16
Entre la tormenta
Una tímida y dulce voz me susurraba, casi acariciándome el oído:
—Las sirenas lloran porque le echan de menos.
Pero detrás de mí no había nadie, ni tampoco cerca. Inspiré todo el aire que pude atrapar con mis pulmones y sumergí mi cuerpo lentamente, perdiendo en cada centímetro de profundidad un centímetro de luz, hasta tocar con mis pies la más profunda oscuridad. Allí me esperaba ella, la soledad. Fue imposible ver el mundo que vive oculto bajo el mar, solo pude sentir el misterio de una oscuridad intensa que me rodeaba, que me impedía respirar y que se aferraba a mí. Inmerso en la profundidad y con un molesto escozor de ojos, traté de abrirlos para inútilmente no ver nada. En mi interior discutían dos sentimientos lejanos, muy lejanos: por una parte el temor de sentir el abrazo de la oscuridad y por otro el placer de escuchar la sinfonía relajante del fondo del mar. Una vez en lo más profundo del mar, sentí en mis pies descalzos la superficie arenosa.
Extendí mis brazos, los balanceé de un lado para otro, intentando tocar a la chica que me susurraba al oído. Fue en vano tanto esfuerzo. Fui incapaz de verla, ni de tocarla, ni de volver escucharla… Parecía como si todos los sentidos se hubiesen despedido de mí.
Apenas me quedaba aire en los pulmones, mi corazón pedía auxilio golpeando contra mi pecho. No podía aguantar más tiempo bajo el agua y fui emergiendo hacia la superficie contando los segundos que me restaban de vida ¡tres, dos, uno,…! Al llegar a ella, solo necesité una bocanada de aire para llenar de nuevo mis pulmones y varios minutos para volver a respirar con normalidad. Angustiado por no haberla encontrado esperé unos minutos a que su cuerpo volviese por sí solo a la superficie, pero aquella chica se quedó bajo el mar.
De todo lo acontecido esa noche solo soy capaz de asegurar que, en ese lugar, a pesar de no haberlas podido ver, existen las sirenas. Ellas están allí, las sentí.
Salí del agua. En la orilla observé que la luz de la vela estaba apagada. Me acerqué exhausto hacia ella. La cogí, fui acercándola hacia mis fosas nasales y al inspirar sentí el aroma de frutas exóticas mezclado al olor que deja la mecha recién apagada. Guardé la vela entre mis manos.
Me quedé pensativo mirando la luz giratoria de aquel faro que no descansaba. En la serenidad y en la soledad de la noche, busqué un «por qué», un «qué ha pasado», un «dónde están las sirenas»… en realidad, no buscaba tantas cosas, tan solo una explicación. Quise convencerme de que la chica que me susurró se marchó junto a la luz de la vela para no ser vista. Aprovechó que estaba sumergido para salir a la huida, sin dejarse ver y sin despedirse. De lo único que estoy seguro es que se fue.
Dejé que la luz me cegara, sin oponer resistencia, me dejé deslumbrar por ella. A cambio no pude evitar preguntarle, en mi ceguera temporal, a media voz:
—¿Por qué lloran las sirenas?
Esperé en medio de la nada una respuesta, porque nada era lo que veía.
Una respuesta que nunca llegó. Tampoco escuché el eco de mi voz, ni la del señor farero, ni la de las sirenas…
Instantes después me sorprendió una dulce voz que se acercaba hacia mí, cómo caída del cielo, decir:
—No tenga miedo. Solo lloran porque le echan de menos.
Miré a todas partes, de arriba a bajo, de un lado a otro, en diagonal, con rapidez, sin ningún orden pero en todas direcciones. No tenía dudas, la chica que tanto busqué estaba cerca de mí.
De repente un resplandor iluminó toda la bahía y vi cientos de barcos que faenaban en alta mar. Después me sorprendió el estruendo de un relámpago, luego escuché otro y calculé el tiempo que transcurrió entre ambos fenómenos. Fueron unos seis segundos lo que hacía indicar que se aproximaba una tormenta a una distancia de dos kilómetros. Aún me daba tiempo para huir de allí. Enseguida comenzó a chispear, luego a llover y finalmente, la lluvia, se convirtió en diluvio. Dejé de andar, de correr y de huir, porque lo único que hacía era patinar, resbalar y caer. Me quedé quieto, a escasos treinta metros de la orilla, cerca del embarcadero, observando como caían miles de gotas de lluvia delante del faro.
Disfruté viendo esa mezcla de agua y luz, luz y agua. Miré al cielo, con los ojos semicerrados, estaba repleto de nubes negras. Luego los cerré, estiré mis brazos con la palma de las manos hacia arriba, intentando atrapar las gotas de lluvia, pero estas resbalaban entre mis dedos.
No me importó mojarme más de lo que ya estaba, tampoco me importaron los relámpagos, ni los truenos, cada vez más ensordecedores, cada vez más cerca de mí. Disfruté, no saben cuánto, del sonido de la lluvia al caer y chocar contra el mar, contra las rocas y contra mí. Permanecí en pie, formando una cruz con mi cuerpo y mis brazos durante apenas unos segundos. De pronto escuché otro amenazante y ensordecedor trueno demasiado cerca de mí que me hizo abrir los ojos y me sorprendió ver que del mar, del faro, de las rocas volcánicas, del embarcadero, de la caseta y de las sirenas no quedaba rastro de ellos.
Todo se desdibujó, desapareció en un cerrar y abrir de ojos, porque fue así, cerrar y abrir. Cuando me cercioré de que allí ya no quedaba nada, ella estaba allí. Me miraba con ternura y dulzura, con las dos cosas a la vez. Yo la miraba con el corazón y con el alma, con las dos cosas —también— a la vez. Ella acariciaba suavemente mi cabeza empapada con sus pequeñas manos, yo hacía lo mismo con la mirada. Su cuerpo temblaba, el mío también, ninguno de miedo. Sentí el frío en sus ojos, en su boca, en su piel, en ella. Sentí frío, mucho frío y ella también. Tiritamos. Estábamos empapados. Me dijo dulcemente, como si fuese un susurro, un susurro que erizó mi piel:
—Las sirenas lloran porque le echan de menos.
Soy incapaz de escribir un adjetivo que describa cómo me sentí en ese momento, aunque todos estos podrían ser válidos mezclados, sueltos o todos a la vez: extrañado, maravillado, asombrado, impresionado, desconcertado…
Me hallaba recostado, encogido de brazos y piernas, en posición fetal, o en la posición más cercana a una hipotermia, bajo los pies de una ermita de un suelo frío, helado y mojado, como nosotros. A escasos centímetros de mí, en el suelo, una pequeña vela permanecía sin humo, sin luz, apagada pero posiblemente con frío, seguramente ahogada. Sentada a mi lado, en ese mismo suelo mojado y sin dejar de mirarme, casi examinándome, estaba ella, Marina, sonriendo.
—Todo ha sido un mal sueño, Señor. Aproveché la oscuridad para esconderme. Todo este tiempo estuve detrás de la ermita hasta que se quedó dormido. Después nos sorprendió esta tormenta, tan inusual en esta zona, tan impropia en esta época. ¿Pensó en algún momento que le abandonaría, que le dejaría aquí tirado a la suerte de Dios? ¡Qué poquito me conoce! Nunca me lo perdonaría, ni usted —tampoco— a mí. Todo fue un sueño, un extraño y agitado sueño.
No dejaba de gritar desesperadamente una y otra vez ¿por qué lloran las sirenas? Por momentos le sentí angustiado, aunque —en otros— también vi que su sueño era placentero y no quise despertarle, no quise interrumpirle, no quise entrar en él. Solo puedo decirle que las sirenas que buscaba en su sueño lloran porque le echan de menos.
Mi voz que aún se resistía a despertar, se perdió soñando, se durmió perdida. Me abandonó, las cuerdas vocales parecían haber cristalizado y no fui capaz de articular una palabra, una maldita palabra. Respiraré profundamente, una vez, dos veces, tres…, me dije a mí mismo.
Tragué saliva, agua de lluvia y las dos cosas. Al final pude hablar, pude decirle:
—Marina —unos segundos de silencio y continué hablando— ¿sabes?, me he dado cuenta que soy yo quien te echa de menos a ti. Ya sé que es triste tener que darse cuenta a través de un sueño, pero es cierto. Sé que te necesito, que no sé caminar si no son tus pasos quienes me guían, que no quiero más sombras que me acompañen si no es la de tu cuerpo… Te he echado de menos…
Se enfrentaron una vez más dos sentimientos: arrepentimiento por haberla dejado marchar sin hacer nada para impedirlo ¡maldito orgullo!, y felicidad al saber, que mientras estaba aquí tumbado durmiendo, tú pasabas esta gélida y lluviosa noche a mi lado.
—Ahora que tengo una segunda oportunidad para verte, para escucharte, para tocarte, para sentirte, déjame decirte que sin ti no hay camino que recorrer, ni lugar donde ir, ni destino donde llegar…
—Marina me miraba desde una posición vertical con su cuerpo empapado y ligeramente inclinando hacia mí para escucharme, para oírnos, para sentirnos. A pesar de la oscuridad pude ver la felicidad en sus ojos, en su boca, en sus manos, en Marina. A lo lejos, muy a lo lejos, seguía brillando la luz del faro, tres segundos y medio entre cada destello. Al impulsarme para levantarme cayeron de mis bolsillos dos piedras que empezaron a rodar escaleras abajo. Una vez de pie, cuando la altura de mis ojos se cruzó con los verdes de Marina, reímos, sonreímos y nos abrazamos. Una risa de «no me preguntes», una sonrisa de «te eché de menos» y un abrazo de «empecemos de nuevo». Busqué su mejilla la besé, una mejilla que la lluvia también quiso besar, la besamos, ella y yo, ella a mí, yo a ella y ella a ella, dos besos en la mejilla, uno en la suya, uno en la mía, separados por una cortina de agua. Aproximé mi boca a su oído y le susurré:
—¿De dónde salen esas piedras?
—Cójalas, no las vaya a perder.
—Pero ¿cómo han llegado a mis bolsillos?
Sonreía, después reía, mientras me agarraba con las manos los mofletes diciendo:
—Señor, no me pregunte eso ahora. Más adelante sabrá de esas piedras. De cómo llegaron a su bolsillo. Yo no lo sé —y volvió a sonreír para después reír.
—¿Es un ritual? O ¿quizás un lastre que me impide avanzar? ¿Qué significado tienen? ¿Quizás alguna brujería? ¿Un sueño?
—¡Qué pesadito es! ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Déjeme en paz, no le voy a decir nada. Pero no piense cosas raras, por favor.
Me guiñó un ojo y le correspondí de la misma manera. Fue nuestro gesto de aprobación. Continuábamos mojándonos, susurrándonos, abrazándonos el uno al otro, el otro al uno. No sabría decir cuánto tiempo duró ese interminable abrazo, ni siquiera sé cuando empezó, ni siquiera cuando acabó, si es que alguna vez llegó a acabarse. No dejaba de llover, no dejamos de mojarnos. Perdimos la noción del tiempo, perdimos la noción o quizá fue el tiempo quién se perdió entre nosotros. Solo sé que desde que abrí los ojos, o seguramente mucho antes, no había dejado de llover, más bien de diluviar y nosotros seguíamos desde entonces allí de pie abrazados, de pie empapados.
Cuando el tiempo se acordó de nosotros y nosotros encontramos la noción de él, nos refugiamos bajo el saliente de una cornisa en la entrada a la ermita. Allí en la soledad de una oscura noche de tormenta, ambientada por el ensordecedor sonido de truenos y el efecto de luces de relámpagos, los grillos dejaron de cantar, quizás el roce de sus alas resbalaban con la lluvia y desistieron en cortejar a su dama, quizás el mero hecho de intentarlo produciría un desafino en su interpretación, alejando aún más —quizá para siempre— a su amor. Silencio, los grillos enmudecieron. Nos aferramos cuerpo a cuerpo, el uno contra el otro, ofreciéndonos no solo la necesidad de la compañía, sino también el calor corporal que hacía olvidarnos que estábamos empapados de pies a cabeza, que nuestros cuerpos se movían de un lado para otro sin avanzar un solo centímetro, que nuestros dientes castañeaban sin cesar y que nuestros cuerpos arrugados no dejaban de temblar. A pesar de ello —de todo ello— nuestras miradas se perdían a propósito en el cielo, contemplando boquiabiertos la lluvia caer incesantemente y al mirar volver la mirada a la tierra todo estaba inundado. Los alrededores se fueron llenando de enormes charcos atravesados por balas de lluvia que se desplomaban a gran velocidad. Fueron tantos los charcos formados a los pies de la ermita que apenas pudimos distinguir dónde empezaba el mar y donde acababa la playa. La lluvia no dio tregua. Nosotros no dimos nada a la lluvia. Estábamos en paz.
Instantes después la ermita parecía ser una pequeña isla, con solo dos habitantes, dos náufragos, dos personas, dos corazones, dos almas. Marina y yo acorralados por el mar en medio de la noche.
A Marina no parecía incomodarle el sabor de soledad, de la penumbra, del frío o de la tempestad. Disfrutaba de ello. El brillo de sus ojos, el encanto de su sonrisa y el olor de sus abrazos hablaban por ella, hablaban para mí. Lo decían todo. Una voz ausente, la suya, no dijo nada.
Rompí el silencio, tan solo perturbado por el vuelo de la tormenta:
—Me relaja escuchar caer la lluvia, observar cómo se forman —sin prisas— pequeños charcos, su temblor al chocar cada gota caída contra ellos, cómo se dibujan —sin compás— perfectas circunferencias que crecen a un ritmo vertiginoso intentando escapar de ellos por su contorno. Así es ver caer la lluvia. Luego todo vuelve a ser como antes, desaparecen los charcos, y solo queda las mismas calles, los mismos montes, pero todo más limpio, con otro color y sobre todo con otro olor, el olor de la lluvia al caer. Finalmente el cielo vuelve a ser azul, un azul más amable que te saluda, sin hablar, dibujando un arco iris que despide a la tormenta con un «buen viaje».
Marina giró levemente la cabeza hacia mí, sin cruzar miradas, sin cruzar palabras, sin llegar a vernos, solo mostrándome que estaba ahí, que me sentía. Abrazó mis abrazos, acarició la superficie de mis manos con la palma de la suyas. Contempló, con aceptación, lo que en ese momento se convirtió en nuestro nuevo hogar. Una casa de cortinas de agua, de lámparas sin interruptores y con un amplio jardín con vistas al mar. Todo a sus pies, a los míos, a los nuestros…
—¿Nos marchamos? Preguntó.
—¿Ahora? ¿Dónde quieres ir? No parece que la lluvia sea nuestra mejor aliada. Vamos a esperar que pase la tormenta, aún está muy cerca de nosotros.
—Tenemos que irnos, Señor. No podemos estar más tiempo aquí, vamos a coger un buen catarro. ¿Marchamos?
—¿A dónde?
—Volvamos a casa.
—¿A casa? ¿Y qué pasa con nuestro viaje? ¿Dónde están las respuestas a mis preguntas? ¿Has perdido la ilusión?
—No Señor, no perdí la ilusión en ningún momento, pero debemos regresar a casa. Mañana continuamos.
—Siento que he perdido el tiempo, el tuyo y el mío. ¿De nada sirve todo el camino recorrido?
—No perdió el tiempo, nuestro tiempo. Todo camino pasado es camino aprendido, todo. Volvamos a casa. Nos recrearemos con una buena ducha de agua caliente. Si tiemblan nuestros cuerpos que sean de emoción y no de frío. Mañana cuando despertemos con la ayuda de sol, reanudaremos el viaje. No parece que esta noche estas nubes tengan horario de recogida, no creo que escampe. No dejará de llover.
—Pero… ¡nos vamos a mojar más, Marina!
—¿A mojar? ¡Mírese! ¿Se ve? ¡Míreme! ¿Me ve? Creo que ya es demasiado tarde… ¡estamos empapados, Señor! Somos parte de la lluvia que nos espera ahí fuera. Nos abrazará y nos acompañará durante todo en el camino de vuelta. Llegaremos a casa tal y como estamos, empapados. Entonces ¿Volvemos?
—Volvamos.