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Cam oyó respirar al recién llegado casi a la vez que les llegaba el crujido de sus pasos. Aquél hombre parecía un lobo torturado. Se apiñaron como niños. Ni siquiera Manny gritó, y Cam se dio cuenta de que los saltamontes habían enmudecido de nuevo.

El desconocido estuvo a punto de pasar entre ellos sin darse cuenta.

Clavó la linterna en los ojos de Cam, duros como diamantes. Luego se detuvo, entre jadeos, y se apoyó en una rodilla. De un manotazo se apartó el pañuelo y las gafas de esquiar de la cara y los ojos.

—Por favor, agua —susurró.

Se aglomeraron a su alrededor, murmurando, lo ayudaron a levantarse y lo llevaron hacia la fogata. Cam agarró la linterna, un tubito pesado y suave al tacto. El metal estaba caliente por la mano del extraño. La linterna parecía mágica, como si trasmitiera fuerza. Cam advirtió que aquel hombre llevaba una ridicula parka de color rosa forrada de piel y una pequeña riñonera, como si fuera una anciana rica de paseo. ¿Había elegido esa parka por la visibilidad o a la gente del otro lado del valle le faltaba ropa de invierno decente?

—Agua —repitió, pero no se la llevaban.

Era absurdo.

El hombre sufrió espasmos antes de llegar a la fogata, trató de resistirse, entre gemidos, e intentó agarrarse los pantalones. Ellos no lo entendieron y el pobre desgraciado se cagó encima.

Manny soltó un grito, «¡Aaaah!», fue un ruido agudo, como el de un pájaro atrapado en una red. Cam observó los ojos brillantes de Sawyer en la oscuridad. A pesar de la rudimentaria protección que eran las gafas de esquiar y el pañuelo, hasta que el hombre manifestó los síntomas aún tenían la esperanza de que les trajera dosis de un nano de nueva generación que sirviera de vacuna y protegiera sus cuerpos. Pero estaba infectado.

Sólo sabían lo que habían oído de Colorado y lo que les habían enseñado sus propias experiencias. Sawyer tenía la teoría de que la nanotecnología era un prototipo médico, por lo tanto pensado para funcionar en el interior de un cuerpo. Los demás insistían en que debía de ser un arma.

Daba igual.

Lo importante era que los nanos se destruían en alturas elevadas, ya fuera por un error de diseño o un fusible hipobárico pensado a propósito.

Daba igual.

Aquéllas máquinas microscópicas estaban basadas en el carbono y se alimentaban de los organismos de sangre caliente para mejorar su rendimiento.

Como un supervirus, se propagaban tanto por los fluidos corporales como por el aire. Como esporas, parecían capaces de hibernar fuera de un cuerpo anfitrión en cualquier parte, excepto en la escasa atmósfera de las cumbres. La plaga de máquinas se había multiplicado de forma exponencial hasta que la mayor parte del planeta se quedó sin mamíferos ni aves.

Si eran inhalados por humanos o animales, los nanos inertes se introducían en la corriente sanguínea antes de volver a despertar, y tendían a aglomerarse en las extremidades. Si conseguían entrar en un cuerpo abriendo brechas en la piel, por lo general dichas infecciones se mantenían localizadas… pero sólo al principio. Incluso la más mínima contaminación se multiplicaba, se extendía y se reproducía. Una y otra vez. El cuerpo se curaba si no sufría demasiados daños. Por eso ellos habían logrado adentrarse en el mar invisible de nanos y saquear el centro turístico cercano, así como un pueblo de cabañas y unos apartamentos que había más abajo, en el valle. Sin embargo, si uno se debilitaba demasiado, ya no había marcha atrás.

Casi igual de terrible era que, al alcanzar la seguridad de una cumbre, el cuerpo, ya exhausto por los calambres, las náuseas, las migrañas, incluso hemorragias y diarreas, se viera afectado por miles o millones de nanos muertos que obstruían la corriente sanguínea. Cam había visto a una mujer caer fulminada por un derrame cerebral, además de tres paros cardíacos y un desprendimiento de retina. Y nunca había conocido a nadie que aguantara por debajo de la barrera más de seis horas.

El desconocido debía de llevar por debajo de los tres mil metros la mayor parte del día, corriendo y ascendiendo. Parecía a punto de perder el sentido, arrastraba las botas cuando lo sostuvieron y lo acompañaron.

Había comido bien. Estaba blando en sitios donde ellos sólo eran huesos, como las caderas o las costillas.

Bajo el penetrante rayo blanco de la linterna, Cam vio que el hombre tenía el cuello y las manos acribillados a ampollas, mucha sangre y cosas peores. Un repentino tono ceniciento tiñó el rostro de Cam. Tal vez fueran imaginaciones suyas. Por desgracia, su nivel de conocimientos médicos era patético. Ya no tenían ni lo más básico, como desinfectante o aspirinas. Cam tenía formación de primeros auxilios, requisito imprescindible para formar parte de la patrulla de seguridad de la estación, y durante el lento invierno había enseñado a todos los que estaban interesados, pero nadie estaba preparado para abrir a alguien y detener una hemorragia interna. Si aquel forastero estaba tan mal, su supervivencia era cuestión de suerte.

Cam esperaba que viviera lo suficiente para explicar por qué había ido hasta allí. Por lo menos merecía cumplir su misión.

Los demás se aglomeraron cerca de la fogata. Price gritó un saludo formal, era obvio que lo había ensayado.

—¡Todo este tiempo hemos estado solos! ¡Todo este tiempo esperando! —Aquél idiota escandaloso había sido un promotor inmobiliario con muchas propiedades de alquiler en la zona, y si destacaba en algo era en pronunciar discursos.

—Deja descansar al hombre —dijo Cam, y Price enseguida agarró al recién llegado del codo y lo atrajo hacia sí.

—Sí —dijo Price—. ¡Sí, puedes quedarte con mi cama!

Era lógico, su cabaña era la más cercana, pero Cam no confiaba en que Price no intentara aprovecharse de la situación y la manejara en su interés. Estaba claro que Manny había avisado a Sawyer y Cam por voluntad propia más que por indicación de alguien. Tal vez aún estarían dormidos si el chico no hubiera tenido que mudarse de su cabaña tras discutir con sus compañeros de cama durante todo el invierno. No era la primera vez que Cam se alegraba de tener un espía en el campamento de Price.

Siguió a los demás hacia la puerta baja de la cabaña.

—¿Quieres entrar con todos? —gruñó Sawyer.

—No. Ése tipo va a dormir una eternidad.

Sawyer hizo una señal con la cabeza y a Cam le volvió a llamar la atención lo mucho que se parecía la cabeza de su amigo a una bala. Incluso Manny tenía más barba ahora que Sawyer se había obsesionado con afeitarse. Se hacía muescas en las largas mejillas con viejas navajas romas y un cuchillo afilado en una piedra de granito y tiraba el pelo que se le caía de forma prematura en un papel de lija negro, por ser material inerte donde los nanos supuestamente no podían vivir. Cam pensó que era un comportamiento muy fatalista para alguien que sabía tanto sobre la manera en que los nanos se introducían en el cuerpo.

Intentó sonreír.

—Vamos a calentarnos, ¿de acuerdo?

Sawyer lo miró, tal vez enfadado, luego miró a izquierda y derecha para ver si lo había oído alguien más.

Cam no intentó seguirle el paso a Sawyer a través del frío paisaje lunar que se extendía entre las cabañas. Era una manera tonta de romperse un tobillo.

De todos modos, nada de lo que dijera cambiaría la situación.

Sawyer se detuvo en la puerta. Miró al cielo, y Cam descubrió el punto pálido de un satélite que cruzaba el mar de estrellas. Apartó la mirada.

Las paredes de la cabaña estaban hechas de trozos, como un fuerte infantil. Sólo disponían de martillos y dos motosierras del servicio forestal para trabajar. Aun así, la cabaña había resistido el peso de la nieve y la fuerza del viento. La cubierta elevada que habían diseñado para el techo funcionaba bien, alimentaba el fuego al tiempo que permitía expulsar una parte del humo. Cam estuvo contemplando su hazaña con mucho orgullo durante toda una semana, hasta que la claustrofobia minó aquella agradable sensación.

Algunas voces protestaron cuando él y Sawyer irrumpieron en la hedionda penumbra. De apenas seis metros por tres de largo, la mayor parte del espacio estaba ocupado por cuatro camas amplias: bastidores de madera suavizados con mantas. Encajados en la zona restante había dos agujeros en el suelo que se utilizaban para almacenar comida, una lumbre protegida por piedras, un montón de leña, un orinal, recipientes de agua, mochilas, trampas de cartón a medio construir y otras herramientas… y ocho personas más sin lavar.

Erin estaba despierta y murmuraba.

—Me estoy congelando. —Sawyer se acercó al fuego y se la dejó a Cam.

Él se deleitó con la distracción que suponía aquello.

Disfrutaron de su pestilente calor corporal, moviéndose despacio para mantenerse cubiertos por las finas colchas mugrientas. Se rozaron hasta alcanzar un frenesí ya conocido. Ella primero. Él con los dedos rugosos. Erin levantó el trasero de la dura cama al mover la pelvis hacia arriba, arriba. Luego ella se lo bebió, anhelaba cualquier sustancia que sirviera de alimento. Erin le dejó cogerla de las orejas y empujar.

Eran más listos que la mayoría respecto al embarazo. Sólo utilizaban manos y bocas. Siempre manos y bocas, excepto ocho veces, cuando Sawyer encontró media caja de preservativos en un armario de esquíes. Todavía soñaban con aquellos coitos, tres cabezas juntas, ansiosas, añorantes, Erin tumbada entre los dos, dúctil y flexible.

Sí, a veces hubo seis manos juntas. Pocas veces, seis manos y nada más. Era su única vía de escape. El padre de Cam no le habría hablado durante años de haberlo sabido, pero estaba muerto. El mundo estaba muerto. ¿Por qué iba a importarle a nadie ahora?

Aquéllos vientos de las tormentas de nieve les habían obligado a estar dentro durante una eternidad. Sin embargo, algunos de sus compañeros de cabaña no apartaban la vista, los imbéciles incapaces de buscarse una compañía sexual. Los celos alimentaron rumores malintencionados pese a todo lo que Cam y Sawyer habían hecho por ellos…

—Me estás haciendo daño —dijo Erin. Y sonrió.

En otra época, Erin D. Shifflet-Coombs debía de haber sido preciosa. Tenía unos ojos muy anglos, como dos joyas, como dos zafiros, y Cam soñaba a menudo con el aspecto que debió tener su trasero y sus muslos con pantalones cortos de tenis, faldas caras o un chándal con leves arrugas. Si hubieran ido a comer a casa de los padres de Cam, su padre se habría inflado como un pavo real y le habría insistido toda la noche con fuertes codazos viriles para que le contara los detalles.

Arturo Najarro había llamado a sus hijos Charlie —no Carlos—, tony, Cameron y Greg. Los chicos eran estadounidenses de sexta generación y la madre sólo sabía decir en español poco más que «más cerveza».

Erin era universitaria, de tercer año, especializada en comunicación empresarial en la Universidad de California, Da —vis, y había ido a practicar un poco de snowboard entre semana con cinco amigos. Ahora se negaba a cortarse el pelo, obcecada en que la ayudaba a mantener el calor, y tenía el rostro siempre perdido en una maraña arenosa y rubia. Probablemente el hecho de dormir junto a aquella melena había sido la causa del nuevo hábito de Sawyer de afeitarse.

No cabía duda de que el cambio de aspecto de Erin había afectado a su estado de ánimo. El perfil de la mandíbula era un rastro de antiguas ampollas, tenía los muslos escuálidos, anoréxicos. Lo peor era la sonrisa, que siempre aparecía en el momento equivocado.

Como había ocurrido durante el desayuno.

—Pero ¿por qué?

Cam la había llevado a su barranco favorito, su preferido, porque nunca iba nadie. No pudieron soportar la imagen: la ciudad enclavada junto al río, allí abajo, a lo lejos, se parecía demasiado a su pasado, una cuadrícula de ángulos rectos y color en medio de un paisaje de bosque sombrío, formaciones de lava negra y granito gris. Por lo general comían con Sawyer, pero la noche anterior no lo habían visto irse a dormir y cuando despertaron no estaba.

—Si no tiene un antídoto —dijo ella—, ¿por qué dejó su campamento? —Se le torció la comisura de los labios—. ¿Crees que lo han expulsado?

Cam meneó la cabeza.

—No habrían utilizado toda esa madera para encender tantos fuegos.

Cuatro cuervos volaban en círculo a menos de un kilómetro al sur, siguiendo una corriente de aire caliente. Cam los observó para ver si se adentraban en el valle o se acercaban a su cima, aunque no tenían mucha carne. El último que habían capturado tenía sarna y estaba cambiando el plumaje. Sin duda los enjambres de insectos los atraían con frecuencia por debajo de los tres mil metros.

Lo que había sobrevivido del ecosistema estaba muy maltrecho, sólo quedaban lagartijas, serpientes, ranas y peces para mantener a raya la creciente población de insectos. En su último viaje por debajo de la barrera, Cam había atisbado lo que parecían bancos de niebla tóxica en la parte baja del valle. Bichos. Hasta entonces la altura había mantenido alejadas las especies que picaban, excepto a las pulgas, y hasta poco antes el frío invernal protegía a los equipos de búsqueda de comida que bajaban al valle. Ya no.

Aquél día no soplaba el viento y el sol matutino caía con fuerza suficiente para dejar la piel al descubierto. La sensación era tan limpia, tan erótica, que a Cam se le puso la piel de gallina, y Erin lo malinterpretó como una reacción al frío. Él tuvo que hacerle cosquillas para que por lo menos se subiera las mangas. Luego se quitó la camisa sin mirar si había alguien cerca, y Cam sintió un leve escalofrío. Las cabañas no permitían intimidad alguna, y ella había tenido relaciones con dos hombres durante casi un año, pero Erin Coombs nunca había sido una exhibicionista. De hecho, se enfrentaba al mal tiempo que tanto odiaba con tal de no orinar en el recipiente común. «El tintineo —decía ella—. Todo el mundo mira».

A Cam le inquietó que de repente pareciera no importarle. Demasiados habían quedado mermados, abatidos por aquella experiencia. Cam se sentía más en sintonía con el entorno y consigo mismo que nunca. Se sentía salvaje y consciente.

Cam se había quedado todo lo pálido que podía estar un latino, pero Erin era puro marfil, excepto por las cicatrices violáceas. Cam lanzó miradas furtivas a su cuerpo y a sus pechos pequeños mientras compartían una pegajosa papilla hecha de de harina de huesos, liquen amargo y las motas que se desprendían de la roca al rascar el hongo naranja.

Cuando a él le dolía el diente malo, ella lo besaba una y otra vez, piel sobre piel caliente. Fue el mejor momento que habían tenido.

Cam rodeó con un brazo los hombros de Erin mientras estudiaba la cima de enfrente. Ella lo miró a la cara. Al final, hizo un gesto hacia el otro lado del valle y dijo:

—Llévame contigo.