26
Ruth se dio cuenta de que había acertado al no haberle confiado a Cam nada de la conspiración. Simpatizaba con Hernández. Lástima. Le gustaba. Ponía mucho empeño en su cometido, pero la fuerza de su compromiso era a la vez su mayor impedimento.
Enclaustrada en la parte trasera del todoterreno con D. J., escribía nuevos códigos y hacía anotaciones, pero Ruth logró controlar sus nervios hasta que la excavadora empezó a chocar por todas partes. Siempre había sido capaz de enfrascarse en el trabajo, y utilizar el teclado y el ratón con la mano enguantada era toda una hazaña, lo suficiente para mantenerla ocupada.
—No veo —dijo D. J., que alargó la mano para mover el portátil. Ruth chocó con su brazo cuando fue a cambiar la frecuencia de la radio.
Necesitaba oír lo que decía Hernández.
No era justo dudar de Cam en aquella situación que se le había venido encima. Ignoraba que existían dos bandos, y para él era natural apreciar los recursos y la sensación de control que Hernández había aportado a su vida.
Era un buen hombre, pero tenía heridas profundas, así que podía no creerse nada de lo que ella le contara sobre las atrocidades del gobierno de Leadville. Para él la forma más rápida de acabar con aquel desastre era volver a Colorado. Sería un campeón. En cierto modo podría considerarse íntegro de nuevo. Ruth no estaba segura de que fuera capaz de escoger otro camino, una vía que significaba otro éxodo, más esfuerzos, para que ellos fueran al norte, hacia Canadá, montaran un laboratorio e intentaran reunir aliados suficientes para resistir los inevitables asaltos de Leadville. Era esperar demasiado.
Sin embargo, la tensión y la culpa la habían mantenido despierta la mayor parte de la noche. Le dolía la cabeza por el intenso olor a plástico del traje, y le pesaba el cuerpo del cansancio, aunque se removía con energía por los nervios. Estaba incómoda e inquieta.
D. J. Movió otra vez el portátil y volvió a quejarse, fue como un zumbido sordo fuera del traje de Ruth. Había captado media frase de Hernández. «… lo llevaremos al remolque». Hernández paseó la mirada hasta ella, y Cam llevó a Sawyer tras él, hacia el todoterreno.
La excavadora chocó contra otro vehículo. ¡Bang! Uno de los neumáticos del coche explotó mientras lo apartaba a un lado. El armazón metálico se clavó en el asfalto con un gemido espeluznante. No cesó hasta que el coche se tambaleó en el terraplén al que daba la rampa de salida y cayó dando tres vueltas de campana.
—Lorrey, Watts. —Hernández alzó la voz sólo ligeramente—. Vamos a levantar esta silla para meterla en la camioneta.
—Sí, señor. Iba a colocar a Sawyer en el remolque.
—De acuerdo. Vamos a moverlo. La rampa estará despejada en un minuto.
Cam se dio cuenta de que Ruth estaba atenta y levantó una mano. Ella pensó que tal vez Cam había sonreído, pero el sol se reflejaba en el visor de él y oscurecía su rostro. Ruth se dio la vuelta.
En su incertidumbre, una parte de ella en realidad quería encontrar los laboratorios desmontados del todo. Una vez tuvieran los esquemas de Sawyer, las fuerzas especiales les ordenarían despegar, y Hernández lucharía. De eso Ruth estaba segura.
Fueran cuales fueran sus posibilidades, Hernández se enfrentaría a ellos.
La ciudad parecía sólo ligeramente deteriorada. Los edificios comerciales se elevaban sobre ellos, con un peso impasible, con mil destellos de luz solar en sus cristales rotos. Si fracasaban, si los archivos y prototipos de Sawyer se habían perdido y la plaga dominaba el planeta para siempre, aquel lugar era un monumento que perviviría de alguna forma hasta que, en última instancia, la plataforma continental se desplazara en el océano Pacífico. El cemento y el acero resistirían terremotos, incendios y los cambios climáticos durante eones.
Ruth miró a su alrededor, sobrecogida por un ominoso asombro.
Todos los coches estaban orientados en una dirección, al oeste, hacia la autopista, como congelados, cada vehículo pegado al siguiente. Subieron a las aceras. Atajaron por aparcamientos, setos y vallas. Estaban llenos de siluetas en forma de postes, y la calle se había convertido en el sepulcro de cientos de personas, con harapos descoloridos sobre huesos amarillentos, mandíbulas desencajadas en gritos y dedos descarnados. Esqueletos de perros y pájaros estaban esparcidos entre los restos humanos como extraños monstruos a medio crecer.
La mortandad parecía aún peor por el contraste con los iconos más comunes de Estados Unidos. La mayoría sobrevivían intactos. Izadas en postes, atornilladas en las fachadas, estaban las estridentes vallas de Chevron, Wendy’s y Donuts 24 horas.
Al principio avanzaban hacia el este muy poco a poco, el todoterreno esperaba a la camioneta blanca que los soldados habían logrado arrancar. El hombre de la excavadora trabajaba solo. Se lanzaba hacia el cúmulo de coches, siempre medio bloque o más por delante del grupo, y aún más aislado por las planchas de metal que los mecánicos de Leadville habían soldado a la cabina del operador para protegerle de las esquirlas y grandes trozos de metal que se levantaban a veces.
Con cada rugido del motor de la excavadora, cada chirrido del metal, el eco resonaba en las altas fachadas de los edificios y desaparecía en el silencio. A veces volvían desde direcciones extrañas. En ocasiones los sonidos que regresaban no se correspondían con los emitidos porque tenían un tono más alto o eran más lentos de lo que se podía esperar.
Ruth no era la única que miraba a un lado y otro.
Peligrosos ganchos y dientes cubrían su camino, capós retorcidos, guardabarros doblados, parabrisas rotos en telarañas opacas. Los escombros rechinaban bajo los neumáticos del todoterreno a medida que avanzaba y dispersaban una lluvia de cristales y trozos de hueso. Pasaban por encima de charcos de anticongelante y gasolina. Ruth dejó escapar un resoplido por la nariz, aunque sólo percibía el espeso olor de su propio sudor.
Sería terrible haber llegado hasta allí sólo para perder la vida por una chispa, con cincuenta coches en llamas a su alrededor como un dominó explosivo. La imagen la impresionó, lenguas de fuego por toda la ciudad… pero su buena fabricación impedía que la mayoría de los vehículos perdiera combustible al ser aplastados o volcados, y el hombre de la excavadora era cauteloso al colocar la pala bajo la parte inferior.
Ruth veía un patrón general en aquella devastación. La gente que había dejado sus coches para seguir a pie tras el fenomenal atasco… Era obvio que habían seguido tratando de llegar a la autopista. Todas las calaveras y brazos miraban hacia delante, como para tocarla, pero ¿por qué habían muerto tantos en grupo?
De pronto lo entendió. Y era nauseabundo. Aquéllos huesos manchados, ahora inmóviles, habían sido una barrera de carne y músculos, ahora estaban doblados y amontonados en algunos sitios, resbaladizos por sus fluidos, tal vez aún se movían. Desangrados o ciegos, miles de hombres y mujeres se tambalearon a través del laberinto de coches hasta alcanzar obstáculos que no podían superar… y sus cuerpos llenaban los espacios entre los interminables vehículos…
Ruth agradeció el traje de contención. Al principio, en el avión, había sido como envolverse en una pequeña cárcel. Se le puso la piel de gallina y le picaba la tela plástica. Pero ahora la ayudaba a sentirse aislada del entorno.
Entonces supo mejor que nunca que su testaruda actitud respecto de lo que había que hacer con los nanos había sido muy válida. No cabía duda de que había acertado al ir allí. El problema era si sería lo bastante buena, lista y rápida.
Un grito en la distancia le hizo volver la cabeza, un sonido vivo, alto e irregular. ¿Un gato? No. Clavó la mirada en el colorido atasco de coches, en la fachada alta de un edificio de oficinas. ¿Era un engaño de la brisa? Entonces vio que Cam le daba una palmadita en el hombro a Sawyer. Comprendió que él había emitido ese ruido, amortiguado por el traje.
Pero ¿ese capullo se estaba lamentando o, aunque fuera cruel pensarlo, sólo se sentía frustrado por el traje, por su propio hedor y por su aislamiento al no tener radio?
Hernández y sus marines hicieron un gran trabajo identificando en los planos dónde se encontraban en cada momento… como si pudieran perderse pese a avanzar casi a paso de tortuga. Los pilotos, que se habían quedado en los aviones, trasmitieron a Colorado la frecuencia general y el canal de mando. Ruth supuso que, de ese modo, otro equipo podría beneficiarse de sus observaciones si ellos no lo lograban.
La charla constante también era una manera de superar la desolación y concentrarse en lo que estaban haciendo.
Sin embargo, también era un peligro. No pensaba que el senador Kendricks les escuchara en persona, a todas horas, estaría demasiado ocupado, era demasiado importante, pero si ella estuviera en su piel insistiría en obtener informes frecuentes. Y se mencionaría su nombre. No era cuestión de si sucedería, sino cuándo.
Kendricks sabría que algo iba mal.
Pasados cuatro bloques, tras más de cuarenta minutos, salieron de la calle principal y giraron al norte, en la calle 35, hacia calles residenciales que llevaban a un laberinto de casas de una y dos plantas. Aquéllas calles más estrechas estaban salpicadas de obstáculos, pero la mayoría de residentes habían huido y las calles estaban despejadas. La excavadora avanzó mientras se dirigían de nuevo hacia el éste.
—Mantente por debajo de cincuenta —le dijo Hernández a Gillbride, que iba al volante del todoterreno. Hernández había conseguido desplegar el mapa, a pesar de ir sentado junto a Cam, Sawyer, el cabo de la infantería de marina Ruggiero, el cabo Watts y el sargento Lowrey.
La unidad de fuerzas especiales los seguía en la camioneta, excepto el sargento Dansfield, que conducía la excavadora. A Ruth le preocupaba que, al haberse separado, hubieran llamado la atención de Hernández, aunque sólo fuera de forma inconsciente. ¿Estaban urdiendo un plan con las radios apagadas? ¿Y si se daban cuenta de que ellos habían desconectado los auriculares?
Ella sabía que habían cometido un error garrafal. Al salir del avión, la mayoría de los soldados sólo llevaban sus pistolas reglamentarias. En aquel lugar, las armas eran sólo un trasto más que cargar. Pero dos miembros de las fuerzas especiales habían cogido sus rifles de asalto, y Hernández debía de haberlo advertido…
Ruth se retorció, movió el brazo escayolado bajo el traje y cerró la mano en un puño. La presión le hacía daño en la fractura y la ayudaba a centrarse. «Para. Cálmate».
Hernández no lo sabía. No podía saberlo. Si Leadville le enviaba un aviso se enfrentaría a ella de inmediato, junto con D. J. Y Todd, o arrestaría a los miembros de las fuerzas especiales, dependiendo del alcance de su información. Sólo los conspiradores tenían razones para retrasarse, pero si esperaban demasiado y llegaba un aviso… si decidían dar marcha atrás porque el laboratorio de Sawyer estaba desmantelado…
«Para, para». Ruth volvió a apretar el puño y lo mantuvo cerrado, pese al dolor, furiosa consigo misma.
Dejaron atrás rápidamente diecinueve bloques de la calle 55, pero entonces apareció un nuevo atasco de coches. Giraron al sur y lograron pasar otro bloque antes de que la calle se pusiera impracticable. Como estaba previsto, la excavadora giró hacia una entrada y chocó contra una valla de dos metros, luego otra. Acortaron a través de dos aparcamientos al aire libre hasta la 54. En una zona había un pequeño jardín con hiedra y hamacas. A un metro el suelo estaba cubierto de césped muerto seco como el cereal. Las partículas de polvo se levantaban con el aire por detrás de la excavadora, y Todd, con su acostumbrado nerviosismo, se sacudió y luego intentó alisar los pliegues de las mangas.
—Vamos con ocho minutos de ventaja sobre lo planeado —dijo Hernández—. No está mal, caballeros. —Esperaban llegar a ese punto pasados tres cuartos de hora. Ruth se sentía como si hubiera transcurrido un mes.
—¿Cómo vamos de aire? —preguntó Todd.
—Tenemos mucho tiempo —le dijo Hernández.
—Miradme el indicador, ¿queréis? —Por el gesto, Todd se dirigía a Ruth y D. J, que estaban justo detrás de él, pero Hernández dijo:
—No voy a hacerles correr riesgos innecesarios, créanme. Vamos a esperar hasta que lleguemos al laboratorio.
Ruth se inclinó hacia delante y posó el guante sobre el hombro de Todd. Veintitantos minutos de vuelo, diez más descargando los vehículos, otros sesenta para llegar hasta allí… él aún no estaba en reserva, lo que le sorprendió.
—Tienes veinte minutos —dijo ella.
Se dirigieron hacia el sur por la 54, luego volvieron a girar al este en Folsom, otra vía principal que estaba relativamente despejada durante varios edificios.
El todoterreno pinchó una rueda justo después de la ca lle 64. De todos modos estaban a punto de parar para dejar que la excavadora retirara los obstáculos cada vez más abundantes.
—Vamos a revisar las botellas de aire. Primero cambiaremos las botellas de los hombres que tengan el indicador más bajo —dijo Hernández.
Dos miembros de las fuerzas especiales se peleaban con una rueda de recambio y el gato, se movían de forma extraña para no engancharse los trajes. El capitán Young y dos más empezaron a cambiar las botellas de aire, primero Sawyer, el sargento Lowrey, luego Todd. Una persona sola no podría haberlo hecho. El tubo de aire quedaba cerrado, por lo que el individuo se quedaba sólo con el aire que había en el traje. Unos sencillos soportes sujetaban las botellas en sus mochilas para poder quitarlas y volver a atornillarlas con facilidad, pero la amenaza de la contaminación era real. Había un regulador de la compresión encajado por encima del tubito y las botellas. Luego se apretaba bien para asegurar el cierre hermético. La bolsa de baja presión destruía a los nanos que pudieran haberse alojado ahí, antes de que el capitán Young volviera a abrir el tubo y luego las botellas.
Un traje contenía tal vez quince minutos de aire respira —ble, pero Ruth cerraba el puño cada vez que empezaban el proceso, aunque nunca tardaran más de dos minutos. Ella era la cuarta. Consiguió no expresar su fobia esforzándose en mantener la concentración. Miró abajo, a un fragmento naranja de plástico reflectante en vez de a los hombres a su alrededor.
Cambiaron el neumático antes de que Young hubiera reemplazado la botella de Ruth. Entre tanto, la excavadora había despejado el bulevar Folsom hasta la calle 64. Hernández volvió a organizarlos y avanzaron entre el tráfico inerte tres edificios más.
La autopista 50 se hallaba al sur como un inmenso muro, formaba un horizonte recto entre los huecos de los edificios. Estaba tan cerca, maldita sea. No obstante, no había espacio para que hubieran podido aterrizar allí.
Doscientos metros más adelante, en la calle 68, la excavadora se abrió camino a golpes hacia un estrecho aparcamiento, vacío excepto por un Volkswagen rojo, el típico Escarabajo. Dansfield empujó el coche hacia un montículo con arbustos y dejó su máquina allí, fuera del camino. Al otro lado del pequeño aparcamiento había una estructura de dos plantas en forma de ele. Los dos niveles eran de ladrillo gris oscuro y cristal plateado.
Dentro del ala más próxima estaba el laboratorio.
Hernández la hizo esperar. Quería que sus hombres entraran primero en el edificio. Pero antes debían cambiar las botellas que quedaban por reemplazar.
Ruth bajó del todoterreno y estampó sus botas contra el suelo, abrazada a su portátil. Contempló su rostro reflejado en el edificio, pero no reconoció ni su imagen ni las emociones de su rostro. No. Aquél momento era como si el último vuelo de la Endeavour se hubiera condensado en un tremendo pulso de fe y duda, de exaltación y miedo.
Young cambió las botellas de Dansfield y Olson de inmediato porque ya estaban en reserva, luego se encargó de D. J. Y Cam porque los demás soldados se ofrecieron a esperar. Ruth aún pensaba en la Endeavour, y volvió a sentir el enorme respeto que le merecían los equipos de rescate.
Aquéllos hombres eran increíbles, todos, por haber luchado en aquella tierra estéril con tal competencia.
No estaba bien que tuvieran que ser enemigos.
Buscó a Sawyer. Watts y Ruggiero habían bajado su silla del remolque, y Sawyer hizo un gesto cansado con un brazo. Ruth echó a andar hacia ellos y se detuvo. Le daban miedo sus propios nervios. Sawyer se enfadaba con mucha facilidad, y se había comportado como un niño malcriado durante toda la mañana. No podía irritarlo.
Los soldados con las botellas nuevas se acercaron al edificio y encontraron la puerta cerrada. Las cerraduras electrónicas se habían bloqueado al irse la luz. La entrada de reparto, al otro lado, estaba abierta. Freedman y Sawyer la habían dejado así, pero llevar allí el todoterreno y el remolque implicaría despejar otra calle. Hernández prefirió atravesar la pared. A lo largo del interior del edificio en forma de ele, había un jardín de arbustos y cantos rodados, que exigía poco mantenimiento. Las paredes alternaban las ventanas con cristales que iban desde el suelo hasta el techo.
Lowrey disparó cuatro veces a la cristalera más próxima con un ángulo descendente. Apuntaba hacia el suelo en vez de al espacio del laboratorio que se extendía al otro lado. Luego golpearon el cristal debilitado con llaves inglesas y quitaron con cautela los fragmentos del marco.
—Vamos a llevarlos adentro —dijo Hernández por radio tras examinar el interior durante menos de un minuto.
D. J. Le dio un golpe a Ruth en el lado del brazo malo para instarla a ser la primera. Ruth estuvo a punto de pegarle con el portátil. Sin embargo, recorrió con pasos cautelosos unos diez metros del jardín. Todd la siguió lentamente, con la mano tendida, preparado para ayudar.
Haber podido entrar debería haber sido un triunfo. Pero parecía una trampa. Sus ojos, acostumbrados a la luz del día, lo veían todo borroso.
Ruth supuso que las oficinas y la administración estaban en la segunda planta. Los laboratorios tendían a estar en la planta baja porque era una tontería cargar con los aparatos arriba y abajo. Eso les facilitaría el trabajo, como a ellos se lo había facilitado la cristalera rota. Habían entrado directamente en un espacio rectangular donde una sección de cristal ocupaba casi la mitad del lado derecho. La cámara hermética. Era un laboratorio dentro de un laboratorio. La zona principal era una sala muy amplia, con el suelo de baldosas de un blanco duro, paneles blancos, el techo con fluorescentes empotrados. Había ordenadores a lo largo de la pared izquierda con una gran variedad de aparatos ópticos.
Un monitor había sido derribado de una mesa, una silla estaba volcada. Por un instante Ruth pensó que Hernández y sus hombres ya habían empezado a registrar el lugar, pero esas pequeñas señales de desorden ya existían quince meses antes.
«Por favor, Señor, que encontremos todo lo que necesitamos».
El laboratorio era de tal vez doscientos setenta metros cuadrados, la cámara hipobárica sobresalía en la cara izquierda y unos voluminosos conductos de metal en el lado derecho. El laboratorio estaba abarrotado de ordenadores y aparatos microscópicos, incluido el láser de fabricación, tres monolitos bajos en fila.
Ruth se dirigió hacia la barrera de vidrio. Por el canal de radio los soldados se daban avisos unos a otros mientras llevaban la silla de Sawyer.
—¡Que no se caiga!
—No deja de balancearse…
—Equipo de científicos, escuchen. —Hernández—. Necesitamos que identifiquen todo lo que hay en este lugar según su importancia. Es obvio que no tenemos espacio para llevárnoslo todo. Acérquense. El sargento Gilbride tiene lápices de cera para marcar…
Ruth lo interrumpió:
—Primero hay que buscar los generadores —dijo—. ¿Comandante? Haga que busquen los generadores. Hay un sistema de energía independiente aquí. Podemos hacer algunas pruebas.
—No hay tiempo para eso.
Ruth se dio la vuelta y enseguida lo vio entre los trajes de color beige. Hernández tenía los brazos en alto y agitaba las manos, «por aquí».
—No sabe lo que… —Ruth se contuvo y terminó en un susurro—: Tenemos que probarlo. —Llamar la atención en la frecuencia general era un riesgo. El senador Kendricks estaría escuchando, por lo menos para saber si valía la pena el gasto en combustible de aviación.
—Doctora Goldman —dijo Hernández, y ella se encogió al oír su nombre—. Disponemos de una cantidad limitada de aire y tenemos mucho que cargar. El camino de regreso será mucho más rápido que el trayecto hasta aquí, pero no contemos con ello.
Ella siguió metiendo la pata.
—¿Qué sentido tiene volver si no estamos seguros de tener lo que hemos venido a buscar?
—Creo que tiene razón. —Era D. J—.. Tenemos seis horas. Yo digo que dediquemos la mitad a hacer pruebas antes de empezar a cargar cosas en el remolque.
Dios mío, ¿había hablado ella con la mitad de esa arrogancia? Había muchos factores a tener en cuenta, y Ruth se apresuró a adoptar un tono más diplomático.
—No les pedimos que pierdan el tiempo, entre tanto vayan cargando aparatos.
—¿Qué les hace pensar que aquí hay generadores?
—Freedman sabía lo que se hacía. Mire esa cámara de aislamiento. No se construye algo así sin instalar un generador de reserva. La red pública es demasiado inestable. Si falla el suministro eléctrico, se pierde el aislamiento.
—De acuerdo. —Hernández accedió así de fácil, aunque debía de tener un plan totalmente calculado en mente, como un reloj que marcaba tictac desde que habían salido de Colorado—. Les daremos dos horas, no más. Sin discusiones. Y uno empezará a identificar el equipo ahora mismo para que podamos ir cargándolo.
Era un buen hombre, más de lo que se merecían en Leadville. ¿Qué había dicho James? «Creo que daría su vida por protegernos».
Pronto ella lo traicionaría precisamente por esa integridad.
—Capitán —dijo Hernández—, localice los generadores y haga que sus hombres los revisen. Hermano, ¿cómo está el señor Sawyer?
Los trajes de color beige se movieron, varios se dirigieron hacia la única salida del laboratorio, y el capitán Young dio instrucciones a su equipo para que cambiaran al canal seis.
Cam empujó a Sawyer mientras contestaba a Hernández.
—Quiere hablar con Ruth, señor —dijo Cam.
Ella resaltaba en el grupo, con su torso deformado por la escayola. Cam dirigió a Sawyer hacia ella. Ruth se inclinó y respiró hondo, desesperada por recobrar la compostura.
El visor de Sawyer estaba marcado con unas extrañas líneas fantasmales. Manchas de los dedos. Se había ensuciado los guantes en las ruedas de la silla y luego intentado repetidas veces rascarse sus cicatrices, o esconderse de los que le rodeaban, o posiblemente incluso quitarse el casco tras perder el control.
En ese momento Sawyer estaba consciente. Su ojo brillante la miraba desde aquel rostro fláccido y torcido.
—Tú quí —dijo, débilmente, sin radio—. Quí nes.
—Aquí me tienes —tradujo Cam.
Necesitaba una confirmación verbal de su estado mental.
—Por supuesto. —Ella esbozó una sonrisa—. Vamos a dar la corriente y hacer algunas pruebas con tus aparatos.
—Ya. —Movió la cabeza en un gesto de aprobación.
—Hace más de diez años que me dedico a la nanotecnología y nunca había visto nada igual —sus palabras le parecieron al instante fuera de lugar.
La cabeza de Sawyer se convulsionó de lado a lado en vez de arriba y abajo como era habitual en él. No quería cumplidos ni que lo convencieran de nada. Por fin había dejado a un lado su ego.
—Riba —dijo, parpadeando. La había perdido de vista al sacudir la cabeza, y su ojo buscaba frenético hasta que la volvió a encontrar. ¿Era desesperación lo que reflejaba su mirada? Gruñó y Cam dijo:
—Miren arriba. Freedman tenía copias en todas partes, en casa, en su despacho. Creo que Dutchess sólo registró el laboratorio.
Ruth resistió el impulso de darse la vuelta e ir ella, aún temía disgustarlo. —¿D. J?
—Lo he oído. Pregúntale dónde con exactitud…
Sawyer seguía dispuesto a cooperar.
—El despacho de Freedman está en la segunda puerta desde la escalera —dijo Cam por él—. A la izquierda. Prueben en su escritorio o en el archivador.
D. J. Y dos marines se fueron presurosos. Y el sargento Olson de las fuerzas especiales habló por la radio:
—Aquí Olson. Parece que los generadores se han agotado, señor. Probablemente arrancarán si les ponemos combustible.
—Ponedle un poco —le dijo Hernández.
Cam volvió a hablar por Sawyer.
—Si no hay nada arriba, prueben con los ordenadores que hay junto a la zona para escanear. Dutchess se lo llevó casi todo, pero un buen hacker debería saber reconstruir los archivos eliminados del disco duro. Por lo menos tendrán diseños preliminares sobre los componentes del Arcos.
Por detrás de Ruth había movimiento, Todd o quizás Hernández se dirigió a los ordenadores. Ella centró su atención en Sawyer al tiempo que se preguntaba por su cambio de actitud.
Siguió hablando y Cam le hacía de eco.
—Si tienen datos completos, utilicen el modelo R-1077 de base. R-1077. No hay fusible y su masa es menor a mil millones de urna. Menos de un cuarto de eso es espacio programable, pero debería contener el algoritmo de reproducción y su clave de discriminación.
Lo estaba dejando todo en sus manos. Tal vez sentía que estaba perdiendo la guerra contra sí mismo. Su inusitada fuerza de voluntad, la rabia, el terror, todo era inútil contra la baba que le caía por la comisura de los labios, la carne torpe que antes eran sus brazos y piernas.
Tal vez tardara otros cinco años, pero en el fondo se estaba muriendo, y lo sabía, y en aquel momento de lucidez quería ante todo huir de su propia amargura.
Ruth logró esbozar otra sonrisa, esta vez más auténtica, y la intensa mirada de Sawyer osciló de los ojos de Ruth a la peculiar tristeza de su boca. Él asintió, y luego el laboratorio cobró vida a su alrededor con un montón de pitidos y murmullos. Muchos aparatos estaban encendidos cuando se fue la electricidad. Los fluorescentes del techo parpadearon y luego los cegaron.
Las distracciones rompieron la muda comunión entre Ruth y Sawyer. Él apartó la mirada y Ruth vio que se le relajaba la expresión, tensa mientras luchaba por retener sus pensamientos, luego de nuevo serena por el entusiasmo ante aquellos nuevos estímulos.
Instantes después Sawyer perdió la concentración.
D. J. Volvió del piso de arriba con un estuche de discos y una cajita más pequeña de metal, como una pitillera. Alardeó bastante de sus hallazgos y los enseñó con orgullo. La unidad de las fuerzas especiales también había regresado al laboratorio principal y D. J. Provocó un revuelo entre los que se habían congregado allí cuando la curiosidad hizo que la mayoría le siguieran unos pasos.
Ruth le perdonó la sonrisa de engreimiento.
Protegidas con una esponjilla de la misma forma, la cajita contenía dieciséis láminas portaobjetos no más grandes ni gruesas que una uña. Aquél contenedor diseñado para ser manipulado por manos humanas era de proporciones astronómicas para un grupo de nanos; sus estructuras microscópicas estarían adheridas a aquellas láminas de carbono para trabajar mejor con ellos al microscopio.
No era un Arcos. Freedman jamás habría sacado nanos completos y programados de la cámara hermética. Sin embargo, sus componentes seccionales les ayudarían a intuir todo el potencial de su tecnología, y aquellos prototipos básicos podrían servir como nano vacuna con unas mínimas adaptaciones.
Los discos tenían algo gracioso. Sawyer se animó cuando D. J. Le enseñó el estuche. Era de color fucsia, con la simpática cara con ojos de conejo de una de las Supernenas. En cierto modo, por un instante, eso había convertido a Freedman en alguien real para Ruth, la veía como una persona por primera vez, una mujer que se gastaba unos billetes de más en una funda llamativa en vez de comprar una del montón.
—La serie doce —dijo Cam, que aún traducía con diligencia—. Los discos de la serie doce son el programa de reproducción.
Alguien agarró a Ruth del brazo y ella alzó la vista. Más allá de los trajes reunidos alrededor de Sawyer, el resto del grupo se estaba preparando para sacar el equipo, apartaban sillas, desenchufaban ordenadores y desconectaban teclados.
El hombre que la había agarrado del brazo era el capitán Young.
—¿Lo tiene? —preguntó, tapándose la boca. El jefe del equipo de las fuerzas especiales había apagado la radio. Acercó la cara y Ruth se apartó, desconcertada, pero Young volvió a tirar de ella y presionó su casco contra el de Ruth. El contacto mejoraba la transmisión del sonido.
Habló con mayor precisión.
—¿Tiene lo que hemos venido a buscar?
Ella vaciló y asintió.
Young hizo un gesto con la cabeza como respuesta y se dio la vuelta, le soltó el brazo y agarró el control de radio del cinturón. Su voz inundó la frecuencia general.
—Verde, verde, verde —dijo, y cogió el rifle del hombro.