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Vendedor de sonrisas

Todo empezó una fría noche de un sábado de diciembre, del año dos mil ocho. Era día catorce y uno de sus amigos celebraba su treinta y tantos cumpleaños. Con varios amigos fueron a cenar al mismo restaurante de siempre, «El Rincón de Basi». Nunca os gustó cambiar de sitio cuando las cosas estaban bien, y en ese local, además de estarlo, os hacían sentir así.

Después de la cena, de soplar las velas, de pedir el deseo y de brindar por volver a celebrarlo al año siguiente, se marcharon al centro de la ciudad para mover el cuerpo. Allí, como de costumbre, estuvieron dando la nota en todos los sitios donde iban. En todos los locales pedíais al DJ la canción de cumpleaños feliz, para seguir brindando por una eterna amistad y desgallitar vuestras gargantas desafinadamente. No dejasteis de reír, de cantar, ni de bailar, si es que a todo eso se le puede llamar cantar o bailar, aunque patentasteis ese ridículo baile de la peonza que tantas risas provocaban. Y porqué no decirlo, también piropeabais a todas las chicas bonitas del local.

De pronto entró en el local «un vendedor de sonrisas».

—¿Un vendedor de sonrisas? ¿Qué es eso?

Marina sonrió al escucharme preguntar. No podía verla, mis ojos no se habían adaptado, aún, a la oscuridad.

—Señor ¡Fuisteis ustedes quienes le pusieron ese nombre! Son esos vendedores que encuentras en las terrazas de los cafés o en los pub y los ve cargado de ridículos artilugios que aunque no sirvan para nada, como unas enormes gafas de sol sin cristales, collares fluorescentes que dejan de iluminar a los pocos minutos de comprarlos, cuernos de diablo luminosos e incluso hay quienes también portan ramos de rosas, arrancan una sonrisa.

Le pusisteis ese nombre porque decíais que cualquiera de esos objetos, por muy inútil o ridículo que parezca, siempre hace despertar una simpática sonrisa a la persona a quien se lo regala, de ahí «vendedores de sonrisas».

Aquella noche comprasteis todo lo que llevaba aquel simpático vendedor de ojos rasgados y pelo liso para disfrazar al anfitrión de la fiesta. En pocos segundos, vuestro amigo se convirtió en una feria andante de luces y colores. Cuando se marchó del local, salió en su búsqueda y al llegar a él le dijo que le vendiera la mejor de las rosas que llevaba en su ramo. El vendedor le dio una rosa roja y le dijo:

—Seguro que es para una persona muy especial.

Usted no le dio ninguna explicación, tan solo se limitó a sonreír y desearle una buena noche de ventas y unas felices fiestas navideñas.

Interrumpí a Marina:

—¿Para qué le compré una rosa a mi amigo?

—Espere Señor… No compró esa rosa para su amigo. A pesar de estar de celebración no podía quitarse de su cabeza a su chica ¿La recuerda?

Tragué saliva, no supe qué responder… Marina continuó.

—Ella había preferido quedarse en casa, mientras usted pasaba aquella noche de diciembre celebrándola con sus amigos. Compró esa rosa para ella ¿No lo recuerda?

Volvió a preguntar, volví a tragar saliva. Por unos segundos sentí que el pecho se me hundía.

—La noche empezaba a llegar a su fin. Muchos de los locales ya habían cerrado sus puertas; en su interior, mientras los camareros cargaban las neveras, el jefe cargaba sus bolsillos.

—Decidisteis que había llegado la hora de volver a casa. Una vez en ella, entró de puntillas para no hacer ruido, para no despertarla. Estuvo buscando en el salón un sobre, pues una rosa sin palabras es como un beso sin destino. Al final lo encontró. Escribió unas palabras y la rosa fue lo de menos.

En ese momento, solté la mano de Marina y me dejé caer al suelo. No me importó ensuciarme, ni que pasara un vehículo cerca de mí y no me viese allí tirado. Solo quise sentarme, mirar al suelo, pensar, necesitaba pensar mientras mis ojos decían todo lo contrario, parecía no querer ser cómplices de mis emociones. Apenas pude tragar saliva, no sé si por el nudo en la garganta o porque, en ese momento, me sentí vacío.

Marina se agachó y me abrazó por la espalda. Apoyó su cara sobre ella y sus brazos me envolvieron. No pude evitar dar salida a unas emociones que mis fuerzas no supieron frenar.

—Marina llévame a casa por favor, no quiero seguir con este viaje —dije a media voz.

—¿Por qué Señor?

—No puedo más, Marina. Es tan difícil para mí todo esto. No quiero pasarlo mal.

—¿Quién dijo que este viaje fuese fácil, Señor?

—Nadie dijo que lo fuese por eso quiero volver.

—¿Está seguro? ¿No quiere saber qué ocurrió en todos estos años atrás?

Un suspiro, unas manos que secan unos ojos que no querían llorar, una mirada al cielo y, posiblemente, una derrota.

—¡No!, no quiero saberlo, el pasado es solo eso… pasado.

—Sí, pero usted no sabe nada de él y sin saberlo no podrá afrontar el presente, ni el futuro.

—¡Tú qué sabrás!, ¡tú… que… sabrás…! —Repetí casi sin terminar de decirlo—. ¡Me importa un carajo el futuro Marina! Vámonos ya de aquí, por favor, vámonos…

—De acuerdo, Señor, ya nos vamos para casa pero permítame decirle —aunque le duela— que pensé que era usted valiente y luchador, lo pensé… pero veo que mis pensamientos dictan muy lejos de la realidad.

—¡No puedo seguir, Marina, no me quedan fuerzas! ¿Es tan difícil de entender?

—Pues búsquelas, Señor, pero no se rinda ante el primer obstáculo. No está solo, me tiene a su lado. Juntos podemos llegar al final de este viaje, pero si tira la toalla no me pida que no me aleje de su lado, porque me marcharé.

Ese «me marcharé» hizo que me girase hacia ella. Frente a mí solo veía un eclipse de mujer.

—¿Serías capaz de dejarme, Marina?

—¿Y usted?, ¿sería capaz de abandonar?

Elevé la cabeza, cerré los ojos y lo único que se apagó fue la luna. Allí busqué una respuesta divina y, al abrir los ojos, la respuesta se cruzó en el cielo en forma de dos estrellas fugaces. Se cruzaron tan despacio que fui capaz de leerla, tan despacio que Marina pudo decirme:

—Señor, creo que alguien le concede un deseo. Pídalo, se hará realidad.

Y mientras ella me hablaba de deseos, yo seguía mirando atento a esas estrellas que se resistían a marcharse. Cuando desaparecieron, fue cuando supe que no podía abandonar, sin tan siquiera haberlo intentado.

—¿Ha pedido el deseo, Señor?

—No, no me dio tiempo a pensarlo, lo único que he pensado es que debemos continuar con este viaje ¿Te parece?

—Me parece una decisión acertada y valiente —me abrazó y me besó, aunque no recuerdo si fue en ese orden—. Venga Señor, levántese, tenemos que continuar. A unos dos kilómetros hay una Ermita, llegaremos hasta allí. Luego descansaremos.

Seguimos caminando en silencio. Apenas cien metros después, Marina continuó contándome:

—Subió descalzo la escalera, hasta llegar al dormitorio. Con la luz apagada entró en él. Se acercó a la mesita de noche, y dejó el sobre junto a la rosa. Su chica dormía abrazada a la almohada, aguantó la respiración y, sin despertarla, sus labios encontraron los suyos. La mañana siguiente, como cada domingo, le esperaban para jugar al fútbol.

Se levantó del mismo modo como lo hizo al acostarse, sin apenas hacer ruido, sin encender la luz. Desde la cama le dio otro beso, ella seguía abrazada a su almohada. Al oído le susurró: «Nos vemos a la hora de comer». Nunca faltó a una comida si el primer plato era una paella. Ella seguía durmiendo, quizá no le escuchó, nada podía perturbar su sueño. Luego se marchó a desayunar a la cafetería de siempre, situada a unas dos calles detrás de casa. Allí le esperaba un buen amigo.

Usted pidió un café bombón con media tostada de sobrasada, él café con leche y media mixta. Poco después cogieron el coche camino al estadio de fútbol, con la ilusión de ganar vuestro primer partido de liga y sin saber que ese día sería el último partido que jugaría.

—¿Por qué dices eso? ¿Qué ocurrió?

Marina dejó de andar. Se puso frente a mí, impidiéndome caminar. Me cogió las manos que aún no habían empezado a temblar, las suyas empezaron primero. Sus ojos brillaban. Luego ese mismo brillo recorrió su mejilla mientras negaba con su cabeza.

—¿Qué pasó esa mañana? Cuéntame qué pasó, por favor…

Se desplomó de rodilla ante mí, rompió a llorar y algo se rompió en mi interior. No supe consolarla. Me rompió el alma sentir su dolor y escuchar sus palabras:

—Se quedaron esperándole para comer, Señor. Sus últimas palabras fueron «nos vemos a la hora de comer», pero usted no volvió.

—¿Pero qué pasó Marina esa mañana?

—Usted no terminó de jugar el partido, no fue sustituido, pero no terminó. Fue su último partido. Una carrera, un desplome, unos ojos cerrados y nunca más se volvieron a abrir.

Guardé silencio, no creo que hubiese sido capaz de decir nada si no fuese acompañado de una lágrima, no quise llorar más. Resoplé, sujeté su cara, estaba mojada y mientras miraba a la luna le dije:

—Es igual, Marina. No me cuentes que pasó, lo imagino. Lo importante es ahora. Tenemos un largo viaje, de nada vale lamentarse del pasado. Levántate por favor, no quiero verte en el suelo.

Marina se levantó, me miró y me abrazó. Acercó su boca a mi oído y me susurró:

—¿Qué cree usted que hay en la cara oculta de la luna?

Me separé de ella para mirarle a los ojos y le pregunté:

—¿Por qué me preguntas eso?

—Porque quiero saberlo.

—La cara oculta no se puede ver, solo puedes imaginarla.

—Bueno pues entonces ¿qué imagina que hay al otro lado?

—¿Pero por qué me haces esta pregunta?, no nos va a llevar a ningún sitio…

—Es una pregunta esencial que a lo largo de este viaje aparecerá en más de una ocasión y posiblemente cuando lleguemos al final sepamos la respuesta.

—Pues no tengo ni idea, Marina, pero supongo que la cara oculta de la luna debe ser muy parecida a la que nos muestra.

Marina sonrió, dando con ella zanjada sus inquietudes.

Seguimos caminando hacia la ermita que por momentos parecía crecer frente a nosotros.

Finalmente, tras mucho caminar conseguimos alcanzar la ermita. Nos sentamos en unos escalones que había en la entrada. Marina sacó de la mochila una vela, una botella de agua y un surtido de pastelitos industriales. Cogí uno de ellos y me levanté. Me quedé mirando los alrededores de ese lugar mientras Marina encendía la vela. No entendía quién ordenó construir, en un lugar de tan difícil acceso y tan alejado de la ciudad, esa ermita. Me incomodaba ese lugar, lo único que me gustaba era que estaba a escasos treinta metros de la playa.

—Marina ¿Sabes por qué construyeron esta ermita aquí? Apenas debe venir nadie a visitarla ¿quién iba querer venir hasta aquí?

—Pues sí lo sé, Señor. Esta ermita no fue construida al azar en este lugar. Cuentan los fieles que fue aquí donde se apareció la imagen de la Virgen y por ese motivo se construyó en este preciso lugar a mediados del siglo XX.

—Pero ¿viene alguien aquí?

—Tiene usted razón, no es de las más visitadas, aunque todos los años, el primer domingo de enero —después de reyes—, se celebra una romería y atrae a miles de personas; a los fieles por sus creencias y a los demás por el ambiente festivo.

—¿Solo una vez al año? Bueno, mejor, así no se estropea. ¿Marina me acompañas a la orilla?, este lugar me produce escalofríos.

—¿Escalofríos? Le esperaré aquí Señor, no se aleje demasiado.

Llévese esta vela, está todo muy oscuro.

—No te preocupes Marina, no me hará falta. Déjala aquí, así sabré encontrarte.

Me alejé unos metros de la vela, de Marina y de los escalofríos. Me senté cerca de la orilla, mirando hacia un horizonte en el que se veían los destellos de las luces de los barcos pesqueros. Minutos después, miré atentamente a la luna y grité girando mi cuerpo hacia la ermita:

—¡Marina! ¡Marina!

—Dígame Señor, acérquese o ¿Vamos a tener que estar dando gritos? ¿Qué ocurre?

Me levanté casi de un salto, di media vuelta y me acerqué a Marina.

—Aquella mañana de domingo acabé en un hospital ¿verdad?

Marina continuaba sentada en los escalones de la entrada a la ermita, sin mirarme, su mirada se dirigía hacia el horizonte. No respondió a mi pregunta, apenas pude ver como se mordía el labio inferior. Segundos después levantó lentamente la cabeza hacia mí, me miró fijamente y fueron sus ojos quienes asintieron:

—Siéntese a mi lado, Señor, tengo algo más que contarle.