20
Tres piedras
Cruzamos la carretera alejándonos de la cafetería a una distancia de dos carriles en doble sentido y uno de los míos lo estaba empezando a perder, el de la cabeza. Observé que, en aquel incómodo banco de piedra, había olvidado la mochila que mi corazón me impidió abrir. Tras un par de suspiros de alivio y sacudirme la frente, taponé mis oídos con los dedos, no quería volver a escucharlo. Me acerqué decidido hacia ella, la agarré por una de sus asas y con decisión la colgué a mi espalda. Fue la primera vez que supe cuánto pesan los recuerdos. No quise abrirla, no me apetecía discutir más con él, al fin y al cabo estábamos destinados a tener que entendernos.
Me puse de pie encima del banco y desde allí observé como las piedras que lanzaba Marina en el lago saltaban por su superficie dejando dibujada en cada bote —nunca más de dos— perfectas circunferencias que crecían lentamente hasta desaparecer casi sin darme cuenta. La veía feliz, estaba feliz, muy feliz…
—¡Señor! ¡Señor! Venga a jugar conmigo —gritó, llamando mi atención alzando su brazo derecho al aire, saltando sin apenas elevarse del suelo y con una sonrisa de oreja a oreja.
Levanté mi brazo al aire, balanceé mi mano con violencia de un lado para otro. De algún modo intenté imitar su saludo, pues su sonrisa era imposible de plagiar. Salí corriendo a su encuentro en el lago. Con los brazos extendidos contaba los metros que restaban a nuestro abrazo. Cuando pasaron a ser centímetros noté como de repente aumentó mi cara de tonto. Fue como ese abrazo que das a un amigo que hace tiempo que no ves pero con una pequeña diferencia o un gran error… creo que fue mi corazón quien habló por mí, con mi voz, mi entonación y mis palabras. Me utilizó. Marina fue incapaz de distinguir entre él y yo. Poco tardó en borrar su sonrisa y dibujar un semblante serio. Son ese tipo de preguntas que sabes que una vez formuladas ya nada vuelve a ser como antes. Ya no había vuelta atrás.
—¿Me das un beso? —Escuchamos salir por mi boca. Era mi voz, mi entonación y mis palabras. Fue nada más escucharlo y mis mejillas no necesitaron maquillaje para sonrojarse.
Si hay una palabra que definiese mi estado de ánimo en esos momentos y que nunca depara nada bueno, era tensión. Quería desaparecer, ser invisible, borrarme… no, no, eso no era… En realidad solo quería poder retrasar el tiempo al menos dos metros atrás. Permanecí de pie frente a ella, preparando mis dos mejillas para recibir, sin mucho entusiasmo, la palma de sus manos. Me quedé mirándola con la cara de un incompleto payaso al que solo le faltaba la nariz roja. Marina se convirtió, sin esperarlo, en la única espectadora de mi improvisado circo.
Instantes después sonrió, creció diez centímetros al ponerse de puntillas, se aproximó a esa distancia donde los centímetros pasan a ser «mili», cerró sus ojos, abrí los míos y me besó. Fueron dos besos, uno donde yo quería y el otro fue de aquellos que llamamos de «pa» luego.
Esas fueron sus únicas palabras justo después de sentir sus labios: «… y este pa luego…».
¿Y qué te digo yo ahora? ¿Por qué te metes en mis asuntos? ¿Has visto lo que has conseguido? Improvisé una miniconversación en voz baja con mi corazón. Pero después de muchas preguntas, de señalarle en mi interior, de buscar un responsable, solo pude decirle «gracias» por hacer lo que muchas veces no nos atrevemos. En ese momento supe que estábamos destinados a vivir así, el uno decidiría por el otro.
Una sonrisa, un «¡venga!», un «coja estas piedras», un «vamos a jugar», un «te ganaré» y una enorme felicidad fue lo que continuó a ese beso que, para mí, aún no había terminado. Marina colocó en mis manos cinco fichas, cinco piedras, para jugar la partida. Las observé una por una detenidamente. Eran abstractas, oscuras, pequeñas, feas, muy feas… no tenían nada de especial. No me gustaban. Sabía que con ellas nunca podría ganarle.
—Estas para ti, Marina —se las devolví en mano, mientras su cara mostró una expresión de asombro. Buscaré mis propias fichas con las que ganarte— continué.
—Pero… ¿Acaso no se fía de mí?, ¡eh, eh! —Preguntaba levantando el mentón en dos ocasiones, una con cada ¡eh!
¡Maldita pregunta! No sabía por dónde tirar, si debía cruzar por el paso de la verdad o dar un rodeo por la calle de la mentira. Cualquiera de los dos caminos que tomase dolería, uno a ella y otro a mí. Preferí ser yo quien debía sufrir ese daño.
—¡Por supuesto que me fío!, ¿lo dudabas? —dije muy seguro de mí, aunque dudo que fuese muy convincente— pero prefiero buscar mis propias piedras o lo usaré como excusa si pierdo —sonreí.
—Muy bien Señor, pero no tarde, no quiero alargar demasiado su derrota, porque perderá —decía con una mirada desafiante y emulando el gesto de un forastero al soplar el humo de su pistola con su dedo índice.
Cabizbajo, silencioso y pensativo me alejé unos metros de ella, del lago, del beso, cargando en mi espalda con el peso de los recuerdos y en mi interior con el dolor de rodear aquella calle. Poco tardé en toparme de frente con aquella muralla natural repleta de hojas húmedas y finas ramas, de altura el doble que yo y de ancho un metro medido a zancadas. En la tierra desde donde se elevaba había pequeños charcos que se podían coger entre las manos. Aquella muralla verde tenía un nombre que no concordaba con su aspecto, «transparentes», a pesar de impedir ver tras ella. A veces me pregunto: ¿quién se encarga de poner nombre a las plantas?, y sobre todo ¿en qué se basan para hacerlo?
Me agaché con dificultades lejos de la seriedad. Rebusqué a los pies de las transparentes cinco piedras con las que, con total seguridad, ganaría la partida a Marina. Sabía qué morfología debían tener: planas, ligeras y de color… de color indiferente. Después de escarbar, remover arena, rebuscar piedras y apartar las hojas secas, no precisamente en ese orden, mis manos se vistieron como si de un fino guante de tierra se tratase y mis vaqueros quedaron teñidos de verde a la altura de las rodillas.
Finalmente conseguí encontrar tres piedras muy parecidas a las que buscaba y las oculté en mi mano izquierda. Las otras dos eran muy distintas, casi redondas, no muy grandes, una verde y otra morada. Quizá fuesen demasiado especiales como para jugar con ellas, demasiado hermosas como para que yacieran en el fondo de aquel lago o como para olvidarme de ellas. Esas, esas las guardé en mi mano derecha.
—¡Ya las tengo! —Grité lo suficientemente alto para que Marina se girase hacia mí.
—¡Corra! ¡Corra, Señor! —Voceaba desde el lago indicando con su mano que aligerase el paso.
Una vez allí, la miré frunciendo el ceño, desafiándole con la mirada, pero mostrando una ligera sonrisa que no pude disimular.
—Conocerás el amargo sabor de la derrota, baby ¿Aún estás convencida de que me ganarás? —Dije serio, con un tono desconocido y sin opción a réplicas.
—¡Le ganaré! La única posibilidad que tiene de ganarme es si me dejo vencer y eso nunca lo sabrá —guiñó el ojo y disparó un beso al aire que no alcanzó a herirme, ni por fuera ni por dentro, pero hubiese deseado que hubiese impactado de lleno en mi boca.
Me quedé con la duda de saber si sería capaz de dejarse vencer o solo fue la estrategia para justificar una derrota asegurada. Continué ocultando, justo después de la manga, los «ases» de mi partida.
—Las normas son las siguientes —tomé con mi voz las riendas del juego—. Jugaremos al mejor de cinco intentos. Si alguno consigue ganar tres partidas seguidas no será necesario tener que lanzar las otras dos, se dará por finalizada. En caso de empate, nos la jugamos a pares o nones, y dado que soy un caballero dejaré que seas tú quien empieces tirando ¿te parece?
—¿Algo más…? —Preguntó en un tono chulesco y segura de sí misma.
—¿Debe haber algo más? —Pregunté dubitativo, intentando encontrar algo que, a mi parecer, no había perdido pero que Marina había encontrado. Es así de sencillo el juego— continué.
—Ese es el problema Señor, es demasiado sencillo… ¿dónde está la emoción? Haremos lo siguiente: quien pierda deberá cargar con esta mochila a su espalda durante todo el viaje hasta que regresemos a casa ¿Sí?
—Sí, muy bien. Puedes empezar con tu primer lanzamiento.
Me quité el peso de los recuerdos que colgaba en mi espalda, me agaché y los dejé a la orilla del lago. Mientras me incorporaba escondí, con la misma habilidad de un mago en uno de mis bolsillos, las dos piedras que guardaba en mi mano derecha. Con ella iniciamos un apretón, como esos que se dan cuando firmas un acuerdo, pero con la intención de acariciar sus manos. Obviamos desearnos suerte, obviamos los falsos deseos, pero nos dijimos al unísono ¡Qué gane el mejor!, y al unísono respondimos ¡te ganaré! Luego sonreímos, también, a la vez.
Me alejé unos metros del lago y de ella, excusándome de no querer entorpecer su lanzamiento, si bien la única intención era poder contemplar cada movimiento de su cuerpo hecho de deseos. Ensayó, un par de veces, balanceando su brazo antes de tirar la primera piedra. Estiró el brazo hacia atrás todo lo que pudo para después lanzarlo con violencia hacia adelante. Fue un buen lanzamiento, la piedra salió despedida a gran velocidad. El primer impacto con la superficie del lago hizo que la piedra se elevase unos centímetros y se alejase unos metros, hasta llegar a un segundo impacto contra el agua. Después no hubo nada más, solo quedó el rastro de dos perfectas circunferencias que ondeaban a lo largo y ancho del lago hasta desaparecer segundos después. Su primer lanzamiento fueron dos circunferencias. No quise hacer ningún comentario referente a él pero, no sé cómo, se percató que me estaba riendo por dentro y así me lo hizo saber.
—¡No se ría! —Gritó girándose hacia mí y advirtiéndome de un modo amenazante con su dedo índice.
—Pero… si no me estoy riendo —dije elevando los hombros.
—Ya…
—Venga Marina, verás como el segundo lanzamiento te sale mucho mejor. ¡Ánimo!
Se giró hacia el lago justo después de hacerme una peineta y esta vez sí me reí, pero por fuera, aunque creo que no le importó demasiado.
Su segundo lanzamiento fue una repetición del primero, el mismo balanceo inicial, la misma fuerza y las mismas circunferencias, lo único que no se repitió fue mi risa interior. Después tampoco hubo ningún comentario, ni se giró hacia mí, ni peineta, ni tan siquiera dejó tiempo a que desapareciesen las dos circunferencias que ondeaban en el lago para iniciar su tercer lanzamiento.
—¡Espera! —Le advertí antes de que la piedra saliese de su mano.
Me acerqué a ella que me miraba como quien espera a alguien que sabe que puede cambiar su suerte, aunque con la duda de no saber de qué lado caería la moneda. Cuando llegué, a esa distancia donde las pulsaciones ajenas parecen propias, pude ver como en el fondo de sus pupilas ondeaban banderas blancas. Rodeé su hombro, más lejano a mí, con mi brazo izquierdo y sus ojos se clavaron en él. Luego extendí el otro, descubrí mi mano y continué:
—Toma. Coge cualquiera de estas piedras, te darán suerte. Lánzalas soltándolas desde la altura de tu cintura. No hace falta que la tires con fuerza, hazlo con decisión, procurando que la piedra acaricie la superficie del lago —como lo hacía mi mano sobre su hombro.
Sus ojos verdes —desconfiados— estudiaron la morfología de ellas y su mente analizó, con disimulo, mis intenciones, pero cuando todo está perdido te aferras, incluso, a quien alguna vez te mintió. Tomó la piedra, me pidió —con delicadeza— que me alejase unos metros y segundos después perdí la cuenta de las circunferencias que quedaron dibujadas en el lago. Sonreí, sonrió y de su boca salió toda la tensión contenida:
—¡Toma! ¡Toma! ¿Lo ve? Le dije que le ganaría…
Aproveché ese momento para abrazarla, sin llegar a fundirnos, tan solo quise sentirla y regalarle —sin que lo supiese— mi primer momento especial a su lado. Luego proseguí:
—Ahora me toca tirar a mí ¿Estás segura que me has ganado?
—¡Sí! —Respondió contundente, sin dudas, con seguridad, con una expresión de victoria dibujada en su cara.
No dije nada. No era necesario tener que tirar ninguna piedra para saber que había sido derrotado, a pesar de ello lo hice, pero mis piedras se quedaron sin tinta antes de llegar a pintar circunferencias en el agua del lago.
Es cierto que nunca supe ingerir el sabor de la derrota, pero esta vez era lo que más deseaba en el mundo, por muy amarga que fuera.
Era necesario dejarse perder para intentar suturar, de algún modo, mi conciencia cuando di un rodeo por aquella calle de falsa salida por donde todos hemos atajado más de una vez.
Me gustó volver a ver su sonrisa aunque para ello hubiese tenido que dejarme vencer.
—Creo que esta mochila le está esperando —dijo Marina, justo antes de guiñarme un ojo.
—Supongo que este es el precio de la derrota —dije resentido.
—Supongo que sí. Si quiere puedo aligerar el peso de ella. Creo que es un buen momento ¿Le parece?
No estaba seguro de que esa idea fuese del todo buena. Me tomé unos segundos en prepararme para lo que se avecinaba. Durante todo ese tiempo me sentí indefenso, perdido, asustado… después me sentí derrotado…
—¿Le parece? ¿Señor? ¿Señor…? —Repitió por segunda vez mientras me zarandeaba el brazo.
Estaba a su lado, pero apenas pude oírla, había interferencias entre su voz y mi corazón. Agarró mis manos que no encontraron un rincón donde esconderse, parecían tan perdidas como yo y mirándome, como quien sabe que las malas noticias siempre llegan por el camino más largo y con el mayor número de palabras, me pidió que me sentase a la orilla de un lago vacío de circunferencias. Sin nada que decir, agaché la mirada y mi cuerpo la acompañó.
Nos sentamos en el suelo y mientras yo miraba al lago, ella hacía lo mismo conmigo.
—¿Lo dejamos para otro momento, Señor? ¿Lo dejamos?
Esas palabras se colaron por el túnel de mis oídos y recorrieron la parte superior de mi cuerpo hasta llamar a la puerta de mi corazón. Me golpearon dos veces, como si de puños se tratase. Fueron dos golpes secos, dos «lo dejamos» pero nadie se atrevía a abrir. Segundos después cuando las palabras se disponían a marcharse abrí las puertas de par en par.
—No, Marina. Perdona.
La miré, parecía preocupada. Miré la mochila blanca, estaba abierta. Miré sus pequeñas manos, sujetaban un manojo de cartas atadas con un cordón, y durante mi derrota no pude ver que hacía tiempo que ella ya había tomado la decisión por mí.
Acepté que había llegado el momento de empezar a desnudar los recuerdos, mientras ella empezaba a desnudar el contenido de una de las cartas. Mis labios simularon una torpe sonrisa con las dos primeras palabras:
¡Hola pequeño!
No hizo falta nada más para que aquella lágrima se precipitase al vacío contra el lago, ni para desaparecer instantes después en él, dejando el rastro de una sola circunferencia… todo ocurrió demasiado deprisa. Fue aquella lágrima quien desveló que la tristeza es imposible disfrazarla de torpe sonrisa.
Marina seguía leyendo. Mientras ella leía yo menguaba. Conforme avanzaban sus palabras, retrocedía mi entereza que se deshacía en pedazos, una entereza que solo pudo ser frenada por unas manos, esas pequeñas manos, que sujetaban las mías cada vez con más fuerza, cada vez, en cada palabra. El lago, poco a poco, se fue llenando de circunferencias, era como si hubiese empezado a diluviar, aunque en realidad llovía, sobre todo en mi interior. Miré a Marina, tras unas lágrimas que esperaban su turno para precipitarse desde mis pestañas, y observé como ella, contenida, también dibujaba circunferencias utilizando por lienzo la superficie de aquella carta y por pintura unas gotas que salían desde el interior de unos ojos verdes. Nuestras manos, de tanto aferrarse la una a la otra, se fundieron en una sola.
Mientras ella me acariciaba con sus palabras, yo me iba sumergiendo —poco a poco— en mi dolor, sin divisar la costa, sin esperanzas, sabía que me ahogaba… No encontré ninguna bolla a la que agarrarme y cuando me sumergí del todo, con las últimas dos palabras, «te quiero», ella guardó silencio. Cerró el sobre, lo devolvió al interior de la mochila sabiendo que ese peso, el de esa carta, se había esfumado, como pasa con algunos trucos de magia, cambió de forma y de lugar. —Espero que pueda cargar con él— pensó Marina, lo intuí en su suspiro.
No sabía qué decirle, ella no sabía que contarme. Esperamos varios segundos a que pasara algo que perturbase ese momento y lo único que pasó fue que dejó de llover, tantos en sus ojos como en los míos y después, justo después, vi como se fue dibujando un pequeño arco iris en su sonrisa. Luego ella lo vio en la mía.
En todo ese momento, solo rondaba por mi cabeza una pregunta que temía formular porque, aunque los dos sabíamos que la mancha del dolor solo se borraría con los años, ya había pasado más de veinte y los restos, siempre tan invisibles al prójimo, esos no hay quien los haga desaparecer.
Me quedé mirando al horizonte tratando de encontrar algo que me ayudase a decidir, allí donde los barcos se difuminan, allí donde se pierden las palabras, allí donde se encuentran las miradas, allí donde hay preguntas a la deriva esperando respuestas que les salven, allí… allí fue donde acabé depositando la mía, ¿Dónde está?
—¿Qué mira? —Preguntó Marina, que aún seguía sujetando mi mano, yo agarraba la suya, y que sabía perfectamente dónde miraba.
—No, nada. Solo miraba allí, al horizonte, y me preguntaba…
—…
—¿Sí?, ¿qué se preguntaba?
Respiré profundo, un par de veces, para tomar todo el aire que iba a necesitar para no desfallecer. Dudé también, las mismas veces. No sabía bien qué pregunta debía formularle, si la que en realidad quería hacer o la que en realidad hice. Opté por la segunda.
—Me preguntaba que… ¿Quién es Blanca?
Resopló un par de veces, la primera cuando me miró, la segunda cuando dejó de hacerlo y entre medias respondió:
—Mire allí, a aquel horizonte —dijo señalando con su dedo.
Y dijo aquel porque no era el mismo al que yo miraba, el mismo en donde dejé la otra pregunta, la que quería hacer y no hice. Y dijo aquel porque cada persona decide dónde está el suyo. El de Marina estaba rodeado de montañas…
—¿Ve aquel Cabo, Señor? Pues es allí donde tenemos que llegar y es allí donde sabrá quién es Blanca…
—Pero ¿por qué hay que llegar tan lejos para saberlo? —No lo entendía…
—Porque solo conociendo el principio de la historia podrá entender y, sobre todo, aceptar el final. Debemos llegar hasta allí, Señor.
Posiblemente lo que Marina no podía imaginar era que ese final hacía un tiempo que lo intuía, lo pude ver en uno de sus silencios. Acepté, mientras leía, que Blanca hacía tiempo que debía estar más cerca de las estrellas que de mi mundo, empezó a morir poco a poco conforme fui desplomándome en el terreno de juego. Y es que las personas nunca dejan de morir mientras viven.
Asentí con la mirada, la acompañé con la cabeza y finalmente me puse en pie para continuar con un peregrinaje que apenas habíamos iniciado. Cargué en mi espalda el precio de la derrota. Una mochila repleta de años de vida, de recuerdos que quedaron grabados en esas cartas, porque el olvido podrá llevarse la memoria, las sonrisas, los recuerdos o las personas, pero nunca podrá borrar las palabras que quedaron escritas, esas que al igual que las secuelas del dolor, perduran en el tiempo.
Incliné ligeramente mi cuerpo hacia adelante, extendí mis brazos, mostrándole unas manos arrugadas por el tiempo, ese tiempo que no precisa de baterías para andar, ese tiempo que, a pesar de las tempestades, nunca se detiene. Marina se agarró a ellas con fuerza y tras varios impulsos se puso en pie.
—¡Vamos pequeño! Tenemos mucho camino por delante.
—¿Pequeño? —Fruncí el ceño extrañado al escucharla. Nunca antes me había llamado así.
—Sí, pequeño.
Y zanjó la conversación con un beso que no entendía de tamaños.