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Espejos

La primera vez que entré en casa, apenas había caminado dos metros por un pasillo —que muy probablemente daba al salón— cuando me encontré con un espejo de cuerpo entero colgado en una pared, cerca de una pequeña ventana. Me acerqué lentamente a él con la debilidad de mi caminar, cuando de pronto Marina sujetó con fuerzas mi brazo evitando acercarme del todo a él. Dijo:

—Por favor, Señor, no se mire en el espejo. No debería hacerlo. No creo que sea una buena idea verse reflejado en él, al menos por ahora.

Me paré, miré a ese espejo que apenas estaba a un metro de mí, luego miré a Marina y no entendía nada ¿Cuándo es buen momento para mirarse a un espejo? ¿Qué daño podría producirme verme reflejado en él? Solo era un espejo pero aun así —quizá por el encanto que despertaba en mí Marina— no quise desobedecerla, ni tampoco quedarme sin saber el motivo de no hacerlo:

—¿Qué tiene de malo para que no pueda mirarme en él? ¿Piensas que soy tan feo como para que se rompa? —dije quitando hierro al asunto.

Marina volvió a sonreír mientras me agradecía que no lo hiciese. Luego quiso explicármelo:

—Señor no se trata de que sea usted feo o guapo, ya le dije anteriormente que me parece un tanto atractivo y desde entonces no he cambiado mi opinión respecto a usted, nunca la cambiaré. La belleza de las personas no se mide por lo que aparentan sino por lo que significan ¿lo sabe, verdad? Solo le pediré que confíe en mí, es importante y sobre todo es necesario que lo haga. Por favor Señor no se mire en el espejo durante un tiempo, antes debe o debemos hacer muchas otras cosas, algunas tan cotidianas como darse un buen baño de agua caliente con espuma que rebose por ambos lados de la bañera y sales minerales, eso también. Después deberá afeitarse esas barbas blancas mal cuidadas que tanto me recuerdan a la figura bíblica de Abrahán, le ayudaré con la espuma y las cuchillas. Para terminar debe vestirse con ropa más cómoda y mucho más elegante que este triste pijama que tan poco le favorece. Hay mucho de lo que hablar antes de mirarse a ese espejo. Luego hay algo que no podemos dejar de hacer…

—¿Algo como qué? —pregunté intrigado.

—Tenemos que hablar Señor, tenemos que hablar…

Resoplé una vez, luego suspiré. Ese «tenemos que hablar» me dejó angustiado, porque esa frase nunca lleva nada bueno detrás… No estaba muy de acuerdo con la planificación de Marina, sobre todo porque no me gustó que pidiese confianza sin tan siquiera saber quién era, tampoco que decidiese el tiempo que tenía que pasar para poder mirarme al espejo.

Marina me miraba con la cabeza ligeramente ladeada esperando mi aprobación. Fui incapaz de desobedecerla, no sé si fue por la dulzura de su voz o por la belleza de su mirada, pero mi voz contradijo a mis pensamientos. Luego asentí también con la cabeza.

Reanudé la entrada a la casa por el pasillo hasta llegar a una puerta de madera oscura con cristales amarillos que daba a un salón, atrás quedó aquel espejo que aunque deseaba mirar en él, le aparté la mirada al pasar por su lado.

En un instante volví la mirada atrás y observé como Marina se había detenido frente a él, en el mismo espejo en el que me pidió que no me mirara. Estuvo varios segundos frente a él, ni siquiera parpadeaba, tan solo se miraba. Posteriormente —justo después de suspirar— entró en el cuarto de baño que había en la puerta contigua, sacó de él una enorme toalla de baño y con ella tapó completamente aquel espejo prohibido.

Me sentí ofendido al verla mirarse al espejo y así se lo hice saber:

—¿Me explicas ahora por qué tengo que confiar en ti? ¿Por qué tapas el espejo con la toalla? ¿Acaso te piensas que soy como tú, que cuando no te des cuenta o te despistes me miraré en él? Yo no soy como tú Marina, yo tengo palabra. Has empezado como el culo aunque aún puede acabar la cosa peor…

—No lo malinterprete Señor, está muy equivocado… No es…

—¡Yo siempre soy el que está equivocado! —le interrumpí bruscamente—. No soy tu marioneta Marina. Nunca te olvides de eso ¿te queda claro?

—Lo sé Señor, por supuesto que no es usted mi marioneta ni pretendo que lo sea. Pero si me permite me gustaría poder explicarme, por favor —dijo afectada por mis palabras.

—Inténtalo pero busca un buen motivo para que no te eche ahora mismo de mi casa —concluí.

—Señor, no le voy a quitar la razón. No tiene por qué confiar en mí, si ni siquiera me conoce, es más, si no quiere que le cuide solo tiene que decírmelo y vendrá otra persona en mi lugar para hacerlo. Sé que la confianza no es gratuita, como también entiendo la dificultad de ganársela y la facilidad con la que se pierde. Permítame empezar de cero, a ganármela poco a poco, sé que al final acabará confiando en mí. Señor, si le he pedido que no se mire en el espejo yo tampoco volveré hacerlo, lo que no quiero para usted tampoco lo voy a querer para mí, pero por favor, deme la oportunidad de conocerle, de cuidarle y luego júzgueme. Si quiere me marcho ahora mismo, no quiero estar allí donde no quieren que me quede. Hago una llamada y vendrá otra persona en mi lugar. Puse esa toalla sobre el espejo para que al cruzar al salón o al bajar las escaleras y se encuentre de frente a él no pueda verse reflejado. Insisto, aún no es el momento para mirarse en él.

Dejé pasar algunos segundos que sirvieron para ordenar sus palabras en mi mente y sobre todo para analizar un lenguaje corporal que decía que todo era verdad…

—¿Cuándo se supone que es el momento adecuado? —pregunté mucho más relajado.

—No tenga prisa. Yo se lo diré pero prométame que no se mirará en ningún espejo de casa.

—No tengo nada que prometerte, Marina. Ya te he dicho una vez que soy una persona que cumple con su palabra y con decírtelo una vez es más que suficiente. No me hagas repetírtelo ¿De acuerdo?

—De acuerdo, Señor. Entonces solo le pediré que tenga paciencia hasta que llegue ese día en el que quitemos las toallas de los espejos.

Los espejos no son más que un reflejo de lo que aparentamos, no de lo que somos.

Acepté su propuesta y continué:

—Perdóname Marina, si te ha molestado la forma en la que me he dirigido a ti. Algunas veces hago juicios de valor sin escuchar ni conocer a las personas que tengo delante y luego no me queda más remedio que pedir disculpas, lo siento.

—Soy yo quien lo siente, Señor. Ha empezado con buen pie para ganarse mi confianza y en cambio he empezado con el pie contrario a conquistar la suya ¿me perdonará algún día?

—Lo hice hace un rato. Empecemos de cero Marina —luego me abracé a ella.

A menudo resulta que a quien más queremos es a quien más veces decimos lo siento.

Marina sin dejar de abrazarme y pudiendo sentir su felicidad dijo:

—Gracias Señor, no se imagina cuanto se lo agradezco ¿Quiere que sigamos viendo la casa?

—Por supuesto —dije contagiado por su entusiasmo. Continuemos viendo esta casa, a ver si pronto encontramos algún lugar cómodo donde pueda descalzarme y sentarme a descansar. La escalera de la entrada ha acabado con las fuerzas que me quedaban. ¿Cuántos escalones hemos subido cien, doscientos…?

Marina rompió a reír a carcajadas. Me encanta que las risas se contagien porque a veces acercan a las personas…

—¡Qué dice Señor! ¡Es usted muy exagerado! Solo fueron nueve escalones, aunque hemos tardado un poquito más de lo que suele ser normal, pero eso no tiene importancia. Tenemos todo el tiempo del mundo para subir y bajar escaleras, para cantar, descansar, dormir, caminar, viajar, soñar, mirarnos en cuantos espejos se crucen en nuestro camino, para bañarnos en las mejores playas del mundo,…todo el tiempo del mundo. Además fíjese que ya solo faltan cuatro pasos para llegar al sofá.

Luego gritó, brincó y alzando los brazos al aire exclamó:

—¡Ánimo campeón! ¡Usted puedes…! —decía sin dejar de sonreír.

Me cuesta mucho confesarlo, ni siquiera sé si debería decirlo o esperar un poco más adelante, pero debo reconocer que Marina, en cierta medida, estaba empezando a conquistarme. Sabía —en cada momento— qué debía hacer para tranquilizarme, qué decir para sacarme una sonrisa y, sobre todo, sabía como hipnotizarme con su mirada, como nunca nadie lo había hecho antes… quizás era su forma de hablarme con un tono aún no inventado; posiblemente fuesen sus hoyuelos del centro de sus mejillas; probablemente sería su sonrisa contagiosa; tal vez fuese su mirada dibujada sobre un fondo de tonos verdes o quizá solo fuese el estar a mi lado haciendo sentirme especial o sentirme menos solo, pero de lo que no tengo ninguna duda es que era por ella, por Marina. Aunque me sobrasen los motivos para hacerlo, era demasiado pronto para una formal declaración de amor, ni siquiera para una declaración de intenciones.

Después de unos pasos, entramos en un amplio salón repleto de vacío y escasa de decoración. Me quedé junto a la puerta paralizado, como si ese vacío hubiese ocupado mi corazón. No supe hacer nada y dejé que mis ojos recorriesen solos aquella estancia…

Sin poder dar una explicación, el ritmo de mi respiración empezó a acelerarse. Conforme se acortaban, los intervalos de tiempo entre la aspiración y la expiración eran más cortos, aumentaba el ritmo descontrolado de los latidos de mi corazón. Estaba inquieto, intranquilo, no dejaba de mirar de un lado a otro, hasta que Marina percibió que tanto nerviosismo podría acabar en tragedia. Se agarró de mi brazo y me llevó al único sofá que había en el salón, mientras intentaba tranquilizarme con sus palabras. Me sentó en él, luego me tumbó, me puso las piernas en alto y me descalzó. Después se acercó a mí, me cogió con sus pequeñas manos y empezó a hablarme dejando entrever una voz asustadiza:

—Señor ¿Se encuentra usted bien? ¿Qué ha pasado? ¿Qué ha visto para reaccionar así?

—…

No respondí. No quise compartir mi dolor con ella porque, aunque lo hubiese hecho, seguiría cargando con la misma pena. Preferí tomar aire para seguir respirando…

—Por favor, no tenga miedo. No dejaré que le ocurra nada ¿de acuerdo? Relájese Señor, todo saldrá bien. —Sus palabras llegaban a mis oídos como si fuese el oxígeno que necesitaba mis pulmones.

No pude responder, me limité a pedirle —por favor— que me ofreciese un poco de agua, estaba muy cansado y confuso, a la vez que nervioso.

Se marchó rápidamente hacia la cocina y ese fue el único momento que se alejó de mí desde que salimos del hospital, dejó de estar a mi lado para estar conmigo.

Apenas pasaron unos segundos, cuando regresó. Me ayudó a beber de un vaso de agua que sujetaba entre mis manos, pero en lugar de regar mi interior, empapó todo mi cuerpo. Hacía tiempo que no me sentía tan torpe, ni tan nervioso, ni tan observado… Marina no dejaba de mirarme a los ojos, esos que tanto me intimidaban. Supongo que esperando a que de mi boca brotasen las palabras, pero estaba hipnotizado con tanta belleza. Mientras miraba al suelo, dije con una voz pausada y escasa de potencia que apenas tenía fuerzas para pronunciarme:

—Parece como si ya hubiese estado aquí anteriormente. La estancia hace remover dentro de mí un sentimiento familiar, como si en lugar de estar en esta casa estuviésemos en este hogar. Estas cuatro paredes pintadas de ese color lila pastel, aquellos dos cuadros que cuelgan de esa pared de enfrente, aquel enorme cojín negro junto a la chimenea y este otro cuadro con la fotografía aérea de ese paraje tan hermoso del cual no recuerdo ahora su nombre, ni esos escritos de qué bonitas manos salieron y lo que más tristeza me produce —dije mientras miraba a mi alrededor— es que ni siquiera soy capaz de saber por qué me resulta todo tan familiar… Parece que esta situación la hubiese vivido. Es como si todo esto ya lo hubiese vivido en otra época, en otro lugar o en otra vida; es como revivir tiempos pasados pero con nubes en el recuerdo y no quiero olvidar, porque son los recuerdos quienes nos mantienen vivos… Quiero recordar.

Mientras le iba hablando, su mirada buscaba —en el suelo— un refugio donde esconder un brillo que no deseaba. Se tapaba la boca —con sus pequeñas manos—, quizá para que no se le escapasen las palabras pero hacía ya rato que sus ojos lo habían contado todo.

Fueron varios minutos en los que ninguno supimos qué decir. Escuchamos un silencio armonizado por el leve sonido de una respiración —la nuestra— que hacía de frontera entre nuestros cuerpos. Cuando se elevó, nos fundimos en un tierno abrazo, repleto de suspiros y alguna que otra lágrima. Marina secó unas perlas de agua que paseaban por su piel, que nacían en el verde de sus ojos y desembocaban en el carmín de sus finos labios. Luego se incorporó, con una media sonrisa avergonzada, y me pidió que no me moviese de allí. Por segunda vez se alejó de mí, por primera de la casa.

Cuando regresó cargaba, en sus brazos, con una caja de cartón. La dejó justo en el centro del salón, se quedó a su lado y ambas fueron el centro de todas las miradas. Observé desde el sofá que estaba repleta de aquellos recuerdos que habían compartido en la habitación del hospital, pero mientras yo dormía en una incómoda cama sin saber de su existencia, ellos esperaban —en la mesita de noche— mi atención. Posiblemente todos esos recuerdos estaban cargados de nostalgia, de afecto, de ternura y sobre todo de amor, de mucho amor… tendré tiempo para descubrirlo.