23

Es aquí donde todo empezó

… En este mismo morón, sentados sobre otro pañuelo y mirando al horizonte.

Aquella tarde no se atrevió a llamarla por teléfono, quizá por temor al rechazo o simplemente por creer que las malas noticias duelen menos cuando se leen que cuando se escuchan. Optó por enviarle a su móvil un cuidadoso mensaje que acababa con un tímido «beso», aunque —en realidad— esa era la única intención del mismo. Todos los demás caracteres solo sirvieron de excusas para tratar de maquillarlos en una humeante taza de café. Ella aceptó su invitación, no sin antes poner una condición: debía ser ella quien eligiese el lugar donde tomarlo y quiso que fuese aquí, en este mismo morón. Sacó, de un enorme bolso, un pañuelo, lo extendió en el suelo y se sentaron sobre él. Luego sacó un termo con café y dos tazas blancas con un mensaje grabado en cada una de ellas. En la de usted ponía: «Si tú quieres…», y en la de ella: «… yo te acompaño». Pensó que Blanca lo había preparado todo intencionadamente y aquello hizo que se acercase tanto a ella que llegó a sentir que no era el café quien hizo que sus pulsaciones estuviesen aceleradas.

Fue en este mismo lugar donde compartieron su primera cita, su primer café… Mientras Blanca le hablaba de su vida, usted no dejaba de imaginar como sería la suya a su lado. Cuando vieron que de aquel café, que aún sujetaban entre las manos, solo quedaban los posos, rompieron un prolongado silencio al cruzar, por primera vez, la frontera que separaban vuestros labios.

Después, al caer la noche, os levantasteis, recogisteis todo —menos unos nervios que se quedaron en el suelo junto a su bolso— y permanecisteis de pie, abrazados, mirando al horizonte. En un momento, Blanca se puso de puntillas, se acercó a su oído y le susurró que había que ponerle una regla a vuestra relación, ¿Cuál? —Le preguntaste. Solo vale ser feliz— le respondió. Unas horas después os marchasteis, cada uno a su hogar.

Se sorprendió cuando al llegar a casa encontró en uno de sus bolsillos unas preciosas piedras. No sabía cómo habían llegado hasta allí, pero intuía que debían formar parte de las reglas de Blanca. Aquello le hacía crecer, aún más, sus ganas por conocerla y de descubrir qué era lo que esa mujer escondía debajo de la piel.

***

Blanca se pasaba todo el día en el hospital hablando de usted, todos le conocían sin haber escuchado su voz. Las noches eran completamente distintas. En lugar de hablar de usted, hablaba con usted…

¡Ay! Discúlpeme Señor, se me pasó hablarle de Coto Privado, aunque en realidad no tengo demasiada información. Sé que estuvieron cerca de ocho años en lo más alto de las listas de ventas de toda Sudamérica. Intentaron varias veces hacerse un hueco en este país, pero el rock and roll nunca estuvo bien visto en España. Al final la banda se disolvió.

Volvieron a sus respectivas ciudades, rehicieron sus vidas y poco más le puedo contar de ellos.

—¿Y qué pasó con mi hermano? —Interrumpí por primera vez.

—No sé nada de él. Cuando dejó el grupo no solo puso fin a sus sueños, sino también a una parte de su vida. La música no le dejaría abandonar la otra. Continuó tocando en la intimidad, sin público, encerrado en la misma habitación en donde empezó a componer sus primeras canciones. Hay quienes cuentan que lo vieron con su guitarra en algún banco de la ciudad, escondido bajo un viejo sombrero que impide ver su rostro y ocultaba su tristeza…

No hace mucho estuvo en el hospital. Apenas habló con nadie. Le vi muy afectado. Lo último que dijo antes de marcharse fue:

—Canijo, no quiero escribirte una canción, quiero hacerla contigo.

Y desde entonces no volvimos a saber nada más de él.

—¡Marina! —dije exaltado—. Esta tarde en el mirador había un señor tocando la guitarra con esas mismas descripciones, quizá fuese él.

—No lo sé, Señor. No me fijé, lo siento.

—Mañana por la tarde tenemos que volver a ese mirador, quizás lo encontremos allí ¿verdad?

—Como quiera, Señor. Mañana volveremos ¿continúo?

—Por favor…

Y lo hizo leyendo otra carta:

¡Hola pequeño!

¿A qué no sabes qué día es hoy? Te daré un par de pistas: huele a barbacoa y desde aquí soy capaz de ver toda la costa envuelta en llamas ¿lo adivinas? Seguro que sí, es la noche de San Juan y coincide con el cumpleaños de nuestra pequeña Paula ¡dos añitos ya! Está hecha una brujilla.

Tendrías que ver lo guapa que está, no hay quien le borre la sonrisa de la cara. ¿Sabes?, esta tarde lo pasamos muy bien, le preparamos una fiesta de cumpleaños a la que no faltó nadie. Pusimos globos por la habitación y una pequeña piñata que no quiso romper. Decía que era muy bonita y claro, era la reina de la fiesta y al final se salió con la suya. Es un torbellino, se volvía loca abriendo los regalos aunque apenas le prestaba atención a ninguno de ellos.

El momento más bonito de la fiesta llegó cuando se dispuso a soplar las velas de la tarta. Le dije: Paula, no olvides que tienes que pedir un deseo y si al soplar las velas se apagan todas, se hará realidad. Se le borró de pronto la sonrisa y preguntó. ¿De verdad que se cumplirá? Todos respondimos: ¡Claro que se cumplirá! Tú solo sopla muy fuerte las velas. Agachó la mirada, todos se callaron al verla, luego la levantó. Sus ojos brillaban, se quedó mirándome como si tuviese miedo y me dijo: Ven, mamá. ¿A qué no sabes qué fue lo que me dijo al oído?: mamá, mi deseo es que mi papá se ponga bueno. Quiero jugar con él.

Le prometí que su deseo se haría realidad, pero para que se cumpliese debía soplar muy fuerte las velas. Lo hizo y se apagaron las dos. Todos gritamos, aplaudimos, saltamos… aunque solo sabíamos ella y yo de su deseo. Deberías ver la cara de felicidad que se le puso cuando vio que en las velas solo había quedado un pequeño y fino hilo de humo, luego desapareció. Después te miró y dijo: mamá ¿por qué no se cumple mi deseo?, ¿papá no quiere jugar conmigo?

¿Cómo una niña tan pequeña podía romperme el alma? Solo supe decirle que los duendes le harán llegar tu deseo a papá y cuando lo lea despertará.

Por favor, cariño, despiértate, despiértate ya…

Te queremos, Blanca y Paula

Se ahogó mi voz, se hundieron mis palabras en un mar de lágrimas casi tan grande como el que teníamos frente a nosotros. Marina se dio cuenta que había perdido la respiración y para socorrerme se aproximó a mí, me besó en una mejilla empañada y secó la humedad de mis ojos con sus manos. Luego apoyó su cabeza sobre mi hombro y me dijo: —sé fuerte Señor, no le dejaré solo —Después no dejó de hablar…

Mientras Marina me hablaba, se me pasaba muchas veces por la cabeza preguntarle —¿Dónde están todos?— pero el miedo quiso que fuese paciente al dolor. Aún no estaba preparado para oír una respuesta, ni para formular esa pregunta.

Conforme fueron pasando los meses, la pequeña Paula fue dejando de creer en los duendes. Con los años se hizo a la idea de que nunca jugaría con ella.

—Mire esto, Señor —Marina sacó un folio doblado de la mochila y me lo entregó—. Es uno de los pocos dibujos que aún conserva Paula desde la escuela. Lo hizo cuando apenas tenía cinco años. Una mañana en clase la profesora pidió a sus alumnos que tenían que pintar a su familia en el lugar donde les gustaría estar. Desde entonces este dibujo ha estado colgado en la habitación del hospital y siempre soñó con que llegase ese momento.

Paré mi respiración mientras contemplaba aquel precioso dibujo. En él había una inmensa y peculiar playa. La arena había sido reemplazada por unas decenas de girasoles. Nosotros aparecíamos sonrientes al observador y en el cielo de ese dibujo, leí en mi interior, en un par de ocasiones, «Te quiero papá».

Pasé sutilmente las yemas de mis dedos sobre aquellas palabras de trazo infantil y sentimiento adulto, después, al cerrar los ojos, imaginé a Paula sentada en un pequeño pupitre con las manos manchadas de colores, mostrando su obra a una profesora que trataba de disolver el nudo de su garganta con un poco de agua, mientras Paula no dejaba de hablarle de su familia con un brillo ilusionante en los ojos. Al abrir los míos, también necesité disolver un nudo que ya había descendido por mi garganta, como lo hace el bombero por la barandilla en una noche de emergencia, pero en lugar de apagar un fuego, yo necesitaba avivar mi corazón.

Cuando Paula perdió la inocencia asumió que, posiblemente, nunca llegaría a ponerse bien, aunque esto último no lo aceptó del todo. Poco a poco se fue convirtiendo en la portavoz de la familia. Conforme pasaban los años crecía su fortaleza al mismo ritmo que se debilitaba la de Blanca, que se consumía sentada en una incómoda butaca. Dejó de escribirle cartas por las noches, también dejó de hablarle durante ese mismo tiempo y ya no quiso hacer caso a nadie, ni a la familia, ni a unos médicos que le decían una verdad tan dura que dolía menos pensar que todos eran unos mentirosos.

Fue muy difícil, especialmente para Blanca. Poco a poco lo iba perdiendo todo, incluido su belleza.

Paula desde muy pequeña lo tuvo muy claro, quería ser enfermera, primero para cuidarle a usted —aunque estaba muy bien atendido—, después para cuidar a su madre que se había convertido en una joven anciana que vivía en un mundo de cuatro paredes, sentada en una silla viendo pasar la vida tras una ventana y sin querer ver que nunca volvería a estar a su lado…

De pronto me sobresalté al escuchar el sonido del claxon del autobús. Los turistas iban recogiendo las sillas con la esperanza de que algún día esos deseos que pidieron dejasen de serlos. Muy despacio, al ritmo de sus años, fueron subiendo al autobús y acomodándose en sus respectivos asientos. Desde el morón observé al conductor en el interior del autobús que simulaba contar a los turistas, pero sin hacerlo. Tomó su asiento, sin saber que faltábamos nosotros, y después arrancó el motor…

—Creo que ha llegado la hora de volver —dije golpeando mi mano sobre la rodilla de Marina.

—No tenemos porqué regresar, Señor. Si lo desea podemos quedarnos más tiempo aquí.

—Me parece una idea estupenda pero ¿cómo vamos a regresar a casa?

—No se preocupe ahora por eso. Buscaremos la forma de volver… entonces ¿qué me dice?, ¿nos quedamos o nos marchamos?

—¡Good bye! —Grité desde aquel morón, despidiendo a los turistas y aquel autobús que ya se había puesto en marcha.

Conforme el autobús se fue perdiendo por el perímetro de aquellas montañas hasta desaparecer tras ellas, Marina continuaba contándome…

Aún faltan algunas cartas más por leer, pero creo que ha llegado el momento de que sea usted quien las descubra. Marina volvió a sacar de aquella mochila la cajita de rayas y la dejó en mi mano.

—Debería abrirla.

Miré la caja, luego a Marina y suspiré antes de hacerlo. Marina me iluminaba con la tenue luz de la vela, mientras desataba el lazo muy despacio. Cuando la abrí, vi en un interior de paredes negras que había una nariz roja de payaso. No entendí el significado de aquello, pero al cogerla observé que había una nota doblada debajo de ella. La cogí con temor, resoplé. Algo me hacía creer que no iba a ser una buena noticia. Luego leí, pausadamente:

Cuando estés triste ponte «tu nariz mágica» y mírate al espejo. Seguro que te regala una sonrisa. Recuerda que tienes montones de deseos que tu nariz mágica te dará.

En ese momento recordé el deseo de cumpleaños de Paula, de Blanca y de todas las cosas que me había hecho recordar Marina desde que salí del hospital. Me puse la nariz de payaso y pedí mi deseo, a mi interior: «Quiero estar con ellas».

Necesitaba un espejo y me acordé de los de casa.

—Debemos regresar a casa. Hoy más que nunca necesito mirarme al espejo, porque aunque no crea en los duendes, tengo la esperanza de que mi deseo se hará realidad —dije a Marina.

—Si quiere podemos volver a casa, pero tiene delante suya el espejo más grande que pueda existir, el mar.

Doblé la nota, con la nariz de payaso aún puesta, la guardé en su caja y la até de nuevo. Marina me miraba con los ojos llenos de brillos, como nunca antes me había mirado y fue entonces cuando sentí que había llegado el momento de contarle toda la verdad.

—Marina, debo confesarte algo. No sé cómo empezar y lo que es peor, tampoco sé cómo acabará todo esto. Lo siento Marina, lo siento. Te he mentido. Al principio no recordaba nada pero conforme me ibas contando se iban despejando las nubes de mi memoria. ¿Cómo iba a olvidarme de Blanca, cómo no iba a reconocer cada rincón de mi hogar, cómo olvidarme de la gente a la quiero…?

—Pero ¿por qué ha hecho eso Señor? —Me gritó Marina.

—Lo siento Marina, lo siento. Desconfié porque jamás te había visto antes, ni había oído hablar de ti y me extrañaba muchísimo que supusieses tantas cosas de mi vida que… lo siento, de verdad que lo siento.

—Yo también lo siento, Señor. Por haberle ocultado solo una cosa…

No dije absolutamente nada. Esperé que continuara.

—Esta mañana, cuando me vio en el sótano quemando unos papales, en realidad era una de las cartas… no me pregunte por qué, más tarde lo entenderá. Solo espero que sepa comprenderme y llegue a perdonarme —decía Marina, al borde de rozar el llanto.

—No te preocupes Marina, creo que estamos en paz y que puedo empezar a encajar todas las piezas de este puzle. ¿Puedo pedirte algo?

—Pídame lo que quiera, Señor —me decía mientras secaba una lágrima que no pudo evitar.

—Si pudieses elegir una forma de llamarme que no fuese Señor, ¿cómo me llamarías?

Se acentuó el brillo de sus ojos. Volvió a aparecer esa media sonrisa que le hacía nacer unos hoyuelos en unas mejillas que se habían sonrojado. Agachó la mirada, sus ojos se cerraron y tardó un suspiro en encontrarse con los míos. Así se quedó, mirándome fijamente, acariciando mis manos, mordiéndose el labio y, justo después de dejar caer una lágrima más, me contestó:

—Señor aún es pronto para responderle. Todavía queda algo muy importarte que debe saber. Luego responderé a esa pregunta ¿le parece?

Asentí con todo mi cuerpo y Marina continúo:

***

Pasaron muchos años hasta que llegó aquella noche en la que estábamos todos en la habitación esperando al doctor. Venía con una carpeta en la mano, con una cara que decía más que todos aquellos papeles juntos y una entereza en sus palabras que hacía más fría aquella habitación, y no por una bajada de la temperatura, sino por sentir tan de cerca la soledad.

Después de decirle a Blanca que se tomase su tiempo para tomar una decisión, abandonó la habitación sabiendo que había hecho bien su trabajo pero deseando no tener que volver a hacerlo.

Blanca les pidió a todos, menos a Paula, que se marchasen de la habitación. Esa noche quería pasarla con su familia. Se quedaron a solas, cada una a un lado de su cama y los tres cogidos de la mano bajo la tenue luz de una vela. Blanca empezó a hablarle a su hija de usted, de cómo se conocieron, de vuestro primer viaje, de vuestro amor… Luego habló con usted, como lo hacía en las cartas pero en lugar de escribir lo que sentía, lo dijo hasta derrumbarse.

Cuando se repuso le pidió a Paula —con una voz entrecortada— que le dijese algo, mientras ella no apartaba la mirada de su brazo. Repítelo, Paula, repítelo otra vez —decía mientras lloraba—. Por primera vez su piel no reaccionó al escuchar a Paula decir «papá».

—¿Qué pasó después? —Interrumpí a Marina. Sentí un miedo distinto a cualquier otro, el miedo a saber que «después» solo fuese un «todo se acabó»…

—Después no pasó nada más, Señor. Blanca sintió que debía decirle algo más, pero quería hacerlo a solas.

—¿Qué fue lo que me dijo? —Dije sin poder dejar de temblar.

—Escribió una última carta, Señor…

—Léela, por lo que más quiera en este mundo, léela Marina.

—No puedo leérsela. No la tengo, Señor.

Fue escuchar esas últimas palabras y no quise hacer más preguntas. Solo deseaba que existiesen los duendes, las sirenas, las estrechas fugaces para que todos los deseos se hiciesen realidad.

Me escondí en mí mismo. Lloré como un adulto que lo ha perdido todo. No había forma de consuelo, ni siquiera los abrazos, ni los besos de Marina. Solo pudo frenar ese dolor una frase que pronunció a mi oído:

—Si pudiese decidir la forma de llamarle que no fuese Señor, lo tendría muy claro. Llevo toda la vida esperando este momento, papá.

En ese preciso instante, mis pelos se erizaron nada más escuchar decir «papá». La miré desconcertado, lleno de confusión, de alegría, de lágrimas. Fueron tantos sentimientos en torno a una misma palabra que nos fundimos en un fuerte abrazo para no dejar escapar a ninguno. No dejé de llorar, sin saber si lo hacía de alegría o de tristeza.

—Te quiero, te quiero, te quiero… —Fue lo único que supe decir.

—Yo también te quiero papá y no te imaginas cuánto —decía sin dejar de besarme.

—Hija ¿dónde está mamá?

Esperó unos segundos antes de responder. Se puso de pie, me ayudó a levantarme. Me abrazó por la cintura, yo la abrazaba por los hombros. Respiró profundamente y se quedó mirando el horizonte. Yo me quedé mirando el de sus ojos. Creo que hay gestos que lo dicen todo y mi hija acababa de contármelo…

—Papá, si quieres puedo decirte dónde está la última carta que escribió mamá…

—Sí, claro que quiero saberlo. Necesito leerla…

—Está justo debajo de ese espejo…

—¿De qué espejo me hablas hija?

—Del espejo del mar —apuntó.

Me cogió la mano y la apretó con fuerzas. Se acercó al borde del acantilado —yo la acompañé— y luego dijo:

—¿Te atreves a saltar conmigo?

—Estás loca hija ¡nos vamos a matar!

—¿Confías en mi papá? —Decía sin dejar de mirar hacia abajo.

—Cómo no voy a confiar en ti, pequeña —dije evitando mirar donde ella. Pero…

—Pero ¿qué papá?…

Los pelos de mi piel se erizaron de nuevo, no sé si fue al escuchar la palabra papá o por no saber cuántos metros había hasta el vacío.

—Tengo miedo a las alturas, no puedo saltar, no puedo…

—Confía en mí, papá. Confía en mí, por favor…

Nos agarramos con fuerzas de la mano, cerré los ojos con la misma intensidad y sin contar para atrás —tres, dos y uno…— nuestros cuerpos empezaron a perder altura a gran velocidad, atravesando un vacío que parecía infinito, sin soltar la mano de mi pequeña que se había aferrado a mí y yo a ella. Sentí invertirse la posición natural del estómago.

Grité con fuerzas, después sin voz, una voz que se perdió en el vuelo, como también perdí a mi hija en el momento que impactamos contra aquel inmenso espejo, contra aquel oscuro mar.

Fueron varios los segundos que tardé en emerger hacia la superficie, pero fueron muchos minutos los que pasé buscando en el fondo del mar a mi hija. Bajo el mar abrí los ojos, la oscuridad era la misma y mi miedo creció…

No la vi ni en el fondo del mar, ni en la superficie. Lo único que pude ver flotar —a escasos metros de mí— fue aquella nariz roja de payaso. No quería marcharme de allí sin mi pequeña. Grité desesperado su nombre pero solo respondió mi eco. No dejé de buscarla en la oscuridad de lo profundo, ni en el frío de la superficie, estaba todo apagado, incluso las luces de las estrellas, no pude ver nada. Solo quedó encendida la luz giratoria del faro que no estaba hecha para buscar sirenas.

Nadé derrotado —por dentro y por fuera— hacia la orilla. Vi de lejos una pequeña luz cerca de ella y una silueta de alguien detrás.

—¡Ánimo papá tú puedes! —Escuché gritar, al mismo tiempo que aquella sombra saludaba en la oscuridad.

—¿Hija eres tú?

—¡Claro! Vamos, nada más deprisa…

Fue nada más escucharla y nadé como nunca antes lo había hecho. Mientras nadaba hacia ella, me olvidé de mi miedo a las alturas, de sentirme derrotado y del frío a la oscuridad…

Cuando finalmente pude alcanzar la orilla, se acercó a mí —con un pequeño cofre entre sus manos—, me abrazó y me dijo al oído:

—Papá te quiero. Me siento muy orgullosa de ti…

—Yo te quiero más, pequeña…

Me entregó ese cofre que estaba cerrado con un pequeño candado y dijo:

—Toma papá, aquí está la última carta que te escribió mamá. Creo que debes ser tú quien la leas, es algo de vosotros dos…

Asentí con la cabeza. Cogí el cofre, observé ese candado por sus dos caras y en una de ellas vi un pequeño surco que ponía: P. T. L. V. No había lugar a dudas. Era de ella.

En ese instante, me acordé de la pequeña llave que había en la entrada de casa y, hasta ese instante, no sabía qué era lo que abría…

—Debemos marcharnos a casa hija. Sé dónde está la llave que abre este candado.

—Volvamos a casa papá.

—Sí marchémonos, pero antes de que se me olvide deberías mirar si hay algo en tus bolsillos…

—¿De dónde salieron estas piedras? —Preguntó mientras reía.

—Esa fue la misma pregunta que me hice la primera vez que las encontré en los míos, hija. Forma parte de las reglas de amor de mamá. Ella decía que cada vez que viviese un momento inolvidable junto a mí, metería unas piedras en mi bolsillo sin que yo lo supiese y cuando llegase a casa supiese que había sido un día muy especial para ella. Ese es el significado de las piedras hija «Momentos especiales» y esta mañana cuando jugábamos en el lago viví un momento así contigo. De ahí salieron las piedras. Te quiero hija.

—Yo también te quiero, papá.

Y nuevamente mi piel reaccionó a sus palabras.

Marina cogió la vela que había en la orilla y aunque no quise decirle nada, me vino el olor al perfume de Blanca. Caminamos empapados, agarrados de la mano por una pendiente de tierra que nos llevaba al aparcamiento que había junto al faro. Se hacía muy difícil caminar por aquel terreno empedrado, oscuro e irregular. El vaho de nuestra respiración indicaba que el frío exterior era más latente que el propio.

Minutos después, al llegar a aquella cadena oxidada que prohibía el paso, vimos en el aparcamiento un coche oscuro que no habíamos visto llegar. Nos detuvimos. Nos quedamos mirándolo a una distancia prudencial y continuamos nuestro paso evitando pasar por su lado. Cuando apenas nos habíamos alejado unos metros de él, escuchamos abrir la puerta del conductor y una voz llamó nuestra atención:

—¿Queréis una toalla? No quiero que cojáis una pulmonía, amigos.

Nos giramos hacia esa voz, pero estaba todo tan oscuro que no podíamos distinguir quién era.

—¿Quién eres? —Pregunté sin dejar de andar.

—No puedo creer que os hayáis olvidado de mí tan pronto. Parece como si ese baño, en lugar de refrescar las ideas, haya disuelto vuestra memoria… ¡Soy Nando amigos!

—¿Nando?, ¡ja!, ¡ja! —Corrimos los dos hacia él—. ¿Qué hace usted aquí?

—Ahora os lo cuento —sacó del maletero dos toallas, nos la entregó y dijo— venga, anda séquense, hace demasiado frío para ir mojado a estas horas de la noche.

—Pero Nando ¿Cómo sabía que estábamos aquí? ¿Quién se lo dijo? —Pregunté con un tono alegre y a la vez sorprendido.

—No me lo dijo nadie Daniel. Me quedé en el paseo marítimo hasta que llegó el autobús con los turistas. Les di las «Good Night» a todos ellos. Cuando vi que vosotros no bajabais, supuse que estaríais aquí y que no tendrías modo de regresar. Así que cogí el coche y nada, aquí estoy.

—Eres increíble Nando. No sé cómo agradecérselo —le dije.

—No tiene que hacerlo. Venga súbanse al coche que hace bastante frío. Enseguida os llevaré a casa.

—Sí, venga marchémonos ya de aquí.

Subimos al coche y, como si de un taxi se tratase, tomamos los asientos traseros. Durante el camino, Nando nos miraba por el espejo retrovisor sin dejar de preguntarnos qué tal fue la ruta turística, pero no le contamos nada de lo que había pasado, ni siquiera la verdad de por qué saltamos al mar.

Fue casi media hora de carretera entre silencios, música, carcajadas y algunas mentiras, muchas. Los últimos minutos solo fueron para darle indicaciones hasta llegar a casa.

Allí nos despedimos, en la puerta, con un simple apretón de manos y, cuando nos dispusimos a subir el primer escalón, Nando bajó la ventanilla del coche y me dijo:

—Mucha suerte, amigo, con la última carta.

Me quedé mirándolo fijamente, me sonrió y, sin decir nada más, subió la ventanilla. Se marchó…

Me quedé de pie, inmóvil, observando cómo se alejaba el coche, hasta que se perdió en la primera curva.

—¿Has escuchado lo que ha dicho Nando? —Pregunté algo confuso.

—No le des importancia papá. Venga entremos en casa…