17

Regreso

Estuvimos caminando durante el tiempo que restaba a la noche para dar la bienvenida al día. Mientras, apenas hubo un pequeño descanso para un respiro, ni para un «¿vas bien?». O un «sigue tú, nos veremos más delante». Un fugitivo cansancio se aferró a nosotros, empezando por los pies y recorriendo, sin permiso, cada rincón de nuestro cuerpo, como lo hace la resignación a los grilletes de un preso. A pesar del protagonismo continuo de la lluvia, de unos cuerpos embriagados por el torrente caído del cielo y todas las dificultades que vivimos durante el camino de vuelta, disfruté, disfrutamos, al compartir el sabor de la soledad y no sentirnos solos.

Cuando finalmente llegamos a la entrada del hogar, estábamos exhaustos. Las fuerzas fueron perdiéndose paulatinamente entre retamas, pequeñas dunas arenosas, caminos irregulares y ríos de asfalto. Caímos arrodillados a los pies de la escalera de casa con una mirada ganadora.

La lluvia no dejó de acompañarnos en ningún momento desde que salimos de la ermita o quizá desde mucho antes. Me aproximé a Marina arrastrando mis rodillas sobre el suelo, apenas nos separaba una cortina de lluvia y unos centímetros de distancia. Le pregunté:

—¿Estás cansada?

—No tanto como debe estarlo usted. Ha sido un trayecto muy duro con tantas inclemencias ambientales Entremos en casa que no son horas para estar aquí y menos con esta absurda tormenta —contestó Marina.

—¿Qué hora es? —Le pregunté.

—No tengo reloj. Nunca me hizo falta, aunque debe ser aproximadamente la hora sin dueño.

Sonreí al escuchar esa expresión. Nunca antes la había escuchado y ciertamente no sé a qué se refería con ella.

—¿Hora sin dueño? ¿Qué significa eso?

—Es la hora en la que es demasiado pronto para amanecer y demasiado tarde para anochecer. ¿Le parece si entramos en casa y nos secamos?

—Sí, claro. Entremos de una vez.

En casa todo volvía a estar tal y como lo dejamos. Dos llaves, una grande y otra pequeña, colgadas de su portadora, un espejo con forma de serpiente tapado con una enorme toalla en la entrada y esa escalera de fríos escalones que llevaba a las habitaciones.

Marina entró en el aseo y enseguida salió de él con una toalla.

—¿Quiere que le prepare un baño con espuma y agua caliente?, o ¿prefiere descansar y dejarlo para mañana?

—¿No es un poco tarde?

—Es la hora sin dueño. Usted decide si es pronto o tarde.

Me quedé pensativo. Ya había tenido suficiente agua por esa noche, pero me apetecía sentir calor en mi cuerpo y hacer abstractas figuras de espuma con mis manos.

—Estupendo Marina. Me daré ese baño de espuma y luego me iré a la cama.

—Muy bien, entonces mientras yo le preparo el baño, vaya quitándose la ropa y déjela en la entrada de la habitación. Más tarde iré a recogerla y pondré una lavadora.

—Pero, no quiero que estés presente mientras me baño.

—¿Por qué? ¿No cree que vaya a necesitar mi ayuda?

—Pues no, no lo creo. Me podré apañar yo solo.

—Perfecto, aun así, si me necesita no dude en llamarme ¿Le apetece escuchar algo de música mientras se baña?

—¡Sí, puede ser un complemento perfecto!

—¿Le gusta el rock and roll?

—¿Acaso existe algo mejor?

—Bueno, pues venga, no hablemos más. Usted al baño y yo iré a poner música.

Cuando la espuma se precipitó por el borde de la bañera y el vapor de agua creó una cálida atmósfera mi cuerpo llevaba varios minutos buceando, sin aletas, en el fondo de ella. Escuchaba a Marina rebuscar, en la planta de abajo, entre cajones y puertas, posiblemente, la música que dijo que iba a ponerme y aún no sonaba. De vez en cuando la oía decir:

—¿Dónde habré dejado el CD? Estoy segura que lo guardé aquí.

Estoy convencido que Marina estaba en lo cierto. Es una chica muy ordenada y dudo que lo hubiese perdido, quizás estuviese en otro lugar.

—¡Aquí está! Por fin —la escuché decir desde el salón con un tono de satisfacción.

A los pocos segundos pude sentir en mi pecho, como el golpeo seco y preciso de una batería se fundía con el tono grave y mordaz de un bajo, como el sonido callejero de dos guitarras eléctricas se hacían reinas de la noche y como una voz rota, a veces sola, otras acompañada, recorrían el salón, subían la escalera —en un suspiro— hasta colarse en el baño sin permiso, haciendo vibrar mi piel, mi cuerpo y mi voz.

Sin poder evitarlo comencé a cantar. De nada me importó la hora sin dueño o el dueño sin hora del que hablaba Marina y enloquecí al ritmo de la música. Empezó mi concierto. Una bañera con espuma por escenario, un público inexistente entregado y una voz, mi voz, desafinada, interpretaba todas las canciones. Canté la primera: «Solo puedo recordar como me miraba, mientras mojaba mis labios con alcohol, carretera perdida ruta del diablo, acariciando sus curvas muero yo…» … luego la segunda: «… empiezo a creer que solo eres feliz amargándome la vida, no dejándome vivir…» … y la tercera «… recuerdo que cuando críos nadamos contracorriente y ahora que todos se han ido este río es una fuente…» y así, una por una y todas por todas, fue finalizando mi actuación al tiempo que la espuma, la atmósfera y el calor fueron desapareciendo, arrastrando con ellos mi voz.

Salí de la bañera dejando, en el olvido de mi cuerpo, el frío que me acompañó durante toda la noche. Se esfumó por el sumidero, junto a remolinos de agua tibia mezclados con restos de jabón. La música enmudeció dando paso al silencio. Me sobresalté al salir del baño y ver a Marina sentada en el último escalón delante de mí. Estaba con las piernas cruzadas y con los ojos abiertos de par en par. Giraba levemente la cabeza, de un lado para otro, sin dejar de mirarme y sin pronunciarse.

Entre sus pequeñas manos ocultaba un sobre que acariciaba suavemente con sus dedos.

Fue la primera vez que vi esa mirada perdida, una mezcla de asombro e incredulidad. Sentí estar delante de una «Marina» desconocida, diferente, extraña, tanto que no la reconocí.

Tardó pocos segundos en romperse el cruce de miradas.

—No puede ser. No, no puede ser —decía Marina negando con la cabeza.

—¿Estás bien? ¿Qué es lo que no puede ser?

—Esto, Señor. No puede ser.

—¿Esto? No sé a qué te refieres. Por favor, ponte de pie, no me gusta verte sentada en el suelo.

Marina se levantó fijando toda su atención en mis ojos.

—¿Cómo es posible que sepa todas estas canciones si nunca las escuchó?

—¿Estás segura? No recuerdo de quiénes son pero ¿cómo olvidarme de ellas?

Marina agachó la mirada hasta la altura de sus manos, donde aún seguía acariciando suavemente el sobre.

—Tome Señor, este sobre es para usted, le pertenece.

—¿Para mí? ¿Qué es?

—Ábralo. Unos chicos con cazadora de cuero lo dejaron en la mesita de noche del hospital, hace ya algún tiempo, mientras usted dormía, junto al CD que acaba de escuchar.

Froté mis ojos con la palma de mis manos aún arrugadas, aunque en esta ocasión por el agua caliente, y tras una respiración profunda y pausada lo cogí. Era un sobre virgen, ausente de sellos, ni remitente, ni destinatario. Saqué de él una nota manuscrita con letra pequeña, ligeramente inclinada hacia la derecha y difícilmente legible para unos ojos emocionados. Ojeé el mensaje que había en ella y tras un amago de sonrisa pedí a Marina que fuese ella quien lo leyera en voz alta. Una dulce voz llenó de magia ese momento:

Nos comentan que en tu estado aún se puede oír, así que escucha esto. Es nuestro disco. Ve aprendiéndote las canciones porque cuando salgas de esta, que saldrás, tendrás que cantarlas en nuestro próximo concierto, sin micro y con un par de birras. Nunca tuviste buena voz para cantar aunque estoy deseando volver a oírla. Al final tenías razón cuando decías que los sueños se hacen realidad. Todos soñamos con volver a verte ¡Te quieres levantar ya de una puta vez cabrón! Se te echa de menos.

Fue nada más oír «Coto Privado» y la luz del descansillo se fue atenuando paulatinamente hasta que en una caída de párpados, la oscuridad ganó la partida a la luz, a mí y a nosotros. Escuché la voz del silencio y sentí el fuerte abrazo de la soledad.

Solo y tembloroso caí de rodillas derrumbado en el suelo, sin soltar en ningún momento la dedicatoria que guardaba entre mis manos. De pronto una intensa luz blanca se proyectó hacia mí, hacia mi cuerpo, hacia mis ojos, invitándome a la ceguera. Escuché bullicio, jaleo, alboroto, gritos de miles de personas que se acercaban velozmente hacia mí, aunque no podía verlas. Mientras mi cuerpo, aún arrodillado, no dejaba de temblar me incorporé. Permanecí de pie, continué asustado, siendo apuntado por un inofensivo cañón de luz. Instantes después comencé a cantar, sin micro, con una voz tímida e insegura: «Y ahora que perdimos el tiempo pasado debajo del mar abrazados quisiera morir junto a ti», cada vez con más confianza, con más seguridad, con más fuerza y con menos temor, hasta que finalmente mi voz fue enmudecida por el griterío de un público entregado que empezó de corear al unísono: «Coto Privado, Coto Privado…». Dejé de cantar, giré todo mi cuerpo para mirar tras de mí y al fondo, en la penumbra, una cortina negra esperaba abrir el telón.

Esperé unos segundos, unos minutos, pero las cortinas seguían inmóviles, no salió nadie, absolutamente nadie. El público gritaba, silbaba, jaleaba una y otra vez: «Coto Privado, Coto Privado…» era un sonido ensordecedor. La desesperación pudo conmigo, hasta el punto de ponerme a gritar, gritar y gritar con toda mi rabia contenida:

¿Dónde estáis joder? ¿Dónde os habéis metido? ¿No veis que estoy despierto cabrones? ¡Sacadme de aquí!

Todo se desvaneció en apenas unos segundos. Me vi hundido y arrodillado en el descansillo de la planta superior, mirando hacia el suelo, llorando, no estaban allí…, abrazado a una carta aferrada a mis manos. Levanté la cabeza y estaba ella, tan femenina y delicada, con sus preciosos ojos verdes que me miraban envueltos en lágrimas. Lágrimas de Marina.

De repente, empujada bien por la fuerza de la gravedad o quizás atraída por la tristeza, se arrodilló frente a mí:

—¿Se encuentra bien, Señor? —Susurraba mientras sujetaba mis manos.

Esperé varios segundos antes de responder. Segundos que parecían una vida, una vida que se convirtió en una eternidad y una eternidad fue el tiempo que necesité para responder a tan inocente pregunta.

—Si necesita hablar puede hacerlo. Quizá se sienta mejor, Señor —titubeaba Marina.

Tragué saliva, la miré, me miró, nos miramos, varios segundos de absoluto silencio y de miradas humedecidas sin parpadeos. Sequé sus lágrimas con mis manos y las mías con la manga de mi camisa. Sonreí, sin llegar a rozar la risa, quedaba demasiado lejos del suelo, demasiado lejos de nosotros. Fue tan solo una sonrisa de felicidad al saber que los sueños se cumplen y de sentir a «una» Marina tan cerca de mí que empezó a formar parte de mi vida.

—¿Cuál es tu sueño? —Le pregunté.

—¿Mi sueño, Señor? ¿Para qué quiere saberlo?

—Para intentar ayudarte a conseguirlo.

—Aún no me conoce lo suficiente como para poder ayudarme.

Le diré cuál es mi sueño más adelante, no tenga prisa por saberlo, antes debemos encontrar sus respuestas. Lo más importante es usted y mi misión aquí es ayudarle a encontrarlas y, sobre todo, cuidar de usted que para eso me pagan.

Pasó un ángel delante de nosotros que no pudimos ver, ni oír, pero dejó constancia de su visita.

—Sí. —Le respondí segundos después de un largo silencio.

—¿Sí? ¿Sí qué? —Preguntó Marina con un tono y gesto de extrañeza.

—Sí me encuentro bien. Gracias.

Esta vez, no solo rozamos la risa, sino que nos aferramos a ella durante el tiempo que tardamos en incorporarnos. Una vez en pie, en el descansillo, sin soltar la nota de mis manos dije:

—Creo que me voy a dormir. Necesito descansar un poco. Mañana me gustaría llegar a ese lugar. Pase lo que pase no habrá nada ni nadie que me… que nos detenga.

—Está bien descanse ¿Quiere que le ayude a ponerse el pijama?

—No, no es necesario puedo hacerlo solo. Tú también deberías acostarte, debes estar agotada.

—Sí, sí lo estoy, Señor. Pero primero quiero darme una pequeña ducha y luego me acostaré. Mañana, hoy, nos espera un día muy largo. Nos marcharemos cuando se despierte, ¿le parece?

—Me parece bien. Buenas noches Marina.

—Buenas noches Señor, que descanse.

—Igual.

Me acosté en el lado izquierdo, el más cercano a los cuadros que colgaban de la pared de una cama grande, de dos plazas, de matrimonio, con colcha de rayas grises y negras, con sábana bajera roja, desnudo, en ropa interior, sin pijama, me acosté sin pijama. ¿Para qué sirven los pijamas? ¿Para qué vestirse al acostarse? ¿Quizá para no soñar desnudo?

Desde la cama me relajaba escuchando caer el agua de la ducha a destiempo de las canciones que Marina cantaba en ella. Instantes después mis párpados tiraron la toalla cerrando unos ojos vencidos. El cansancio vino acompañado de un «buenas noches» de la voz de Marina que sin darme cuenta ya había salido de la ducha y me miraba desde el umbral de la puerta.

—Buenas noches. —Creo que le respondí.

—Su aroma se alejaba paulatinamente. Su fragancia y sus pasos se perdían por el pasillo hasta desaparecer en su habitación.

Un par de bostezos indicaban que pronto dormiría, soñaría o quizás un poco de cada. Minutos después me sobresalté al escuchar, en la planta de abajo, el sonido de un cerrojo seguido del sonajero de unas llaves. No estaba seguro que lo hubiese escuchado, quizá formaba parte del inicio de un sueño que comenzó sin avisar. Aguanté la respiración, desperté mis oídos y volví a escuchar un sonido demasiado lejos para tocarlo, demasiado cerca para sentirlo. Subía las escaleras. Asomé la cabeza y la mirada por encima de la sábana, atemorizado, asustado, espantado al pensar que había alguien más en casa aparte de Marina. No vi la luz de la entrada, ni de la escalera encenderse en ningún momento, tan solo vi como el pánico se apoderó de mí. Ese sonido entró en la habitación de los sueños regalados sin tarjeta de invitación. Intenté desaparecer, hacerme invisible, frenar mis temblores bajo la colcha, pero de nada sirvieron mis inútiles intentos. Pude sentir como el lado derecho de la cama se hundió ligeramente en su punto medio. No quise mirar, no pude moverme, fui una estatua temblante. Estaba todo perdido, no tenía con qué defenderme y él, el sonido, que fue lo único que me atreví a sentir me había descubierto. Se transformó en persona, se acercó silenciosamente, destapó la colcha, se tumbó a mi lado y apoyó su cabeza sobre una almohada que empezamos a compartir. Ahogado por el terror y la angustia de saber que, en breves momentos, recibiría un fuerte impacto en la cabeza o que un objeto punzante atravesaría mi espalda hasta clavarse en mi corazón, me abracé a mí mismo y volví a respirar.

Llené mis pulmones de un aire mezclado con un fresco olor a jazmín, el mismo que desprendió Marina la primera vez que se acercó a mí en el hospital. Mis temores se esfumaron en la primera bocanada de aire, de perfume, de Marina…

—¿Marina? ¿Eres tú? —Susurré bajo las sábanas deseando que lo fuese.

Estaba desconcertado. Tras varios intentos y algunos abandonos, me armé de valor, giré mi cuerpo sobre sí mismo, despacio, muy despacio, aún escondido bajo las sábanas. Estiré mis brazos, mis dedos… mis manos buscaban lo que los ojos no se atrevían a mirar. Nada, nadie, allí no había nada, ni nadie, paralizado, perplejo, froté mis ojos cerciorándome de que todo había sido real. Enloquecí, ¿de dónde procedía ese conocido aroma que se tumbó a mi lado con la intención de quedarse conmigo? Allí no había nadie, absolutamente nadie, no había nada, ni siquiera quedaba rastro del sonido que fui incapaz de ver pero sí de sentir.

Me incorporé, dejando mi torso al desnudo. Pensativo, no encontraba una explicación razonable a todo lo acontecido. Volví a mirar y seguía sin haber nadie a mi lado.

—¿Marina? Pregunté en voz alta.

De fondo escuché como unos pasos se aproximaban, regresando el olor fresco de ese aroma. Se prendió la luz amarillenta del descansillo y tras ella asomó una dulce voz:

—¿Qué ocurre Señor? ¿Se encuentra bien? —Preguntaba Marina desde el marco de la puerta, sin llegar a entrar al dormitorio.

—Creo que sí. Solo que he tenido una sensación muy extraña. —Decía mientras miraba mis manos buscando una respuesta convincente.

—¿Qué sensación?

—He sentido como si… ¡Bah! Es igual, debió de ser un mal sueño, una pesadilla o algo similar… pero lo viví como si hubiese sido todo tan real…

—¿Seguro que todo va bien? ¿Quiere que me acueste con usted?

—Seguro Marina, todo bien. No es necesario, acuéstate en tu cama. No creo que tarde mucho en coger de nuevo el sueño. Estoy agotado. Muchas gracias —decía sin querer darle más importancia a lo ocurrido.

—Muy bien Señor. ¡Qué descanse! ¡Ah! Si me necesita ya sabe dónde estoy, ¿de acuerdo? Dejaré la puerta entornada. Buenas noches y dulces sueños.

—Descansa tú también. Buenas noches Marina.

La luz se vistió con un precioso vestido negro, el sonido descalzo de sus pasos se perdió, junto a la sombra de Marina, en la penumbra de la habitación y mis ojos se cerraron con la duda de no saber si todo lo que había sucedido fue fruto de un pequeño sueño o semilla de toda una realidad. Creo que no es buen momento para pensar. Dormiré.