración al joven arzobispo, al que se había confiado un papel clave en los planes papales de paz.
El 25 de mayo, Pacelli se instaló en la nunciatura en Munich, un palacio neoclásico en la Brennerstrasse, directamente enfrente de lo que más tarde se convertiría en la Casa Parda, la cuna del nazismo (ambos edificios quedaron destruidos en un bombardeo durante la segunda guerra mundial). El mantenimiento de la casa quedaba a cargo de un pequeño equipo de laicos, y Pacelli contaba además con un uditore, o asistente, llamado monseñor Schioppa. En el garaje permanecía un gran automóvil con las armas papales pintadas en las puertas.
Pacelli comenzó inmediatamente a trabajar para promover la propuesta de paz de Benedicto XV. Era clara en cuanto a sus principios, pero vaga en los detalles, pidiendo un desarme progresivo, la abolición del reclutamiento obligatorio, la sustitución de las ofensivas armadas por arbitrajes, sanciones contra los países que se negaran a aceptar las decisiones de los árbitros internacionales y el libre tráfico marítimo. Como cuestiones cruciales exigía la devolución de los territorios ocupados y establecía un protocolo para la discusión sobre territorios en disputa como Alsacia-Lorena, el Trentino y Trieste, incluyendo el respeto que se debía a los deseos de las poblaciones en cuestión. En la propuesta de Benedicto XV se garantizaba la independencia de Bélgica y la reunificación y restauración de Polonia.
El 28 de mayo, a los tres días de su llegada, Pacelli fue conducido en coche de caballos al palacio real, donde presentó sus cartas credenciales al rey Luis III de Baviera, al que acompañaba su ministro de Asuntos Exteriores, conde Georg Friedrich von Hertling. Luego vendrían reuniones más importantes, en Berlín y en Kreuznach, el cuartel militar del Kaiser Guillermo II.
El lunes 25 de junio salió en tren hacia Berlín.
En una carta a Gasparri en la que relataba los pormenores del viaje, oímos la voz de Pacelli casi por primera vez desde sus ensayos de adolescencia. Sucinto, casi periodístico, produce la impresión de mantenerse atento a los adecuados niveles de deferencia:
Llegamos a Berlín a las 7.20 de la mañana. Me recibió en la estación el diputado Erzberger [Matthias Erzberger, un destacado dirigente del Partido del Centro], y salimos de ella en un espléndido automóvil militar, que puso a mi entera disposición durante el resto de mi estancia en Berlín. Me acompañó al hotel Continental, uno de los mejores de la capital, donde me alojé en un apartamento tolerablemente cómodo del primer piso, como invitado del gobierno imperial. Urgí a Herr Erzberger la necesidad de descartar el seguimiento de mi viaje por la prensa, para evitar comentarios hostiles en los diarios hacia el papel de la Santa Sede en el plan de paz, aunque casi con seguridad la presentarán como favorable al bando alemán. Mi petición encontró completa satisfacción: la censura impidió que los periódicos hicieran ningún comentario sobre el tema.
Celebrada la santa misa a las 10 de la mañana en la iglesia católica de Santa Eduvigis, […] a las 11.30 comenzó mi encuentro con el canciller imperial [Theobald von Bethmann-Hollweg], […] un caballero de imponente físico y de rasgos llamativos, con una apariencia un tanto tosca, pero que parece franco e ingenioso.[82]
El canciller Bethmann-Hollweg dijo a Pacelli que Alemania «desea sinceramente poner fin a esta horrible guerra, que no ha provocado, y ha demostrado su disposición a tratar con sus enemigos desde el pasado diciembre». Esa oferta, proseguía el canciller, «se había interpretado como una señal de debilidad, y no como un genuino deseo de terminar con esta matanza sin sentido, aunque las potencias centrales sean militarmente invencibles». Había llegado el momento de firmar la paz, aseguraba, y lo único que lo impedía era la mala voluntad de los enemigos de Alemania, «como demuestran los discursos de Lloyd George y Wilson».
Los dos hombres entraron entonces en detalles. Pacelli informó a Gasparri de que el canciller había planteado las cuestiones del desarme conjunto y gradual, la independencia de Bélgica y la cuestión de Alsacia-Lorena y las disputas fronterizas entre Austria e Italia. Bethmann-Hollweg, «no sin vacilación», según Pacelli, aceptaba que podían producirse algunos movimientos en esos temas. El canciller se extendió sobre algunas cuestiones, especulando con la idea de que Austria hiciera concesiones en su disputa fronteriza con Italia, y regañando amablemente a Pacelli por la tendencia de los obispos franceses a propagar prejuicios antialemanes.
Al informar sobre el honor que se le había hecho con la cena de aquella noche, Pacelli expresaba en una nota manuscrita al pie su extrañeza de que se hubiera invitado a uno de los principales dirigentes de la Unión de Trabajadores Cristianos: «Una indicación —añadía— de que el gobierno alemán pretende alentar la participación de partidos obreros».[83]
PACELLI Y EL KAISER
La tarde del jueves 28 de junio abandonó Berlín saliendo hacia el cuartel general del Kaiser junto al Rin, en «un suntuoso vagón especial de ferrocarril», junto a su ayudante monseñor Schioppa.
Fue conducido a la residencia del Kaiser en el castillo de la antigua ciudad de Kreuznach, donde se puso a su disposición un «elegante apartamento». Pacelli fue conducido luego a una austera habitación con unas pocas sillas donde se encontraba el Kaiser tras una mesa de despacho, con su tullido brazo izquierdo sobre la empuñadura de su espada y la Gran Cruz de Hierro colgando del cuello de su uniforme militar. Sobre la mesa había un teléfono, y colgados de las altas paredes, mapas de las líneas del frente.
Pacelli informó a Gasparri de que había leído al Kaiser la «respetuosa carta del Pontífice, de acuerdo con las instrucciones que había recibido». El mensaje contenía la «ansiosa preocupación [del Santo Padre] por la prolongación de la guerra», la creciente ruina material y moral, el suicidio de la civilización europea, construida a lo largo de muchos siglos de historia humana. El Papa no dudaba, proclamó Pacelli, de que el emperador alemán deseaba ayudarle en la tarea de poner fin a la guerra.
El Kaiser escuchó al parecer con «respeto y profunda atención». Cuando respondió, sin embargo, su voz, sus gestos y la expresión de su rostro, según Pacelli, eran «exaltados y anormales» [«esaltato e non del tutto normale»].[84]
El Kaiser le dijo que Alemania no había provocado la guerra. «Nos vimos obligados a defendemos frente a las destructivas intenciones de Inglaterra, cuyo belicoso poder debía ser destruido». Al decir esto, observó Pacelli, el Kaiser golpeaba el aire con el puño. Alemania había intentado ofrecer la paz el pasado diciembre, continuó el Kaiser, pero el Papa no había mencionado esta iniciativa. El resto de la réplica del monarca, según Pacelli, fue una arenga sobre los peligros del socialismo internacional y la necesidad de paz. Lo que el Papa debía hacer, aconsejó Guillermo II, era ordenar solemnemente a todo el clero y la feligresía católica que trabajaran y rezaran por la paz. El ejército prusiano y la jerarquía católica formarían entonces un frente unido contra la amenaza del socialismo.
Según Pacelli, el Kaiser se extendió luego sobre varios temas inconexos: la traición del rey de Italia, la importancia de que el Papa contara en su propio territorio con un corredor hasta el mar, la situación en Rusia y la sospecha de que Inglaterra seguía apoyando financieramente a ese país para que se mantuviera en guerra, el futuro de Bélgica… Luego intervino Pacelli para pedir vigorosamente «en nombre del Santo Padre, y de acuerdo con la promesa de su majestad, que cesen las deportaciones de ciudadanos belgas a Alemania». (Algunas versiones del encuentro, pero no la de Pacelli, señalan que el Kaiser adoptó entonces una postura más conciliatoria, prometiendo que pondría inmediatamente fin a esa práctica.)[85]
Cuando terminó el encuentro, Pacelli fue invitado a comer, y se le hicieron «toda clase de honores». Durante el almuerzo, al que asistieron varios príncipes, «estaba sentado —observó— a la derecha del Kaiser, y monseñor Schioppa a su izquierda».
El Kaiser se sintió lo bastante impresionado por su encuentro con Pacelli como para dejar detallada constancia de él en sus memorias, publicadas en una traducción al inglés en 1922, en el New York. Times.[86] La versión del Kaiser, aparentemente escrita a partir de las notas tomadas poco después del encuentro, es fascinante por su apreciación de la aquiescencia de Pacelli y el cómico retrato de Schioppa, quien al parecer creyó que el nuncio se estaba saliendo de su cometido y probablemente luchando con el idioma.
El Kaiser juzgó a Pacelli «un hombre agradable, distinguido, de gran inteligencia y excelente educación». Pensó que el nuncio conocía el alemán «lo suficiente como para comprenderlo cuando lo oye, aunque no sea capaz de hablarlo con soltura». Así pues, hablaron en francés, aunque el nuncio «empleaba ocasionalmente expresiones alemanas». Monseñor Schioppa, a quien el Kaiser se refiere como «el capellán», sí hablaba alemán, e «intervenía, aunque no se le preguntara, cuando parecía temer que el nuncio se viera demasiado influido por cuanto yo decía».
El Kaiser aseguraba que cuando se refirió a la cuestión de la paz entre Austria e Italia, Pacelli afirmó que sería difícil para el Papa intervenir, ya que no existían relaciones entre el Vaticano y el gobierno italiano, e Italia no vería con buenos ojos ni siquiera la sugerencia de una conferencia si venía del Papa.
Aquí, de acuerdo con las memorias del Kaiser, monseñor Schioppa objetó que tal iniciativa quedaba fuera de lugar, ya que el gobierno italiano movilizaría a «la piazza», lo que significaba la eventualidad de una reacción popular. Cuando el Kaiser expresó sus dudas al respecto, Schioppa, según el monarca, se excitó enormemente. «Dijo que yo no conocía a los romanos; que cuando se los incitaba eran simplemente terribles. […] Existía incluso la posibilidad de que atacaran el Vaticano, lo que podría poner en peligro la propia vida del Papa». Aunque el Kaiser intentó calmar sus temores, Schioppa «siguió exponiendo sin contenerse los terrores de la piazza».
Pacelli retomó la iniciativa diciendo que era difícil para el Papa hacer algo práctico por la paz sin despertar la oposición de la Italia laica, que podía ponerle en peligro. En una perorata que reproducía los viejos agravios de la Cuestión Romana y anticipaba su defensivo silencio como Papa, continuó diciendo que «debe tenerse en cuenta que [el Papa], desgraciadamente, no era libre; que si dispusiera de un país, o al menos de un distrito que pudiera gobernar autónomamente y hacer en él cuanto quisiera, la situación sería muy diferente; que en las circunstancias existentes, dependía demasiado de la Roma laica y no podía actuar de acuerdo con su libre voluntad».
Lejos de sugerir que el Papa podría recuperar sus propios territorios (como informó Pacelli), el Kaiser recuerda en sus notas que exhortó al nuncio a considerar la necesidad de que aquél actuara con valor: «Le hice notar que el propósito de traer la paz al mundo era tan colosal que el Papa no debía amilanarse por consideraciones puramente mundanas, ni renunciar a acometer esa tarea, que parecía especialmente creada para él».
Esto pareció impresionar vivamente a Pacelli, según el monarca: «Aceptó que después de todo yo tenía razón». La versión del Kaiser de sus propios comentarios acerca del socialismo y el catolicismo contrasta notablemente con lo que Pacelli contó a Gasparri: ¿qué puede pensar un soldado católico […] cuando continuamente oye hablar sólo de los esfuerzos de los socialistas, y nunca de los del Papa, para liberarse de los horrores de la guerra? Si el Papa no hacía nada, continué, existía el peligro de que la paz llegara al mundo de la mano de los socialistas, lo que significaría el final del poder del Papa y de la Iglesia romana.
Según el Kaiser, sus argumentos dieron en el blanco; Pacelli respondió que informaría inmediatamente al Vaticano y le insistiría en que debía actuar. En ese momento, Schioppa intervino de nuevo para decir que el Papa se perjudicaría a sí mismo si lo hacía, dando oportunidad a «la piazza» para atacarle. Pero el Kaiser replicó que Nuestro Señor Jesucristo nunca había temido a «la piazza».
«Lo que yo creo —dijo al parecer el Kaiser a monseñor Pacelli—, es que su virrey en la tierra teme convertirse en mártir, como su Señor, para traer la paz a este sangrante mundo; ¿sólo por temor a la enfurecida piazza romana? Yo, que soy protestante, tengo en demasiado alta estima al clero romano, y en particular al Papa, como para creer tal cosa».
Luego, el monarca recuerda que Pacelli le tomó la mano y le dijo en francés, con los ojos brillantes: «¡Tiene toda la razón! Es el deber del Papa; debe actuar; sólo por su mediación alcanzará el mundo de nuevo la paz».
Pacelli asumía así el papel místico del papado, la misión del Pontífice de influir sobre el destino del las naciones. ¿Había comprendido, sin embargo, como evidentemente lo había hecho monseñor Schioppa, el intento del Kaiser de explotar esa idea de la responsabilidad única del papado en beneficio de Alemania? En cualquier caso, aquí acabó la diplomacia cara a cara de Pacelli por cuenta del Papa Benedicto XV.
El destino del plan de paz del Papa era en gran medida previsible, considerando que ambos bandos estaban todavía convencidos de que podían ganar la guerra y que los horrendos sacrificios que había costado podían justificarse ante sus electorados con la victoria. La respuesta del presidente Wilson a las propuestas papales fue que parecían más bien un status quo ante pace. Respondiendo en nombre de Estados Unidos el 27 de agosto, decía: «No podemos confiar lo suficiente en la palabra de los actuales gobernantes de Alemania como para creer en su disposición conciliatoria en una conferencia de paz», y que el problema real de la guerra era ahora «la liberación de los pueblos del mundo de la amenaza y el poder fáctico de un vasto complejo militar».
Los franceses y británicos dieron la callada por respuesta. Todavía estaban a la espera de una respuesta del Vaticano a sus preguntas acerca de las verdaderas intenciones de Alemania. Al mismo tiempo, Alemania intentaba descubrir a través de los canales españoles cuánto estaban dispuestos a conceder los aliados.
Las respuestas alemana y austríaca al plan de paz del Papa fueron publicadas finalmente por una agencia suiza de noticias el 20 de septiembre. Los austríacos anunciaban que recibían con agrado la propuesta e indicaban que estaban dispuestos a hablar de paz. La respuesta alemana simplemente se congratulaba ruidosamente del amor a la paz del Kaiser y expresaba la piadosa esperanza de que saliera algo de la propuesta. El sustituto de Bethmann-Hollweg, el canciller Georg Michaelis, dio una respuesta oficial el 24 de septiembre. El documento, nunca publicado, afirmaba que «la situación no estaba suficientemente clara». En otras palabras, los alemanes no estaban dispuestos a ser concretos por miedo a obtener menos de lo que podían conseguir prolongando la guerra.
En octubre de 1917, Pacelli viajó brevemente a Roma para enterrar definitivamente el plan de paz con Benedicto XV y Gasparri, antes de volver de nuevo a Munich para dedicarse al trabajo de asistencia a los prisioneros de guerra.
EL NUNCIO PASTORAL
Pacelli viajó incansablemente por Alemania durante los últimos doce meses de guerra, llevando ropa y alimentos a los necesitados «de todas las religiones» por cuenta de la Santa Sede.[87] Nazareno Padellaro, biógrafo precoz y reverente de Pacelli, cita el caso de un prisionero de guerra que había sido testigo de su llegada a un campo. «Se oye un disparo y su eco a través de las barracas. Todos los oficiales miran con atención cómo se aproxima la austera figura del nuncio. […] Los hombres saludan con la mano, lloran, le arrojan besos. Él, correcto y digno, calmado y sereno, lanza su mirada amable, nublada con tristeza, sobre todos esos hombres cuyas fibras más recónditas ha conmovido».[88]
A comienzos del otoño de 1917, sin embargo, Pacelli se mostró algo menos amable hacia «todas las religiones» cuando se negó a ayudar a los judíos alemanes en determinado momento. El episodio fue descrito por el propio Pacelli en una carta a Gasparri que se ha mantenido hasta ahora enterrada en los archivos del secretario de Estado.[89] El 4 de septiembre de 1917, Pacelli informó a Gasparri de que cierto doctor Werner, rabino de Munich, que decía representar a la Comunidad Israelita de Alemania, se había acercado a la nunciatura para pedirle un favor. Para celebrar la fiesta del Tabernáculo, que comenzaba el 1 de octubre, los judíos alemanes necesitaban palmas, que normalmente les llegaban de Italia. Desgraciadamente, el gobierno italiano había prohibido la exportación, vía Suiza, de un cargamento de palmas que los judíos habían comprado pero se mantenían embargadas en Como. «La comunidad israelita —seguía Pacelli— pretende la intervención del Papa con la esperanza de que actúe por cuenta de los miles de judíos alemanes. Confían en un feliz desenlace de su petición».
Con una seguridad en sí mismo característica del futuro trato de Pacelli con sus superiores, advertía a Gasparri cómo debía tratarse retrospectivamente esa petición, porque estaba claro que él ya había actuado:
Me pareció que intervenir en ese sentido habría significado conceder a los judíos una ayuda especial, no en función de sus derechos puramente civiles o naturales que comparten con todos los seres humanos, sino en el ejercicio de su culto judío. Entendiéndolo así, respondí cortésmente al mencionado rabino […] que había enviado un informe urgente al Santo Padre sobre la cuestión, pero que preveía que, como consecuencia de los retrasos en las comunicaciones debidos a la guerra, era muy dudoso que pudiéramos tener una respuesta en el plazo debido, y que el Santo Padre tardaría en poder explicar el problema al gobierno italiano.
La carta recorrió el lento camino de la valija diplomática. Gasparri respondió el 18 de septiembre con un telegrama cifrado:
He reflexionado detenidamente acerca de la cuestión y apruebo enteramente la forma en que ha tratado este delicado asunto. La Santa Sede no puede evidentemente acceder a la petición del doctor Werner. Sin embargo, en una nueva respuesta a ese caballero (respuesta que delego en su bien conocida habilidad [destrezza]), debería subrayar el hecho de que la Santa Sede no mantiene relaciones diplomáticas con el gobierno italiano.[90]
Así pues, Pacelli rechazó un patético ruego que podría haber aportado consuelo espiritual a muchos miles de personas. Sin avergonzarse por ello, escribió de nuevo el 28 de septiembre de 1917 informando a Gasparri de que había «comunicado verbalmente, con la mayor delicadeza» a Werner el estado de sus gestiones, «enfatizando, como su eminencia me aconsejó, el hecho de que la Santa Sede no mantiene relaciones diplomáticas con el gobierno italiano». Y añadía: «El profesor Werner quedó completamente convencido de las razones que le di y me agradeció profundamente todo lo que había hecho en su favor».
Algunos canonistas católicos defenderían incluso ahora esa acción, argumentando que de hecho existía la obligación de no ayudar a gente no cristiana en la práctica de su religión. Pero este episodio desmiente las posteriores afirmaciones de que sentía gran amor por los judíos y de que sus acciones siempre estaban motivadas por el mejor interés de éstos. Que fuera capaz de implicar a la Santa Sede en un escamoteo diplomático para frustrar la posibilidad de ayudar a unos judíos alemanes incluso en una cuestión litúrgica tan nimia sugiere que su simpatía por la religión judía no era muy grande.
Pacelli dio sin embargo pruebas abundantes durante ese período de notables actos de caridad, registrados detalladamente para ser leídos por sus superiores y el propio Papa. Su principal objetivo era de nuevo demostrar la panóptica y clementísima beneficencia del Santo Padre de Roma.
El 17 de octubre escribió a Gasparri desde un campo de prisioneros de guerra en Puchheim, donde había visitado a unos seiscientos franceses y más de mil rusos, todos ellos «simples soldados».[91] Pronunció para ellos (en francés) una homilía, reproducida in extenso para Gasparri, en la que aseguraba a los enlodados prisioneros, la mayoría de los cuales no eran católicos, que el Papa Benedicto XV se preocupaba por su suerte.
Después de bendecir a los internos, les distribuyó paquetes especialmente enviados desde el Vaticano a Alemania. «Cada paquete —recordaba— llevaba grabado el escudo de armas del Pontífice y la leyenda “El Santo Padre te ofrece su bendición”, y contenía 200 gramos de chocolate, un paquete de galletas, seis paquetes de cigarrillos americanos, 125 gramos de jabón, un sobre de cacao, 100 gramos de té y 200 de azúcar».
Hizo un recorrido por el campo, pasando por entre las filas de detenidos, antes de proceder a la inspección de las barracas y la cocina, «donde se prepara su ración diaria de sopa y pan negro». Finalmente meditó durante un rato en el pequeño cementerio, «donde reposan los pobres prisioneros que han fallecido durante su cautividad».
Cuando dejó a los prisioneros, según informó a Gasparri, estaba convencido de que «la compasiva e inagotable caridad del Santo Padre había derramado un bálsamo tranquilizador de fe y amor sobre su terrible sufrimiento».
PACELLI Y LOS JUDÍOS BOLCHEVIQUES
Mientras Pacelli ocupaba así sus primeros doce meses como nuncio papal en Munich, Alemania se deslizaba hacia el desastre. Habiendo rechazado toda posibilidad de llegar a una paz acordada con los aliados, los dirigentes militares alemanes incrementaron los ataques submarinos en el Atlántico norte, motivando la entrada en guerra de Estados Unidos. Finalmente se lanzaron a una ambiciosa pero fútil ofensiva en el frente occidental.
Hacia el final de la guerra, las pérdidas alemanas ascendían a dos millones de muertos. Era difícil para el país aceptar que ese sacrificio había sido vano. Alemania no estaba preparada para la enormidad de la derrota, pero si algo parecía claro en los últimos días de la guerra era que el presidente Woodrow Wilson y los aliados no estaban dispuestos a firmar la paz con el Kaiser y los representantes del viejo orden, sino sólo con los representantes del pueblo. Cuando firmó el armisticio con los aliados el 11 de noviembre de 1918, el jefe de la delegación alemana para el armisticio era Matthias Erzberger, el diputado del Partido del Centro que había estado trabajando por la paz desde 1916. El Kaiser Guillermo II huyó a Holanda y abdicó; el príncipe Max de Badén, último canciller bajo el Segundo Reich fundado por Bismarck, entregó el poder al presidente interino, el socialdemócrata Friedrich Ebert.
No fue una transición suave a la democracia. Los aliados arrojaron a Alemania a un vacío político, propiciando un cambio revolucionario profundo y el caos económico y social, lo que a su vez provocó el hambre, levantamientos y huelgas. Por un momento pareció que el triunfo de los bolcheviques en Rusia se iba a repetir en Alemania: proliferaban los consejos obreros, un motín en la armada se extendió con espontáneas sublevaciones en todo el país… En Munich, donde vivía Pacelli, el socialdemócrata independiente Kurt Eisner, con el respaldo heterogéneo de consejos obreros, soldados desmovilizados y campesinos, derrocó la monarquía el 8 de noviembre y proclamó una república socialista. En Berlín, un consejo de «comisarios» se proclamó durante un corto período como nuevo gobierno alemán.
Pero esos grupos de extrema izquierda no contaban con un respaldo popular semejante al de los grupos socialistas moderados que surgieron como partidos de gobierno tras el colapso del Segundo Reich. El mayor era el Partido Socialdemócrata de Friedrich Ebert, del que se habían separado los Socialdemócratas Independientes en 1917 en un intento de parar la guerra, y que en la posguerra reclamaban un socialismo «genuino».
Pacelli se encontraba en el ojo del huracán. A primeros de noviembre envió tres mensajes cifrados a Gasparri, informando de la creciente tensión y del caos político que prevalecía en Munich, concluyendo con la noticia de que el gobierno provisional de Eisner no permitía que se enviasen más mensajes cifrados a Roma. ¿Era o no aconsejable, preguntaba, abandonar en aquellas circunstancias la ciudad?[92]
El 13 de noviembre, Gasparri informó a Pacelli de que Benedicto XV le permitía que abandonase la nunciatura, pero que debería pedir primero consejo al arzobispo de Munich.[93] Una semana más tarde, Pacelli respondió que el arzobispo le había aconsejado abandonar Alemania y salir hada Suiza. «Hoy mismo —informaba en aquella carta— salgo hacia Rorschach. […] La situación parece insegura y grave».[94] Hasta febrero de 1919,[95] Pacelli contempló los acontecimientos desde un tranquilo sanatorio suizo regentado por monjas. Entretanto, monseñor Schioppa, el temible uditore, había quedado a cargo de la nunciatura en Munich.
Aunque Eisner, el nuevo dirigente socialista de Munich, se consideraba a sí mismo un demócrata, su autoridad se basaba únicamente en un batiburrillo no elegido de consejos obreros. Soñador con poca experiencia política, su utópico estilo de gobierno era a un tiempo descabellado y condenado al fracaso. Un joven veterano de guerra, nacionalista y antisemita, conocido como conde Arco Valley, le disparó un tiro en la cabeza el 21 de febrero, cuando se dirigía al Landtag, el Parlamento bávaro.
Tras una semana o dos de estrafalario desgobierno, los anarquistas fueron expulsados del poder y éste quedó en manos del trío de revolucionarios rojos Max Levien, Eugen Levine y Towia Axelrod. Para acelerar la construcción de la dictadura del proletariado, el nuevo régimen tomó como rehenes a personajes de la clase media, encarcelándolos en la prisión de Stadelheim. Cerraron las escuelas, impusieron la censura de prensa y requisaron casas y posesiones, llegando a negar el alimento a las familias consideradas «burguesas». El gobierno violó el régimen extraterritorial de varias embajadas y consulados, confiscando alimentos, muebles y automóviles.
Pacelli, que había regresado a Munich, tenía mucho que contar a la Secretaría de Estado.[96] La Guardia Roja de la República de los Consejos Obreros, informaba a Gasparri, había confiscado la limusina de la legación prusiana y arrestado por un breve lapso al cónsul general de Austria-Hungría. Tras esos «deplorables incidentes» se produjo una reunión del cuerpo diplomático para decidir cómo debían actuar, y se decidió, después de una larga discusión, hablar directamente con Levien, cabeza del soviet de Munich, para asegurarse de que el gobierno comunista reconocía la inmunidad de los representantes diplomáticos y la extraterritorialidad de sus residencias.
«Dado que habría sido para mí una humillación insoportable aparecer en presencia del mentado caballero —escribía Pacelli—, envié al uditore [Schioppa], quien fue recibido esta mañana junto al chargé d’affaires de Prusia, signore Conte von Zech». Schioppa volvió del cuartel general de Levien en el antiguo palacio real con la suficiente información de primera mano para que el nuncio pudiera recrear el ambiente en su relato a Gasparri. Este aparece entreverado de impresiones, bien recogidas de Schioppa, bien de su propia cosecha. La carta, escrita a máquina, está firmada y con notas a mano del propio Pacelli:
La escena que podía observarse en el palacio era indescriptible: confusión y caos, suciedad por todos los rincones, soldados y obreros armados yendo y viniendo… El edificio, que hasta hace poco era la residencia de un rey, resonaba con gritos, lenguaje soez y blasfemias. Parecía el mismísimo infierno. Un ejército de funcionarios iba de aquí para allá, dando órdenes, agitando trocitos de papel, y en medio de todo esto una banda de mujeres jóvenes, de dudoso aspecto, judías como todos los demás, dando vueltas sin hacer nada por todos los despachos con ademanes libidinosos y sonrisas sugerentes. La jefa de esa chusma femenina que lo supervisaba todo era la amante de Levien, judía y divorciada. Y era a ella a quien la nunciatura debía presentarse para solicitar la audiencia.
Ese Levien es un joven de entre treinta y treinta y cinco años, ruso y judío. Pálido, sucio, con ojos de drogado, voz ronca, vulgar, repulsivo, con un rostro a un tiempo inteligente y taimado. Recibió al monseñor uditore en el pasillo, rodeado por su escolta armada, uno de cuyos miembros era un jorobado armado, su fiel guardaespaldas. Con el sombrero en la mano y fumando un cigarrillo, escuchaba cuanto monseñor Schioppa le decía, repitiendo una vez tras otra que tenía prisa y cosas más importantes que hacer.[97]
La constante mención de Pacelli de que todos aquellos «usurpadores» eran judíos es consistente con la creciente y extendida creencia entre los alemanes de que los judíos eran los instigadores de la revolución bolchevique, con la intención de destruir la civilización cristiana. Pero hay algo más en ese pasaje que suena desagradable y ominoso. Las repetidas referencias al origen judío de aquellos individuos, entre el catálogo de epítetos con los que describe su repulsividad física y moral, recuerdan los estereotipados prejuicios racistas.
Según Pacelli, monseñor Schioppa insistió en que la misión del nuncio merecía un trato especial, a lo que Levien respondió «con un tono exageradamente irónico» que el principal objetivo del nuncio era defender al Partido del Centro. El buen monseñor replicó que «el nuncio estaba allí para defender a todos los católicos, no sólo en Baviera sino en toda Alemania».
Tras ese intercambio de opiniones, Schioppa fue conducido ante el «camarada Dietrich», responsable de asuntos extranjeros, quien dijo abiertamente al monseñor que si el nuncio hacía algo contra los intereses de la República de los Consejos, «le meterían en la cárcel»; y añadió que no se necesitaba una nunciatura en Munich, ya que ahora existía una separación completa entre Iglesia y Estado.
Un poco más calmado, el «camarada» insistió después, según Pacelli, en que se respetaría la extraterritorialidad de la nunciatura, y extendió un certificado al efecto.
EL AUTOMÓVIL DEL NUNCIO
Una semana después, poco más o menos, Pacelli se vio obligado a enfrentarse con una banda de rojos que pretendían confiscar su limusina oficial. El incidente se ha citado a menudo para explicar su profundo odio al comunismo y para ilustrar tanto su valor frente al peligro como el poder hipnotizador de su virtuosa personalidad.[98] Su médico personal aseguraba que Pacelli tuvo sueños recurrentes acerca de ese episodio durante el resto de su vida.
La fuente principal del relato, tal como se contaba tras la muerte de Pacelli, era la de su ama de llaves, una monja de veintitrés años llamada Pasqualina Lehnert, que se había incorporado al personal de la nunciatura el año anterior. Sor Pasqualina (más tarde madre Pasqualina) se iba a convertir en una figura crucial en la vida doméstica de Pacelli, y en una fuente de mucho material anecdótico para los hagiógrafos. Originaria de Baviera, había sido relevada de sus deberes como maestra de primera enseñanza en «un pueblecito de Suabia», como ella misma decía, para asignarle un «trabajo de dos meses» en la nunciatura de Munich. Ese puesto de trabajo resultó definitivo. Actuó como ama de casa y madre sustituía de Pacelli durante el resto de su vida. En su biografía de Pío XII, aparecida en 1959, un año después de su muerte, aseguraba haber sido testigo y participante directa en el incidente de la limusina.
En su relato, dos miembros de la Brigada Roja entraron en la nunciatura, burlando al mayordomo. Pacelli, que había estado visitando un hospital, entraba en ese momento por la puerta principal. Al ver al nuncio, los dos hombres se quedaron «pasmados» y parecieron «perder la conciencia»; luego, «saliendo del trance», pusieron sus pistolas en el pecho del nuncio y gritaron que no se irían sin el automóvil de la nunciatura.[99] Siguiendo las órdenes del nuncio, cuenta, se abrió el garaje, y los revolucionarios partieron en la limusina.
Con la reciente apertura de los archivos de la Secretaría de Estado disponemos ahora por primera vez del relato del incidente en palabras del propio Pacelli, en una carta a Gasparri del 30 de abril de
Pacelli le informaba de que el comandante de la Brigada Roja del Sur, un hombre llamado Seyler, junto con un «cómplice» de nombre Brongratz y otros soldados «armados con fusiles, revólveres y granadas de mano», llegaron a la nunciatura. El mayordomo abrió la puerta y ellos irrumpieron en la casa, declarando que querían confiscar el coche. «Un espléndido automóvil —comenta Pacelli— con el escudo de armas del Vaticano pintado en las puertas».
«Como el monseñor uditore no estaba en casa —escribe Pacelli—, me presenté yo mismo e hice saber al jefe del grupo que la requisa del automóvil era una flagrante violación de los derechos internacionales admitidos por todos los pueblos civilizados, mostrándole el certificado de extraterritorialidad firmado por el comisario del Pueblo para Asuntos Extranjeros. Como respuesta —seguía Pacelli—, su cómplice apretó su fusil contra mi pecho y el jefe, aquel horrible delincuente, dando la orden a los demás de tener a punto sus granadas de mano, me dijo con insolencia que no había nada que hablar y que necesitaba el coche inmediatamente».
Protestando vigorosamente, pidió al mayordomo que condujera al grupo al garaje, donde se produjo una nueva situación dramática. Al parecer, «anticipando tal acontecimiento», el chófer de la nunciatura había inmovilizado el vehículo. El jefe del grupo telefoneó entonces al Ministerio de Asuntos Militares y le dijeron que si no se ponía inmediatamente a su disposición el coche hicieran saltar por los aires la casa y detuvieran «a toda la banda de la nunciatura».
Entretanto se había avisado a monseñor Schioppa, quien intentó impedir la confiscación del coche apelando al cuartel general de la Brigada Roja, desde donde enviaron tres «agentes de seguridad» para que hicieran desistir de su intento al jefe del grupo. A las seis de la tarde, Seyler y su brigada abandonaron el edificio con las manos vacías. «Todo volvió a la paz en la nunciatura —escribía Pacelli—, pero no por mucho tiempo».
Al día siguiente, 30 de abril, el mismo grupo volvió a aparecer a las nueve de la mañana, ahora con un certificado de requisa firmado por el jefe supremo de la Brigada Roja, Egelhofer. Esta vez, Schioppa estaba en su puesto, y Pacelli, afortunadamente para él, había salido: «Me encontraba en la clínica del profesor Jochner —explicaba Pacelli a Gasparri—, ya que había sufrido recientemente un fuerte ataque de gripe y seguía doliéndome el estómago, por lo que necesitaba un tratamiento especial».
Negociando con el Comité Ejecutivo Revolucionario y la misión militar italiana en Berlín, monseñor Schioppa consiguió que se revocara la orden de requisa. En consecuencia, según Pacelli, Seyler se vio obligado a dar contraorden en presencia de Schioppa, «pero no sin que la bilis escapara por las comisuras de su boca mientras de ella brotaban palabras amenazantes prometiendo que toda la banda de la nunciatura acabaría en la cárcel».
El incidente del automóvil, informó a Gasparri, sucedió bajo el ruido de los disparos que anunciaban el comienzo de «la batalla fratricida entre la Brigada Roja y la Brigada Blanca, que lucha por la liberación de la capital de Baviera, sometida a la tiranía revolucionaria judeorrusa». El relato del propio Pacelli no presenta rasgos de heroísmo ni de carisma hipnotizador, aunque sí aparece razonablemente intrépido, dadas las circunstancias. Pero si hubo algún héroe en aquel acontecimiento, fue más bien monseñor Schioppa.
Tras el espasmo final de la revolución en Munich, que todavía duró tres semanas, el presidente Ebert dio permiso al Freikorps y a las tropas de la Reichswehr, compuestas por veteranos de guerra, para aplastar la república soviética de Munich, lo que hicieron con la mayor brutalidad y causando grandes pérdidas de vidas humanas. Mientras las fuerzas mercenarias del gobierno libraban una batalla calle por calle para apoderarse de la ciudad, y antes de que todo acabara, se produjo un último insulto al palacio del nuncio en Munich.
Cinco días después del incidente del automóvil, a altas horas de la noche, un grupo de soldados abrió fuego contra la nunciatura con revólveres y fusiles. Pacelli volvía a estar fuera, pasando la noche en la clínica del profesor Jochner. Monseñor Schioppa, pese a las sugerencias de que también debía dormir en algún otro sitio, se encontraba en el edificio y acababa de cenar. Pacelli escribió otro informe a Gasparri a partir de su testimonio.[100] Al parecer, Schioppa acababa de encender la luz de su habitación cuando se oyó un grito de un pelotón de la milicia que patrullaba por las calles. Creyendo que iban a abrir fuego sobre ellos, acribillaron las ventanas superiores del edificio antes de asaltar la puerta principal de la nunciatura exigiendo realizar una investigación.
Schioppa condujo a la partida de milicianos por todas las habitaciones de la casa, y al no encontrar nada, el pelotón abandonó el edificio, dejando dos milicianos de guardia durante el resto de la noche. Schioppa encontró los pisos superiores destrozados, y a la mañana siguiente contó más de cincuenta impactos en la fachada del edificio. «Fue un milagro —comentaba Pacelli— que ninguna de las balas alcanzara la conducción de gas, lo que habría provocado una gigantesca explosión».
Pasado este ataque perturbador, la crisis de Munich había terminado, al menos por lo que se refería a Pacelli, y así pudo comenzar a concentrarse en el verdadero objetivo de su misión en Alemania.