5

El sargento Wallace, Bill para los amigos, se soltó las correas de la bicicleta estática en cuanto Ruth entró en el módulo de ciencias médicas y biológicas. El reloj todavía marcaba veintisiete minutos, pero él se levantó del sillín y se quitó de un tirón las muñequeras sin ni siquiera limpiarlas.

Ésa breve rasgadura del velero y los dos latidos del monitor del corazón fueron su única conversación.

El interior de la EEI ofrecía menos espacio que un tren de pasajeros de cuatro vagones, aunque estaba dividido en un laberinto de zonas separadas. Los miembros de la tripulación nunca conseguían evitarse del todo. Wallace había jugado de defensa, había estado en la Armada y ahora tenía demasiado tiempo libre. A Ruth nada le despejaba tanto la mente como una buena sesión de sudor, pero el ejercicio en la estación se limitaba a la bicicleta y una máquina de pesas. Tal vez iba allí con frecuencia sólo por los cajones y las unidades de almacenamiento que formaban las paredes, salpicadas de etiquetas rojas y naranjas. Algunos de los maletines europeos con suministros médicos estaban asegurados al techo. Eran de color amarillo. Contenían material peligroso. En aquel pequeño mundo metálico Ruth se moría por ver algo de color.

Bill Wallace no respondía a la imagen que utilizaba el Ejército en sus carteles de reclutamiento. Tenía el pelo rojizo y las mejillas pecosas, con muchas marcas de un acné de la adolescencia, pero había estado a punto de batir el récord estadounidense de horas en el espacio antes de su largo exilio y, como a Ruth, le volvía loco su trabajo. Era el perfecto hombre para todo, sabía de electrónica y mecánica… Eso lo retuvo a bordo de la EEI cuando tres de los siete miembros de la tripulación fueron evacuados por la lanzadera Discovery para prolongar el oxígeno, el agua y la comida en beneficio de Ruth.

Se acercó sin decir nada ni molestarse en indicar sus intenciones con un gesto. No importaba. Habían ejecutado aquellos pasos cientos de veces. Ruth se apartó y Wallace, grosero, pasó por su lado de manera forzada. Ella estuvo a punto de gritarle algo al oído, cualquier cosa, para obtener una reacción… pero sabía por experiencia que esas bromas sólo hacían su silencio más profundo.

Ruth fue hacia la bicicleta. Pasó por encima, metió un pie debajo del sillín acolchado, luego desplazó el otro pie hacia abajo. Sin embargo, ese movimiento le hizo girar las caderas y se dio un golpe con el trasero en el respaldo, de modo que lo que podría haber sido una maniobra excelente fue un desastre.

Echaría de menos flotar, dar volteretas. El hecho de distraerse durante aquel apocalipsis era un placer sencillo teñido de muchas sombras de culpa. Y pagaría por ello. Cuando regresara a la Tierra, tal vez estaría en una silla de ruedas durante un tiempo. La degeneración de los músculos y los huesos eran una amenaza muy real en la gravedad cero. Las dietas especiales y el ejercicio continuo sólo podían ralentizar el proceso.

Siguió a Wallace con la mirada antes de atarse con las correas. Su reflejo le resultaba incómodo. Qué estupidez. Él jamás le haría daño, aunque sólo fuera porque le habían ordenado que la considerara su superior. Todos los astronautas estaban tan orgullosos de su disciplina como ella de su trabajo.

En realidad, Wallace había sido uno de los miembros que se había prestado voluntario para desalojar la estación, con la esperanza de reunirse con su familia, pero los de la central lo habían considerado esencial para operaciones a largo plazo. Eso no era un problema. No se podía hacer mayor cumplido a un hombre como Wallace. Habían metido a su esposa y a su hija en un avión de la guardia nacional de Florida junto con otros VIPs y los habían llevado a la cima del Pikes Peak, en Colorado, a 4250 metros por encima del nivel del mar. Se las había dado por muertas en el desastre que arrasó los depósitos provisionales de combustible la primavera pasada, pero aun así habían tenido más oportunidades que la mayoría.

Wallace se puso en su contra por los zumos de zanahoria.

Todo el asunto era increíblemente absurdo, pero llevaban demasiado tiempo metidos en aquel pequeño infierno. Ruth podía contar más conflictos de personalidad que personas. Al astronauta A no le gustaba la manera en que los astronautas B o C reorganizaban los suministros, mientras que B se había puesto a cantar canciones country y discutía con A, D y E cada vez que los molestaba, y C pensaba que D olía especialmente mal y le sentaba mal que A lo llamara «idiota», etc.

Su existencia cotidiana era de una rutina desalentadora, y Ruth había hecho que reventaran dos cartones de zumo con la esperanza de que todos se divirtieran, aunque sólo fuera un momento. Había sido un placer planear el truco. Lástima que a Wallace le reventaran los dos cartones de zumo. Ruth no había caído en que el de zanahoria era su zumo favorito, pero él se lo tomó como algo personal, y después de sorber del aire la segunda nube pegajosa de zumo le echó en cara que violara las normas de seguridad y los posibles daños para las conducciones electrónicas.

De pronto Ruth se estremeció al oír un golpe suave, cerca, luego otro, de manos o pies contra las paredes. El monitor del corazón emitió un pitido de alarma y ella se dio la vuelta, atada por las correas de velero de la bicicleta.

Derek Mills, el piloto de la Endeavour, dejó de acercarse cuidadosamente y se detuvo en el pasillo con una mano y un pie extendidos.

Mills debía de haber sido guapo. Tenía la frente y la mandíbula fuertes y suaves. No obstante, a Ruth no le gustaba su estudiado semblante neutro, ni sus miradas furtivas a la camiseta interior blanca de Ruth. Consiguió taparse el pecho con el codo mientras se limpiaba la frente.

—¿Qué ocurre?

Mills pensaba que las bombas de zumo habían sido una pasada. Mostraba sus brillantes dientes perfectos con todas las bromas de Ruth, coqueteaba con ella siempre que tenía oportunidad. Incluso guardaba su ración de tubos de pasta de chocolate y los sacaba cuando estaban ellos dos solos… eso provocaba una intimidad incómoda y forzada, ya que tenían que posar sus labios por turnos en la misma boca de plástico.

Dejó de mostrarse simpático porque era un verdadero creyente en el programa espacial, como la mayoría de la tripulación, y Ruth insistía ahora en hacerles volver a tierra. Tal vez para siempre.

—La radio… —anunció, y luego le dio la espalda.

Ruth pasó por una sección fría y oscura de la EEI, y de pronto fue consciente de que sentía un dolor en todo el cuerpo, un malestar tan real como el escorbuto. Para Mills aquella estructura era la gloria. Ruth sólo quería volver a ver árboles y el cielo.

La sala de comunicaciones era un desastre, un caos. Había trozos de papel arrancados de cuadernos y envoltorios pegados en la pared, con nombres, frecuencias y localizaciones de todo el globo. Era un registro vivo del Año de la Plaga. Se habían tachado muchos datos, casi todos los demás habían sido alterados por lo menos una vez, y aun así nunca se quitaba un trozo de papel.

Ruth entró como pudo. Ulinov ordenaba despejar aquel pasillo cada semana, incluso había quitado él mismo muchas veces los molestos maletines de suministros, pero el camino siempre volvía a quedar bloqueado. Simplemente había demasiados trastos a bordo.

Encontró a Gus escuchando estallidos de interferencias, tan fuertes que no dijo nada. Toqueteaba el panel de control con una mano y se frotaba la calva con la otra, como si él fuera su propio amuleto de la suerte. Luego vio a Ruth, la saludó y silenció la estática. Al parecer había estado pasando de un canal en silencio a otro.

—Por fin has venido —dijo—. Ponte estos auriculares, vamos a ponerte en contacto a escondidas, tal vez haya grandes noticias, déjame que te conecte a través de una transmisión por satélite.

—Hola, Gus.

El oficial de comunicaciones Gustavo Proano, que se quedó a bordo para apaciguar a los europeos, era el miembro de la tripulación más relajado durante aquella espera eterna. La fuerza de la costumbre. Era trilingüe, tenía nociones de farsi y portugués y estaba aprendiendo más. Gustavo tenía en la Tierra más amigos vivos que nadie.

Ruth aún no entendía su costumbre de encerrarse ahí dentro. Era la persona más sociable de toda la tripulación. Tal vez de forma inconsciente trataba de proteger sus radios.

Volvió a hacer un gesto para que se diera prisa, y farfulló algo en un micrófono, demasiado rápido para que nadie pudiera contestar. Hablaba inglés con un marcado acento neoyorquino, pero su locuacidad se imponía a cualquier idioma, incluso en aquellos en los que su único repertorio era «Hola» y «¿Cómo estás?».

—Leadville, aquí la EEI. Leadville, vuelve, tengo un contacto esperando.

Ruth se colocó el auricular y se dio cuenta de que le estaba volviendo a crecer el pelo y empezaba a rizársele. Estupendo. El estilo astronauta le haría parecer un mono.

—Leadville —dijo Gus—. Leadville, Leadville…

A finales del siglo XIX, en la época de la fiebre del oro, Leadville fue una metrópoli de treinta mil hombres atraídos al centro de Colorado por sus ricas minas de plata. En el siglo XXI, reducida a sólo 3000 residentes, su nueva fama se debía a que, con sus 3100 metros de altura, era la «ciudad» más alta de Estados Unidos.

Ahora era la capital del país, y un censo aproximado fijaba la población de la zona en 650.000 habitantes. Los refugios del North American Aerospace Defense Command, NORAD, a los pies de la montaña Cheyenne, albergaron en un principio al presidente, los congresistas que habían sobrevivido y los científicos más destacados en nanotecnología. La base subterránea se encontraba mucho más abajo de la barrera, pero estaba equipada con un sistema de aire independiente para protegerse de la radiación o la guerra biológica. La mayor parte de las comunicaciones de Ruth habían sido con el NORAD, hasta que la plaga se desencadenó desde un laboratorio dentro del complejo.

—EEI, aquí Leadville —dijo una voz, arrastrando las palabras, con tono tranquilo—. No os retiréis.

—Recibido. ¿Quieres que nos mantengamos a la espera? —dijo Gustavo.

—No os retiréis.

La evacuación parcial de la base del NORAD había reducido mucho su capacidad de trabajo, ya mermada por el desencadenamiento de la plaga. En un momento dado hubo más de mil investigadores por toda la nación, luego cientos, al final sólo docenas… y aparte de la India y un equipo japonés desplazado al monte McKinley, en Alaska, nadie más ni siquiera lo intentaba. En los Alpes, los alemanes, los franceses, los italianos y los suizos estaban en guerra entre ellos, y con las masas de refugiados que se morían de hambre, tan errantes como los rusos. Y los científicos brasileños refugiados en los Andes habían dejado de hacer predicciones antes de finalizar el primer invierno.

Ruth alcanzó las listas de contactos pegadas a la pared más próxima, pero enseguida dejó de toquetearlos. Había tantos nombres y lugares tachados que se preguntaba cómo podía Gus soportar aquel constante recordatorio. Le pareció terrible. Sin embargo, era obvio que algo en su interior se sentía satisfecho al rodearse de datos y barreras físicas.

—Eh, hola, ¿estoy conectado? —La nueva voz hablaba casi igual de rápido que Gustavo, habituada durante meses a la escasez de energía.

—James —dijo Ruth—, te escucho.

—Tengo…

Intervino la otra voz de fondo.

—Es una llamada segura, comunicación de la EEI. Por favor, despejen el canal.

—Recibido. —Gustavo se dio la vuelta y le guiñó el ojo antes de ir flotando hacia la salida. Hasta entonces Ruth había decidido compartir toda la información con el resto de la tripulación, fuera clasificada o no. Creía que era lo justo. ¿Por qué seguir guardando secretos? Los soldados de abajo exigían que se despejara el canal sólo por entretenerse.

Ruth estuvo a punto de decir algo, pero se oyó un clic bajo y amenazador. Gus había identificado aquel sonido como un aparato de grabación, y a Ruth se le pusieron los pelos de punta.

Ansiaba el aire puro, un horizonte, caras nuevas, pero creía que sería un pecado envidiar a los que estaban en la Tierra. Era uno de los miembros de la raza humana mejor alimentados y que estaba más a salvo.

Les habían informado de que la situación en Colorado era estable, aunque Ruth percibía indicios de otra realidad en aquellas conversaciones: retrasos inexplicables, evidentes escaseces, nombres que parecían haber desaparecido para siempre. Había intentado conversar un poco más para averiguar algo, pero por lo general la interrumpían y una vez cortaron la conexión. Dijeron que era por ahorrar energía. Otras veces los científicos con los que hablaba eludían sus preguntas o no le hacían caso de forma descarada. ¿Por qué?

Si conociera a alguno de ellos, si tuviera amigos allí, podría haber insistido, pero sus relaciones eran tan escasas como el cable que unía los auriculares a la radio.

—Tengo buenas noticias y buenas noticias —dijo James.

—Bueno, yo siempre digo que prefiero oír las buenas noticias primero. —Ruth intentó que su sonrisa se reflejara en su voz. Demasiado a menudo sus comunicaciones eran letanías de desesperación.

Había conocido a James Hollister en una convención en Filadelfia, años atrás. Recordaba de él una vaga imagen, gafas gruesas y una enorme barriga a lo Moby Dick. Tenía un recuerdo más claro de los artículos que había publicado. Había dirigido un nuevo enfoque en medicina nanobiótica utilizando aminoácidos sintetizados para perforar membranas bacterianas y así matar infecciones. Su campo sólo estaba relacionado con el problema actual en el sentido más amplio, pero James no era tonto y había aportado una perspectiva única a los esfuerzos por construir un nano antinanos: el NAN.

Se había presentado voluntario para el puesto de coordinación para liberar a otros investigadores con aptitudes más apropiadas para resolver la crisis. Ruth se alegraba de ello. Hablaba con él seis de cada diez veces, y ya nadie más hacía bromas, ni siquiera pequeños juegos de palabras como «buenas noticias y buenas noticias».

—Hemos rediseñado nuestro motor —dijo él—, hemos incrementado la eficacia de combustión en casi un cinco por ciento.

—Genial. —Al fin y al cabo, la química era su especialidad—. Supongo que es genial, James, pero ¿qué más da? Podemos agrandar el NAN si necesitamos más potencia.

Silencio. Interferencias.

Estuvo a punto de callárselo.

—Estáis perdiendo el tiempo con vuestras extravagancias. Tenemos un algoritmo de reproducción funcional. Podemos hacerlo todo lo grande que queramos, cinco, diez por ciento, da igual. Pensaba que habíamos quedado en centrarnos en la discriminación.

—Ruth, necesitábamos algo a lo que apuntar, algo real. El bicho de LaSalle ha resultado eficaz y el consejo del presidente habla de reasignarle a todo el personal.

—¿Qué? ¿Lo ha hecho en un entorno real o en condiciones de laboratorio?

—En el laboratorio, si es que importa.

—¡Pues claro que importa! Nosotros también hacemos pruebas en condiciones controladas. ¿Qué les has dicho?

—Que nuestra eficacia de combustión había subido un cinco por ciento.

Ésta vez fue Ruth quien no contestó enseguida. Luego se echó a reír.

—De acuerdo, supongo que son buenas noticias.

No había un consenso sobre cómo manejar la situación. Todo el mundo quería destruir la plaga, por supuesto, pero en aquel momento había como mínimo tres propuestas que competían… y el doble de conceptos había sido descartado durante los últimos meses. La escasez de equipos obligaba a que, de todos modos, gran parte de su trabajo fuera teórico, y los especialistas en nanotecnología de cualquier campo tendían a ser visionarios y un poco excéntricos. El fin del mundo no había cambiado eso.

Tal vez lo hubiera empeorado. Había demasiado en juego, y el nombre de la persona que venciera a la plaga de esas máquinas sería más importante que Mahoma o Jesucristo.

—LaSalle es idiota —afirmó Ruth, y oyó en sus auriculares dos golpes, tal vez era James, que se encogía de hombros.

O quizás era el otro oyente.

Le daba igual.

—Supongo que todavía proclama a los cuatro vientos que la discriminación es una pérdida de tiempo.

—Ha conseguido que la mitad del consejo esté de acuerdo con él.

—James, es imposible que funcione de otra manera. No puede pasar por alto el asunto sólo porque le resulte incómodo.

Cualquier nano en un entorno real tenía que superar tres obstáculos importantes, e integrar cada solución en un todo que funcionara era el cuarto reto. Y el más difícil.

El primer problema era cómo hacer funcionar algo tan increíblemente diminuto. En honor de El Mago de Oz, los profesores de Ruth lo llamaban el Problema del Hombre de Hojalata… «ojalá tuviéramos un corazón». Existían docenas de posibilidades utilizando combustibles sintéticos, proteínas, electricidad, calor. El truco era destinar el mínimo de capacidad posible al almacenamiento de energía y/o su generación.

La segunda dificultad era el Espantapájaros: «ojalá tuviera cerebro». La inteligencia más antigua y fundamental de la naturaleza estaba basada en reacciones químicas a partir del ácido ribonucleico, y los aminoácidos de James, reacciones simples y limpias, suficientes para alguna clase de biotecnología. Pero era todo un reto incorporar una conciencia y capacidad de decisión a máquinas de ese tamaño sin obstruir su velocidad operativa.

El tercer desafío, conocido como la Bruja Malvada, era cómo crear suficientes nanos para que valiera la pena. Una persona podría tardar sesenta horas en montar un equipo compuesto por quinientos átomos, según el material y el equipo utilizado. La automatización podría acelerar el proceso, pero no era viable económicamente porque habría que gastar millones de dólares en construir fábricas para crear los nanos.

Una línea de pensamiento puntera había propuesto unir al Espantapájaros con la Bruja. Unos nanos capaces de obedecer instrucciones también deberían ser capaces de montar otros como ellos. Su función determinaba su forma. Una vez más, la escala infinitesimal de los nanos había entorpecido la aplicación de este enfoque, pero los rudimentarios prototipos de kiloátomos lo llevaban haciendo desde antes de que Ruth entrara en la universidad.

Ni un solo aspecto de los nanos era revolucionario. Lo que los hacía tan eficaces era lo bien ensamblados que estaban.

El nano utilizaba el calor corporal de su anfitrión como fuente de energía, de modo que sólo necesitaba unos pocos receptores en puntos clave de su estructura. Sus creadores habían superado el obstáculo del cerebro esquivándolo del todo. La máquina era muy sencilla. Infestaba los tejidos de sangre caliente porque era incapaz de funcionar en ningún otro entorno, y montaba más criaturas, igual de limitadas pero agresivas, porque así se lo habían ordenado. Punto. Todo el mundo coincidía en que el nano, tal como lo conocían, era un prototipo, y aun así Gary LaSalle quería adoptar ese método para su NAN.

Vaya estupidez. Era como si el doctor Frankestein dijera: «¡Igor, ve a buscar un cerebro!». Sin embargo, tal vez Ruth había llevado demasiado lejos sus bromas, porque dos meses antes LaSalle había dejado de hablarle por radio.

Tenía razón en que los nanos funcionaban de forma rápida porque les faltaban instrucciones complejas, pero aquel hombre era un completo idiota si pensaba que podrían limpiar el planeta con un NAN sin discriminación. La tarea era demasiado vasta, el campo de batalla demasiado heterogéneo. Y, lo que era más importante, en el mundo, por debajo de los tres mil metros, los nanos ya no tenían anfitriones y estarían en hibernación. Eran objetivos inertes e inactivos, e incluso un NAN que se reprodujera despacio al final destruiría a casi todos los nanos.

La idea era sencilla: soltar su mejor trabajo, luego esperar y observar. Pero ¿quién sería el salvador?

El NAN de LaSalle, más una reacción química que una máquina, estaba compuesto por moléculas de carbono rico en oxígeno con la intención de unir los nanos en cúmulos supramoleculares y no funcionales. Rápido y sucio. James había ayudado en los inicios de ese programa, llamado «Copo de Nieve», antes de declararlo inestable. Pero, aun así el NAN de LaSalle seguía siendo el más pequeño y rápido de reproducir, un hecho en el que siempre insistía cuando aún intentaba contar con la ayuda de Ruth.

Otra facción, tal vez la más ambiciosa, imaginaba un NAN parásito que proporcionara una nueva programación a los nanos, que aprovechara su capacidad extra e hiciera que aquellos malditos aparatos se atacaran unos a otros. No obstante, este grupo todavía estaba trabajando con análisis y simulaciones por ordenador, y nadie más creía que llegaran más allá de la fase de planificación.

Ruth pertenecía al tercer equipo, formado en su mayor parte por técnicos con formación militar y gubernamental. Habían construido un cazador cuyo ciclo de vida se basaba en destruir nanos. Una auténtica arma. Quemaría una parte de los nanos para obtener combustible, y utilizaría el resto para construir más cazadores como él. Éste diseño había sido el favorito hasta que el consejo presidencial se fue desesperando, como era comprensible.

Había un gran problema con los tres conceptos.

Al crear más criaturas como ellos, los nanos extraían carbono y algo de acero del tejido de sus anfitriones, y, como sustancia, cada máquina apenas era discernible de cualquier otra forma de vida.

Lo que suponía un problema muy grave. Un NAN diseñado para acabar con los nanos en masa también atacaría las células humanas y animales.

—Vuelve a enseñarles tus números —dijo Ruth—. Si el bicho de LaSalle utiliza hasta la última pizca de carbono del mundo, todo lo ocurrido hasta ahora va a parecer una tontería en comparación.

—¿Una tontería?

—Todos estaremos muertos, en todas partes.

Sus auriculares volvieron a hacer un ruido, y se preguntó si James sonreía, caminaba o meneaba la cabeza. Le hubiera gustado verle la cara. Su voz, como siempre, sólo trasmitía fuerza y calma.

—El consejo ha ideado una manera de protegernos de cualquier NAN —dijo—, en caso de que algo salga mal. Ahora es obligatorio incorporar el fusible hipobárico en todos los diseños, aunque eso haga que todo el mundo se retrase.

—Un fusible no evitará que el bicho de LaSalle afecte a plantas, insectos o lo que quede por debajo de los tres mil metros. ¡Acabará con el poco equilibrio medioambiental que pueda quedar todavía en el planeta! Necesitamos un NAN capaz de discriminar.

—En realidad las otras buenas noticias tienen cierta relación con ese tema.

—¿Qué? ¿Entonces para qué dejas que me indigne? —La sonrisa de Ruth era real, pero se forzó a reír por el bien de James—. ¡Retiro lo dicho, es perfecto!

Tenían el principio de un cerebro. Otro miembro de su grupo había propuesto atacar el fusible hipobárico en sí en vez de el nano en general, y utilizar esa estructura única como indicador. Por desgracia, de momento, el programa mejor desarrollado era eficaz en menos de un treinta por ciento en una cápsula presurizada donde había el doble de atacantes que nanos en hibernación.

—Es mejor que eso —dijo James—. El FBI ha llevado un equipo a Denver. Piensan que tienen una nueva pista.

Ruth dobló brazos y piernas, y se encogió en un arrebato involuntario de emoción. Golpeó la pared con una rodilla, empezó a rotar y se llevó la mano al auricular para evitar que se le cayera.

—¿Cuándo? ¿Cómo?

—Sólo han despejado un tramo suficiente de una carretera para empezar a volver a volar…

Ella casi lo interrumpió. ¿Cuánta carretera habrían despejado? La lanzadera necesitaba más del doble de pista de aterrizaje que la mayoría de los aviones.

—… llevaron un grupo a la ciudad y han cogido más ordenadores de la biblioteca pública de allí. Creen que ahora tienen registros completos de las ventas de los fabricantes.

Antes de la plaga había cuarenta y seis laboratorios universitarios de nanotecnología en todo el país. Siete grupos privados y cinco que trabajaban para el gobierno. Ésas cifras no incluían a Ruth, ni por lo menos dos operaciones federales más, secretas, de las que ella tenía noticia. Ni tal vez una docena de laboratorios con fondos independientes que se mantenían en la sombra y que se aprovechaban de los datos públicos pero sin compartir sus progresos.

Sin embargo, sólo trece empresas habían producido equipos de microscopía y nanofabricación, y esos costosos aparatos rara vez se vendían tan fácilmente como las acciones de esas empresas.

Incluso antes de desatarse la plaga más allá de las barreras de cuarentena por el norte de California, los analistas de datos del FBI habían descubierto dos grupos privados en la región. Los agentes arrasaron esos laboratorios y los otros seis que operaban públicamente en la zona. Lo confiscaron todo, incluso la poca tecnología de laboratorio que aún quedaba.

Lástima que sólo algunas de aquellas personas llegaran a una altura segura.

Las pruebas se habían extraviado o destruido. Nadie estaba siquiera seguro de que la plaga hubiera sido construida en la zona de la Bahía. Podría haberse desencadenado en un viaje o durante una compra. Nadie pudo explicarlo jamás. No era de extrañar. Cualquiera que se hubiera hecho responsable habría sido linchado. Pero no se había disparado una sola alarma ni siquiera durante las primeras cuarenta y ocho horas, cuando se podría haber contenido el problema.

La creencia general era que el equipo de diseño de la plaga había muerto en cuanto se desató… y a juzgar por la mayoría de los supervivientes, probablemente su muerte no había sido lo bastante lenta.

No había castigo suficiente para aquel crimen. Ningún idioma humano tenía una palabra para describir lo que había ocurrido.

No obstante, el objetivo de los diseñadores de la plaga, por lo menos según la opinión de Ruth, nunca había sido la venganza. Querían comprender, respuestas, una clave para detenerla.

—Dime que habéis encontrado el laboratorio —dijo ella, a sabiendas de que, si fuera así, incluso James estaría gritando.

—Sólo es una pista —dijo él—. Aparatos.

—¿Han enviado a alguien a buscarlos? ¿Dónde?

—Todavía están calculando el coste del combustible y las botellas de aire.

—¡Pero eso podría ser lo que necesitamos! ¡Diseños originales, aparatos personalizados, incluso pistas sobre lo que le ocurrió al equipo de diseño!

James no contestó durante varios segundos. Tal vez esperaba que se calmara. A lo mejor deseaba, como ella, que fuera cierto.

—Nadie está convencido aún de que sea información fiable.

—Cuéntame.

—Hace tres años, Select Atomics entregó un láser de fabricación en una localidad de Stockton que no se puede decir.

Ruth nunca había estado en la Costa Oeste, pero se había familiarizado con la zona, al principio por las noticias, luego por las entrevistas con el FBI y la ASN. Todo superviviente ligado aunque fuera mínimamente con la nanotecnología, incluso guardias de seguridad y conserjes, había tenido que dar informes extensos, y los agentes de inteligencia rastreaban todas las posibles pistas, nombres, rumores…

Según el patrón de las infecciones, la mejor hipótesis era que los diseñadores de la plaga habían trabajado en Oakland o Berkeley, en el congestionado núcleo urbano de la zona.

—Stockton —dijo Ruth—. Está al este de la zona de la Bahía, cerca de Sacramento, ¿verdad? ¿Cerca de las estribaciones de las sierras?

—Sé lo que estás pensando, pero has de tener en cuenta…

—¡Llevad un avión allí! Lo antes posible.

—Ruth, debes tener en cuenta que podrían haberse llevado el láser a cualquier sitio. Aunque estuvieran en Stockton, la situación se convirtió en una locura enseguida. Las autopistas se colapsaron. Media ciudad estaba quemada. Y caían unos cinco centímetros de nieve por hora por encima de los 1800 metros, en todas partes.

Ella sacudió la cabeza, el auricular le hacía daño en la oreja.

—Puede que el equipo original haya conseguido sobrevivir.

—Ruth…

—Puede que algunos lo hayan logrado.