21
¿Qué hay en el horizonte?
Hacía ya algún tiempo que habíamos dejado atrás aquel lago de emociones. Llevábamos un buen rato sin parar de caminar por aquella avenida que parecía un auténtico aeropuerto, y no por sus pistas de aterrizaje, ni por el tumulto de gente perdida, sino porque aquellos coches parecían que volaban.
Durante todo ese tiempo Marina fue contándome con cuenta gotas, como esos goteros con los que se alimentan a los enfermos que ya no pueden ingerir alimentos por la boca y lo hacen por vía intravenosa, quién era Blanca y sobre todo me habló de esa carta que llevaba su firma.
***
Hacía frío aquella noche de diciembre, especialmente en la habitación. No fue nada fácil para ella escribir esa primera carta. Después fueron más. Tras una ventana que no dejaba pasar el aliento, miraba al exterior que parecía estar demasiado lejos. Todo estaba iluminado con luces de todos los colores y formas; luces que simulaban ser renos; luces que cantaban villancicos; luces que envolvían a los árboles como si de regalos se tratasen; luces que parecían estrellas alcanzables; luces que iluminaban las calles mojadas de felicidad y, paradójicamente, eran esas mismas luces las que llenaban de tristeza su interior y el de todas aquellas personas que las miraban tras unos cristales empañados de lágrimas desde cualquier rincón de las habitaciones de aquel hospital. Fueron esas mismas luces quienes se encargaron de apagar las pocas fuerzas que le quedaban, al menos, por esa noche.
Aquella Nochebuena, mientras en las calles la gente esperaba ver a Santa Claus, en el hospital ella esperaba un milagro. Por primera vez se había quedado sola en la habitación. Había pedido a todos que se marchasen, que le dejasen pasar esa noche a solas, solo con su compañía. Y digo que se había quedado sola porque usted estaba demasiado lejos, se había perdido en un inmenso campo de girasoles donde no podía encontrarle y ella se perdió en una pequeña habitación. Se cogió fuerte a su mano, como si el sujetarle le hiciese creer que no se marcharía. Fue la primera vez que sus cimientos empezaban a tambalear seriamente. Unos cimientos que solo se sostenían por unos finos hilos de esperanza, una esperanza que esa noche la dejó y se marchó, sin apenas hacer ruido y a toda prisa escaleras arriba, hasta llegar a la última planta, esa que parece estar allí, intencionadamente, para hacer más corto el viaje hacia el cielo. Allí una madre se sentía culpable por ese fatídico accidente que estaba a punto de llevarse la vida de su hijo, un hijo que apenas había empezado a vivir, una madre que solo ella sabía que si su bebé se marchaba no se iría solo.
Desde el dolor de quien sabe que todo está a punto de perderse, pero que, aun así, se resiste a aceptar el final de los días, escribió esa carta justo después de formular al doctor esa pregunta que tanto nos cuesta hacer y tanto les cuesta responder:
—¿Se va a morir, verdad?
Escuchó contestar al doctor después de un angustioso e interminable silencio que arañaba la estancia.
—Hay que tener fe. Vamos a esperar. Que pases una buena noche. Feliz Navidad, Blanca —concluyó evitando agrandar el dolor y huyendo desde el umbral de una puerta que se empezaba a cerrar.
—Feliz Navidad —contestó Blanca a una puerta cerrada del todo, sabiendo que la felicidad empezaba a ser una desconocida.
Mientras Marina me hablaba de Blanca, de esas cartas, de aquella mala noche, a pesar de ser Nochebuena, ¡qué contradictorio parecía todo!, mi cabeza distraída trataba de encontrar aquella pregunta que dejé perderse allí donde la noche apaga su existencia, ¿dónde está Blanca? ¿Dónde está?
¡No le hagas aún esa pregunta, por favor! Deja que continúe contándote cómo transcurrieron las noches siguientes en aquella fría habitación. Confía en ella, te dijo que solo podrías entenderlo y aceptarlo cuando conocieses el principio, un principio que empieza en el aquel horizonte rodeado de montañas —dijo un corazón que no estaba hecho para recibir más golpes—. Le di tregua, por él, por mí.
Después de un buen rato caminando, de alimentar con suero mis recuerdos, empecé a sentir agujetas, pero no de esas que te pinchan en las piernas y no te dejan andar, sino de esas que te apuñalan el corazón y no te permiten vivir. Así se lo hice saber a Marina. Avanzamos unos pocos metros más, hasta llegar a un pequeño banco de piedra próximo de una cafetería. Allí nos sentamos, me quité los recuerdos de la espalda, tomé aire primero y agua después.
—¿Está cansado? Tome beba un poquito de agua.
—Gracias Marina. Sí, un poco cansado sí que estoy. Quizás no tanto como tú pero necesito un respiro ¿Tenemos tiempo?
Marina se levantó, chupó su dedo índice, lo elevó al cielo, giró la cabeza de un lado para otro y, con cara de interesante y sonrisa burlona, dijo:
—Sí, parece que sí. Tenemos el tiempo a nuestro favor.
Luego sonreímos, a la vez.
Cuando se sentó en el banco dejamos pasar varios segundos de silencio. Yo no me atrevía a preguntar nada sobre Blanca, ella no quería poner al límite mi corazón.
—¡Mira, Marina! Dije entusiasmado y señalando con el dedo, obviando los buenos modales.
—¿Qué? Preguntó sobresaltada.
—Aquel señor del banco ¿Lo ves? —Continué señalando…
En una terraza de una cafetería, próxima a nosotros, un anciano repartía «buenos días» a todo aquel que pasaba cerca de su banco, como el joven que reparte folletos publicitarios a la puerta de un centro comercial, y donde nadie se fijaba si se había dejado la barba o era la vida quien lo había dejado a él.
—Sí, sí, sí lo veo ¿qué le pasa?
—Nada, nada… solo que yo le conozco. Ayer estuve con él y me dijo algo justo antes de despedirme que me dejó pensativo.
—¿Algo? ¿Qué le dijo? —Preguntó Marina con clara expresión de extrañeza.
—Me dijo que existen las sirenas ¿qué te parece? ¿Tú crees que existen?
—…
—Fíjese pequeño ¿se ha dado cuenta de un detalle?
Marina no contestó y cambió el rumbo de la conversación como otras tantas veces. Volveré a preguntárselo más tarde.
—Mire a su amigo. Está sentado allí solo en un banco que parece su hogar. Fíjese, saluda a todo aquel que pasa por su lado y le regala, posiblemente, sus últimas sonrisas, aunque parece como si nadie las quisiera recibir. Es invisible al mundo. Solo unas pocas personas de su edad se han parado a saludarle y no todas. Parece como si al llegar a cierta edad murieses de golpe, sobre todo, para quienes ven que solo te queda calderilla en los bolsillos y sonrisas en el banco. ¿Quiere que vayamos a hablar un ratito con él? No podemos entretenernos demasiado pero deberíamos desearle un buen día con una sonrisa, seguro que le vendrá bien.
—Me parece una idea fantástica.
Nos levantamos, primero Marina que cargó a su espalda el peso de los recuerdos, y después yo que dejé en ese banco las agujetas. A paso ligero nos fuimos aproximando a él. Cuando apenas nos separaba un metro, me llamó la atención ver un ramo de flores en un extremo de su hogar, de su banco.
Nos miró y le miramos. Sonrió y sonreímos, sobre todo cuando empezó a utilizar la lengua de Shakespeare con un marcado acento andaluz, justo después de un «buenos días»:
—¡Buenos días my friends! How are you?
—¡Buenos días! —Respondimos—. Parece que hoy se ha levantado una buena mañana para pasear ¿verdad? —Tomé las riendas de la conversación.
—Sí, no solo lo parece, sino que lo hace. Acérquense, vamos, acercaros un poco más a mí. Siéntense aquí —nos indicó palpando con su mano en el banco— tengo que contaros un secreto y nadie más puede saberlo.
Nos sentamos donde nos indicó. Poco a poco nuestros cuerpos se inclinaron hacia él y nuestras cabezas se acercaron, cada vez más, hasta casi provocar una colisión. Mientras lo hacían, mirábamos de reojo a nuestro alrededor asegurándonos de que nadie nos estuviese escuchando. Construimos de la nada un misterio. Con una débil y cansada voz, que parecía recién llegada desde el otro lado del mundo, nos dijo:
—Os tengo que contar algo muy importante, especialmente a ti. Sus ojos se clavaron directamente en los míos.
Me acerqué aún más a él, tanto que casi podía escuchar como su corazón bombeaba sangre, supongo que él también escuchó como el mío se había acelerado.
—Shhhhhhh… ¡Silencio!
Esperamos impacientes aguantando no solo la respiración sino lo que es más difícil, el pulso.
—Las sirenas existen. Están por todas partes, más cerca de lo que puedas llegar a pensar, mucho más cerca…
Me quedé atónico al escucharlo, no entendía muy bien qué era lo que quería decir con ello, pero estaba seguro que no fue lo que escuché, había un mensaje en esas palabras que en ese momento no supe descifrar. Le miré a los ojos, tratando de encontrar la respuesta en esa profunda mirada, pero en la oscuridad y en las alturas nunca me supe mover.
Segundos después elevó un par de veces las cejas que acompañó con sendos movimientos ladeados de cabeza, todos ellos iban dirigidos a Marina. La miré, me miró, se miraron y mientras lo hacían, sentí que estaba interrumpiendo una conversación cargada de mensajes, mensajes que solo entienden quienes saben qué hay detrás de ellos.
—¡Es preciosa su hija! —Continuó.
Sonreí al escucharle decir eso.
—No, no es mi hija señor. No puedo negar que sea preciosa, lo es y mucho, pero es mi cuidadora. Se llama Marina y yo me llamo Daniel ¿cómo se llama usted?
—¿Marina? Me gusta ese nombre, cuida bien de ella. No todo el mundo tiene la suerte de tener a una sirena a su lado. ¡Ah! Se me olvidaba, mi nombre es Nando.
Me extendió su mano, le ofrecí la mía y la cogió con fuerzas. Estaban heladas. Esta vez pude ver en esos oscuros ojos que la tristeza estaba aferrada a él.
—Nando… —Esperé unos segundos antes de formular una pregunta que no estaba seguro si debía hacerla.
—Dígame Daniel.
—¿Qué hace usted solo en este banco? ¿Dónde está su sirena?
Agachó la mirada, resopló y se escondieron los dos, el dolor y él. Soltó mi mano y las suyas se fueron directas a su cara tratando de tapar un silencioso llanto que hacía temblar todo su cuerpo.
—Lo siento… —dije. Dos palabras que no ayudan a aliviar el dolor, dos palabras que en esos momentos no sirven para nada, tan solo a despertar una pena que habías ocultado en un rincón de tu corazón donde nadie pudiese encontrarla.
Dejó de temblar, se repuso, secó unas lágrimas que quedaron impregnadas en los puños de su camisa de cuadros y sonrió.
—No lo sienta, Daniel. ¿Ve a aquella señora tan arreglada, preciosa, de pelo corto, rubia que va acompañada de una mujer de mediana edad? —Decía mirando al frente.
Pero allí no había nadie. Solo se veía una abandonada urbanización donde los tonos blancos de sus fachadas habían sido tomados por capas de pintura hechas de tierra, donde las persianas hacían de escudos contra el paso de los rayos de sol y donde posiblemente aquellas silenciosas casas llevaban meses esperando la llegada del verano para llenarse de vida. No quise contradecirle, él necesitaba hablar y yo necesitaba sentirme bien conmigo mismo.
—Sí, la veo Nando. Parece feliz ¿Quién es?
—Todas las mañanas, justo después del desayuno la traen a ese parque de allí…
Fue al decir «ese parque» y giré rápidamente la cabeza hacia atrás. Allí, a mi espalda, había un inmenso parque donde podías ver retoños que apenas sabían andar pero que sus padres se empeñaban en verlos golpear un balón de fútbol que rodará y en muchas ocasiones su hijo lo hará con él. También había adolescentes sentados en el césped junto a unas carpetas jugando a unas cartas que parecían ser más divertidas que unas clases y en una de las muchas mesas se encontraba ella sentada, aquella señora de la que él me hablaba. Continuó:
—… en esa mesa se pasa el día dibujando, con dificultades, figuras sencillas que luego colorea usando siempre el mismo color y saliéndose del trazo. Cuando termina siempre sonríe, siempre… Muestra feliz su obra a su cuidadora que le aplaude, aun sabiendo que esos dibujos nunca colgarán de ninguna galería pero que siempre ocuparán un lugar en su corazón. Luego le anima a seguir pintando y a pasar otra mañana más que solo ella recordará…
Siempre fue feliz dibujando. Desde aquí, desde la distancia, la veo feliz. Parece como si acabase de descubrir las formas y los colores, cuando en realidad hacía tiempo que había olvidado que los conocía. Aquella enfermedad se coló en casa casi sin darnos cuenta… ¡ojalá la hubiese podido echar! Al principio solo nos robaba algún artículo de la lista de la compra que apuntábamos en la memoria, pero no le dábamos mayor importancia, pues volvíamos al supermercado para comprarlo. Después se fue llevando sus acciones. Cuántas veces la escuché decir ¿Para qué he venido a la cocina?, o ¿Cómo se llamaba este aparato?, señalando al teléfono. Al poco tiempo fue olvidándose del todo de él, de dónde estaba, de cómo se utilizaba e incluso de su sonido. Empecé a morir poco a poco cuando vi que esa puta enfermedad, sin escrúpulos, nos perdió el respeto y terminó metiéndose en nuestra cama, una cama que cada noche era menos nuestra y más de ellas.
Había momentos de lucidez, pocos, en los que me hacía sonreír, sobre todo cuando decía que era el amor de su vida. Después, apenas unos segundos después, me preguntaba ¿quién es usted?, y volvía a morirme de nuevo. Y es que, Daniel, no morimos cuando nuestro corazón deja de latir, sino cuando dejamos de vivir.
Poco a poco fuimos distanciándonos sin apenas movernos del sofá. Aquella enfermedad pudo antes conmigo que con ella. ¿Sabéis? A ella siempre, creo que desde que nació, le gustaron las plantas. De ellas nunca se olvidó, ni de regarlas, ni de podarlas, ni de cómo se llamaban e incluso cuando la enfermedad estaba muy avanzada era capaz, con los ojos vendados, de saber qué flor tenía delante con tan solo olerla. Debe ser como si las cosas que amaba desde niña estuviesen tan aferradas a su vida que no pudiese arrebatárselas nadie, ni siquiera esa enfermedad. Yo era el amor de su vida, pero no de toda su vida y me olvidó.
Desde que decidí marcharme, la veo todos los domingos por las tardes pasear despacito, haciendo esperar al tiempo, por ese parque. Allí observa de pie con una sonrisa tatuada a los niños corretear y a sus padres detrás, luego al caer el sol pasa delante de este banco, deja estas flores que ves aquí y me dice: «Nando, mañana te espero a la salida del recreo en nuestro banco de siempre. Cuando nadie nos vea te besaré. Te quiero».
Luego reanuda su paseo, sin saber que cuando doble la esquina se habrá olvidado de todo, del beso, de Nando y de que me quiere… El próximo domingo volverá a dejar otras flores, repetirá esas mismas palabras y se olvidará de todo. Mientras tanto yo la sigo esperando sentado en este banco.
Seguiré deseándole un buen día a todo aquel que pase por aquí y quiera devolverme una bonita sonrisa, seguiré viéndole pintar cuadros abstractos a los ojos ajenos, cuadros que solo su mente puede entender, continuaré viéndole menguar, viendo que en cada cumpleaños se hace más niña por dentro y más anciana por fuera, y desearé que algún día, algún domingo, en este mismo banco, recuerde que fui el amor de su vida. La esperaré…
Me dejó sin palabras. Escucharle hablar de su esposa con tanta entereza, sabiendo cuánta tristeza escondía esas sonrisas llamadas «buenos días» me conmovió. Continuó:
—No quiero haceros perder vuestro valioso tiempo. Continuad vuestro paseo y deje que esta preciosa sirena —dijo mirando a Marina—, a pesar de no saber nadar, cuide de ti. Buen viaje amigos, buen viaje…
—Lo haré Nando. Que pase usted un buen día. Nos volvemos a ver, lo más tarde, mañana ¿le parece bien?
—Aquí estaré. Que paséis un buen día —dijo sonriendo.
Poco a poco nos fuimos alejamos de Nando, volviendo atrás la mirada cada diez metros. Le decíamos adiós con las manos y con las sonrisas le hacíamos sentirse algo mejor o eso intentábamos.
—Es conmovedora la historia de Nando ¿verdad? Me ha costado muchísimo no emocionarme. Qué pena de hombre lo que ha tenido que sufrir viendo cómo la mujer de su vida va desapareciendo día a día delante de él hasta convertirse en una desconocida —le dije a Marina mientras nos acercábamos al paseo marítimo.
—Y qué pena de mujer también —apuntó Marina.
—Sí, pobres. Por cierto, Nando ha comentado algo que me ha dejado pensativo. ¿Es cierto que no sabes nadar?
—Sí, es cierto ¿tiene eso algo de malo, pequeño?
Hacía ya tiempo, desde que dejamos atrás el lago, que Marina dejó de llamarme Señor. Pequeño era más familiar, más cercano, incluso más cariñoso a mis oídos, aunque casi le triplicara su edad. Desde luego que no me importaba que me llamase así, me gustaba y creo que a ella también.
—¡No!, no tiene nada de malo, pero ¿No crees que es extraño que alguien de tu edad no sepa nadar? Me preguntaba ¿Cómo Nando podía saberlo?
Nos miramos fijamente a los ojos. Me desafió la mirada. Después respondió cargada de furia y alzando la voz:
—¡No sé nadar porque nadie me enseñó, Señor!, ¡nadie!, ¿lo entiende ahora? No tuve un padre que me enseñase, ni una madre, ni un hermano, ¡nadie, Señor! ¡Absolutamente nadie!, ¿lo entiende ahora?, ¡joder! ¿Eso no le parece extraño y sí que Nando lo supiese?, respóndame ahora a eso Señor, respóndame…
Marina acababa de romper con un silencio que quería salir a gritos de ella hacía tiempo y lo hizo. La palabra «Señor» nos alejaba, pero su pena nos acercó. Resoplé, me aproximé lentamente a ella que me esperaba con una expresión contenida en rabia. Dubitativo estiré unos brazos que temían despegarse de mi cuerpo, sujeté —con mis viejas manos— los suyos a la altura de los hombros. Intenté tranquilizar a los tres, a ella, a su rabia y a mí.
Conforme fui acercándola lentamente a mi cuerpo escuché como lloraba su corazón, nadie podría consolarlo —pensé—, solo pude decir «lo siento», «lo siento» y «lo siento», aunque solo yo supiese cuánto. Luego inventé en mi pecho un pequeño recoveco para ella. Se acomodó en él, comenzó a temblar, no de frío sino de tristeza, y enseguida se empapó mi camisa de unas lágrimas que parecían estar acostumbradas a sufrir. No fue capaz de contener tanta emoción, yo tampoco.
Minutos después de la tormenta llegó la calma cuando Marina trepó con su mirada por mi cuerpo hasta alcanzar mis pestañas; allí asomó sus ojos en los míos. Nunca antes en mi vida había visto unos ojos verdes tan bonitos a pesar de estar eclipsados, uno por la tristeza y el otro por la soledad. Rogaban confianza, cariño o quizás solo pedían comprensión, pero de lo que no tenía ninguna duda era que esas lentas caídas de párpados pedían a gritos que alguien la quisiera. La abracé con todas mis fuerzas, me abrazó con todo su dolor y durante unos segundos fuimos el centro de atención de todas las miradas de un paseo marítimo transitado por personas que preferían pasear lejos de nosotros, como si los sentimientos se contagiaran.
Pronto volvió todo a una aparente normalidad. Nos sentamos mirando al mar, en un bordillo de piedra amarillenta de apenas medio metro de alto, que separaba un paseo calzado de un paseo descalzo.
Acaricié sus pequeñas manos, las contemplé, giré sus palmas hacia mí y leí en ellas que la línea de la vida estaba borrada en ambas manos, era como si el amor fuese la tinta que las dibujase. Después aparté unos cabellos que parecían cortinas y caían por su hombro impidiéndome ver su cara. Los peiné con mis dedos, acaricié sus mejillas, como lo hace el ciego para poder imaginarte, la besé en la cara con los ojos cerrados y le prometí que cuidaría de ella. Me miró, sonrió con timidez, miró al infinito y preguntó:
—¿Alguna vez se ha preguntado qué hay en el horizonte?
Mientras pensaba una respuesta, dejé mi mirada perderse en él. Nunca supe dónde empiezan ni dónde acaban aquellas cosas que no se pueden alcanzar.
—Pues no, Marina. Nunca me lo he preguntado —esperé que me sorprendiese.
—Allí se aúnan todas aquellas emociones que uno ha vivido a lo largo de su vida. Si pudiese navegar por allí, vería cientos de barcos hechos de papel en cuyas velas podría leer todos los deseos que pidió en las mágicas noches de San Juan y esperan cumplirse. Si respirase profundamente se daría cuenta de que el aire tiene un aroma. Podría oler de nuevo su niñez, le vendrían olores a lápices de cera, a plastilina, a infancia, a vida. Y si abriese bien los oídos volvería a escuchar esa bella melodía, esa canción, que decidisteis hacerla vuestra el día que supo que ella era la mujer de su vida y si cerrase los ojos, dejando entornado el corazón, vería a todas aquellas personas que ha querido, que le quieren, y que un día tuvieron que partir, hablándole a su corazón. ¿Y sabe qué es lo más maravilloso que tiene ese lugar?
La miré embobado, tal vez ilusionado, como el niño que mira a su rey mago preferido y le cuenta su primera mentira, «he sido bueno», para que le traiga los juguetes que pidió en su carta, como ese niño que le esperará durmiendo sin saber que ese rey nunca pisará su hogar. Sus ojos estaban cargados de brillo y su dulce voz era un soplo de esperanza. A pesar de que aquella historia estaba demasiado lejos de la realidad, no quería que acabara…
—Lo más maravilloso es que, después, cuando abre el corazón del todo y los ojos de par en par, todas esas personas continúan allí. Por eso, la gente pasa horas mirando al horizonte, sin saber que lo que atrae a sus miradas no es la amalgama de colores, sino de emociones.
—¡Uf! Es precioso, Marina. Daría lo que fuese por poder asomarme por allí aunque solo fuese un minuto.
Ese tiempo fue el que dediqué a contemplar aquel lejano horizonte, desde otro punto de vista, desde el quien sabe todo lo que allí se oculta, y lo único que pude ver era que estábamos demasiado lejos como para poder apreciarlo.
—Marina ¿Te puedo hacer una pregunta?
—Puede hacerme otra si quiere.
—¿Cómo sabes que aquello es así? ¿Has estado alguna vez?
—Hace tiempo me lo contó una bella persona a quien la vida le regaló sabiduría, una persona a la que conoce.
En ese momento supe que mi horizonte estaba muy cerca de mí. Se sentaba a mi lado a escasos cinco centímetros y me estaba cogiendo de la mano.
—¿Quién?
—Nando.
—¿Nando? ¿Conocías a Nando y me lo has ocultado? —No podía creerlo.
—Sí, lo conozco desde hace algunos meses y no se lo he ocultado.
—¿Pero por qué no me lo dijiste antes?
—Señor, eso no tiene relevancia ahora. Solo estoy aquí para ayudarle a revivir lo que no pudo. Ya tendremos tiempo para hablar de mí, pero ahora centrémonos —de una vez— en usted que es lo más importante ¿le parece?
Asentí con la cabeza, con resignación. Mis ojos no estaban conformes, mi interior tampoco.
—¡Ya casi es la hora de comer! Le voy a llevar a un sitio que le va a encantar. Tendremos que andar un poco, pero en apenas diez minutos estaremos allí. Venga vamos.
Nos levantamos y mientras ella cogía la mochila, abría la cremallera y sacaba de su interior otra carta, yo la observaba de pie, inmóvil, tratando de tomar las riendas de un corazón que se había acelerado y golpeaba con fuerza mi pecho tratando de escapar de allí.
Comenzamos a caminar, uno al lado del otro, alejándonos del horizonte de montañas. Apenas pasaron unos minutos cuando Marina abrió el sobre, cogió mi mano, mis dedos se entrelazaron con los suyos y, después de un suspiro, puso una dulce voz a unas sentidas palabras.
Fuimos adentrándonos por un estrecho camino construido con unas tablas de madera castigadas por el tiempo, un camino que empezaba —en un escalón— con un «hola» y acababa —en un mirador— con un «te quiero». Entre medias parecía como si, de un momento a otro, aquellas tablas fuesen a quebrar a cada paso que dábamos, del mismo modo que yo lo hacía con cada frase que escuchaba…
¡Hola pequeño!
Hace tiempo que no te escribo nada y no es porque no tenga nada que contarte, ni porque me haya olvidado de ti, sino porque te echo de menos. ¿Sabes? Ya ha pasado la Navidad, vi desde esta ventana cómo se fue alejando y poco te puedo contar de ella. Esta vez no hubo portales de Belén, ni villancicos, ni doce uvas, ni regalos… fue una Navidad a tu lado, como todas, pero sin ti.
Si pudieras abrir los ojos aunque solo fuese un segundo, si pudieras hablarme aunque fuese en voz baja, si pudieras hacer algo para que supusiese que me escuchas, te ruego que lo hagas. Necesito saber que no te estás alejando de mí, no puedes dejarme sola, ahora no…
Tengo algo muy importante que contarte, sé que te hará feliz, muy feliz y quiero que seas el primero en saberlo. Primero fueron unos días de angustias, después fue una falta, luego dos y un dispositivo se tiñó de rosa para confirmármelo… Parece que algo dentro de mí empieza a nacer. Sí, pequeño sí… vamos a tener una familia, ¿no es maravilloso?, lo que tanto deseábamos se va a hacer realidad y no quiero que te lo pierdas por nada del mundo. Esto no, por favor.
Despierta, pequeño, despierta…
Una vez allí fue cuando verdaderamente supe que habían pasado demasiados años. No recuerdo antes haber visto a tantas personas en aquel mirador. Dejó de ser un lugar donde perderse para convertirse en un lugar donde encontrarse. Allí una niña pequeña vestida de princesa jugaba a ser una de ellas, mientras su abuela —que no le perdía ojo— soñaba con que algún día se reencontraría con su príncipe azul. En uno de los bancos una pareja de adolescentes parecían haber descubierto el amor, aunque no en el mismo momento, mientras ella le acariciaba con las palabras, él la devoraba con la mirada. A lo lejos, de espalda a la vida y bajo un viejo sombrero, se ocultaba un bohemio guitarrista abrazado a una triste balada, con un cigarrillo entre sus cuerdas y entre los cordones de sus botas rotas sujetaba una servilleta con la letra de la canción, una canción que nunca hubiese deseado tener que escribir y que nunca olvidará que lo hizo. Al fondo, escondido detrás de una de las columnas, un joven disimulando aprieta el gatillo de su cámara, robando en cada fotografía un instante de sus vidas, unas vidas que posiblemente colgarán de las paredes de una exposición y donde, seguramente, los verdaderos protagonistas nunca sabrán de esas fotos, de ese concurso, ni de lo que ganó el fotógrafo con ellas, con ellos. Apoyada sobre una barandilla de madera con vistas al mar, una joven vestida con un chándal y unas zapatillas sin marca, hace unos ejercicios que no le hará desaparecer una incipiente barriga que irá creciendo por semanas al mismo ritmo que lo hará su felicidad. Y mientras todo eso ocurría delante de nosotros, mi cabeza me decía que había llegado la hora de contar toda la verdad a Marina, pero mi corazón rogaba que esperase un poco más, hasta llegar al inicio de toda la historia.
Nos sentamos en uno de los pocos bancos libres que quedaba bajo la sombra. Marina sacó de la mochila unos dulces que sirvieron de almuerzo junto a una botella de agua.
—¿Recuerda este sitio, Señor?
No sabía que responderle, como olvidar un sitio así, me dije a mí mismo sin pronunciar una sola palabra.
—Blanca hablaba con nostalgia de este mirador. Habían pasado muchos años desde la última vez que lo visitó. Se negaba a volver aquí si no era contigo. Decía que lo primero que haríais cuando despertase, sería casaros en este lugar. Lo tenía todo organizado, tenía tiempo para hacerlo. Quería que fuese una boda atípica. Se celebraría de noche, con la tenue luz de unas velas, con pocos invitados, obviando los compromisos ajenos, sin anillos, ni cura, pero bajo la atenta mirada de un cielo repleto de estrellas y de testigo… de testigo pensó en la luna. Lo contaba tan ilusionada, con tantos detalles, que era fácil poder imaginar la ceremonia y difícil tratar de borrar la sonrisa en sus ojos. Después, cuando volvía a la realidad, la sonrisa caía por su mejilla disolviéndose en una lágrima hasta desaparecer en el abismo de sus labios. En este mirador era donde dilatabais las noches mientras os tumbabais sobre este mismo suelo de madera, quizá más virgen. Os refugiabais del frío cubriéndoos con unos brazos hechos de franela y unos besos que ponían el calor; coleccionabais deseos que pasaban a lo lejos —en el cielo— disfrazados de estrellas fugaces. Después, cuando el amanecer empezaba a madrugar, regresabais a casa. Algunas veces aparecían piedras en sus bolsillos, otras en los de ella y casi siempre en los de los dos.
Unas piedras que no tenían ningún valor en la bolsa, pero que en el amor nadie entiende de divisas. Aquellas piedras guardaban en sí un significado, el que vosotros quisisteis darles ¿lo recuerda?
—Déjalo Marina, ahora no, por favor. No estoy preparado aún para esto, siento que me voy derrumbando por momentos. Necesito descansar…
—Está bien, Señor, descanse —dijo mientras acariciaba mi espalda con su mano.
La miré como quien pide clemencia, me miró como quien ofrece comprensión y poco a poco fui dejándome caer por ese banco que empezaba a quemarme, hasta llegar al suelo. Allí me quedé tumbado mirando a un cielo barnizado de madera, con las manos tras la nuca y dejando al corazón sentado junto a Marina. Cerré los ojos, respiré profundamente y ahora no recuerdo si dormí o soñé, eso no lo recuerdo…