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La habitación de los sueños regalados

Luego guardó la nota en el sobre, me la devolvió y la dejé de nuevo sobre la mesita, sabiendo que en algún momento tendría que volver a ella. Nosotros no dejamos de mirarnos, primero a los ojos, luego a nuestro alrededor y cuando volvieron a reencontrarse lo hicieron empapadas. Un diluvio de sentimientos nos sorprendió, no estábamos preparados para ello. No hice comentario alguno, me quedé con su suspiro y con unas palabras que aún hacían sangrar a mi corazón. No me quedé esperando su consuelo, solo deseaba que Marina no se alejase de mí por nada del mundo. Tenía que hacérselo saber, aunque no sabía el modo de decírselo:

—Me siento tan confuso. No soy capaz de entender nada o no sé si prefiero no tener que entenderlo. ¿Sabes Marina? ¿Alguna vez alguien te enseñó a sentir o a poner en orden las emociones? Esas son las cosas que deberían enseñar en la escuela, pero hay cosas para las que ni Google encuentra respuestas. Lo que te voy a pedir no es nada fácil para mí.

—Acepto que pienses que soy muy egoísta o un interesado pero solo lo seré un tiempo. Tengo que pedirte algo —esperé unos segundos haciendo inconscientemente más tensa su espera antes de soltarlo.

No quiero que te vayas de mi lado —suspiré y proseguí—, te necesito conmigo un tiempo, hasta que consiga encontrar una explicación a este jeroglífico de emociones… Por favor Marina, quédate a mi lado —rogué de rodillas.

Marina alargó un silencio que no pudo con mi insistencia:

—Es cuestión de supervivencia, te necesito. Por lo que más quieras en este mundo, prométeme que no me vas a dejar solo. Entiendo que esto para ti solo es un trabajo y que algún día deberás marcharte, pero a mí me va la vida en ello —agaché la mirada esperando su sentencia.

Marina me miró, como otras tantas veces lo hacía, frotó su nariz con la palma de su mano y mostró una hermosa sonrisa que llenaba de ternura la habitación. Oculté mi entusiasmo, en mi interior, mientras esperaba su veredicto. Imaginé como sus palabras salían envueltas en una dulce voz, diciéndome que siempre se quedará a mi lado, pero los silencios fueron alargándose haciéndome volver a la realidad. Me miraba, tan solo me miraba.

Supe que me había equivocado, que no debía haberle hecho esa petición. Fui demasiado egoísta. Acepté el silencio de su palabra por respuesta. Luego Marina hizo un gesto con su cabeza, como ladeándola, como tratando de decirme que había una puerta en el otro extremo de la habitación.

—La había visto antes ¿Quieres que abra esa puerta? —pregunté.

—Es usted quien debe tomar la decisión, pero en algún momento tendrá que entrar en ella, Señor.

—¿Dónde me llevará? —volví a preguntar, deseando que su respuesta me hiciese no tener que abrirla.

—Solo podrá saberlo si la abre, Señor.

Su respuesta fue obvia… Siempre tuve pavor a lo desconocido, estaba convencido que detrás de aquella puerta me encontraría con algo que me arañaría el corazón, que haría cambiar la superficie de mi piel por la de un ave de corral, que haría nacer un río en mi mirada y, sobre todo, lo que más temía era que todo eso ocurriese sin saber por qué.

Me acerqué a Marina que no me espera, sabiendo que a su lado sería todo más fácil. La cogí de la mano y mis dedos —instintivamente— se entrelazaron con los suyos. Mientras le sonreía, me sorprendió con un guiño que se cruzó con mis palabras:

—Acompáñame a descubrir que hay ahí tras esa puerta —dije.

Un suspiro, un apretón de manos, otro suspiro y luego mordió su labio mientras negaba con la cabeza diciendo con una voz que clamaba comprensión:

—Lo siento Señor, mejor le espero aquí. Pero me gustaría que supiese algo antes de abrirla ¿Sabe?, nunca me separaré de usted, aunque apenas le conozca parece ser una persona increíble, de esas que al tener un noble corazón le hace ser mejor que un monarca… Espero que entienda que usted es quien debe abrir esa puerta que abre respuestas.

—¿Respuestas a qué? —No tenía la más remota idea a qué se refería.

—Respuestas a las preguntas que muy pronto me hará para saber todo, desde quién fue, quién es y como llegó hasta aquí.

Me sorprendieron sus palabras, el nivel de responsabilidad había subido un peldaño en un solo instante. Estaba nervioso, respiré profundamente y conforme fui aproximándome a esa puerta lentamente, iba creciendo en mi interior un temor incesante, hasta el punto de pensar que podría morir de miedo… Una vez frente a ella, mi mano envolvió un pomo dorado que hice girar y empezó a abrirse.

Con los ojos cerrados entré en esa habitación. Un dulce olor a vida se interpuso en mi camino. Estuve durante unos segundos respirando profundamente ese aroma que se había hospedado en mis pulmones. Al abrir los ojos apenas pude distinguir nada, estaba todo demasiado oscuro.

De pronto escuché a mi espalda como se acercaban unos pasos que encendieron una luz tan blanca que cegaba mi mirar. Segundos después recuperé la visión y perdí las palabras.

En un pequeño vestidor, unos cuantos collares y pulseras colgaban de un sol hecho de forja en una pared; varias cajas de zapatos se amontaban —unas encima de otras— como si fuesen rascacielos de cartón; una barra arqueada se resistía a rendirse mientras sujetaba decenas de vestidos, vaqueros y otros complementos de mujer y en un rincón de madera, una caja que parecía esconderse detrás de unos trajes de caballero, fue lo que llamó mi atención. Pensé que podría tener vida, parecía aterrorizada. Era como si alguien la hubiese castigado sabiendo que allí nadie iría a buscarla, jamás la encontrarían. Posiblemente su propio miedo fue quien le hizo perder el color y unos dibujos infantiles que le protegían. Me acerqué a ella, aparté violentamente los trajes que se deslizaron sin resistencia por una barra casi desnuda y, antes de abrirla, la sacudí. Me asomé a un interior preparado para una bienvenida, un interior de patucos rosas, pijamas de una sola pieza, vestidos sin cremalleras, baberos con las letras del abecedario, chupetes sin estrenar, sonajeros sin vida… Me sorprendió ver que todo estaba perfectamente doblado, con su etiqueta recortada por el precio y los juguetes en sus blísteres originales. Era como si esperasen que alguien les diese vida. Me incorporé.

Marina seguía bajo la puerta, sabía que solo allí podría salvarse del terremoto, pero mis cimientos no temblaron, me faltaba una explicación aunque me sobrasen los motivos…

Mientras su mirada esperaba mis palabras, mis palabras se perdieron en su mirada. Mis manos recorrieron cada prenda de aquella habitación, se detenía en alguna percha, en algún vestido, acercaba la manga a mi nariz, respiraba tras ella y sobre todo, sentía el aroma de quién se vistió en ella. Guardé un pañuelo estampado que parecía querer precipitarse desde unos de los cajones y cuando mis emociones empezaron a ser visibles, hui de aquella habitación antes de que en mis ojos empezara a llover. Cerré la puerta, se apagó la luz y se encendió mi debilidad. No entendía por qué aquella habitación se llamaba «la de los sueños regalados» cuando allí no encontré ningún lazo, pero sí necesité una cuerda para salir de mi propio agujero.

—Varias vidas iba a necesitar para poder estrenar tal cantidad de ropa ¿De quién es todo esto? —dije a Marina cuando perdí de vista a los sentimientos.

Marina se llevó los dedos a la boca y las uñas a los dientes. No dejaba de repetir una y otra vez:

—Lo siento, Señor. Lo siento mucho… —decía temblando, no de frío, sino de miedo…

No entendí nada. Cuando elevé mis brazos para abrazarla, ella ya había encontrado un refugio en mi pecho. Ahora no sabría distinguir quien fue el que abrazaba y quien el que abrazó. Los dos necesitamos el mismo papel.

Apenas unos segundos después, sentí como mi pecho empezaba a humedecerse. Era la lluvia que había vuelto a los ojos de Marina, los míos se empezaron a nublar. Nos refugiamos dentro del mismo abrazo, luego volvió la claridad y recuperé la voz.

—Marina ¿Qué es lo que sientes? ¿A qué se debe tanta culpa? ¿Dónde me he perdido para no encontrar explicación a nada? —le preguntaba enfrentando, con mis manos, sus ojos a los míos.

Era preciosa hasta cuando lloraba. Apartó mis manos y sin soltarlas me llevó hasta la cama. Allí nos sentamos. Me ofreció un pañuelo de papel que sacó de su bolsillo, suspiró y esperó que ese suspiro desapareciese en el ambiente. Clavó su mirada en el techo mientras secaba, con otro pañuelo, unas lágrimas que no supo ocultar.

—Señor, es tan difícil todo esto para mí… no sé si aguantaré. Perdóneme si le miento o le oculto la verdad, si en algún momento abandono y, sobre todo, perdóneme si no sé ayudarle. Haré todo lo que esté en mis manos para encontrar sus respuestas, se las merece… pero por favor, tenga paciencia, sé donde encontrarlas aunque desconozco como hacer para llevarle hasta ellas… Necesito descansar y usted debe hacer lo mismo. Tantas emociones… acabaron con mis fuerzas. Si quiere le ayudo a cambiarse, le arroparé y cuando se despierte continuaremos…

—Suspiré. —Supuse que era lo mejor para ella y para mí.

—No te preocupes. Encontraremos esas respuestas, ya lo verás. No es necesario que me ayudes con la ropa, podré valerme por mí solo. Si quieres márchate a descansar. Me temo que nos espera un día muy largo por delante…

—Me temo que sí… —apuntó mientras asentía.

Unas manos abrazan mis mejillas, unos labios las roza y una voz se aleja de mí mientras va diciendo:

—Estaré en el salón. Si me necesita llámeme y vendré enseguida… ¡Descanse Señor! —Escuché decir a una sombra que se perdió mientras bajaba la escalera.

Sentado en una cama para dos, con los pies sobre el suelo y la mente por todas partes, me quedé rebobinando sus palabras intentando buscar una explicación ¿por qué tenía que mentirme o abandonarme? Minutos después me cansé de pensar, a veces eso sucede. Me tumbé. Mis pies y mi mente —ahora— estaban en el mismo plano. Cerré los ojos y descansé, olvidándome de dormir.