19

¿Cuánto falta para llegar?

En un salón más vacío que el corazón de quien maltrata, me hallaba sentado en un solitario sofá. Desde allí observaba como Marina, sentada en el suelo —frente a una fría chimenea sin leña y de espaldas a mí— transformaba ese vacío en serenidad. La miraba vaciar cuidadosamente una pequeña mochila, mientras yo saboreaba los últimos posos del café. Repasaba en voz alta su contenido.

—Una botellita de agua, nos dará sed… Algo de azúcar… Estos dulces irán bien ¿verdad?

—…

—¿Señor, está escuchando? ¿Le parece bien? —Marina se giró hacia mí esperando, posiblemente, mi aprobación.

—Sí, sí me parece todo muy bien —dije sin darle mayor importancia. Me había quedado embobado y no me importaba lo que llevásemos… estaba seguro que era lo adecuado.

—¡Ah! Vale pues continúo… —Se dio la vuelta y prosiguió su repaso—… y este montón de sobres verdes también nos los llevaremos —alzaba su mano mostrándolos.

—¡Espera! ¡Espera! ¿De qué sobres me hablas? —De repente toda mi atención se centró en todos esos sobres.

—De estos Señor… —Los mostraba girándose hacia mí.

Se levantó, caminó lentamente hacia mí sujetándolos con su mano derecha extendida. Los dejó caer sobre mis manos, unas manos temblorosas y arrugadas.

Marina se quedó de pie, a escasos centímetros de mí, mirándome a los ojos con la cabeza ligeramente ladeada. Yo permanecí sentado, mirándola con unos ojos cubiertos de un brillo que no podía ver, pero que se reflejaba en los suyos. Fueron varios segundos para contemplar, pensar, hablar… cuántas cosas nos dijimos en el silencio de la palabra. Palpé suavemente con la yema de mis dedos la textura de esos sobres. Los observaba, los giraba, les daba la vuelta e intentaba engañarme a mí mismo preguntándole:

—¿Cómo sabes que esos sobres son para mí si no aparece remitente ni destinatario?

—Estos sobres son los mismos que había en la mesita de noche del hospital junto a otros objetos. Son para usted, Señor.

Asentí con la cabeza muy lejos de su lugar habitual e intenté armarme de valor para poder enfrentarme a un pelotón de inofensivos sobres que quizás ocultaban lo que nunca pude llegar a conocer, la otra cara de mi vida. Cogí aire, lo solté y fue el azar, ese que siempre utilizas cuando eres incapaz de tomar una decisión, quien eligió por mí. Lo observé detenidamente desde todas las perspectivas, pero ninguna mostraba nada de especial, salvo todo lo que significa una vida escrita por otra vida. Abrí el sobre muy despacio, con unas manos adiestradas a la torpeza pero con delicadeza, intentando dar un segundo uso a ellos. Saqué entre temblores y fríos sudores una cuartilla blanca doblada por su mitad. Al desplegarla las palabras empezaron a bailar pegadas al olor de un perfume conocido por mis sentidos. Poco después las palabras comenzaron a despegarse del papel y volaron cerca de mi nariz, hasta descubrir, sin querer, que habían llegado a su destino… mi corazón.

Pude saber del sexo de las palabras, eran femeninas, una tipografía redondeada, una letra perfectamente legible y sobre todo esos dibujos que rellenaban cada espacio en blanco le delataban. Mi vida quedó resumida en una cuartilla, varias frases y algunos dibujos pintados con un rotulador de color lila. Todo lo demás, desde el principio hasta el final, no supe leerlo, no pude, no quise.

Doblé la cuartilla, la guardé en el sobre útil para un segundo uso y la dejé apoyada sobre una mesita de cristal media vida repleta de secretos y recuerdos. Fue entonces cuando la emoción se encargó de desnudarme. Quedé cabizbajo, no me hizo falta leer nada, solo necesitaba que el abrazo que Marina me dio en ese preciso momento —sin pedirlo— nunca acabara. Intenté levantarme pero había algo que pesaba más que los años, la certeza de esas cartas.

Aún arropado por sus finos brazos que vestían la desnudez de mi interior y con una voz muy lejos de querer pronunciarse, pude decir:

—Marina, no puedo, te prometo que no puedo hacerlo. Déjame pedirte una cosa —dije sin levantar la mirada del mejor aliado para estas ocasiones, el suelo.

—Dígame Señor ¿qué puedo hacer por usted? —susurraba una Marina siempre dispuesta a ayudarme y hacer cualquier cosa por mí.

—Ayúdame a leer estas cartas, por favor. Yo no puedo, lo intenté, pero no puedo —dije esta vez con una voz perdedora muy cercana al lamento.

—Claro Señor, por supuesto que lo haré, pero yo también quisiera pedirle algo, no esté triste ¿vale?, porque eso me entristece. Haré que se anime —y me besó en el hombro.

—…

No hubo nada más después de su «¿vale?», ni después de su beso. Casi sin darnos cuenta la soledad abandonó el salón. Apenas hice nada para impedirlo, necesitaba un momento de intimidad con ella, con una inesperada nostalgia que llegó para hospedarse, quizá para siempre, en el interior de unos sobres de color verde. Fueron varios minutos a solas con ella, teníamos tantas cosas que contarnos que Marina lo entendió.

Se marchó tras la soledad, no sin antes dejar la ventana entreabierta y la puerta entornada por si el olvido se acordaba de volver.

No sabía por dónde empezar, si es que alguna vez hubo un principio, pero lo que más temía, en ese momento, era que hubiese un final.

Desde la distancia, esa que nos permite alejarnos del peligro pero no impide hacerlo desaparecer, me quedé mirando unos instantes al techo, buscando alguna señal o siendo sincero, buscando una salida por el techo de atrás. Pensé demasiadas cosas, no todas malas ni buenas. Busqué con insistencia las palabras adecuadas. Bajé al sótano de los recuerdos y cuando al fin supe por dónde debía empezar, ya era demasiado tarde. Aquellos sobres verdes que apoyaban sobre la mesa del salón se cansaron de esperar y no me di cuenta si fue Marina quien se los llevó o si fueron ellos los que se marcharon por sí solos.

Giré la mirada hacia la puerta del salón que aún seguía ligeramente entornada y pude ver tras unos pequeños cristales traslúcidos como la silueta de Marina esperaba de espalda a mí, con las manos metidas en los bolsillos, para instantes después alejarse de allí. En ese momento entendí que no debía hacerle esperar más. Salí tras ella pero cuando abrí la puerta no quedaba rastro de nadie, ni de Marina, ni de su sombra, solo quedó el eco de un portazo sin un adiós.

Tan solo necesité un instante de mi vida para perder lo más importante de ella, mi pasado en forma de palabras y mi presente en forma de mujer. Miré por el recibidor de la entrada, rebusqué por todas partes, incluso fui más allá al buscar en mi interior, pero no encontré ninguna respuesta a lo ocurrido. Nunca pensé que me llegaría a perder donde menos lo esperaba, en el centro de mi hogar, pero en ese momento me sentí perdido. De pronto asomó desde el sótano un intenso olor a quemado que ascendía velozmente por las escaleras hasta las plantas superiores. Entré en la cocina, abrí el frigorífico, cogí una botella de agua y bajé lo más rápido que pude hacia el sótano. Conforme bajaba las escaleras, derramando sin querer el agua en cada escalón, iba creciendo el olor a quemado y disminuyendo la visibilidad con el humo.

Cuando al fin llegué al foco de ese inesperado incendio, me quedé helado ante lo que mis ojos no querían ni creían ver.

En un rincón del sótano vi a una desconocida Marina sentada en el suelo, con las piernas cruzadas, frente a una papelera de metal envuelta en llamas y arrojando en ella, poco a poco, trocitos de papel. Me acerqué a toda prisa, apagué las llamas vaciando la botella de agua en la papelera, agarré con fuerza el brazo izquierdo de Marina y no hubo tiempo para preguntar, ni para dar explicaciones. Salimos corriendo escaleras arriba entre toses y aguantando la respiración, hasta llegar a la puerta que daba entrada a la casa. La abrí, salimos a la calle, volvimos a respirar, continuamos tosiendo y nos sentamos en el primer escalón de los nueve que había en la entrada.

Me quedé observando como Marina no solo se mordía las uñas de su mano izquierda, sino también las sílabas de las palabras que no lograba pronunciar. Esperé una explicación que nunca pedí, como también esperé que su iris recuperase ese color verde del que una mañana me enamoré y ahora estaban sumergidos en el fondo de unos ojos rojizos, apenas podía verlos. En su mano derecha sujetaba un puñado de sobres verdes, los mismos que instantes antes descansaban en la mesa del salón. Pasaron los minutos suficientes para que el olor a humo desapareciera y en todo este tiempo solo pudo pronunciar dos palabras, tres veces:

—Lo siento, lo siento, lo siento… —repetía mientras no dejaba de llorar…

No quise saber qué ocurrió para que esos trozos de papel, ni lo que había escrito en ellos, acabasen convertidos en cenizas, pero había algo que no podía entender, pues mientras me encontraba sentado en el sofá observé a Marina tras el cristal de la puerta con las manos en los bolsillos, la escuché marcharse tras un portazo e instantes después estaba en el sótano frente al fuego. Intenté buscar una explicación pero quizá no busqué lo suficiente o quizá no la tuviese.

Marina se puso en pie y dijo:

—Se lo explicaré todo, Señor, pero más adelante, antes debe saber muchas otras cosas. Espéreme aquí, solo son unos minutos lo que tardo en recoger los recuerdos que dejé desordenados en casa y nos marchamos —esas fueron las únicas palabras que dijo desde que nos sentamos en ese escalón.

—No quiero explicaciones, no te las pedí y tampoco las necesito. Tómate el tiempo que consideres oportuno pero, eso sí, que sea la última vez que vuelves a hacer algo así o algo parecido. No quiero más sustos de este tipo ¿de acuerdo?

—Le puedo asegurar que no habrá una segunda vez, Señor, pero no puedo garantizarle que no haya más sustos. ¡Vuelvo enseguida!

Marina entró con prisas en casa. Desde el escalón la escuchaba como entraba en todas las habitaciones, dedicaba unos segundos a ellas, bajaba las persianas para después cerrar todas las puertas. Mientras la esperaba, sin prisa alguna, vi cruzar por la puerta de casa a varias personas que vestían con gafas de sol y trajes de domingo. Caminaban en dirección al sonido que dejaba el repicar de unas campanas que anunciaban la misa de las once.

—¡Es la hora de marcharnos! —Dijo Marina con una mochila blanca colgada sobre sus hombros.

—¿Ya has terminado? ¿Has recogido todo? ¿No olvidamos nada? —Pregunté con mucho entusiasmo.

—Sí, aquí llevo todo lo que necesitamos ¿Y usted olvida algo?

—¿Yo? Creo que no.

—No basta con creerlo debe estar seguro. Es un viaje muy largo el que nos espera y no podemos volvernos a mitad de camino o no llegaremos nunca ¿Lo lleva todo?

—Todo Marina.

—¿Está preparado?

—Lo estoy —le dije, pero lo cierto era que no lo estaba. Una mentira más que cargaría con ella durante todo el camino.

Entré, posiblemente, por última vez en casa con ninguna intención, para no buscar nada, simplemente me asomé y justo antes de cerrar me quedé observando aquella pequeña y solitaria llave que colgaba del llavero de madera de la entrada y que desconocía qué puerta era la que abría. Cerré la de casa al segundo intento que provocó un portazo, un sonido grave y vacío.

Era el momento de partir, toda una vida viajando y es ahora cuando aprendo que hay viajes que se hacen para conocer y otros para recordar lo olvidado. Este iba a ser uno de ellos.

Nos dispusimos a hacer el mismo camino que dejamos a medias la noche anterior, volvimos a bajar los nueve escalones de la entrada. Caminamos en el sentido que se alejaba del sonido de las campanadas y el mismo que nos acercaba al del mar. Durante los primeros pasos ninguno pronunció una palabra, esquivando no solo una conversación, sino también pisar las líneas que dibujaban las losas del suelo al agarrarse. Pensé que era ella quien tenía algo que decir, quizá debía dar una explicación y no sabía cómo empezar después del último incidente, pero a pesar de estar a su lado aún estábamos muy lejos. Quise acortar la distancia y lancé una pregunta al aire como quien lanza una moneda sin haber apostado a cara o cruz.

—¿Cuánto falta para llegar? Y fue como si nada.

—Aún falta mucho Señor, casi media vida y tenemos que volver a casa antes de media noche, pero que sepa que nuestro viaje no consiste solo llegar, ni en volver, sino en conocer. ¡No perdamos más tiempo!, ¡corra!, ¡corra!, ¡corra!

—¿Casi media vida? —Me pregunté a mi mismo—. ¿Y cuánto tiempo es eso?

Intenté correr pero mis piernas no respondían, mis intenciones iban demasiado adelantadas como para poder alcanzarlas. Hay veces que lanzas una pregunta deseando que se pierda entre la gente y en cambio otras, sin darnos cuenta, nos aferramos a ella como si se tratase de la esperanza al regreso del náufrago aun sabiendo que nunca volverá.

—Intento correr más pero no puedo Marina ¿acaso no escuchas el chirrido de mis piernas?

—¿Sus piernas? No son ellas las que necesita para correr sino sus recuerdos los que deberían galopar ¿Acaso no escucha a su corazón? Debería hablar más a menudo con él.

—Creo que nunca llegué a hablar con él, quizá fue que nadie me enseñó a hacerlo ¿Te ves capacitada para explicarme como se hace? —Me paré en seco mientras esperaba su respuesta.

—¿Realmente desea saberlo? —Me miraba casi desafiante sin apartar su mirada y olvidándose de pestañear.

Por unos segundos me hizo dudar la respuesta, odio que me respondan con otra pregunta. Aun así contesté sin interrogaciones:

—No creo que él quiera hablar con alguien como yo. Son muchas las veces que lo dejé de lado, que me olvidé de él e incluso las que le defraudé —agaché la cabeza como el alumno que espera el castigo del profesor por no hacer la tarea—. Sabía muy bien de lo que hablaba y no me sentía orgulloso de ello.

—¿Y no se ha dado cuenta que a pesar de ello él sigue con usted? Llegará un día en que le abandone y dejará de latir para usted. Mientras tanto cuídelo, quiérale y, de vez en cuando, escúchele cuando le hable.

—Está bien Marina pero ¿Cómo se escucha al corazón? —Dije casi rogando una respuesta que ansiaba saber.

—A lo largo de este viaje lo escuchará. Deje que sea él quien le hable.

—Pues entonces… ¡Viajemos! —Una sola palabra me bastó para empezar a tachar interrogantes que no solo aparecían en mis bolsillos.

Caminamos lo suficiente como para perder de oído las campanadas de la iglesia, en cambio el mar aún quedaba demasiado lejos de todos los sentidos, menos de dos: el que nos llevaba a él y el de la vista.

Poco después de varios resoplidos, nos sentamos en uno de esos fríos bancos de piedra sin respaldo, ausente de ergonomía, quizá hecho así a conciencia para no tapar la visión de aquel pequeño lago artificial rodeado de césped natural que presidía la entrada del hospital de la Libertad y quedaba a nuestra espalda. Frente a nosotros, al otro lado de la carretera, una cafetería con la fachada de madera oscura, un ventanal arqueado a cada lado de la puerta de entrada y encima de esta, dos palabras plateadas bautizaban el local. Marina se sentó a mi lado, lo suficientemente cerca como para que nuestras piernas no fuesen la única parte del cuerpo que se tocasen. Segundos después empezó a jugar a ese juego de adivinar el color de los coches que pasarían por delante de nosotros.

—¡Blanco! El próximo coche será blanco ¿Qué color dices usted Señor? —Decía entusiasmada y expectante mientras miraba hacia donde bajaban los vehículos que no respetaban los límites de velocidad, ni la señalización horizontal de la carretera.

Sonreí por dentro, en intimidad, al recordar que tuve una bonita infancia… pues yo también jugaba a ese mismo juego en la calle, sentado en el bordillo de cualquier rincón de la ciudad de las cuatro culturas, Melilla, y donde los coches por aquel entonces solo eran de dos colores: blancos o rojos.

—¡Blanco! Será blanco —dije con rotundidad, con la certeza que acertaría, pero sin apartar la mirada de la fachada de aquella cafetería.

—Señor no puede elegir el mismo color tiene que ser distinto, si no se pierde la gracia del juego. ¡Venga dígame otro! ¡Corra, corra antes de que pase! —Me decía mientras me daba varias palmadas en el muslo y sonreía a la vez.

—¡Verde! Será de color verde —dije aun sabiendo que sería de color blanco.

—¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! ¡Blanco! ¡Blanco!, es de color blanco. ¡Le he ganado, Señor…! —gritaba Marina mientras daba saltos de alegría frente a mí.

Le sonreí, acepté mi derrota alargando la alegría de su victoria. Me dejé vencer, le felicité pero —entre tanto festejo— había algo que me dejó sin defensas, me desarmó —sin hacer nada— tan solo con su presencia. Aquellas dos palabras plateadas llamaban mi atención a base de destellos. Poco tardó Marina en percibir que se encontraba demasiado lejos de mí y su expresión facial estaba muy cerca de la preocupación.

Giró sobre sí misma y observó varios segundos aquello que mis ojos no dejaban de mirar.

—Oban Bay, así es como se llama esa cafetería Señor.

—Asentí con la cabeza sin pronunciarme.

—¿Qué ocurre? ¿Quiere que entremos y tomemos algo? —Decía mientras se agachaba recogiendo mi preocupación con sus preguntas y para equilibrar sus ojos a la altura de los míos.

—No, no me apetece tomar nada, solo quiero unos minutos a solas con él, con mi corazón. Creo que quiere hablar conmigo —dije siendo la primera vez que dejaba asomar una pequeña parte de mi interior.

—De acuerdo Señor, le dejaré a solas con él. Si me necesita estaré cerca del lago paseando.

Marina se alejó, dejándome junto a aquella mochila como única compañía. La miré de reojo en un par de ocasiones, a la tercera arrastré —sin levantar sospechas— mi mano izquierda por la superficie del banco. Aguanté la respiración durante el tiempo que tardó mi mano en tocarla, mi corazón latía cada vez con más fuerzas, tuve la sensación de estar cometiendo el más atroz de los delitos, cuando en realidad tan solo buscaba dentro de ella respuestas a esa parte de mi vida que no pude vivir. De pronto escuché como una voz rotunda, seca y casi amenazante gritaba: ¡No lo hagas!

Me sobresalté, me paralizó. Recogí rápidamente mi mano que ya había alcanzado la cremallera superior, se unió con la otra muy cerca de las rodillas y allí los dedos se entrecruzaron. Volví a mirar aquellas dos letras plateadas, como si nada hubiese ocurrido, como si nada hubiese escuchado y seguí respirando.

—¡Maldito corazón! —Grité en voz alta. Nunca antes lo había escuchado con tanta claridad. No entiendo por qué no me permitía abrir esa mochila, como tampoco sé por qué le hice caso, cuando no suelo hacérselo a desconocidos.

Tardé en llegar al otro lado de la carretera, el tiempo de cruzarse tres blancos, uno rojo, uno gris y una moto de gran cilindrada, todos ellos a gran velocidad. Mientras cruzaba me hacía muchas preguntas a mí mismo y él continuaba hablándome, unas veces usaba un tono afable y otras, en cambio, autoritario. Entré en la cafetería desobedeciendo sus indicaciones, aún seguía siendo un desconocido.

Me quedé varios segundos de pie, sin alejarme a más de un metro de la puerta de entrada. Observé que ya nada era como antes, los camareros, la decoración, los clientes, todo había cambiado. Entre tanto ruido de tragaperras, molinillo de café, murmullos de clientes mezclados con el griterío de los camareros, sonaba lo suficientemente alto como para poder apreciarlo una canción de Pereza que entonamos a dos voces: la de dentro y la de fuera. Empezábamos a conocernos.

Pensé que la música era lo único que no había cambiado. Después de haber recorrido —sin dar un solo paso— cada cliente, cada detalle del local y en donde echaba de menos una columna tallada de madera que te daba la bienvenida con su presencia, observé al fondo, en un rincón lejos de la barra, una vieja mesa de madera con una decoración, color y forma distinta a todas las demás. Poco tardé en recordarla, era la misma mesa donde me sentaba cada mañana a tomar mi primer café acompañado con media tostada de sobrasada, con la única diferencia que, a pesar de estar la cafetería abarrotada de clientes, aquella mesa estaba vacía.

La miraba y me veía allí sentado dándole tantas vueltas a aquella taza de café como vueltas le daba —en ese momento— a mi cabeza. Era como si nunca antes hubiese sido ocupada, todo parecía estar como la última vez que me senté allí. ¿Quizá me esperaba?, ¿quizás estaba reservada?… No lo sé, mi corazón tampoco, solo sé que no podía perder más tiempo y así me lo hizo saber quien reparte sangre. Allí no había nada que hacer. Marina nos esperaba en el lago.