9
Despertar
El día se dibujaba con un intenso olor a café. Había descansado bien, no sé cuántas horas habría podido dormir ¿seis, ocho, doce…? No sé, digamos que fueron muchas.
Subí la persiana, esta vez haciendo todo el ruido del mundo. El día estaba raro, soplaba una pequeña brisa de aire. Lo noté al mirar las hojas de los árboles, después abrí la ventana y un cuerpo semidesnudo lo confirmó. Estaba nublado aunque no parecía que fuese a llover, tampoco parecía hacer frío.
—¡Buenas tardes! Señor. Menudo dormilón que está hecho ¿Le apetece tomarse un café? Lo acabo de preparar con mucho cariño.
—Buenas tardes, Marina ¡Puf! ¡Qué bien he dormido! Necesitaba descansar. Si lo has preparado con mucho cariño no puedo rechazar ese café que me despertó con su olor.
—¿Y qué ha soñado?
—¿Qué he soñado? Pues no lo sé, no lo recuerdo, creo que no he soñado nada.
—No puede ser Señor, todo el mundo sueña ¿No me diga que usted no tiene ningún sueño?
—¿Debo tenerlo?
—Debería, Señor.
—Pues no lo sé, de todos modos si lo tuviese no lo compartiría contigo.
—¡Ah!, ¿no?, ¿y eso por qué? —Preguntó Marina con sus brazos cruzados.
—Pues porque no te conozco ¿te parece suficiente razón?
—Ya tendrá tiempo de hacerlo ¿no? Y sí, me parece una razón de peso, una inteligente razón. Aunque no me importa en absoluto que no me los cuente, me alegra saber que al menos los tiene.
—Bueno, Marina, cambiemos de tema que esto de los sueños es muy íntimo. ¿Me das cinco minutos para recoger la habitación, me pongo algo y nos tomamos ese café que no quiero que se nos enfríe?
—Si quiere bájese usted al salón, desayune o mejor dicho meriende, mientras ya me encargo yo de ordenar y recogerlo todo.
—De ninguna de las maneras voy a permitir que ordenes lo que yo he desordenado. Espérame abajo, no tardo nada.
—Muy bien Señor, ¡qué cabezón es usted!, pues le espero abajo. No tarde, por favor.
—Cinco o seis minutos, no más.
Marina se quedó unos segundos en la habitación, sin llegar a entrar, viendo como recogía todo. Le hacía gracia que no encontrara la forma de hacer bien la cama. Cuando tiraba de un lado de las sábanas, el otro se quedaba corto y estuve un rato dando vueltas de un lado para otro hasta que logré hacerla —casi igual de bien— que en los hoteles, solo faltaban unos detalles. A Marina le hacía gracia verme hacer la cama, a mí me hacía feliz verla sonreír.
—Señor, es usted un poco «payasete» ¿no?
—Puede ser, solo me falta la nariz roja y unos zapatos gigantes. Es eso lo que hacen los payasos, despertar sonrisas ¿cierto?, y la tuya, sin lugar a dudas, es la más bonita que jamás haya visto.
—Al final va a conseguir sacarme los colores. Permítame corregir lo que acaba usted de decir, pues aunque ahora no lo recuerde, ha conocido muchísimas sonrisas preciosas. Ya tendremos tiempo para hablar de ellas. Venga no me enrollo más, termine con esa cama y vamos a tomar ese café de una vez.
—La cama está casi lista, ordeno la habitación y termino. No me entretengas más. Anda, espérame abajo.
Marina se marchó con una sonrisa tatuada hacia un salón que nos llamaba a gritos con una mezcla de olor a café y a tostadas quemadas.
—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! —Escuché gritar a Marina, creo, que desde la cocina.
—¿Qué ha pasado? ¿Llamamos a los bomberos? Huele a quemado. ¿Marina?
—Nada, no pasa nada, solo que se me han quemado las tostadas, Señor. Me olvidé que las había dejado puestas y fíjese la que he liado.
—Ya bajo a ayudarte, un segundo —seguí gritándole.
—Da igual, si no es nada. Usted termine con la habitación, mientras preparo otra tanda. Espero no volver a quemarlas.
Seguí recogiendo la habitación, cuando al estirar la almohada encontré debajo de ella la piedra. Sigo pensando que Marina tiene algo que ver por aquello de: «Quien calla, otorga» y cuando le pregunté no me dijo nada, desvió la conversación.
Unos vaqueros rasgados por la rodilla y el trasero; una camiseta oscura con un dibujo de una boca sacando una lengua, unas botas grises, y ya estaba todo listo para bajar. Antes entré en el baño. En el lavabo seguían los tres cepillos de dientes. Uno sería de Marina, otro mío y ¿de quién sería el tercero?
—¡Marina! De quienes son todos estos cepillos de dientes —le grité asomando el cuerpo por la barandilla.
—El suyo es el verde, Señor.
A veces me sorprende esas personas que tienen el don de responder las preguntas sin decir nada, como Marina.
Cogí el cepillo verde, «mi cepillo verde», y me quedé mirando al enorme espejo que nada reflejaba. Era un misterio, seguía tapado. Me di la vuelta y la tentación desapareció.
Bajé la escalera, otra vez solo, apoyando mis manos en la barandilla y a una velocidad que hizo que el café no se enfriase, del todo. El salón olía a cafetería. Allí, en el sofá gris, esperaba sentada Marina. Delante de ella, había una pequeña mesa de cristal ocupada por una bandeja de madera, sobre las que descansaban dos tazas de café y varias rebanadas de pan. Y un poco más lejos, sin perder detalle, me encontraba yo.
—¡Qué guapo! —Decía mientras le soplaba a un beso.
—Gracias Marina ¡Qué bien huele y qué hambre tengo! —Dije mientras esperaba que el beso llegase a mí.
—Venga siéntese aquí, a mi lado. Le he preparado su desayuno favorito.
—¿Mi desayuno favorito? —Dije extrañado—. ¿Cómo sabes tú cuál es mi desayuno favorito?
—Pues porque soy muy lista y punto.
—¿Quién te lo ha contado?
—No me lo ha contado nadie. No sé si lo sabrá, pero hay una cosa que se llama internet, pero si se queda más tranquilo, también le diré que he oído hablar mucho sobre usted. Le sorprendería todo lo que sé…
—¿A quién has oído hablar de mí?
—Pues a muchas personas que le quieren y están muy aferradas a usted. Ya le contaré más adelante. No me pregunte ahora. Vamos a disfrutar del desayuno que se enfría.
Mientras removía el café, daba un mordisco al pan y el humo desaparecía delante de mí, me quedé pensativo, tuve una sensación rara. ¿Cómo era posible que Marina supiese tanto sobre mí? ¿Quizá todo fuese un farol, quizá fuese una psicópata obsesiva o quizá, solo quizá, fuese verdad? De las tres opciones que deambulaban por mi cabeza, quise creer que fuese la tercera, por muchas razones. Quería creer en ella y que ella creyese en mí; porque hicimos un pacto; porque me hacía sentirme bien; porque sabía encontrar mi sonrisa; porque sabía escucharme cuando quería hablar; porque me gustaba tenerla a mi lado; porque era preciosa y, sobre todo, porque empezaba a ser imprescindible para mí, para mi vida.
—¿Marina quién eres?
—¿No se acuerda de mí? Soy Marina. Mucho gusto en saludarle.
Se acercó a mí y me besó dos veces. Ella empezó a reírse y yo sonreí con ella.
—En serio, Marina. Cuéntame cosas de ti. Si eres tú quien vas a cuidarme, me gustaría saber —al menos— en manos de quién estoy.
—Me parece muy justo, Señor. Pregúnteme qué desea saber y yo le respondo ¿Le parece?
—Pues no, no me parece. Mejor háblame libremente de ti, lo que quieras o puedas contarme. Todos tenemos secretos que nunca desvelaremos. Yo no soy, ni pretendo ser periodista, así que mejor que seas tú quien hables de tu vida, de tus miedos, de tus inquietudes, de tus sueños… como si todo fuese un cuento. Quiero escucharte, disfruto al oírte, estoy enamorado de tu acento, de tu forma de hablar, de tu mirada, de…
—Pare, pare… que como siga así va a acabar diciéndome que se está enamorando de mí.
—¡Qué va! Quizás algún día. ¿Quién sabe, no? —Sonreí, solo por fuera.
—¡Jo! Qué pena que sea usted tan mayor para mí, porque me encanta.
—¿Tan mayor? ¿No dicen que el amor no tiene edad?
—Vamos a dejarlo aquí, Señor. Mientras merendamos iré contándole historietas de mi vida, no es muy divertida se lo advierto. Cuando quiera preguntar o saber algo me interrumpe, ¿le parece?
—Ahora sí me parece.
Marina comenzó a hablarme de su vida con su tono de voz. Yo sujetaba mi taza y dejaba que sus palabras entrasen ordenadas en mis sentidos. La miraba, quise analizar sus gestos, sus expresiones en la mirada, sus miradas a la nada, traté de buscar lo que ella no decía con su voz, pero quizá su transparencia me hizo no encontrar nada que no me hubiese dicho. Empecé a sentir admiración por ella, a medida que avanzaban sus vivencias. Me contaba —entre lágrimas— que nunca llegó a conocer a sus padres, pero que siempre los tuvo muy presentes. Que sabía que llegaría ese día en el que se reencontraría con ellos y le contaría que, para ella, no había sido nada fácil y, sobre todo, les diría lo mucho que les había echado de menos.
—Señor, ¿sabe?, nadie puede elegir la vida que queremos vivir, pero sí podemos mover nuestras alas para llegar hasta donde soñemos —me contaba mientras se deshacía por momentos.
Había pasado buena parte de su vida viviendo en hospitales, con el frío que desprenden esas habitaciones con olor a medicinas. Debió ser muy duro para ella. Me atragantaba —en mi propia saliva— al oír que nunca había jugado al elástico con sus amigas, que nunca tuvo una muñeca, que no sabía qué era un amor platónico. Ni siquiera fue capaz de recordar el primer beso de adolescente, se me encogió el corazón. Me decía que la vida no le dio la oportunidad de poder conocerlo, ni siquiera lo había podido echar de menos. Vivir en el ajetreo de bebés, niños, adolescentes y ancianos. A veces la vida no es justa y nos dedicamos a juzgarla cuando no hay mayor injusticia que no poder vivirla.
Marina no dejaba de darme lecciones en cada relato de su vida.
—A pesar de no haber tenido el cariño, el afecto y el amor de mi familia, siempre los tuve presente —me decía tapándose la cara.
—Me pareces una mujer increíble. Una luchadora nata, seguro que la vida te recompensa por ello —le abracé hasta que su cuerpo dejó de temblar.
Luego dejó descubrir su cara y sonrió:
—¿Cómo has conseguido superar todas esas adversidades? —Le decía mientras le acariciaba la espalda.
—¿Quién le dice a usted que lo haya conseguido? No lo hice, Señor. Pero no puedo mirar atrás, ese camino ya lo he superado. Solo me queda seguir adelante sabiendo que algún día volveré a encontrarme con ellos.
—¿Los echa de menos, verdad?
—No se imagina cuánto, Señor. Mi último pensamiento antes de dormir y nada más despertarme es siempre para ellos. Nunca podré olvidarlos.
Volvió a ocultar su cara bajo sus dos pequeñas manos, bajó la mirada al suelo y rompió a llorar desconsoladamente. Era un llanto tímido, forzando el silencio, el de Marina. El mío, fue exactamente igual.
Me sentí culpable de provocar esa situación. Nunca debí preguntar nada de su vida. Me decía a mí mismo: ella está aquí para cuidarme y no para contarme su vida ¡bocazas!
Dejé la taza del café en la mesa. Volví a abrazarla.
—¿Te encuentras bien? Lo siento, Marina. No quiero verte así.
—Sí, me encuentro bien, Señor. Perdóneme usted a mí, lo siento.
No quería llorar delante de usted, pero cuando me pongo a recordar… hay momentos, muchos momentos… que daría lo que fuese por volver a nacer y vivirlos de otro modo. Fue difícil, Señor, verdaderamente difícil.
—Te comprendo, Marina. Eres una mujer muy valiente. Tu familia se sentiría muy orgullosa de ti.
Secó los restos de tristeza con su mano, pero la humedad de sus ojos solo el tiempo podría secarla. A pesar de todo, ella sonreía, tenía la más bonita de todas las sonrisas.
—¡No me mire!, no quiero que me vea así, por favor —apartó con sus manos mi cara—. Ya le aviso yo cuando puede mirarme ¿vale?
—De acuerdo, pero déjame decirte que cuando dejas al descubierto los sentimientos, tu belleza se amplifica.
—Quiero que sepa que si me ha visto llorar es porque es usted. Además, me ha pillado en un momento un poco sensible. No se volverá a repetir nunca más.
—¿Por qué? ¿No vas a seguir contándome cosas de tu vida? Es un placer escucharte.
—Casi mejor que no, Señor. Creo que por hoy ha sido suficiente. Si le parece terminamos con la merienda que, por cierto, se ha enfriado todo y empezamos a hablar de usted y a indagar por sus recuerdos ¿Le parece?
—Sinceramente me da bastante miedo.
—¿Miedo a qué?
—Miedo a saber cosas que no me gustarían oír. No quiero llorar.
—Hay que estar preparado para todo ¿Lo está?
—No, no lo estoy.
—¿Entonces?
—Déjame pensar un poco. Esto no es fácil.
—¿Y quién dijo que lo fuese?