1

Primero se comieron a Jorgensen. Se torció la pierna, aquella pierna larga y pálida. Era poco más que un desconocido, pero Cam recordaba mil detalles sobre él.

Era una debilidad.

Cam recordaba de él que nunca decía palabrotas, y que por alguna razón conservaba las tarjetas de crédito y el permiso de conducir. En su recuerdo, Jorgensen era un trabajador incansable que estaba agotado el día en que se cayó.

Más tarde hubo otros con los que Cam sí había hablado, sabía de dónde eran y qué tipo de trabajo tenían. Aquéllas charlas hacían los días más llevaderos, si no fuera porque los fantasmas eran muy reales tras succionar el tuétano de los huesos de una persona. Cam tenía raciones extra porque se presentaba voluntario para ir a buscar leña incluso cuando la nieve se acumulaba en el tejado.

Las noches eran más largas que sus recuerdos. Erin sólo practicaba el sexo hasta que entraba en calor, y luego no había nada que hacer más que toquetearse las ampollas y escuchar las pesadillas y lentos susurros que invadían la cabana.

Se alegró cuando Manny dio un golpe en la pared y gritó.

Erin se movió pero no se despertó. Podía no levantarse durante doce o trece horas seguidas. Otros se incorporaron apoyados en un codo o levantaron la cabeza, farfullando y gimiendo, y gritaron cuando Manny abrió la puerta de un empujón y dejó entrar una ráfaga de aire helado. Fue un aire fresco que ahuyentó los fantasmas de Cam.

El chico tenía casi quince años, apenas medía metro sesenta, pero aun así tenía que agacharse para no tocar el techo. En el fondo habían tenido suerte de no haber encontrado más materiales para hacer algo mejor. Probablemente habrían construido el refugio demasiado alto, por costumbre.

Aquél espacio bajo se calentaba rápido, y tenían pensado bajar el techo otros treinta centímetros antes de que regresara el invierno y utilizar las tablas que sobraran como aislantes.

—Hay alguien en el valle —dijo Manny.

—¿Qué?

—Price quiere encender una hoguera.

—¿De qué hablas?

—Hay alguien en el valle. Viene hacia aquí.

Cam estiró el brazo por encima de Erin para sacudir a Sawyer, pero ya estaba despierto. Se le puso el brazo tenso bajo la mano de Cam. La fogata, reducida a brasas, desprendía la luz justa hacia su rincón para que la silueta del cuero cabelludo recién afeitado de Sawyer pareciera una bala.

—En el valle —repitió Sawyer—… es imposible.

Manny meneó la cabeza.

—Se ve una linterna.

La alta sierra de California, al este de lo que quedara de Sacramento, estaba formada por sorprendentes líneas rectas. Los barrancos y desfiladeros dibujaban pronunciadas uves. Cada pico de la montaña se elevaba como una pirámide que sobresalía sobre un llano, tan liso como un aparcamiento al aire libre. Teñida con el dulce brillo de las estrellas, aquella imagen dio esperanzas a Cam: era hermosa, aún podía reconocer la belleza.

Y lo que era aún mejor, ya debía de ser abril o incluso mayo, y por fin haría calor suficiente para huir de aquella apestosa cabaña y dormir fuera.

Los dedos de los pies que Manny había perdido no le impedían andar con presteza, cojeaba por los campos cubiertos por la nieve que todavía no se habían llevado a su rudimentario depósito de agua. Cam y Sawyer lo seguían de cerca. Aquélla cima no era muy grande, y conocían hasta su último centímetro por cazar día y noche los pocos roedores y aves que habitaban en los árboles, y por arrasar con toda planta viva.

Llevaban allí arriba casi un año. Tal vez más. Estaba claro que de nuevo era primavera, eso lo sabían, por muy confuso que fuera su calendario.

Hacía demasiado tiempo que estaban allí arriba.

Jim Price tenía a todos los de la otra choza llevando leña hacia una cresta baja, incluso a su mujer, Lorraine, que había sufrido un aborto natural hacía sólo tres semanas. Cam no recordaba si Lorraine cojeaba antes o no. Ahora había tantos que caminaban con dificultad…

Price estaba de pie junto al montón de leña. Hacía señales, profería gritos, caminaba junto a un hombre un momento y luego retrocedía presuroso para ayudar a otro a cargar.

—¡Muy bien, vamos! —Por desgracia algunas personas necesitaban ánimos. A juicio de Cam, por lo menos la mitad de los ayudantes de Price estaban abatidos, eran almas derrotadas que se habían aferrado a la única figura paternal disponible. A sus cuarenta y seis años, Price era doce años mayor que el resto de los habitantes de la montaña.

Sawyer se fue hacia el ajetreado grupo y se colocó el primero con su cabeza oscura recién afeitada. Hablaba más alto que Price, agarraba a la gente de la manga y les bloqueaba el paso. Cam se dirigió hacia donde estaban formando tres montones. Unas pilas enormes.

Manny lo siguió, al tiempo que hacía señales con el brazo. La voz del chico trasmitía una impaciencia evidente.

—Ahí abajo.

Sin embargo, Cam miró al otro lado del valle. La gente del otro pico había hecho tres hogueras. Desde allí sólo se veían titilantes chispas naranjas, pero eran una señal inequívoca.

—¿Lo veis? —preguntó Manny, luego gritó—: ¡Ehhhhhh!

Algunas de las sombras humanas a su alrededor también chillaron. Había pocas posibilidades de que aquel sonido penetrara en el extenso valle oscuro, pero Cam sintió que lo invadía de nuevo una sensación de esperanza y asombro.

Un kilómetro por debajo de ellos un haz de luz se movía con rapidez por el agreste terreno. Era luz eléctrica. Parecía una estrella.

—Debe de haber empezado a cruzar esta mañana —dijo Cam.

—¿Crees que alguien podría llegar tan lejos en un día?

—Si tardara más, moriría.

Price iba de aquí para allá con un cuenco de estaño lleno de brasas. Lo tenía sujeto contra el pecho con una mano, y con la otra hacía señales exageradas a los que iba adelantando.

Jim Price tenía el torso en forma de tonel. En ocasiones, a la luz del día, daba la impresión de estar un poco rollizo. Bajo la luz tenue de las ascuas, su rostro era todo huecos y mandíbula. En la barbilla se le marcaba un dibujo parecido a un reloj de arena. Ahí no le crecía la barba. Una cicatriz de su último descenso por debajo de los tres mil metros con un grupo de rescate. Tenía una sonrisa impresionante, casi aterradora, pero Cam no debía de tener mucho mejor aspecto, porque Price bajó la mirada cuando se colocó frente a él.

Cameron Luis Najarro había estado bastantes veces por debajo de la barrera, y tenía la piel morena salpicada de ampollas quemadas. La ceja y el orificio nasal izquierdo. Las dos manos. Los pies. Se había dejado el grueso pelo negro a la altura de los hombros para taparse una oreja que tenía muy desfigurada.

—Una hoguera —dijo Cam—. Una hoguera ya está bien, y hacedla pequeña. ¿De dónde diablos vamos a sacar más leña?

—¡Debe de saber una manera de protegernos! —Price miró a sus compañeros de cabaña, volvió a agitar el brazo en el aire y unos cuantos asintieron y mascullaron algo. Algunos llevaban todo el invierno escuchando sus tonterías altisonantes.

—No seas bobo. Si fuera así, acamparía durante la noche en vez de arriesgarse a romperse una pierna. Recuerda lo que dijeron en Colorado.

—¡Eso fue hace cinco meses!

Sawyer se acercó, con los brazos tensos en jarras y la barbilla inclinada sobre el pecho.

—No podemos gastar esa leña —dijo.

Price ni siquiera lo miró. Nunca había entendido el lenguaje corporal de Sawyer, mucho más sutil que el suyo. Price le hizo un gesto de desdén a Cam y dijo:

—Dile a tu compañerito de cama…

Sawyer le tumbó de un golpe en la boca. Price se desplomó como un fardo, dejó caer el cuenco y saltaron chispas naranjas por encima de su cabeza. Se revolvió y pataleó en el lodo, al tiempo que Sawyer avanzaba, tenso y decidido. Entonces Lorraine se interpuso entre ellos, lanzó un lamento a pleno pulmón y extendió los brazos en un gesto muy propio de Price.

—Una hoguera —dijo Cam—. Por favor.

Algunos volvieron a su choza. Los demás se apretujaron alrededor de la fogata. Se calentaban y bloqueaban la luz. Sawyer miraba a Price con muy poco disimulo por encima de las llamas amarillas, y Cam estuvo a punto de decir algo. Pero no quería avergonzar a su amigo. Él y Sawyer apenas se hablaban ya fuera de la cabaña a menos que estuviera Erin, y estaba harto de ejercer de conciliador.

Al otro lado del valle se apagaron los fuegos.

—Ellos tampoco tienen bosques que quemar —anunció Sawyer con un malicioso tono de satisfacción, y Cam sintió una punzada de decepción, de inoportuno miedo. Era como si la oscuridad del valle arremetiera como una ola y asfixiara a aquella gente.

Desde que se agotó la última pila y perdieron los repetitivos y tranquilizadores comunicados militares que se emitían cada veinticuatro horas desde Colorado y los refugios bajo tierra cerca de Los Angeles, se habían producido dos suicidios. Casi el diez por ciento de su población. Ambas eran mujeres. Ya sólo quedaban seis.

Cam no tenía ni idea de cuánta gente sobrevivía al otro lado del valle ni de las consecuencias que había tenido el invierno en ellos, sólo que estaban allí. El grupo de Cam nunca tuvo prismáticos ni una radio, sólo un reproductor portátil de CD de color rojo. Habían intentado imitar el código morse con un espejo de bolsillo y el reflejo de la luz del sol, con la intención de ayudarse unos a otros; pero, aunque se hubiera podido establecer una comunicación, los otros supervivientes no podían hacer nada por ellos más que saludarlos. Ayudarlos a mantenerse cuerdos.

El aislamiento los afligía más cada hora que pasaba. Se habían convertido en una amenaza para ellos mismos, el ambiente estaba crispado por la impotencia, la tensión y la desconfianza. El hambre y la culpa eran despiadadas.

Tal vez a todos los corroía la misma idea.

—Me pregunto qué han comido —dijo Sawyer.

Jorgensen fue fácil. Su pierna renqueante lo convertía en un completo inútil. Se cayó por el hueco de una escalera mientras revolvían en el hotel de la estación de esquí en busca de aislantes y más tornillos, torpes por el cansancio. Llevaban días ajetreados porque se avecinaban las primeras nieves. Podrían haberlo abandonado allí, pero decidieron hacerse los héroes, dejar la mayor parte de lo que habían reunido y llevarlo de vuelta. Cam ni siquiera recordaba haberlo discutido. Resultaba extraño, terrible y cómico al pensar en lo que le hicieron al cabo de seis semanas.

Pero necesitaban ser héroes.

Todas las personas de aquella montaña habían dejado familia y amigos atrás, en aquella ascensión demencial para lograr situarse por encima del mar invisible de nanotecnología.

El haz de luz se desvaneció en el techo que dibujaban las copas de los pinos. El pinar era demasiado pequeño para considerarlo un bosque, por lo que reapareció enseguida. La vegetación menguaba de manera espectacular más abajo de su cima, se iba reduciendo en franjas muy visibles de árboles, arbustos y finalmente resistentes hierbajos con flores. No había aire, agua ni suelo suficiente. Los escasos pinos y abetos esparcidos por encima del límite de la vegetación arbórea eran casi indiscernibles, todos inclinados, retorcidos y maltratados por el viento y la nieve.

El inquieto rayo de luz volvió a desaparecer tras una elevación. Pasó un minuto. Cinco. Cam había subido hasta allí en repetidas ocasiones e intentó imaginárselo. No había zanjas ni rampas, nada que retrasara a aquel hombre.

—Está aminorando la marcha —dijo Sawyer.

—Vamos. —Cam se adentró en la noche con su amigo, y Jim Price murmuró algo. Algunos se rieron. Sawyer se detuvo y miró atrás, pero Cam le dio una palmada en el hombro. Manny había dejado la fogata para seguirlos, y aquello bastó para hacer que Sawyer volviera a caminar.

Los tres se aventuraron por un amplio barranco poco profundo que formaba un embudo natural hacia su cima. Era el acceso más fácil. Discurría por una serie de salientes de granito y riscos de antigua lava de basalto que se desprendían. Cam se movía con seguridad por las rocas y la tierra compacta. Se sentía como si tuviera más resistencia física. Miraba a derecha e izquierda para aprovechar al máximo la visión periférica, así que las rocas que se desprendían sólo le aplastaron los dedos de los pies una vez.

Una ardilla listada chilló y todos se quedaron petrificados, a la escucha. Aquél extraño sonido no se repitió.

Los saltamontes no paraban de cantar.

Encontraron asiento en la base de un irregular pináculo de lava que creían haber identificado en el mejor mapa topográfico del que disponían. Según ese mapa se hallaba a tres mil cien metros. Las fluctuaciones normales de la presión atmosférica hacían que la barrera cambiara a diario, cada hora, y lo único sensato era reducir al máximo su exposición.

—Tal vez tenga una manera de parar esto —dijo Cam.

—No se sacan nanoclaves de los escombros. —Sawyer rara vez hablaba de quién había sido, a quién y qué había perdido, pero argumentó como un ingeniero durante la construcción de las cabañas y señaló problemas de drenaje y de cimentación—. Aunque allí hubiera alguien que supiera lo que hace, dudo mucho que dispongan del equipo adecuado.

—Tal vez lo trajeron al principio.

—Si tuviera un nano de defensa que funcionara como un anticuerpo en los seres humanos, habría parado a pasar la noche como tú dijiste… Y la única alternativa es el ataque, construir un cazador asesino que salga al mundo y engulla a todos los pequeños cabrones que nos están devorando.

Cam se dio la vuelta en la oscura ladera para mirarlo.

Sawyer miraba al suelo en vez buscar abajo.

—Ése loco hijo de puta no tendría que cargar un arma así hasta aquí, sólo soltarla —dijo.

Manny se puso en pie.

—Ahí está.

Un rayo de luz irrumpió por encima de las rocas achatadas y la maleza esquelética, a poco más de doscientos metros.

—¡Ehhh! —gritó Manny—. ¡Ehhh!

Los saltamontes enmudecieron un momento, luego volvieron a cantar a coro. Cric, cric, cric. Aquél ruido enloquecedor parecía ir sincronizado con el latido del corazón de Cam, que interrumpió sus pensamientos. Ésos bichos parecían un mar cada día más alto, triunfante, imparable.

Manny se puso a bailar, cargando todo el peso sobre el pie sano.

—¡Eh! ¡Eh! —El chico agitó los brazos como si quisiera hender la oscuridad.

—¡Eh, aquí! —Cam no pretendía ponerse a gritar, pero le salió la voz de golpe. Le escocían los ojos de contener las lágrimas, y casi se ahoga al volverse hacia Sawyer—. Dijiste que un equipo de submarinismo podría ser una protección.

—Claro. —La sombra alargada del rostro de Sawyer se dividió en una sonrisa—. Hay muchas tiendas de submarinismo en la montaña…

—Sólo quería decir… —Cam se volvió hacia la ladera de nuevo para ocultar el rostro mientras una gruesa gota fría caía y surcaba su piel hasta adentrarse en su barba—. A lo mejor tiene aire embotellado, eso podría funcionar.

—Tienes razón. Excepto por los ojos, las heridas abiertas, las picaduras…

Cam se tocó sin querer las ampollas que todavía se le estaban curando en la nariz. Le picaba el cuerpo de los cientos de pequeñas heridas que tenía, sobre todo las manos.

Cada corte, cada respiración, era una puerta abierta a los nanos.

—Da igual —dijo Sawyer—. Aunque trajera aquí arriba un camión con aire suficiente para todos, no serviría de nada.

De los pocos hechos conocidos, lo único seguro era que la plaga de nanos se desató en California. Más concretamente en Cal Berkeley, San José, en el garaje de alguien, y no había habido tiempo para muchos avisos. De lo contrario, su cima habría estado muy abarrotada.

Lo último que habían oído era que en Colorado había catorce millones de refugiados, disturbios por la comida, y cierta falta de honestidad por parte de los soldados de las fuerzas aéreas, que llevaban armas automáticas.

Colorado tenía que salir adelante. Las Montañas Rocosas ofrecían cientos de kilómetros cuadrados de altitud segura, algunas ciudades, ranchos, estaciones de esquí, instalaciones del parque nacional. Muchas zonas aún tenían energía que obtenían de las plantas hidroeléctricas, y por debajo de la barrera había docenas de ciudades grandes, e incluso pequeñas, fáciles de saquear. Otros lugares de altura parecida, como los Alpes y los Andes, mantendrían viva a la raza humana.

Existía un futuro, pero Cam no se consideraba parte de él. A menos que su grupo tuviera una suerte increíble con la caza durante todo el verano y el otoño, él y Sawyer habían calculado que la única manera de sobrevivir otro invierno sería desmantelar la otra cabaña para usarla como combustible y matar y congelar a casi todos los demás justo tras la primera nevada.