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Amor de Bécquer
Cuando abrí los ojos por primera vez apenas pude ver nada, tan solo vislumbré una intensa luz blanca que me cegaba al atravesar una niebla que había dispersada en el ambiente. No solo me impedía saber dónde me encontraba, sino que tampoco podía imaginarlo. Poco a poco, muy despacio, aquella luz se fue disipando junto a la niebla, sin prisas, como lo hace el humo de un cigarrillo que aún se resiste a tener que apagarse. Parecía como si el tiempo no tuviese cabida en esa estancia, cada fotograma se ralentizaba y lo peor de todo era que no entendía por qué todos esos movimientos transcurrían tan despacio.
Pasados unos segundos vi, a escasos centímetros de mí, como asomaba entre medio de una cortina de niebla una sombra, luego una imagen y por último un precioso rostro. Era una hermosa mujer que no cesaba de mirarme a los ojos casi sin parpadear. Su blanca piel hacía resaltar aún más sus enormes ojos verdes, perfilados con una línea negra en su contorno. Me impresionaba su mirada, me intimidaba, pero me cautivó ver como esa bonita mujer dejaba caer por su mejilla una dulce lágrima… una cristalina y brillante lágrima.
Quizás aquella expresión era el mejor espejo para definir qué es la felicidad. Nunca antes vi tanta felicidad en una lágrima. Tenía el cabello oscuro, casi negro. Una larga melena caía a ambos lados de sus hombros que dejaba ver unas mejillas sonrosadas. De ellas amanecían dos hoyuelos que nacieron con su dulce sonrisa, junto con un sonido difícil de definir, jamás lo había oído en ninguna otra persona. Ese chasquido de sus labios que se oía cuando sonreía, azucaraban mi mirar. Me parecía tan dulce aquel sonido…
De pronto nació de su interior una tímida e inocente voz que decía:
—Bienvenido, Señor.
Dijo una voz irreconocible, no sabía de dónde era ese singular acento, ni describir su tonalidad —a pesar de mis elementales conocimientos de música—. Esa sensibilidad mezclada con dulzura, nobleza e inocencia y sobre todo esa timidez… esa sensible timidez. No sé qué tenía esa mujer, pero me cautivó tanta belleza no solo en su voz, sino también en su profunda mirada. Era lo más parecido a un ángel pero sin alas. Por unos instantes empecé a creer que me encontraba en el cielo, en el paraíso, luego bajé a la tierra. Siempre fui escéptico —y en mis creencias no había sitio para la existencia de ángeles—, aunque esa mujer, sin lugar a dudas, lo era. Siempre existió la excepción que destruye las normas. Nunca nada es totalmente cierto, ni totalmente incierto, siempre queda un margen para lo desconocido.
En aquel momento fui incapaz de buscar una explicación. Me hacía muchas preguntas mudas al exterior:
—¿Quién era esa preciosa mujer que me daba la bienvenida? ¿Dónde me encontraba para ser bien recibido? ¿Por qué no dejaba de mirarme? ¿Cómo llegué a ese lugar?
Me encontraba tan débil psíquica y físicamente que no quise buscar las respuestas, ni siquiera dediqué un solo segundo en pensar en ellas. Mi voz seguía sin volumen. Me sentía en una enorme nube de paz de la cual no podía ni deseaba bajarme.
Tanta belleza imposibilitaba desviar la mirada a otro lugar que no fuesen sus ojos. Era inmensamente bonita. Y es que cuando las palabras no se pueden decir con la voz, se dicen con la mirada, y la mía no dejaba de hablar. Me había cautivado aquella preciosa mujer.
Me encontraba tumbado en una articulada e incómoda cama en medio de una fría habitación de paredes blancas y donde alguien se olvidó de la decoración. La mesita de noche, que había justo a mi lado, estaba repleta de objetos: piedras de todos los colores y tamaños, una botella de vidrio rellena de arena blanca, caracolas y un pergamino enrollado en su interior, un CD de música junto con una pequeña dedicatoria manuscrita, una cajita de rayas negras y marrones atada con un pequeño lazo… demasiadas cosas para tan poco sitio.
De todos los objetos que había en ella, hubo algo que llamó especialmente mi atención. Fue ver varios sobres de color verde ordenados unos encima de otros y atados con un pequeño cordón blanco sobre aquella mesita.
A mi derecha había una enorme ventana blanca de aluminio que ocupada casi toda la pared. Las hojas estaban abiertas de par en par, invitando entrar a una pequeña brisa y un sonido que me hacía imaginar que desde allí había unas preciosas vistas al mar, no podía verlo desde mi posición pero oía el sonido inconfundible de las olas al romper. Con persianas, pero sin cortinas, como dijo un día el amigo Juan «una casa sin cortinas no es una casa», quizás aquel lugar estaba demasiado lejos de parecerse a un hogar… Nunca entendí la utilidad de las cortinas salvo si es para decorar o para esconder lo que hay al otro lado, pero cuando no hay nada que ocultar ni nada que adornar, ¿para qué sirven las cortinas?
Justo a los pies de la ventana descansaba una pequeña maceta de la que crecía un delgado girasol que parecía mirarnos tanto a ella como a mí. En aquella estancia había un intenso y desagradable olor a medicamentos que iban desapareciendo conforme se me acercaba aquella mujer. Desprendía un fresco olor a abril con cada movimiento que daba, dejando a mi lado la esencia de su primavera. Era la única persona que había conmigo y, sin duda alguna, lo más acogedor de su compañía era su belleza.
Me miré a mi mismo y no estaba muy presentable. Tenía tubos por todas las partes de mi cuerpo, por sus orificios, y ventosas pegadas en mi pecho, pero aquello no me importó, pues ver a esa mujer mirándome a los ojos con esa ternura, paz, felicidad e inocencia me hizo sentir, durante un par de suspiros, que me acababa de enamorar.
Nunca creí en el amor a primera vista, ni en el amor ciego, ambos conceptos tan opuestos como abstractos. Tampoco creí en el amor eterno, ni mucho menos en los flechazos, si no son los producidos por un indio en una película de Western… tan solo me he limitado a creer en lo que he vivido, en lo que vi.
A pesar de que nunca fui bueno para bautizar a las personas, ni a las mascotas y mucho menos al amor, a este le bañé con agua bendita y le puse el nombre de: «Amor de Bécquer», por aquello de que «aquellas que aprendieron nuestros nombres… esas no volverán».
Pero a pesar de tanto escepticismo en el amor, resulta complicado explicar cuál es el motivo por el que, a veces, nos llegamos a enamorar a primera vista, en ciertos lugares e incluso varias veces en la misma noche. Quién no se enamoró a mi primera vista en un oscuro y ambientado local de moda, al que acudes por primera vez y eres atendido por una camarera que no sabrías distinguir si era tan hermosa como agradable o al revés y que a su vez es el centro de todas las miradas y de la tuya el punto rojo más pequeño de la diana. Aquella que te sirve las copas con la mejor de sus sonrisas, quizá natural o quizá contratada, pero la mejor de todas. Quién no se enamoró esa misma noche en otro local, dos horas y tres copas después, de otra simpática camarera, completamente distinta a la primera físicamente, quizá más hermosa o más amable, que te sirve la cuarta copa de la noche con otra picaresca sonrisa. Quién no se enamoró de aquella cajera de las grandes superficies, que la buscas entre las cajas con la mala excusa de haber olvidado algo que te obliga a recorrer toda la línea de cajas hasta encontrarla, luego te olvidas de la excusa para pasar ese momento a solas con ella y, mientras escanea tu compra, tú haces lo mismo con su figura, hasta que finalmente consigues cruzar unas miradas y unas palabras —gracias, aquí tiene su cambio—. Quién no se enamoró a los pies de un escenario de aquella cantante de la que conoces mejor el dibujo de sus tatuajes que la letras de sus canciones o de aquella bailarina de fondo que no aparece en el cartel del espectáculo pero que hubieses deseado conocer su nombre… ¿Quién no se enamoró alguna vez…?
Hace unos años el poeta cubano José Martí dijo: «Un hombre para ser completo, ha de plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro».
Estoy en gran parte de acuerdo con sus palabras, aunque yo añadiría algo más para ser completos, enamorarse. Y quitaría el escribir un libro, pues no hay mejor libro que aquel que no se escribe, el libro de nuestra vida. Aquellas personas que mueren sin saber qué es estar enamorado, deberían tener una segunda oportunidad. Una vida así debe ser tan incompleta como un libro al que le faltan páginas.
¿Quién no escuchó alguna vez esa expresión «El amor es ciego»?, No puedo negarme a confesar que todos esos ejemplos los he vivido, de algún modo, en primera persona. Puede ser que la palabra enamorarse suene algo exagerado para un primer contacto visual, pero en todos ellos saqué mi lado más loco —emocionalmente hablando— para poder concertar una primera cita con ellas… unas veces nunca hubo primera, otras hubo más…
Siempre valoré, a la hora de hacer cualquier tipo de actividad, las consecuencias negativas que podrían derivarse de ellas y, si estas no eran lo suficientemente peligrosas como para perder la vida, actuaba con la intención de poder tomar un café con ella lejos de casa o del lugar de trabajo, aunque no siempre lo conseguía… Tenía mucho que ganar y muy poco que perder.
Y es que cuando el corazón se llena de escombros es un buen momento para construir un castillo de sueños repleto de adornos.
Mi corazón estaba derruido en todos sus aspectos. Estaba débil, latía sin fuerzas, aunque en realidad ni siquiera sé si latía, pero quizás ese fuese el momento para ponerme el mono de peón, las botas de trabajo y empezar a construir mi mansión, mi castillo de sueños, en donde todos serían bien recibidos.
Intenté darle las gracias a esa hermosa mujer por esa bienvenida, pero fue imposible pronunciarme con esos tubos introducidos no solo por mi boca, ni tampoco por mis venas… Se percató de mis intenciones de hablarle y de las dificultades para hacerlo… y con una media sonrisa dijo:
—Mi nombre es Marina. Lo sé, no hace falta que me dé las gracias, más bien debería ser yo quien se las dé a usted por volver después de tantos años. Recogeré todos estos regalos y en unas horas le llevaré a casa. Ha llegado el momento de volver…
Sus palabras se llevaron las mías, me quedé atónito, perplejo… si antes no entendía nada de lo que pasaba ahora me encontraba completamente perdido entre sus palabras y mis preguntas, ¿darme las gracias a mí?, ¿todos estos años?, ¿quién dejó esos regalos? Tenía demasiadas preguntas que hacerle pero ese no era el momento adecuado. En cuanto tuviese la oportunidad despejaría mis inquietudes. Posteriormente, continuó:
—Esperaremos a que llegue el doctor para que desconecte todas estas máquinas. ¡No puedo llevarle así! —Exclamó sonriente llevándose las manos a la cabeza—. Ahora vuelvo, pediré ayuda para recoger todo esto y pronto estaremos en casa.
No pude decirle nada pero con un guiño de ojo acepté su propuesta y con una sonrisa aceptó mi guiño. Marina se marchó de la habitación y justo antes de perderse por los pasillos dijo:
—En unas horas estará más cómodo y se sentirá menos extraño, le llevaré a su hogar.
Minutos después de haber descansado conseguí, con la ayuda de Marina, despedirme de aquella habitación cuya mesita de noche había quedado desierta de regalos, de sobres verdes e incluso, aquel girasol que no dejaba de mirarnos también había abandonado la estancia.
Fui el último en salir de aquella habitación. Cuando crucé el umbral de la puerta volví la mirada atrás. Era todo demasiado frío y silencioso.
Aquella incómoda cama articulada estaba perfectamente hecha, desaparecieron las máquinas que tenía conectada a mi cuerpo… todo quedó como si nunca antes hubiese habido nadie en ese lugar. El último recuerdo que tengo de aquella habitación es un estremecedor silencio y la tristeza que produce el vacío.
Una vez traspasada la puerta de la habitación veinticuatro, giré cuidadosamente el pomo para no molestar al resto de las personas que se encontraban allí, aunque no podía verlas, ni escucharlas, por el silencio que reinaba en ese lugar, pero sabía que allí no estaba solo. El caso es que no quería ser el anfitrión de ninguna fiesta a la cual nadie me había invitado y procuré no hacer ruido…
Apenas tenía fuerzas para caminar sin tener que parar cada ciertos pasos y pedir a Marina —que vestía con un uniforme blanco y unos zuecos a juego— que me ofreciese un poco de agua de una botella que sujetaba entre unas pequeñas manos. Me sentí torpe, muy torpe, tanto que no fui capaz de abrir el tapón de la botella y mucho menos de beber sin derramar buena parte de ella sobre mí. Marina estaba atenta a mí y a todo, ayudándome a hacer que las cosas difíciles fuesen algo menos complicadas. No se separaba de mí en ningún momento y esa cercanía hacía que me sintiese menos débil.
El camino desde aquella habitación hasta ver la luz del sol, se me estaba haciendo eterno. No recuerdo antes haber caminado tanto salvo una noche de septiembre en una localidad llamada Guimarán (Asturias).
Esa noche asistí con varios amigos a esa localidad para disfrutar de un concierto, para cantar, para bailar y como no, para tomar unas sidrinas tras otras. Cuando el reloj del teléfono a punto estaba de marcar las dos de la madrugada, con un golpe seco y contundente del batería, se apagaron todas las luces junto al sonido del escenario. Mientras los operarios recogían los instrumentos y desmontaban el escenario, el público también empezó a recogerse. Minutos después, de aquella fiesta solo quedaba el recuerdo de haberla vivido, quizá fue demasiado breve para tanta diversión. Luego sin taxis, ni autobuses, ni nadie que nos llevase, caminé por una solitaria carretera en compañía de una chica, de unas sidras de más y sueño de menos. Estuvimos varias horas caminando por la oscuridad de una carretera que parecía abandonada al tráfico, desnudamos nuestro interior a base de confesiones que hicieron que con cada kilómetro caminásemos más pegados, hasta que finalmente no dejamos de soltarnos…
Mientras ella hablaba de su vida, yo no dejaba de mirarle a los ojos, esperando el momento de poder verme reflejado en sus pupilas. Esperé media noche para cruzarme con su mirada y cuando finalmente se encontraron pasamos la otra media deseando que la noche nunca acabara.
Nos perdimos el uno en el otro por aquella carretera para reencontrarnos —pasadas unas horas— con algo que no quisimos llamarle amor pero que tanto se le parecía, olvidándonos que unos kilómetros atrás tan solo éramos unos desconocidos.
Nunca me gustaron los hospitales, hacen sentirte mal nada más entrar en ellos. Alguien debería plantearse ambientarlos de otra forma para no tener esas sensaciones. Solo encuentro un motivo por el que merece la pena entrar en ellos y no es otra que ver nacer a tu hijo, en cambio me sobran los motivos por lo que desearía salir de allí.
No sabría decir cuánto tiempo había pasado desde la última vez que los rayos del sol chocaron contra mi piel, ni explicar el motivo por el cual acabé en aquella horrorosa habitación y sin duda, lo que más me preocupaba en ese momento, era no saber en qué ciudad me encontraba y tenía ciertas dudas sobre mi verdadera identidad.