22

Good afternoon!

Tras varios intentos inútiles de abrir unos ojos que parecían estar anudados por las pestañas, fue finalmente la voz de Marina quien me despertó.

—Menuda siestecita que se ha echado «el marqués». ¿No le da vergüenza? ¿No me vaya a decir ahora que está cansado? ¿Sabe qué hora es?

Desde el suelo estiré las extremidades superiores, bostecé, froté una cara que rogaba unos cinco «minutitos» más y que oponía resistencia a despertar. Miré a mi alrededor y después de una sonrisa avergonzada, que utilicé por respuesta, reaccioné:

—¿Dónde están todas las personas que estaban aquí?

Había unos niños correteando tratando de alcanzar unas pompas de jabón que huían de ellos, hechas por una joven subida a un viejo cajón de madera. Unas pompas que —seguramente— no le alcanzarían para ser feliz pero que, al menos, le ayudarían a llegar a final de mes. En uno de los bancos un grupo de madres sostenían, entre risas y charlas, la merienda de sus hijos, pero parecía como si aquellas pompas les alimentasen más que los bocadillos. Pero de la princesa, de su abuela, de la joven deportista, del bohemio guitarrista, de ladrón de instantes o de los jóvenes enamorados no quedaba rastro. Hasta los rayos de sol dejaron de dibujar sombras en el suelo. Ellos también se marcharon.

—Pues no lo sé, no suelo ir preguntando a la gente que no conozco a dónde van cuando se marchan ¿Usted sí? ¿Sabe cuántas horas lleva durmiendo, Señor?

No respondí, sabía que era ese tipo de preguntas en las que las interrogaciones disfrazan de ironía todo lo que hay entre ellas. Me limité a levantar los hombros y a agachar la mirada…

—Señor, lleva cinco horas durmiendo ¡cinco! —Recalcaba mostrando su mano derecha completamente abierta—. Debemos darnos prisa o no llegaremos a tiempo.

Enseguida me puse de pie con la ayuda de Marina que tenía más prisa que yo, ya llevaba la mochila colgada a su espalda. De poco le sirvió ganar aquella partida.

Antes de abandonar aquel lugar quise asomarme por el mirador, ella lo hizo por mi hombro. Me perdí unos segundos en mi horizonte, luego me encontré con un beso en mi mejilla. Estaba casi terminando de atardecer, la luz del faro acababa de encenderse y comenzaba su larga jornada laboral. En la orilla de la playa empezaban a llegar los primeros pescadores al mismo tiempo que aparecían las primeras estrellas en el cielo. Ambos pasarían la noche en vela. Respiré profundamente, olí a mar, a Marina, a anochecer, a nostalgia, a recuerdos, a San Juan…

—Señor, debemos marcharnos ya. Se nos está haciendo demasiado tarde y aún estamos muy lejos del faro…

Aquel faro, que casi se adentraba en el mar, no quedaba tan lejos como la distancia que había entre llamarme «Señor» y llamarme «pequeño», ni tampoco lo estaba como aquellas cartas que guardaban veinte años de vida, tampoco… Aquel faro, que parecía llamarnos a destellos, estaba de nosotros a tan solo unas horas caminando y a un solo pestañeo de nuestras miradas.

—¿Está bien, Señor? —Susurró Marina que me abrazaba por la espalda.

—Sí, Marina, estoy bien —dije soportando otra mentira.

—Debemos irnos, Señor.

Marina agarró mi mano con fuerzas, tiró primero de ella, después de mí y poco a poco fuimos alejándonos de aquel mirador que se hacía más pequeño a cada paso que dábamos, yo menguaba al mismo ritmo. No volví la mirada atrás, pero una parte de mí se quedó asomada al horizonte, mi pasado.

Hicimos el mismo camino de vuelta, aquellas tablas crujían como antes, pero esta vez aquel paseo se mostraba, delante de nosotros, iluminado por unas tímidas luces azules sin apenas intensidad como para distinguir las caras de los paseantes. Debe ser que hay lugares que dejan de ser íntimos en el momento en el que aparece la luz.

Calculé que tardaríamos cerca de seis horas en llegar, aunque dudaba si las fuerzas podrían dilatar ese tiempo. Cuando finalmente dejamos el camino de tablas y llegamos al paseo marítimo, vi un autobús rojo, de aquellos que son descapotables, con una serigrafía en su lateral que ponía «Tour Cabo de Gata» y, a los pies de él, un grupo de turistas extranjeros que no paraban de hacer fotos. Se disponían a subir en él.

—Mira aquello Marina —dije señalando.

—¿El autobús? —Preguntó.

—Sí, vamos a subirnos en él.

—No podemos subirnos. No llevo dinero encima.

—No nos hará falta. Tú haz lo que yo te diga. Confía en mí.

—¿Está seguro? ¿Ha hecho esto alguna vez?

Sonreí al recordar la cantidad de veces que lo había hecho.

—Sí, alguna vez… No te pares a hablar con nadie, no saludes, entra decidida y una vez dentro nos sentamos al fondo, en el gallinero.

Nos pusimos al final de la fila y esperamos que abriesen las puertas.

En apenas unos segundos la cola empezó a andar y nosotros con ella sin apartar la mirada del suelo. Cada vez estábamos más cerca de la puerta de entrada cuando de pronto Marina preguntó bastante nerviosa:

—Señor ¿lo está escuchando? Están dando la bienvenida a todos al subir ¡nos van a pillar!, ¿qué hacemos?, ¿nos marchamos? —Parecía atacada.

—¡No!, cuando nos toque subir sonríe, tú solo sonríe…

Conforme nos íbamos acercando, escuchábamos una y otra vez: ¡good afternoon! ¡Good afternoon!, hasta que llegó nuestro turno y ese good afternoon vino acompañado de un «my friends».

—¡Nando! —Gritamos de alegría los dos a la vez—. ¿Qué hace usted aquí?, ¿no me diga que es usted el guía turístico?

—No, que más quisiera yo. Conozco esta ruta casi mejor que el camino de vuelta a casa. Suelo venir por las tardes a despedir a los turistas que hacen esta ruta, pues ellos a pesar de no decir ni una palabra en castellano siempre tienen una sonrisa.

Me conmovía su forma de ver la vida, era una búsqueda constante de sonrisas…

—¿Tiene algo que hacer? ¿Por qué no se viene con nosotros? —Pregunté—. ¡Es una gran idea! —Apuntó Marina.

—No puedo, debo marcharme a mi banco pronto pasará mi esposa por allí. Venga suban que está a punto de salir. Disfruten del viaje.

—¡Hasta la vuelta, Nando! Gracias amigo.

—¡Hasta la vuelta!… ¡Ah!, se me olvidaba, sentaros al fondo, allí nadie os pedirá los billetes.

—Muchas gracias de nuevo, Nando —nos abrazamos y conforme nosotros fuimos entrando en el autobús, Nando se fue alejando de él.

Ascendimos a la planta superior por una escalera situada en el centro del autobús. Una vez allí nos dirigimos hacia el «gallinero», sin hablar con nadie, sin dejar de sonreír. Me pareció extraño que, aunque desde esos asientos se tuviese las mejores vistas, no hubiese nadie ocupándolos, los más próximos a nosotros quedaban cuatro filas más adelante, una distancia lo suficientemente grande como para sentir que viajábamos solos.

Aunque aquel autobús nos llevaría a todos al mismo lugar, sabía que no todos haríamos el mismo viaje. Me quedé mirando fijamente a Marina, ella me sonreía, siempre lo hacía. Más tarde o más temprano debía contarle la verdad, lo más difícil era encontrar el momento.

Los turistas empezaron a colocarse unos auriculares para escuchar a la guía, yo no me los quise poner para poder escuchar a Marina. Segundos después arrancó el autobús con un, posiblemente, «Les damos la bienvenida a este tour por Cabo de Gata» pero yo solo escuché:

—Señor, ¿está preparado para hacer este viaje?

Y esta vez le dije la verdad:

—No, Marina.

El autobús comenzó a andar. No fui capaz de mirar a Marina, dejé la mirada perderse, donde más me gustaba hacerlo, en la costa. Ella fue abriendo poco a poco la cremallera de la mochila, ese sonido metálico me estaba arañando por dentro, creo que llegué a desangrarme.

—Señor.

—…

—Señor ¿Se encuentra bien?

Esperé unos segundos antes de responder. No quería que notase mi debilidad, no solo en la voz.

—Es todo tan complicado Marina. ¿Alguna vez has tenido la sensación de tener que tomar una decisión sabiendo que cualquiera de la elegida estaría mal? —dije sin apenas mirarla.

—No le entiendo, Señor. No sé qué me quiere decir con ello…

—Marina, lo siento —le dije mirándole entre lágrimas.

—Pero ¿qué ha pasado? ¿Por qué llora? A mí no tiene que pedirme disculpas por nada. ¡Arriba ese ánimo, hombre!

Se reclinó hacia mí, me besó la mejilla sujetándolas con sus manos y luego apoyó su cabeza sobre mi hombro mientras decía:

—No se preocupe por nada. Estaré siempre a su lado, el tiempo que usted desee.

Fueron pasando los minutos y perdimos de vista el mirador. Cuando Marina notó que mi corazón latía al mismo ritmo que el suyo, sacó del interior de la mochila todos los sobres. Mientras los acariciaba con una mano, con la otra hacía lo mismo con la mía. Me miró, esperé unos segundos antes de encontrarme con su mirada y después dejamos que ellas hablaran.

—¿Quiere que se las lea? —preguntó.

—¿Hay alguna otra opción?

—Sí. Si quiere puedo contarle todo lo que hay en ellas.

—¿Las has leído?

—No, no las he leído, pero estaba allí cuando Blanca las escribió.

Sabía que cualquiera de las dos opciones me dolería, así que fui cobarde y le pedí que hiciese lo que ella hubiese preferido en mi lugar, y empezó hablándome de ellas, de Blanca y de las cartas.

Mientras ella me hablaba, yo trataba de buscar a Blanca en aquel horizonte, un horizonte que hacía rato que la noche se había encargado de borrar. No la vi.

***

Cada noche la pasaba sola a su lado, sentada en una incómoda butaca de piel junto a su cama, pero usted se encontraba muy lejos de ella.

No quería que nadie le acompañase por las noches, eran esos los momentos en los que se quitaba el disfraz de guerrera que había estado llevando durante todo el día sin saber que las miradas no se pueden maquillar. En el mismo instante en el que se apagaban las luces de los pasillos, la de la habitación y llegaba el silencio, comenzaba a hablarle desde el corazón, un corazón que parecía apagarse con ellas. Lo hacía en voz baja, para no despertarle. Le contaba todo lo que estaba ocurriendo en el mundo en donde la corrupción había tomado el poder, también de las personas que habían pasado a visitarle y cuando ya no podía más, hablaba de lo que nadie podía ver, todo lo que ocurría y sentía ella por dentro. De vez en cuando miraba a los monitores con la esperanza que pasara algo, alguna señal que le hiciese creer que le estaba escuchando, pero lo único que pasaba eran las noches, solo las noches. Justo después de decirle lo mucho que le quería apenas le quedaban fuerzas para hablar y era entonces cuando escribía con su dedo sobre tu pecho cuatro palabras: «Te echo de menos». Luego lloraba y lloraba hasta quedarse dormida.

Marina cogió la primera carta, la abrió, me pidió confirmación para leerla… después solo pude agarrarme fuerte al asiento:

¡Hola pequeño!

No sé ni como empezar esta carta porque tengo un cúmulo de sentimientos que soy incapaz de ordenar. Perdona por esta caligrafía tan descuidada pero me tiemblan las manos.

¿Sabes?, hoy podría decir que soy la mujer más feliz del mundo y lo soy, pero también soy la más triste… Siempre deseamos que llegase este momento pero no esperaba tener que vivirlo sola, quería compartirlo contigo.

Aunque en realidad, en todo momento, estuve acompañada pero eché de menos agarrar tus manos, sentir tus besos, los ánimos de tu voz… te eché de menos a ti. Ha sido todo tan difícil. Espero que me perdones si ahora no te cuento qué fue lo que ocurrió allí dentro, en aquel paritorio… esa noche fui tan feliz y tan triste que no supe aguantar esa emoción que me hizo desfallecer. Te prometo que algún día te contaré todo, lo prometo…

Sonríe amor, sonríe… ya podemos decir que somos una familia, nació tu hija, nuestra hija… nació Paula. Ojalá pudieses verla es tan pequeñita, es infinitamente preciosa. Apenas llegó a pesar dos kilos y medio, tiene la piel blanquita y los ojos verdes más bonitos que haya podido ver en mi vida. Es tan buena, solo la he oído llorar una vez, en el momento de nacer, quizá fue porque no te vio allí, después no ha vuelto a hacerlo. No sería capaz de decirte a quien se parece, quizás un poco más a ti pues se pasa el día durmiendo… Espero que cuando la veas puedas sacarle algún parecido, ya sabes que a mí eso nunca se me dio bien y al resto de los familiares tampoco, no se ponen de acuerdo. Fíjate que hace solo dos días que nació y ya se ha convertido en la princesa de la familia.

Cariño tienes que despertarte por Dios, no puedes perderte esto, no puedes dejarme sola, ahora más que nunca te necesito y tu hija te necesita a ti, despierta por favor, despierta…

Te queremos, Blanca y Paula

Esta vez no tuve tiempo para secar las lágrimas de mis ojos, ni siquiera para sentir como resbalaban por mi mejilla, el aire gélido de la noche se encargó de llevárselas lejos de mí, dejándolas caer desde lo alto del autobús hasta el asfalto de aquella oscura carretera. Inspiré profundamente ese mismo aire hasta colmar los pulmones. Luego fui expulsándolo lentamente. Estaba convencido de que llegarían otros momentos en los que volvería a quedarme sin respiración.

—¿Se encuentra bien, Señor?

—Por favor, Marina no dejes de hablar, no puedo soportar los silencios… Sigue contándome todo…

—De acuerdo, Señor.

Marina me cogió la mano, no dejaba de temblar, la apretó, la besó y ya no volvió a soltarla durante todo el viaje.

***

Aquella noche de verano os quedasteis los tres solos en la habitación completamente a oscuras. Hacía mucho calor, apenas corría una pizca de aire, a pesar de tener la ventana completamente abierta. Blanca no os quitaba ojo de encima. Cuando miraba a la pequeña Paula, durmiendo tan feliz en su cuna y ajena a todo lo que ocurría a su alrededor, sonreía por fuera. Cuando le miraba a usted, también durmiendo, conectado a unos cables que recorrían cada rincón de su cuerpo hasta llegar a unas máquinas que le mantenían con vida pero que borraban cualquier expresión en su cara, lloraba por dentro…

Llegado un momento de la noche, asomó medio cuerpo por la ventana clavando su mirada en una luna que parecía sonreírle. Así se quedó durante unos segundos, mirándola y tratando de entender por qué se reía. Luego los segundos se convirtieron en minutos. Justo cuando empezó a girar su cuerpo para volver a la habitación, le sorprendió una estrella fugaz. Tenía tanto brillo que su estela quedó grabada en sus ojos y en su memoria. Tuvo tiempo para pedir un deseo, un deseo que no tardaría mucho en hacerse realidad.

Cuando ya no quedaba ruido en las calles, cuando las luces de las casas empezaron a apagarse quedando solo encendidas las de las farolas, llegó el segundo llanto de Paula desde que nació. Le conmovió a Blanca escuchar llorar de nuevo, con tanta intensidad, a su pequeña.

Encendió la luz de la lámpara de la mesita de noche, se asomó a la cuna, la tomó entre sus brazos y después de mecerla por la habitación, se sentó en la butaca de piel que había justo a su lado. Allí consiguió tranquilizarla hasta que dejó de llorar, la besó y las dos regresaron a sus sueños. Blanca se derretía mirándola. Después, cuando le miró a usted, se le pusieron los pelos de punta. Creció su nerviosismo, pulsó sin parar el botón que daba aviso urgente a las enfermeras que llegaron a toda prisa a la habitación y encendieron la luz nada más entrar.

—¿Qué ha pasado Blanca?, ¿se encuentra bien? Tranquilícese. —Dijo la mayor de ellas, que se encontró con una mujer fuera de sí. La otra, mucho más joven, tomó entre sus brazos a Paula y con mucho cuidado la dejó durmiendo en la cuna.

A Blanca le temblaban los labios, las manos, no dejaba de llorar, ni de reír, era incapaz de expresarse, tan solo pudo señalar con su dedo y decir:

—Miradle, miradle… —gritaba descontrolada.

Las enfermeras le miraban sin observar nada extraño, luego comprobaron que las botellas y los medicamentos de los que se alimentaba estuviesen correctos, lo estaban. Finalmente miraron unos monitores que mostraban en sus gráficos que algo había ocurrido. Continuaron mirándolo durante unos minutos más hasta que se aseguraron de que todas las constantes volviesen a la normalidad.

—Está todo bien Blanca. No se preocupe, intenta descansar un poco. Si necesitas algo nos vuelves a avisar ¿de acuerdo?

—Pero ¿es que no os habéis dado cuenta? ¡Mirad sus ojos! —Gritaba Blanca.

El primer llanto de Paula no lo hizo sola, aquella forma de llorar o quizás el poder escucharlo, hizo que en sus ojos apareciese una pequeña lágrima, una lágrima que le devolvía a la vida y que hizo que aquellos monitores fuesen la prueba de ello. Para las enfermeras aquello tan solo fue una anécdota más que contarían en el cambio de turno, para Blanca fue como volver a nacer.

—A veces pasan estas cosas Blanca, seguramente se haya emocionado al escuchar a su hija —dijo una de ellas, aun sabiendo que estaba mintiendo—. Ahora debes descansar, es muy tarde y aún no has pegado ojo. ¿Quieres que te prepare una infusión o un vaso de leche caliente?

—Si quieres prepárame un corazón porque siento que el mío se descompone por momentos —dijo Blanca cabizbaja.

Después respiró profundamente haciendo temblar todo su cuerpo. Ocultó la cabeza en su pecho y se deshizo en los brazos de una enfermera que, aunque no lo tenía firmado por contrato, estaba acostumbrada a vivir esas situaciones. La otra, una estudiante en prácticas, hacía ya unos segundos que había abandonado aquella habitación escondiendo el rostro con sus manos, y posiblemente con un «No apto» en su expediente. Cerró despacio la puerta, se marchó llorando por un estrecho pasillo que parecía la sala de espera de la tristeza y pensando que quizás su corazón no estaba hecho para esa profesión.

La veterana se quedó con Blanca tratando de animarla, diciéndole que debía seguir luchando:

—Tenéis una hija preciosa Blanca. Piensa que ella algún día querrá conocer a su padre y él a ella, no le quites aún esa oportunidad. Si tú te hundes, él lo hará contigo, porque aunque no puedas hablar con él estoy segura que puede escucharte…

—No me rendiré por nada del mundo, por nada —decía llorando.

—Por supuesto que no, Blanca. Nosotras tampoco dejaremos que lo hagas. Ahora descansa un poco y si me necesitas ya sabes donde estamos.

—Muchas gracias, intentaré no molestaros más. ¡Buenas noches!

—No nos molestas. Buenas noches Blanca y buenas noches Paulita —dijo susurrándole para no despertarla.

Aquella enfermera apagó la luz, se marchó de la habitación lanzándole un beso desde el umbral de la puerta y con la satisfacción de saber que había cumplido con su trabajo. Blanca se levantó de la butaca, anduvo pensativa y sin rumbo por la habitación. Luego se detuvo frente a su cama, se agarró a una fría barandilla metálica y clavó sus ojos esperanzados en usted. Le repetía una y otra vez, en voz baja «te echo de menos, ¿lo sabes, verdad?»… deseando que en algún momento apareciese en aquellos monitores alguna respuesta, pero nunca llegó. Debió pensar que hay deseos que solo se cumplen una vez. Deseaba tener otra oportunidad para escogerlo mejor. Luego peinaba con sus dedos sus cabellos, unos cabellos que empezaron a teñirse de plata. Más tarde hizo lo mismo con sus largas pestañas que, al igual que las de Blanca, aún seguían mojadas.

Fue así como fueron pasando las noches, las semanas y los meses… La pequeña Paula aprendió que la forma de pedir comida era llorando y desde aquella primera vez nunca más volvió a hacerlo sola, siempre la acompañaba con alguna lágrima. Aquello terminó por convertirse en un acontecimiento que ni los médicos eran capaces de explicar y se aferraban a la frase de «Hay cosas que la ciencia no encuentra la razón» para salir del paso.

Blanca se fue acostumbrando al ritmo de vida de un hospital que no descansaba, aunque creo que uno nunca se llega a acostumbrar a estas cosas sino que lo aparenta. Llevaba meses viviendo allí, entre esas cuatro paredes que parecían detener el tiempo y que alguien se olvidó de decorar. Conocía a todo el personal del equipo médico, desde las enfermeras hasta los celadores, sin olvidarse de aquellas amables limpiadoras. A todos les llamaba por su nombre. Muchas veces preparaban un desayuno especial para ella y otras le sorprendían con algún regalo en forma de bombones. Aquellos detalles no le hacían ser feliz pero durante esos instantes aparecía una tímida sonrisa en su cara. Hacía meses que habían dejado de cobrarle el alquiler del televisor, aunque hacía el mismo tiempo que dejó de encenderlo.

Lo que peor llevaba era que cuando empezaba a entablar cierta amistad con los vecinos de las habitaciones cercanas, al poco tiempo, estos solían marcharse. A algunos le daban el alta, pero la mayoría lo hacía para siempre y casi siempre sin despedirse… Era lo malo que tenía vivir en ese barrio, en esa planta… A eso nunca se acabó de acostumbrar.

Pero no todo fueron malos momentos. Aquella estancia también se llenaba de alegría cuando Paula empezaba a hacer los primeros sonidos con su boca intentando expresarse. No había quien la entendiese pero todos reían al escucharla. Era el único instante en el que todos estaban felices, incluso usted aunque no lo expresase en los monitores. Conforme avanzaban las semanas, Blanca se empeñó que debía enseñarle a hablar a su pequeña y sobre todo deseaba que aprendiese a decir «papá». Pasaba las horas repitiéndole, una y otra vez, esa misma palabra «papá». Quería que fuese lo primero que dijese.

La pequeña Paula se volvía loca de felicidad, armaba un revuelo en su pequeño mundo cuando escuchaba hablar a su madre. Intentaba mantenerse de pie en la cuna agarrándose a los barrotes, pero apenas tenía fuerzas como para aguantar unos segundos. Se caía, perdiéndose entre un montón de peluches más grandes que ella, hasta que después aparecía en los brazos de su madre.

Cuando Blanca la tomaba, ella siempre se quedaba embobada mirándola con esos enormes ojos verdes y escuchándole decir «papá». Parecía como si la entendiese. Y cuando todo hacía creer que Paula iba a repetirlo, después de varios intentos fallidos, desistía mostrando en una simpática sonrisa sus dos primeros dientes y dos hoyuelos en sus mejillas. Creo que Paula prefirió ser autodidacta con su vocabulario.

Así fueron pasando los días en el interior de su calendario, como los días del desempleado que ya lo ha perdido todo y solo espera que una llamada le haga cambiar su mañana. Regresó la Navidad a su vida pero usted aún seguía lejos de ella.

Ese año Blanca vio tras el cristal como el verano bronceó otros cuerpos, como el otoño enmoquetó con hojas secas otras calles y como los días se fueron llevando visitas, unas visitas que cada vez eran más escasas tanto en el tiempo como en las personas, quizá presagiando un final en el que no deseaban estar presentes… Blanca no decía nada a nadie, pero le pedía cada noche a la luna que mañana le dejase regresar a su lado.

Aquellas navidades no iban a ser recordadas por el olor a castañas en las calles, ni por los fines de semana en la nieve, ni por cantar unos villancicos que nunca pasarán de moda, ni tan siquiera por la cabalgata de unos deportistas vestidos de Reyes Magos que regalaban caramelos a los pequeños y esperanzas a los mayores… Aquellas navidades fueron inolvidables porque fue la primera vez que la pasasteis en familia y donde solo faltó usted.

En la noche de reyes, cuando ya todos se habían marchado y Paula acababa de quedarse dormida, Blanca encendió la luz de la mesita de noche, sacó de una bolsa de plástico una pequeña caja, un papel de forro, un bolígrafo y pasó parte de la noche haciendo un precioso e inolvidable regalo para usted.

—¿Un regalo para mí? —Interrumpí por primera vez a Marina.

—Sí, Señor. Para usted.

—¿Qué fue lo que me regaló? —Dije justo después de resoplar.

Marina no respondió. Cogió la mochila que estaba junto a sus pies, la colocó sobre sus rodillas y sacó de ella una cajita de rayas negras y marrones atada con un pequeño lazo de color rojo que ya había visto con anterioridad.

—Este es su regalo.

Marina mostró una caja tan pequeña que pensé que solo podía guardarse secretos en ella. La cogí con cuidado, para no aplastarla. Mis manos se mostraban torpes y nerviosas. Apenas pesaba, era como si estuviese vacía. Me daba miedo desatar el lazo porque siempre pensé que aquellos regalos que no se compran son los que realmente están llenos de valor y yo estaba vacío de eso. Sentí entre mis dedos el suave tacto de ese lazo que envolvía todas las caras de la caja. La acerqué lentamente a mi nariz, inspiré profundamente y… ¿cómo explicar que hay olores que no tienen explicación? Luego la apoyé sobre mi pecho, crucé los brazos sobre él, cerré los ojos y pude sentir por primera vez, desde que salí del hospital, que era Blanca a quien abrazaba. Después, al abrirlos, lo único que quedó de ella fue su fragancia.

Estuve dándole vueltas a la caja y a mi cabeza al mismo tiempo antes de descubrir su interior.

—¿Crees que es una buena idea? —Pregunté a Marina.

—Debe abrirla, Señor. En ella hay un precioso mensaje para usted, pero es su decisión…

—¿Y si esperamos hasta llegar al principio de toda la historia para hacerlo? —Indagué antes de actuar.

—Estamos muy cerca de ese principio, apenas nos separa cinco kilómetros y alguna carta más…

—Entonces esperaré a que lleguemos. Toma guárdala. Luego la leeremos juntos.

Marina la cogió, la guardó nuevamente en la mochila y continuó hablándome de Blanca.

***

¡Hola pequeño!

¿Sabes? Han pasado tantas cosas desde la última vez que te escribí que tengo la impresión de que esta noche la pasaré sin dormir. No quiero cerrar los ojos sin antes habértelo contado todo. No sé ni por dónde empezar…

¿A que no sabes quienes vinieron ayer a visitarte? Pues estuvo aquí tu hermano junto a toda su banda, Coto Privado, para traerte un regalo y sobre todo darte una fantástica noticia. ¿Estás preparado para oírla? Pues ahí voy… han firmado un irrechazable contrato con una gran discográfica.

Quisieron estar aquí para regalarte su primer trabajo discográfico antes de partir a Sudamérica. Van a empezar una gira de ochenta conciertos por Argentina, luego irán a Perú, a México… ¿no es maravilloso? En España el negocio de la música quebró tanto que incluso prohibieron a los bohemios tocar en las calles, como si el recoger unas monedas de sus estuches para alimentarse fuese un delito. Tu hermano me dejó un mensaje para ti antes de marcharse. Me dijo que te pusieses las pilas, que tenías que aprenderte todas las canciones para que cuando volviesen las cantaras con ellos, así que ya lo sabes pequeño…

Más cosas… ¿sabes lo testaruda que soy verdad? Pues se me metió en la cabeza que cuando nuestra Paula dijese la primera palabra esta fuese «papá». No lo conseguí, aunque fue lo segundo que pronunció ¿no está mal, verdad? No caí en la cuenta que tu hermana lo es mucho más que yo y mientras me empeñaba en enseñarle a decir «papá», a ella le hacía más gracia que aprendiese antes otra palabra y lo logró. Lo primero que dijo la pequeña fue «tonto», sí «tonto», ríete porque lo merece y ¿sabes qué es lo más simpático de todo? Pues que solamente lo decía cuando entraba en la habitación el doctor. Nos hacía reír a todos cuando la escuchábamos, incluido a él.

Pero de todo lo que ha pasado en este tiempo atrás hay algo que me emociona y a la vez me llena de esperanzas. Unas esperanzas que una noche el doctor intentó llevárselas a otro lugar cuando se tomó unos minutos para advertirme de las secuelas irreversibles que podrían quedarte si despertabas, ignorando —en todo ese tiempo— las que a mí me quedarían si no lo hicieses. No se lo tengo en cuenta, pues los médicos también se equivocan. No sé si nos escucharás cuando hablamos de ti, cuando te cojo la mano o cuando mis labios besan los tuyos, no lo sé… pero lo que sí sé es que cada vez que Paula dice «papá» a ti se te ponen los pelos de punta y a nosotros nos robas una lágrima al verlo. Supongo que la escucharás, que la sentirás y sobre todo sé que la quieres, porque solo reaccionas cuando la escuchas decir «papá».

Paula apenas sabe hablar pero estoy segura que si supiese decir «te echo de menos» se pasaría todo el día diciéndotelo, como yo siempre lo dibujo sobre tu pecho antes de cerrar los ojos…

Cariño tienes que despertarte, te estás perdiendo lo más bonito que tenemos, ver crecer a nuestra hija. Quiero que sepas que no te voy perder, no te perderé… ¡Despiértate ya!, por favor.

Te queremos, Blanca y Paula

De pronto el autobús se detuvo, paró el motor, apagó las luces y abrió sus puertas justo después de escuchar la palabra «Paula» de la voz de Marina. Posiblemente lo que aquellos turistas escucharon en sus auriculares fue «Welcome to Arrecife de las Sirenas». Me perdí tanto en esa última carta que ni siquiera me di cuenta que ya habíamos llegado.

Mientras observaba desde la última fila bajar a los turistas del autobús, sacar unas sillas del maletero y colocarlas junto a una barandilla metálica repleta de candados, nosotros permanecimos en el «gallinero» sin soltarnos de la mano. No me atrevía a moverme, supe que habíamos llegado al principio de la historia y no quería saber el final, aún no. Quise alargarlo un poco más.

—Ya hemos llegado, Marina —no se me ocurrió nada mejor que decir.

—Sí, así es ¿se encuentra bien?

—¿Hace falta que te responda? —Dije mirando a la luz del faro que teníamos frente a nosotros.

—No es necesario, Señor. Sé como se puede sentir. ¿Sabe?, debo decirle que es usted un privilegiado al tener tantas personas que le quieren. Igual no debería decírselo o quizá no le importe demasiado, pero confieso que yo también soy una de ellas.

Creo que Marina sonrió después de darme una palmada y decirme «¿vamos, Señor?». No me atreví a mirarla, solo la observé.

Bajamos de aquel autobús agarrados de la mano. Nos quedamos observando, a los pies del mismo, como aquel grupo de turistas, ya sentados en unas sillas de plásticos, disfrutaban de un improvisado cine de verano en donde la película que proyectaban en el cielo era una inagotable lluvia de estrellas.

Acompañaban el paso de cada estrella con un unísono «ohhh» y cuando se cruzaba alguna de gran tamaño la despedían con un sonoro aplauso…

Marina y yo nos mirábamos, sonreíamos, pero no era capaz de dar un solo paso.

—¿Cómo fue la gira de Coto Privado?

—¿Realmente es eso lo que desea saber?

—Quiero saberlo todo, Marina, pero déjame que sea yo quien decida el principio, al menos sé que ese no me dolerá.

Marina tiró de mí y yo me dejé llevar. Empezamos a alejarnos de aquel aparcamiento, en donde solo estaba nuestro autobús.

Apenas habíamos caminado unos metros cuando llegamos a un irregular camino empedrado cuyo paso estaba restringido. Una oxidada cadena junto con una descuidada señal de prohibición, en su punto medio, impedía cruzar a la otra orilla de tierra. Pero fue como si aquellas barreras no estuviesen allí para nosotros. La obviamos y nadie hizo nada para detenernos en nuestro intento, ni siquiera un farero que posiblemente esa noche se le acumuló el trabajo, no solo el de guiar a los barcos que se aproximaban a la costa, sino también el de guiar a las estrellas para que no se alejasen demasiado de su vista.

Continuamos caminando con torpeza, tropezando continuamente, pero sin soltarnos de la mano, por aquel oscuro sendero empedrado y sin un camino definido hasta que finalmente llegamos a un morón que se elevaba unos cuantos metros del mar. Daba vértigo asomarse por él, aunque nunca podré olvidar aquellas vistas. Si miraba a mi izquierda veía a una bonita mujer y unos preciosos ojos verdes, si lo hacía al frente me sorprendía el Arrecife de las Sirenas tan cercano a la costa que parecía estar protegiéndola de los temporales que acechaban el invierno: a mi derecha, en lo más alto, el faro de Cabo de Gata con su inagotable luz giratoria dirigiendo el rumbo de los marineros, y si mi miraba al cielo las estrellas me brindaban la oportunidad de equivocarme al pedir los deseos.

Cuando el siguiente paso al frente nos llevaba a precipitarnos por aquel acantilado, Marina sacó un pañuelo de la mochila, lo extendió cuidadosamente sobre el suelo mientras yo continuaba contemplando mi alrededor. Después se sentó, me senté, sacó una vela e inspiramos el olor inconfundible del Mediterráneo. Nos quedamos mirando a un horizonte, que por primera vez, era el mismo para los dos y fue entonces cuando Marina cogió la vela, la encendió y ya no dejó de hablarme en toda la noche, yo no dejé de escucharla durante ese mismo tiempo…

***

Es aquí donde todo empezó…