27
Cam apartó la mirada de D. J. Y Sawyer al oír aquel extraño anuncio, «Verde, verde», y vio que por lo menos la mitad de los hombres levantaban el brazo izquierdo en lo que parecía el movimiento de una coreografía, con los guantes cerrados en un puño. Era un gesto de identificación. Entonces avanzaron hacia los demás con las armas en alto.
—¿Qué…? —gritó Cam, pero la radio se llenó de voces.
—Quieto, joder, quieto ahí, mierda, qué demonios, quieto, eh, Trotter, quieto, ¡no te muevas!
Aquélla acción coordinada duró sólo unos segundos. Debió de haber una señal previa que él había pasado por alto. Cada atacante se quedó cerca de uno de los demás, ninguno llevaba nada en las manos, mientras que la mayoría de sus víctimas iban cargadas con un monitor, cables o un montón de material electrónico.
Cada atacante puso su Glock de 9 mm. En la cara de su oponente y agarró al hombre por la cintura para sujetar el control de radio, en vez de la pistola enfundada. El cableado iba bien cubierto dentro de los trajes excepto durante un breve tramo que iba desde la cadera izquierda hasta la caja de control, lo que permitía desenchufar los auriculares y conectarlos directamente a otro sistema de comunicación, como el de un avión. Los atacantes silenciaron a los demás.
Algo se apagó también en Cam. La confusión, perplejidad, la rabia… la impresión que había sentido lo había dejado vacío, y despejado, pendiente por completo del exterior. Asimilaba los detalles como si fuera oxígeno. Su pensamiento era inmediato y fluido como el de un animal, disociado de la lógica y los sentimientos.
Eso lo hizo decidirse. Se agachó a un lado como un jugador de fútbol americano que va a hacer una carga y se sitúa.
Durante las últimas horas, Cam había logrado distinguir a sus compañeros pese a los trajes, por lo menos algunos. Dansfield por la altura, Olson porque llevaba sucia la manga, Hernández por el paso rápido y la tendencia a ser el centro de atención del grupo. Su instinto le decía que eran las fuerzas especiales las que se estaban haciendo con el poder y Hernández quien estaba en apuros. Con un poco de tiempo, Cam habría llegado a la misma conclusión con un cálculo rápido. La proporción de atacantes y atacados era de cinco contra cinco, otros dos atacantes se quedaron atrás con los rifles de asalto, sus brazos sostenían en alto aquel trozo de infame metal negro. Sin embargo, se había olvidado de los números, y sabía que ellos se habían olvidado de él.
El atacante más próximo estaba a tres pasos de Ruth, con el M16 apuntando al techo. El capitán Young. El casco se movía mientras él reiteraba el código, «Verde dos, verde…».
Cam le golpeó en las costillas, con el hombro, y, como un jugador de fútbol en un placaje, agarró los brazos del capitán.
—¡No! —dijo la única voz femenina.
Luego se produjo otro alboroto de gritos masculinos:
—Pero ¿qué…? ¡Mierda, ten cuidado!
El M16 hizo un ruido, cuatro disparos contra el suelo. Cam y Young cayeron juntos. Fue muy rápido, por el peso de las botellas de aire.
Otro disparo más fuerte reverberó en todo el espacio cerrado del laboratorio. Luego se golpearon contra las baldosas, Young debajo. Sin embargo, la botella de aire evitó que Young cayera plano. Cam se desplomó encima, y Young no se resistió cuando Cam le arrebató el M16.
Resbalando, a gatas, Cam recuperó el equilibrio sobre la mano izquierda y las rodillas y puso el arma plana. No podía haber disparado. Tenía los dedos separados en el guardamonte, entre la empuñadura del rifle y el cargador.
Flashes… la yema del dedo sobre el suave metal se mueve hacia el gatillo… los trajes frente a él, ahora cuatro contra cinco…
Hernández y los marines habían aprovechado su movimiento sorpresa para contraatacar. Había un hombre retorcido en el suelo. A otro chico le habían dado un golpe en el trasero. Pero ¿dónde estaba el segundo M16…?
Entonces una bota le dio una patada en el lado derecho del casco. El impacto hizo que le entrechocaran las mandíbulas, giró el cuello y dejó caer el M16, que salió disparado. Las botellas de aire le golpearon en los omóplatos, pero el dolor se concentraba alrededor de un bulto que tenía bajo el labio. Los dientes podridos se le habían desprendido de las encías. Oscilaron sueltos en sus raíces rotas mientras él tosía sangre contra el visor.
El otro se puso en pie sobre él, con el M16 apuntándole.
—¡No, él no lo sabe! —Ruth estaba a un paso o dos del soldado de las fuerzas especiales, pero corrió de todos modos y siguió con aquel movimiento frenético cuando llegó a su lado. Agitó el brazo como un ala, con el codo hacia fuera, agarrando aún el portátil.
Se enfrentó al soldado con una valentía increíble. Sin embargo, sus palabras sonaban extrañas.
—¡Él no lo sabe, no… lo necesitamos!
El atacante se mantuvo en su posición. Cam también se quedó inmóvil, despatarrado, torcido sobre las botellas, retorcía las manos porque quería tocarse la cara, y un miedo distinto le recorría el pecho y los brazos. «El traje, Dios mío, ¿y si se me ha roto el traje?».
El resto de la sala también parecía en calma. Cam tragó sangre. Junto a sus pies estaban Todd y Sawyer, el primero encorvado sobre la silla de ruedas de un modo que parecía protector. D. J. Se retiró a la esquina más próxima a la cámara para apartarse con sigilo de todo el mundo.
Las palabras de Ruth no tenían sentido.
—Parad, él no lo sabía —balbuceó Ruth. Se oyó un arrastrar de pies al otro lado de Cam. El capitán Young se levantaba a tientas del suelo, entre sonoros jadeos entrecortados.
—Tiene razón —dijo Young, cansado—. Lo necesitamos.
Intervino una nueva voz.
—Verde, verde, qué está ocurriendo…
—Verde dos, verde dos, estamos bien —contestó Young.
¿A quién estaba tranquilizando, a otro grupo de soldados?, pensó Cam. ¿Habrían venido en otro avión? No, los pilotos que esperaban al otro lado de la ciudad en la autopista tenían un radar y habrían avisado a Hernández… los pilotos…
Claro. Los pilotos estaban metidos en el ajo y debían de haber cortado la trasmisión por radio a Colorado con el primer mensaje en código de Young.
Sólo podían querer una cosa, una razón para tomar el poder. La nanotecnología. Pero ¿qué sentido tenía robarla? ¿Qué podían pedir, dinero no…?
«Puta. Ésa puta rastrera».
Ruth lo había estado utilizando todo ese tiempo, incluso había sonreído y le había agarrado la mano, y entre tanto ella lo sabía…
Cam giró la cabeza y sintió una punzada en las vértebras. Entre las motitas de sangre, vio que habían perdido la batalla.
El traje desmoronado con languidez boca arriba era el cabo de la infantería de marina Ruggiero. Llevaba una funda con un mapa en el cinturón, por eso lo reconoció Cam, pues el plexiglás del visor estaba opaco por las grietas y un velo sangriento. Cuando Cam había cargado contra Young y el rifle de asalto se disparó, el soldado de las fuerzas especiales que encañonaba a Ruggiero se estremeció. A quemarropa, la bola de 9 milímetros hizo explotar el cráneo de Ruggiero dentro del casco.
La lucha no era del todo desigual. La persona que Cam había avistado por detrás, que en aquel momento estaba de pie y se frotaba el cuello, era el soldado de las fuerzas especiales Trotter, pero con las armas ya fuera, las fuerzas especiales habían recuperado el control enseguida.
No obstante, un hombre había muerto.
Los trajes beige estaban casi en las mismas posiciones que diez segundos antes, cinco contra cuatro, pero las posturas habían cambiado. Se apartaron del cuerpo de Ruggiero. Cam sintió el mismo horror que los alejaba. Un asesinato en aquella tumba de millones de personas, y todo cambiaba.
—Oh, mierda —exclamó Olson. Estaba solo, no tenía a ningún marine prisionero. Sostenía la pistola baja junto a la cadera como para esconderla—. Oh, mierda, yo no… yo sólo…
A falta de radio, Hernández gritó para hacerse oír.
—¿Qué estás haciendo, Young, sumarte a los disidentes?
—Nunca tuvimos intención de heriros, chicos —dijo Young.
—Nunca pensé que fueras un traidor.
—Te lo juro por Dios. No queríamos hacer daño a nadie.
Ruth intervino, como siempre:
—No lo entiende. —Apartó su rostro pálido, en busca de Hernández, luego enseguida volvió a Cam—. Teníamos que hacerlo. Somos la única oportunidad para la gente de conseguir una vacuna para todos.
Hernández no le hizo caso.
—¿Tenéis a los pilotos?
—Lo siento, comandante —dijo Young—. Se lo juro. No nos cause más problemas y sus chicos estarán bien.
Cam tenía demasiadas emociones en la cabeza, no podía discernir: alarma, duda, y culpa. La vieja culpa. En un abrir y cerrar de ojos había pasado de la nada interior a la saturación… ¿Qué demonios quería decir con «la única oportunidad»?
—No lo conseguiréis. —Impasible, Hernández hablaba como si tuviera un arma—. Será mejor que os lo penséis. ¿Adónde iréis? A cualquier lugar que vayáis irá nuestra gente a buscaros. Allí donde aterricéis enviaremos tropas.
Young le dio la espalda.
—Inmovilizadlos, de la cabeza a los pies.
—No podéis ganar.
—Olson, ¿me ha oído?
—Sí, señor… entendido. —Aún contemplaba el cuerpo de Ruggiero, el sargento Olson alzó el brazo izquierdo como si empezara el ataque de nuevo—. Estamos en el canal seis.
Olson se hizo cargo del grupo que retenía a los prisioneros, y apagó la frecuencia general. Empezaron a desarmar a los marines uno por uno, les quitaron las pistoleras.
—Vigiladlos —ordenó Young, y el que llevaba el M16 por fin lo apartó del estómago de Cam y fue a apoyar a Olson.
Ruth se arrodilló en el acto, desquiciada.
—Quería decírtelo…
—Joder. —Young podría estar insultándose a sí mismo. No miró a Cam hasta que ya había pronunciado las palabras.
—Leadville iba a quedárselo sólo para ellos —dijo Ruth, pero Cam miró a Young, incapaz de mirarla. Un asesinato más, y por razones equivocadas. Para nada.
Cam hundió la lengua en el agujero de sus encías, bultos carnosos, piedrecillas de esmalte. La sopa empalagosa que formaba su propia sangre ya le estaba provocando arcadas.
Tosió.
—¿Por qué iban a…?
Young también se arrodilló, de manera que quedaron uno a cada lado de Cam. Había sacado la pistola y la levantó, una ostentación silenciosa, antes de cogerle el cinturón a Cam con la otra mano.
—¿Qué hace? —dijo Ruth. Luego su voz se convirtió sólo en un farfullo—: ¡Déjeme explicárselo!
Young lo había desconectado.
—No puedo tenerlo en la radio —dijo Young.
—¿Entonces cómo se supone que va a ayudarnos con Sawyer? Él no lo sabía. Déjeme que se lo explique. Tenemos que poder hablar. Son imprescindibles para construir…
—¡Basta! No vamos a quedarnos aquí. ¿Habla en serio? Pensaba que sólo lo estaba retrasando para darnos más tiempo.
—Tenemos que quedarnos. Es nuestra mejor oportunidad.
—Doctora Goldman, nos llevaremos todo lo que nos indique.
—¿Y si se rompe algo? ¿Y si resulta que nos dejamos un pequeño módulo de aplicación que no nos dimos cuenta de que necesitábamos?
—Sabe que tenemos que salir de aquí.
—¡Dos horas! —dijo ella—. Podemos quedarnos por lo menos dos horas, como ha dicho Hernández. Leadville no lo sabe, ¿de acuerdo?
Young hizo una pausa, tal vez consciente de que Cam estaba cerca y podía escuchar. Jamás volverían a confiar en él. Y al recordar lo sucedido, al reflexionar sobre su error, Cam se percató del parecido entre esa conversación y la que Ruth ya había mantenido con Hernández. Young incluso había adoptado el mismo tono paciente y paternal para responder a la inquebrantable voluntad de Ruth.
La valentía y el compromiso de Ruth eran reales.
—Yo creo que probablemente lo hemos conseguido —contestó Young despacio—. No han dicho nada.
Ruth volvió al ataque.
—Entonces todo va bien.
—No creo que comprenda los riesgos. Aún tenemos que volver a los aviones, reponer el combustible, hay un montón de cosas que tienen que ir bien antes de estar de nuevo en el aire.
—Es nuestra mejor oportunidad. Es… todo por lo que hemos estado luchando. No lo eche a perder. Por favor.
Cam también estuvo a punto de decir algo, y Young se dio cuenta. Frunció el ceño y se puso en pie, lejos de los dos.
—De acuerdo, nos quedamos hasta que agotemos estas botellas. Y ya está.
—¿Qué? ¡Eso es apenas una hora y media!
—Ya está —le dijo Young.
Cambiar las botellas les llevó veinte minutos. Young había ordenado a los científicos que reunieran sus cosas mientras él las cambiaba, «Es hora de trabajar», dijo, Ruth y D. J. Apenas le contestaron, aún nerviosos por las emociones vividas, y Young titubeó.
Cam pensó que probablemente aquello no habría quedado así si Hernández estuviera aún al frente, pero esa actitud era una rebelión dentro de una rebelión. Young jamás podría ostentar la autoridad de Hernández. Podría haber cortado la electricidad o haberlos sacado físicamente a rastras, pero antes deseaba como el que más que la misión tuviera éxito.
Antes, cuando Todd y D. J. Aún estaban cargando todos los programas, Ruth apagó su radio y presionó su casco contra el de Cam, con el semblante serio, muy cerca, para describirle los motivos de la conspiración: la investigación para aplicar los nanos como armas que se estaba llevando a cabo en Leadville, los mil seiscientos estadounidenses asesinados en el río White, el miedo a que el gobierno de Leadville pretendiera utilizar el nano vacuna para volver a colonizar el planeta si lo creían conveniente.
—Es un genocidio fácil —dijo ella—. Dejar que todos los demás mueran y que ellos gobiernen para siempre.
Cam había prometido lealtad de nuevo… demasiado tarde. Era disponer de una persona menos, pero Young puso a Iantuano a hacer guardia en la cámara, para asegurarse de que Cam no volvía a conectar los auriculares y lanzaba un aviso a Leadville, o tal vez derribara a uno de los científicos y causara un tumulto que no se pudiera explicar.
«Rojo, rojo». A la tercera señal de Young, los pilotos al otro lado de la ciudad restablecieron la trasmisión de audio con Colorado. Sólo habían transcurrido cuatro minutos de silencio, y durante ese tiempo los pilotos siguieron proporcionando datos antiguos mientras «arreglaban un cable en la trasmisión». No había motivos para alarmarse. La expedición había llegado a su objetivo, a tiempo, e iba a permanecer allí un rato.
Habían mantenido esa ficción. En aquel momento la atención de Leadville se centraba en el equipo científico, los instigaban y hacían preguntas. Se suponía que D. J., Ruth y Todd debían describir todas sus acciones, aunque a menudo se distraían con los comentarios entre ellos o se callaban, sumidos en sus pensamientos. Ruth sobre todo hablaba poco y utilizaba gestos siempre que era posible.
El plan era mantener la mentira hasta primera hora de la tarde si era posible, hasta que, de pronto, el C-130 se dirigiera al norte en vez de emprender el camino de regreso a Leadville.
Cada media hora el comandante Hernández hablaba con sus superiores mientras el capitán Young apuntaba con un rifle de asalto no a él, sino a los demás marines. Era obvio que Young lo hacía con reticencia, le avergonzaba su función, pero había jurado que Hernández vería morir al resto de su pelotón antes que él si decía algo erróneo.
También había que montar una farsa para los satélites, pese a un vacío de cuarenta minutos en la cobertura. La toma del poder se había producido a salvo, bajo un techo, pero en cuanto salieran, en Leadville se preguntarían por qué había cosas que no encajaban con lo que les habían ordenado, así que las fuerzas especiales se estaban agotando cargando el remolque y saliendo y entrando del laboratorio sólo para parecer un grupo doce hombres en vez de siete.
Cam aún no había tenido tiempo para asumir la situación en su cabeza. Estaban pasando demasiadas cosas en poco tiempo, aunque hablaban con él menos de lo que esperaba porque apenas preguntaban nada a Sawyer.
Su decepción rayaba en el pánico. Necesitaba serles útil, pero al parecer la mayor parte de su trabajo ya estaba hecho, antes de despegar, la madrugada anterior, en el portátil de Ruth, y ese día por la mañana.
Sus esfuerzos estaban dando resultado, eso lo sabía. Estaba bien. Aun así, se sentía frustrado al verse arrinconado. Nunca había sido uno de los suyos, pero ya ni siquiera era una herramienta útil. Su gran contribución había consistido en confirmar la identificación de Sawyer de cada lámina portaobjetos. También se había asegurado de que entendieran dos contraseñas para los ordenadores, «supernena» y «mar12», la fecha de nacimiento del sobrino favorito de Kendra Freedman.
Sawyer también parecía temeroso de perder relevancia, aunque se desacreditaba envolviendo cada mínima información útil en unos recuerdos personales sin sentido. El nombre del sobrino… Sus visitas… Graznaba y daba paseos, sin dejar de restregar el reposabrazos de su silla con la mano sana, intentando incordiar.
El equipo científico chocó las palmas en dos ocasiones, y Ruth se rio varias veces, un «ja, ja» satisfecho y fuerte que atravesaba el casco.
Cam los observaba expectante, le dolían las encías, sentía los morados de la espalda, los brazos, el pecho, la barbilla, además de las cicatrices petrificadas que le cubrían la cara y el cuerpo. En muchos sentidos el rugido de su estómago era también un recuerdo, feo y vivo.
El láser de fabricación no parecía gran cosa, tres bloques gruesos como frigoríficos que costaría mucho de pasar por la cámara hermética, sin contar con los cables y tubos que los unían. Al tercero le faltaba un recuadro poco profundo en el medio, donde los paneles grises daban paso a una consola blanca con una cuadrícula de visualización, un teclado numérico y dos palancas de mando.
Nada que a los científicos les importara mucho. Teclearon algo. Observaron con paciencia sus aparatos. Consultaron con Leadville.
Casi dos horas antes D. J. Había colocado un par de láminas portaobjetos en una fina lengüeta que sobresalía de la consola, parecida a la bandeja de un reproductor de DVD. Automáticamente sellada dentro de una recámara hipobárica, unos delicados brazos mecánicos abrían las láminas, después de que un proceso de descontaminación eliminara el polvo y los residuos del espacio de trabajo. El láser también estaba equipado con manipuladores atómicos y una sonda de escaneo. D. J. Activó los programas de autorrecuperación que encontró y luego montó un proto Arcos individual a partir de la primera lámina junto con un componente de motor que tomó de la segunda.
Fue un proceso minucioso. Cada lámina contenía una docena de muestras de un tipo común pero con variantes menores, ya que habían sido producidas a máquina por separado en vez de por autorreproducción. D. J. Descartó los primeros tres fragmentos de motor.
Entre tanto, Ruth y Todd resolvieron una cuestión de protocolo entre el programa del portátil y el de los ordenadores del laboratorio, luego empezaron a cargar sus archivos. También habían introducido varios discos de Freedman, unos CD grabables comunes.
El rayo del láser ultravioleta extremo, pese al nombre grandilocuente, habría sido imperceptible aunque no estuviera escondido dentro de la maquinaria. En el monitor de video aparecía sólo como símbolo, una barra oblicua generada por el ordenador, incluso más pequeña que las retículas que representaban las nanoestructuras.
Incapaz de utilizar bien una pantalla táctil con guantes, D. J. Indicó los parámetros que quería con una palanca de mando y luego se sentó, con las manos apartadas. El láser fue recortando materiales innecesarios del componente del motor para reducirlo. Luego dio instrucciones de injertar ese nudo en el núcleo del proto Arcos.
Realizó ajustes en el mismo programa seis veces hasta que todo fue correcto. Tardó ochenta minutos.
—Genial, parece genial —dijo Ruth.
El láser, que aún cortaba, empezó a alterar la composición molecular del núcleo del nano. Al erradicar partículas atómicas seleccionadas, podían crear un microprocesador de estado semisólido codificado con el algoritmo de reproducción y su clave de discriminación, así como códigos para el sensor térmico.
Surgieron dos complicaciones graves.
En primer lugar, era una secuencia que no se podía corregir, o se hacía a la perfección la primera vez o sería un desperdicio de todos sus esfuerzos. Antes de volver a intentarlo tendrían que construir un nuevo nano, y había probabilidades de que D. J. Hiciera un promedio de seis pruebas más para recrear aquella estructura híbrida.
Peor aún, la segunda complicación era que estadísticamente estaba garantizado que hubiera defectos. Incluso mientras el láser daba forma al núcleo del nano, cabía esperar que algún cambio no previsto se produjera.
El nano nunca sería perfecto al cien por cien.
La pregunta era si podían fabricar un nano vacuna con la suficiente programación para funcionar bien, porque fuera lo que fuera lo que crearan, montarían más nanos con las mismas limitaciones, así que era imprescindible que la vacuna funcionara con un margen pequeño de error. De lo contrario sería engullido por la plaga de Arcos. Sería inútil.
Les quedaban veintiséis minutos en las botellas nuevas, Young volvió a golpear el cristal de la cámara hermética. Sin un cable de radio, Cam no oía sus palabras, pero el mensaje era obvio.
«Salid».
—Enseguida —dijo Ruth—. Lo prometo. De verdad no podemos detener el proceso de grabación después de…
Young volvió a aporrear el cristal, al tiempo que movía la boca. Por detrás, Cam vio a dos soldados de las fuerzas especiales que se inclinaban con rigidez para mirar al techo, aunque la luz fluorescente parecía estable. ¿Iban a cortar la corriente?
—¿Qué? ¿Cuándo? —Ruth había alzado la voz, asustada, y D. J. Se incorporó de la consola LUVE. Young había girado la cabeza, y Cam se percató de que estaba hablando con Iantuano.
Aquél intenso vacío se apoderó de Cam de nuevo, pero se resistió, incluso al apartarse de Iantuano y darse la vuelta para mirarlo a la cara, tras asegurarse de que estaba lejos de la silla de ruedas de Sawyer.
—¿Qué está pasando?
—Saca a tu amigo —dijo Iantuano.
—Casi han terminado.
—Sácalo. Acaban de llegar dos aviones a las montañas.