15
Las sirenas no lloran
Me encontraba solo y descalzo. Mis pies no sentían el calor del asfalto de aquellos aparcamientos situados a escasos metros de un perezoso faro que empezaba a despertar. Mientras oscurecía, el cielo iba tornando sus tonos azules a otros rojizos. La temperatura era agradable como para permanecer allí descalzo sin miedo a temblar. A los pies del faro había una barandilla oxidada a la espera de la llegada de unos enamorados que grabarán sus deseos en un candado, arrojarán la llave por el acantilado, sin saber que ese candado no influirá en su futuro. Pero aquella noche, allí, no asomó el amor, solo estaba yo. Me dejé llevar por la inercia de mis pasos que se dirigían hacia ella. Observé, detenidamente, todos y cada uno de los candados que colgaban de la baranda. Cerré los ojos, pasé la yema de mis dedos por los surcos de los grabados y sentí el frío del acero.
Algunos grabados eran números romanos, otros iniciales separados por una «X» entre sus líneas y los demás tenían las dos cosas. Aún a ciegas supe leer, en todos ellos, las siglas de cada inicial, de cada fecha, de cada fecha e inicial. Continué con los ojos cerrados, imaginando cuántos candados debían faltar, cuántos de ellos ya no deberían de estar allí, bien por infidelidad, por desamor, porque nunca debieron cerrarse o bien por las tres cosas. Rebusqué entre todos ellos alguno que fuese especial, al menos para mí, que me provocase alguna reacción al tocarlos, pero después de palpar decenas de ellos, lo único que sentí fue que echaba de menos a Marina.
Después abrí los ojos, me apoyé en la barandilla y observé como el sol se había marchado con tanta prisa que ni siquiera pude despedirle. Frente a mí, en el mar, a escasos treinta metros de la costa, un conjunto de chimeneas volcánicas hacían aún más bello ese lugar y mientras contemplaba su belleza con el paso de la luz del faro, la noche llegó.
Con cuidado de no tropezar y apoyándome sobre la barandilla, fui bajando —a zancadas— unos anchos escalones de piedra que acababan en la explanada asfaltada. Caminé casi a oscuras por los alrededores de aquel solitario lugar. Llegué a un camino, a un sendero desdibujado, arenoso, irregular y repleto de piedras al que no se permitía su acceso. Se hallaba limitado, de lado a lado, por una vieja cadena de eslabones oxidados, que se elevaba unos cincuenta centímetros de altura sobre el suelo y con una señal —en su punto medio— que prohibía el paso. Imaginé que esa barrera debía limitar lo permitido de lo prohibido.
Me detuve, me detuvo. Mi interior quería conocer qué había al otro lado de ella. Giré mi cuerpo sobre mí mismo, simulando el movimiento de la luz del faro y estuve observando todo lo que allí pasaba, todo lo que allí había, pero todo era nada. A pesar de ello quise asegurarme de que allí no había absolutamente nadie que impidiese adentrarme en ese sendero arenoso, en el que sabía donde empezaba y desconocía dónde me iba a llevar. Confirmada la soledad de aquel lugar, salvo unas enormes montañas a un lado, el mar al otro y un cielo vestido de lentejuelas en lo alto e impulsado por el placer de lo prohibido, crucé sin titubear al otro lado convencido de que nadie me frenaría. Nada más poner los pies al otro lado de la cadena me atrapó una inmensa sensación de alivio, de paz y quizá de tranquilidad.
Nunca antes sentí nada igual, ni parecido. Me resulta tan complicado describir las sensaciones vividas que prefiero no hacerlo, para no inducir a nadie al error. Por un momento sentí que allí no me encontraba solo, que estaba rodeado de multitud de personas, que aunque no pudiese verlas, ni escucharlas, podía sentirlas.
Respiré profundamente antes de empezar a caminar por aquel sendero sin un camino definido. Unas ligeras marcas en el suelo producidas, posiblemente, por el paso continuo de caminantes, dibujaban un estrecho e irregular camino. Resultaba muy difícil avanzar sin tropezar continuamente. Conforme fui avanzando el camino ganaba en pendiente, el riesgo de resbalar crecía por momentos. Observé como a escasos cincuenta metros de mí, había una pequeña llanura donde se divisaba toda la costa, por el este el Mediterráneo, pasando por el Mar de Alborán, hasta la costa más occidental, aquella por donde se escondía el sol.
Me fui acercando hacia ella, con un cuidado extremo para no resbalar. La llanura acababa en un barranco, exento de vallas y con una vertiginosa caída de unos veinte metros hacia el mar. Desde allí, en el límite del barranco, me quedé sentado con las piernas encogidas y la mirada perdida en el horizonte. Observaba las decenas de luces pertenecientes a barcos faenando en la inmensidad del mar y me preguntaba ¿hasta dónde era capaz de iluminar la luz del faro? ¿La verían los barcos de la costa africana? ¿Los militares de la isla de Alborán? No tengo respuesta a esas preguntas, solo sé que me sentía un privilegiado por poder disfrutar de esa preciosa noche y de este insólito lugar, de sentir el olor del mar, de oír el cantar de los grillos mezclado con el sonido de las olas y sobre todo, de esa sensación de paz que se apoderaba cada vez más de mí.
De repente, un desagradable ruido rompió ese placentero estado. Escuché retumbar un fuerte sonido metálico que atravesó mis oídos. Era el sonido de un portazo que provenía cerca del faro. Observé como se aproximaba, poco a poco, una luz inquieta y temblorosa en mi dirección. Salió del faro e iba haciendo el mismo camino que yo acababa de hacer. Conforme se aproximaba cada vez más a mí, fui escuchando unos pasos que parecían arrastrar los pies y levantaban una pequeña nube de tierra en su camino.
Tras la luz alguien gritó con una voz vieja y rota:
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¡Está prohibido cruzar la valla! ¡Salgan de aquí ahora mismo es muy peligroso!
Mi corazón empezó a latir descontroladamente. Temía que me descubriesen. No estaba seguro si esos gritos iban dirigidos hacia mí o hacia otras personas, pero dudo mucho que alguien me hubiese podido ver entrar, me aseguré antes de hacerlo. Permanecí en silencio, recé «un padre nuestro» saltándome algunas estrofas que no me sabía y aguanté la respiración para no ser descubierto. Desconozco cuál sería su reacción si me descubría en ese lugar prohibido. Acababa de invadir su propiedad sin un permiso para cruzarla ¿Quizás ese señor podría ponerse furioso y enfadarse? O ¿Podría asustarse al verme? ¿Pensaría que soy un ladrón? Cualquier cosa podría ser posible. Llegué a temer por mi integridad física al pensar que reaccionaría empujándome hacia el mar y ser, tristemente, mi último baño en él. Así que opté por tumbarme bocabajo en la ladera. Muy despacio fui arrastrándome hacia el filo del acantilado evitando con ello ser enfocado por la luz de su linterna. Cuando pasó, a escasos cinco metros de mí, iba silbando una bonita canción de cuna.
Esa canción me hizo recordar a una persona muy especial para mí. No se percató de mi presencia, pasó de largo. Mientras se alejaba, continuó silbando y gritando, acompañado de su linterna y su cigarrillo. Desde mi posición, distinguí que era un señor mayor de complexión gruesa, de caminar firme y seguro. Vestía con un sombrero oscuro, unas botas y un jersey color negro de cuello alto.
Se le veía ágil, en su aparente avanzada edad, caminando por esos desdibujados y casi inexistentes caminos. Seguramente los había recorrido en multitud de ocasiones y los conocía mejor que la palma de sus manos.
Su silbar se iba enmudeciendo a medida que se alejaba. Cada cierto tiempo escuchaba:
—¿Hay alguien ahí? ¿Hola? ¿Hay alguien?
Conforme fue alejándose, mi nerviosismo hizo lo mismo. Lentamente me puse de pie, sin perder en ningún instante el contacto visual y auditivo con aquel señor que se alejaba cada vez más. Cuando finalmente lo perdí de vista, empecé a bajar por el mismo camino que él había recorrido. Busqué entre la oscuridad periódica de la noche un recoveco entre las montañas. Traté de esconderme entre unos arbustos secos que había dispersos por la montaña, pero no eran lo suficientemente altos como para hacerme invisible tras ellos. Así que me escondí tras una enorme roca y fue desde allí, desde la distancia, donde pude observar la luz que portaba aquel señor, como también pude escuchar no solo sus gritos, sino también sus firmes pasos, con la tranquilidad de saber que él, a pesar de estar ahí, nunca me vería.
Aquel señor continuó buscando a alguien hasta que, nuevamente, lo perdí de vista. Desapareció por un camino cuyo único destino era el mar. Dejé de ver la luz de su linterna, solo podía oír ligeramente sus silbidos, unos silbidos que eran interrumpidos con una voz que gritaba: ¿Hay alguien ahí?
Salí corriendo en su dirección y cuando me encontraba a escasos veinte metros de él, me quedé estupefacto, paralizado, al ver todo lo que había a mi alrededor. Llegué a un pequeño camino que finalizaba en un embarcadero frente a las gigantescas elongaciones volcánicas. A la izquierda había un pequeño pesquero varado en la orilla y a la derecha una ruinosa cabaña metálica sin puertas, ni ventanas, con unos cañizos que descolgaban de su agujereado techo. También había unas garrafas vacías, posiblemente de combustible, tiradas a la entrada de ella. Pero lo que me dejó sin aliento fue ver cómo aquel señor, tras dejar su linterna apoyada en el suelo, se arrodilló muy despacio a los pies de aquel embarcadero. Justo delante de él, había una pequeña luz de una vela que solo dejaba ver su silueta. No fui capaz de distinguir si había alguien o no con él, aunque todo me hacía parecer que aquel señor no estaba solo.
Dejé de escuchar sus silbidos, sus gritos y lo único que se escuchaba fueron unos llantos desconsolados que se acercaban hacia mí hasta atravesar mi piel. Lo único que pude oír decir a ese aquel señor fue:
—Las sirenas no lloran. Por favor, dejen de llorar.
Tenía dudas sobre si debía acercarme a ellos para intentar compartir el dolor de aquellos llantos y consolarles en la medida en que me lo permitiesen. Me parecía de muy mal gusto ser testigo de aquello, sin que nadie supiese de mi presencia. Por un momento sentí que estaba violando la intimidad de aquellas personas, pero una vez más el miedo se apoderó de mí y me marché. Me senté en el suelo, tras aquella enorme roca con los ojos cristalinos. Lloré como un niño, sin nadie a mi lado a quien abrazar, a quien sentir y fue cuando recordé lo mucho que echaba de menos a Marina. Daría parte de mi vida porque estuviese conmigo. Necesitaba verme en sus ojos verdes, escuchar de nuevo su dulce voz, llenar mis pulmones con el aroma de su perfume y sobre todo, por encima de todo, fundirme entre sus brazos, aunque solo fuese una vez más. Tenía tantas cosas en mis manos, que sin darme cuenta las perdí y ahora, quizá demasiado tarde, he aprendido que todo lo que necesito en mi vida es ella.
Empecé a recordarla, a revivir los buenos momentos que compartimos, cuando le pedí que nunca se marchase de mi lado, cuando erróneamente pensaba que quería acostarse conmigo y tímidamente me ruborizó y, sin lugar a dudas, una de las muchas cosas que nunca olvidaré de Marina es su hermosa sonrisa. Inexplicablemente se había convertido, en muy poco tiempo, en una persona muy especial para mí.
Sentía algo por ella que me cuesta ponerle nombre. Podría ser amor, quizá cariño o tal vez fuese algo único que no se puede describir, pues no hay nada que se le parezca. Marina era y es así, distinta a todas las demás. Es verdad que a veces tomamos decisiones equivocadas cuando nuestros sentimientos son ciertos y yo me equivoqué al dejarla marchar.
Instantes después escuché como se aproximaba aquel señor silbando la misma canción de cuna. Caminaba solo, había dejado en el embarcadero a quienes él llamó «sirenas». Esta vez sus cantares fueron interrumpidos por otras palabras que repetía sin cesar:
—Las sirenas no lloran. No, no lloran…
Decidí mantenerme escondido, tras aquella enorme roca, aguantando la respiración a su paso. Poco a poco la luz de su linterna se fue alejando como el sonido de su silbar. Luego volví a escuchar el atronador sonido metálico de un portazo y tras él desapareció aquel señor.
Me quedé durante unos minutos más escondido. Pronto aquellas «sirenas» harían el mismo camino que hizo el farero, pasarían delante de mí y finalmente podría ver quiénes eran.
Fueron pasando los minutos, las horas y aquello fue lo único que pasó. Hasta los barcos que había en la mar parecían haber recogido sus redes, las luces se apagaban.
Aburrido y cansado de tanto esperar, de ver que lo único que pasaba era el tiempo, decidí bajar hasta donde se encontraban las sirenas y preguntarles: ¿por qué lloráis?
Me impresionó ver tan cerca de mí aquellas enormes elongaciones volcánicas que nacían en medio del mar y embellecían aún más aquel lugar. Vi que aún seguía encendida la tímida luz de la vela aunque apenas iluminaba su alrededor, pero allí no había nadie.
Estaba seguro que las «sirenas» estaban, las había escuchado llorar y nadie, salvo el farero, se fue de allí. Entré en la cabaña de chapa pero no estaban.
Salí de ella y me dirigí hacia la luz de la vela, apoyada sobre una piedra cerca de la orilla. Al llegar, me quedé en pie, miré a mi alrededor, pero tampoco, ni rastro de ellas. Luego me senté, fijé la mirada en el horizonte y allí se encontraban ellas. Esas gigantescas elongaciones que se iluminaban con el paso de la luz del faro, esas que me hacían sentir cada vez más pequeño en este mundo. Cerré los ojos, respiré profundamente y repetí en voz alta una y otra vez:
—¡Las sirenas no lloran!
Pero nadie respondió, nadie lloraba… no había nadie en ese lugar, a pesar de ello, algo me hacía creer que aquellas sirenas continuaban allí, porque las escuché llorar, porque el farero habló con ellas, porque no existía ningún otro lugar por donde hubiesen podido salir y porque al respirar sentí un aroma que tanto me recordaba a Marina. Quizá se asustaron al oírme llegar y se escondieron tras las rocas. En cualquier caso, aunque no las pudiese ver, sé que estaban allí.
Me incorporé, me fui adentrando en el mar hasta la altura de las rodillas. Luego sentí una fuerza que me empujaba hacia adentro, como si el mar me llamase y así, poco a poco, fui dejándome llevar mar adentro, hasta que me cubrió por completo. Abrí los ojos, pero no pude ver nada, todo era oscuridad. Cuando mis pulmones empezaron a vaciarse, me impulsé desde el fondo hasta la superficie y tras una bocanada de aire grité desesperadamente:
—¿Por qué lloran las sirenas?
Y escuché cómo una voz que provenía del arrecife gritaba:
—¿Por qué lloran las sirenas? ¿Por qué lloran las sirenas? ¿Por qué lloran las sirenas?… hasta perderse gradualmente en la noche.
Una y otra vez fui gritando:
—¿Por qué lloran las sirenas?
Hasta que de pronto nadé desesperadamente hacia el arrecife. Mientras me acercaba a él, no dejaba de gritar, cada vez más fuerte, con más rabia ¿por qué lloran las sirenas? El arrecife se fue acercando, crecía por momentos y cuando apenas me encontraba a unos metros de él, dejé de nadar. Me quedé quieto, flotando, observando todo lo que había a mi alrededor. Así me quedé unos minutos varado en medio del mar.
Luego me giré hacia él y le pregunté mientras lo miraba:
—¿Por qué lloran las sirenas?
Pero esta vez ni el eco de mi propia voz contestó. Me convertí en un náufrago en la penumbra en medio del mar.
Segundos después pude sentir tras de mí, cómo una dulce voz me susurraba al oído:
—Las sirenas lloran porque le echan de menos.