10

El viento entre los árboles sonaba como las olas del océano. A Cam lo tranquilizaba, aunque le recordara a su padre y sus hermanos. Su bramido penetrante era lo bastante fuerte para ahogar sus preocupaciones, y aquella pequeña renuncia era más fácil a cada paso.

Estaba cansado.

Sawyer marcaba un paso despiadado. Se alimentaba de la rabia y de la visión de futuro. Pero Cam estaba cansado. Le dolía la rodilla. Tenía los pantalones de esquiar húmedos y calientes. Le pesaban.

La luz del sol se filtró entre las copas de los pinos, dividida en distintos rayos repletos de insectos y moscas. Las botas hacían ruiditos por debajo del bramido del viento, el sonido de los guijarros que chocaban, el chasquido de las ramitas. La suciedad reblandecida por la lluvia absorbía todos los demás sonidos.

Sus cuatro compañeros le habrían parecido un obstáculo mayor si descendieran en grupo en vez de en fila, pero seguir a Sawyer entre los árboles era más fácil que hacerlo de forma individual. Cam oía la respiración de Erin cuando se acercaba, cuando las rocas o una grieta les hacía aminorar la marcha o, con menos frecuencia, cuando evitaba un paso estrecho y se paraba para encontrar otro camino. Por lo general Cam sólo oía el latido de su corazón y el viento monótono… y los insectos.

Las moscas negras zumbaban alrededor de Cam con insistencia, atraídas por su calidez, su olor o sus colores. Por mucho que lo intentara no podía ahuyentar aquellos puntos gruesos. Chocaban contra sus gafas y la bufanda como gotas de lluvia.

Las moscas hacían ruido, pero durante los últimos diez

minutos Bacchetti había resultado más molesto imitando el zumbido de un motor.

—¡Brrrrr! ¡Brrrr!

Al final, Sawyer se paró y miró alrededor mientras se reunían. Bacchetti pesaba unos quince kilos más, aunque estuviera en los huesos, pero Sawyer se limitó a decir:

—Cállate.

Entre los árboles había menos saltamontes que más arriba, antes de la tormenta, pero Cam había advertido varios puntos negros. Una masa oscura bullía alrededor de un ciempiés que se agitaba. Un enjambre explotó en una pantorrilla de Sawyer cuando puso el pie en el lugar equivocado. Cam empujó a Erin para ayudar a su amigo a limpiarse la pierna antes de que las inquietas motitas se le colaran en la ropa.

Sawyer se había desviado seis veces a la derecha o la izquierda. Cam sólo se imaginaba el motivo, excepto para el cuarto rodeo, pues había oído la seca sacudida de advertencia de un reptil. Ya había visto dos nidos de serpientes, con las crías enrolladas para mantener el calor. Para aquellas criaturas no era lo normal estar tan expuestas. Tal vez todas las buenas grietas y salientes estaban ocupados.

Quizás, cuando llegara una tarde calurosa, aquella tierra empezaría a bullir.

La población de lagartijas era increíble. Heladas por las lluvias pasajeras, sus cuerpecitos grises se perfilaban en cada fragmento de luz. Estaba claro que preferían la roca, pero a veces también cubrían troncos caídos o simple suciedad. Huían de Sawyer a una velocidad asombrosa, como una onda baja en movimiento, aunque enseguida se agotaban y se fundían de nuevo con la tierra inmóvil.

Cam observaba la tierra para distraerse. No podía negar la sensación que percibía en la mano izquierda. No le servía de nada sacudir el brazo para detener el creciente picor. No podía evitar que los nanos se extendieran, pero la única alternativa era no hacer nada. Así que sacudía la muñeca sin parar. Eso le hacía perder el equilibrio, y casi se cayó al tropezar con una piña.

El miedo era real pero no paralizador. Al menos hasta que vio que la silueta verde de Sawyer colina arriba…

Erin se había sentado. Cam estuvo a punto de gritar, pero Sawyer se detuvo enfrente de un claro entre los pinos. Llevaba el plano abierto, colgado a un lado, con los pliegues desgastados.

Manny siguió subiendo a duras penas sin detenerse. Avanzaba para llegar hasta Sawyer. Estaba claro que la cojera del chico era más acusada.

—Vamos —le dijo Cam a Erin—. Vamos.

Sawyer y Manny se volvieron. Bacchetti los alcanzó.

—Mirad. Mirad todos. —Sawyer se agachó y desplegó el plano en el suelo—. Estamos desviándonos demasiado hacia el oeste.

«Fuiste tú quien dijo que tenías que ir delante», pensó Cam. Aunque el resentimiento era bastante infantil, podía ser peligroso.

Empujó a Manny para que se acercara al hombro de Sawyer. De todos modos el chico estaba preocupado. Hurgaba en sus botas con los pulgares y se pinchaba en el talón. Tal vez sólo sufriera un calambre, pero los nanos tenían una desgraciada tendencia a agruparse en cicatrices y atacar las partes del cuerpo ya debilitadas. A Cam siempre le afectaba primero en la mano o la oreja.

Una cuadrícula roja cubría el plano mostrando los kilómetros cuadrados, cada recuadro era un caos de líneas marrones de cotas de elevación, pero Cam localizó el camino que buscaban de un solo vistazo. Había grandes «X» en las zonas donde la erosión era menor.

Sawyer colocó el dedo enguantado junto a una curva pronunciada, casi un cuadrado completo fuera de la ruta.

—Dios. —Manny dejó de tocarse el pie—. Dios mío.

—¿Es ésta la cresta en la que estamos? —dijo Cam.

—Exacto.

Habían ido casi medio kilómetro más al oeste de lo necesario, por una ondulación de barrancos que conducía al océano en vez de hacia el valle, donde podrían orientarse por la forma de las montañas.

Cam cerró la mano que le escocía en un puño.

—Iré contigo al frente, para controlar la brújula mientras tú le echas un vistazo al plano.

—De acuerdo. —Sawyer se puso en pie y Cam se levantó a su lado.

Así que Manny reanudó la marcha, apretando desesperadamente el pie y masajeándose el tobillo.

—¿No podemos sentarnos cinco minutos? —dijo Erin en voz baja.

Cam se inclinó y la agarró del brazo.

Erin se ensimismó. Cam no estaba seguro de cuánto tiempo había transcurrido desde que descendieron de la cresta, tal vez quince minutos, el sol no estaba más alto que a media mañana, pero Erin ya había tropezado con él dos veces, cuando aminoraba el paso para leer la brújula. Estaba agotando sus reservas de energía.

Cam también necesitaba recobrar fuerzas. Llevaban caminando más de cien metros entre hierbas marchitas cuando recordó que era primavera. Aquél campo de orquídeas silvestres daba la sensación de que hubiera llegado el otoño. Sus flores amarillas, normalmente del tamaño de un dólar de plata, eran sólo brotes incompletos, y sus características largas hojas carnosas se veían marrones. Muchas estaban lo bastante secas para desmenuzarse bajo sus botas a pesar que la tormenta había convertido aquel prado en una alfombra irregular de lodo y charcos.

Aquél año no había visto abejas ni mariposas, y se preguntaba si las arañas y los reptiles habían devorado todos los enjambres y las lentas orugas. No estaba seguro de que la falta de insectos polinizadores fuera la condena de aquellas plantas. Tal vez también tenía la culpa un hongo, unos ácaros o los pulgones…

Cam casi había captado la lógica de lo que había ocurrido cuando los mosquitos se reunieron en la parte inferior de sus gafas como una niebla repentina que tratara de entrar.

Dio un manotazo a aquella nube negra alargada y se bajó la bufanda.

—Dios…

Sawyer dio un salto, estuvo a punto de caerse, y se volvió para mirarlo. Tenía treinta pequeñas sombras pegadas a la cara, la tela de la bufanda mostraba una mancha alargada a la altura de la boca.

—¿Qué? —dijo Sawyer, y Cam estiró el brazo. Sawyer lo detuvo, el plano salió despedido de su mano, pero ninguno de aquellos movimientos desplazó a los insectos.

Los mosquitos en sí eran una amenaza menor, poco más que una molestia. Las picaduras eran las que podían ser letales. Cada pinchazo era una puerta para que los nanos se introdujeran en la piel.

Cam se golpeó con los guantes en la barbilla y la frente, y se volvió hacia Erin. En su capucha se veían bultos. Tras ella, Bacchetti ya se estaba rascando frenéticamente. Manny levantó las manos ante sus ojos, incrédulo.

—Mierda —dijo Sawyer.

—Corred. —Era lo único en lo que podía pensar Cam. Sin embargo, se quedaron ahí otro instante, con el agua sonando en algún lugar entre las plantas moribundas. Se inclinó para limpiarse los muslos y vio que aquella oscura masa viviente también estaba pegada a sus botas.

Se quedó absorto, igual que Manny.

Hacía tiempo que debería haberse detenido el ciclo de los huevos de los mosquitos. No vivían más que unas semanas, y las hembras necesitaban sangre para ser fértiles. ¿Podían haberse adaptado en tan poco tiempo a una dieta de ranas y salamandras? Parecía imposible. Toda la especie debería haberse extinguido excepto algunos restos de las variedades cuyos huevos quedaban aletargados en el lodo hasta que se mojaban con las lluvias.

Los residuos líquidos de la primavera. Dios. Y Hollywood probablemente había recibido picaduras suficientes para fertilizar a quinientas hembras, cada una capaz de engendrar a mil más…

Cam mató a veinte con la mano. Pero eso no significaba nada. Se incorporó hacia una bruma de cuerpos y entrecerró los ojos para lanzar un agudo gemido crispado.

—Corred. —Empujó a Erin y ella tropezó y aplastó un buen tramo de florecillas—. ¡Corred!

Manny se fue dando saltos, agitando los brazos, y todos echaron a correr tras él. Los mosquitos eran como nieve negra.

Cam gritó cuando el anorak azul delante de él desapareció, pero luego vio otra silueta y cambió de ruta. Se cayó. Se levantó de un salto y Manny se tambaleó hacia él por la pendiente. Cam empezó a empujarlo, pero Manny se resistía. Fueron en direcciones distintas y Cam corrió durante otros cuarenta metros hasta que se dio cuenta de que Bacchetti, a la izquierda, también se movía de lado por las tierras inundadas. Al oeste, hacia el viento.

Tal vez bastaría para ahuyentar a los bichos.

Vio unos destellos verdes y rojos que desaparecían encima de una pendiente leve, Sawyer y Erin. Debían de haberle gritado. Subió a tientas en busca de Manny hacia lo alto del terraplén.

Se golpearon con la maleza y las ramas bajas. Se protegían las gafas y las bufandas con los antebrazos. Aquéllos pinos eran diferentes de los que Cam había visto durante los últimos doce meses, con agujas finas y frágiles piñas anaranjadas que lo rociaban de polen. Cada impacto aplastaba docenas de mosquitos y ahuyentaba a cientos más.

Vio el anorak azul de Bacchetti y luego a Erin delante, una figura roja que avanzaba hacia una colina apenas arbolada. Allí el viento soplaría con más fuerza.

La adrenalina era un pobre sustituto de las fuerzas. Cam se dirigió a la ladera, pero le pesaban los pies. Empezó a gatear. Entonces Manny lo ayudó a volver a ponerse en pie y ascendieron con dificultad.

En la cresta, Erin estaba tendida de costado, tratando de respirar. Sawyer aún se mantenía de pie. Más allá sólo había bosques y rocas. Cam se vio como una gota distorsionada en las lentes de espejo de Sawyer cuando éste se acercó a él, y le dio manotazos en la cara y el pecho para matar los pocos insectos que aún tenía pegados. Bacchetti era más torpe, sus esfuerzos eran como puñetazos.

—Tenemos que seguir adelante —les dijo Sawyer.

—Las crestas —dijo Manny, entre jadeos—. Quedaos en las crestas.

—Cierto. Si podemos. Sobre todo debemos mantenernos alejados del agua.

—¿Crees que estamos cerca de la carretera?

Sawyer meneó la cabeza y alisó el plano. Se puso en cuclillas y sujetó el plano al suelo con las manos.

—Debemos de estar cerca —insistió Manny.

Habían perdido todo lo ganado mientras caminaban hacia el éste. Incluso podrían haberse desviado más al oeste que antes. Por lo menos también habían bajado bastante, al norte. Los pinos y la abundante maleza eran la prueba de que habían alcanzado una cota más baja, más evidente para Cam que los números del plano, 2000 metros. El dedo de Sawyer se detuvo en la cota más cercana.

—Tal vez aquí —dijo Sawyer.

Al principio Cam no advirtió el nuevo sonido del viento. Tenían que ir hacia el noroeste para evitar las tierras inundadas y los peores mosquitos, pero la carretera 14 no estaba a más de kilómetro y medio. Podían encontrar un coche.

Un coche. Cam giró la cabeza.

—¿Es…?

El claxon no paraba de sonar, como en una imitación burlesca de los coyotes que antes aullaban allí. Pero aquel aullido era un quejido.

—Es código morse —dijo Manny—. SOS.

Tres cortos, tres largos, tres cortos. El esquema le pareció evidente cuando el chico se lo explicó.

—De acuerdo. —Sawyer se rio y se frotó la frente—. No sé qué demonios se cree Price que vamos a hacer por él. Mirad. —Deslizó el dedo cuatro kilómetros al oeste, contra el viento—. Se han metido en esta pista maderera.

—Pero la pista no acaba ahí —dijo Cam.

—A menos que esté bloqueada. O puede que hayan tenido un accidente. —Sawyer se tambaleó al levantarse—. Da igual —dijo—. No podemos ayudarlos.