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Ruth se pasaba el tiempo en la ventana, día tras día, horas sin parar. El comandante Ulinov le había ordenado que parara, se lo había suplicado e incluso había bromeado con ella. Su actitud cambiaba con la misma discreción que las masas de nubes que envolvían la Tierra azul allí abajo, pero la Estación Espacial Internacional era un mundo limitado y estéril. Ruth necesitaba más espacio para pensar.
Además, volverse locos entre sí era casi la única diversión de que disponían.
El módulo del laboratorio tenía una ventana al exterior sólo porque sus diseñadores pretendían llevar a cabo pruebas de materiales y fluidos allí, y hacía tiempo que Ruth había retirado los dos waldos que sujetaban la ventana para mejorar la vista. A nadie le interesaban ya las ciencias puras.
La noche inmemorial cubría un lado del planeta. Ruth observaba con paciencia. Soñaba. El amanecer todavía la embelesaba, aunque desde una órbita terrestre baja apareciera cada diecinueve minutos. Cada nuevo amanecer era para ella una inspiración.
—¡Doctora Goldman!
Se estremeció cuando la voz de Ulinov tronó en el laboratorio. Últimamente lograba sorprenderla, aunque no era difícil, ya que era capaz flotar en silencio por el pasillo que conectaba aquel módulo con la estación principal… la misma técnica que utilizó su padrastro para reeducar a su terrier, cuando Curls empezó a comerse el sofá. Tratamiento de shock. Sabía bien que su reacción era irracional, pero Ruth se sorprendió actuando exactamente como aquel perro bobo, convirtiéndolo en una competición, y ya no dudaba de que Ulinov también participaba de aquel juego. Invertía demasiado tiempo en atormentarla. La confrontación se había convertido en un cauteloso coqueteo entre comandante y subordinada, pasaban por alto las rígidas normas de no confraternizar, y la atracción debía de resultarle más difícil a él por su reticencia a minar su autoridad.
Se mostraban duros entre ellos, fuertes, y era maravilloso tener la oportunidad de estar entretenido. Ruth mantuvo el rostro frente a la ventana, para atraerlo.
—¿En qué estás pensando? —inquirió Ulinov—. ¿Qué hay que no hayas visto un millón de veces al otro lado de ese agujero?
El interior del módulo de laboratorio habría sido intransitable con gravedad. Sus aparatos se extendían en voluminosas torres sujetas a tres de las seis superficies de aquel cubo, atornilladas entre el equipo original y los ordenadores. Era una mezcla monocromática, paredes de color hueso, paneles de metal gris. Ulinov fue hacia ella con paso experto y pisó el techo con el pie para corregir el giro.
El comandante Nikola Ulinov era grande para ser cosmonauta, tenía el tórax lo bastante ancho para abrazar a dos como Ruth, y su cara angulosa se había extendido hasta alcanzar unas dimensiones enormes debido a la redistribución de los fluidos corporales que se producía en la gravedad cero. Al parecer pensaba que sus dimensiones le daban una ventaja psicológica y a menudo la intimidaba. Como en aquel momento.
El olor que desprendía a Ruth le recordaba la Tierra, un aroma pleno y con textura. Bueno, auténtico. Tentador. Por fin lo miró, al tiempo que se preguntaba por qué todavía se molestaba en actuar como un brusco oso soviético.
Él se dio cuenta y probó con otro tono. En realidad era más como un lobo, ágil y astuto. Habló con suavidad:
—Tovarish, ¿tendré que tapar ese agujero? ¿Tendré que asignarte un vigilante? ¿Por qué no entiendes la importancia que tienes?
La chispa de picardía que se había encendido en el corazón de Ruth se desvaneció. Tal vez fuera mejor así.
—He hecho todo lo que he podido.
—La India envió nuevos esquemas justo ayer…
—He hecho todo lo que he podido aquí.
Ulinov no dijo nada. Nunca lo hacía cuando ella insistía en que la habían vencido. Era un buen truco, dejarla regocijarse en su vergüenza y frustración. Por lo general ella solía hacer promesas de trabajar más. En aquel momento ambos se quedaron en silencio.
Al final, Ruth se arriesgó a lanzar otra mirada. Los grandes ojos de Ulinov no estaban fijos en ella, sino en la ventana, donde una amplia corona de color amarillo blanquecino iluminaba la oscura curva del planeta.
—La nieve ya se ha derretido lo suficiente —dijo ella—. Colorado debería poder despejar un tramo de carretera para nosotros.
Ulinov volvía a mostrarse brusco.
—No volveremos a la órbita.
Ruth asintió. Para entonces lo llamaban «El Año de la Plaga», el que había cambiado el calendario, la historia. Y la decisión parecía correcta en muchos sentidos. Todo estaba muerto y era nuevo a la vez. Once meses atrás la vida era muy distinta, cuando ella formó parte del último lanzamiento regular en el Centro Espacial Kennedy, el definitivo. Los cohetes con suministros que lanzaron los europeos una semana después no contaban.
—Nos quedaremos todo el tiempo que podamos —dijo Ulinov—. El presidente nos lo ordenó por una buena razón.
«Y tú quieres seguir formando parte de tu guerra», pensó ella.
La tierra natal de Ulinov, como la mayoría del planeta, debía de estar para entonces inconcebiblemente vacía. Los restos del pueblo ruso habían huido a las montañas de Afganistán y a la zona del Cáucaso, una masa escarpada de rocas que se elevaba entre el mar Caspio y el mar Negro, donde estaban atrincherados en una confusa lucha feroz contra los nativos chechenos y las hordas de refugiados de Turquía, Siria, Arabia Saudí, Jordania e Irak. Podría haber sido peor si los israelíes no se hubieran trasladado por vía aérea al sur hacia África y las cimas altas de Etiopía.
Por fin reinaba la paz en Oriente Próximo.
La estación espacial todavía recibía comunicados esporádicos de la población rusa, peticiones de vigilancia orbital o apoyo militar de Estados Unidos o, a veces, declaraciones sanguinarias dirigidas contra los musulmanes. Ulinov enviaba fotos de alta resolución todos los días, si lo permitían el tiempo y las órbitas, trasmitía con diligencia todas las peticiones de suministros… y había jurado lealtad a Estados Unidos.
Cuando la luz del día penetró por la ventana, Ruth le tocó el hombro. Fue una tontería. La reacción les hizo moverse un poco. Ella lo agarró con más fuerza para mantenerse juntos. La superficie del mono de Ulinov estaba fría, como su autocontrol, pero desvió la mirada hacia la mano de Ruth y luego le examinó el rostro. Se le suavizó la expresión.
Ruth habló primero.
—Las condiciones de trabajo en la gravedad cero no son una ventaja si no tengo lo que necesito. He sobrepasado el límite de lo que puedo lograr con reconstrucciones…, además mal aplicadas.
Con las prisas por alejar a la doctora de la marea invisible de nanotecnología, los equipos en tierra habían perdido las muestras de los nanos. Lo más probable era que alguien no hubiera entendido por qué cargaban partes de cuerpos humanos. La plaga de máquinas se conservaba con mayor facilidad y garantías en pedazos de tejido congelado.
—Colorado está utilizando una vieja sonda de electrones —dijo Ruth—, y la India ha perdido muchos programas. Los análisis que envían están incompletos.
Ulinov se estremeció, luego se zafó de ella.
—Cada vez que haces un informe progresas.
Ruth no sabía qué hacer con la mano.
—Claro. Todavía estoy aprendiendo.
Hizo un gesto hacia el equipo, luego se acercó al microscopio atómico, que siempre le recordaba a un enano robusto en posición de firmes. Su cuerpo terminaba en lo que serían los hombros, donde unos collares bajos protegían la superficie de trabajo, y el ancho cono de su «sombrero» contenía manipuladores de puntos ópticos y atómicos ampliados por ordenador. Habían tenido que instalar el MMFA de lado, a lo largo del laboratorio, y Ruth se había pasado tantas horas con aquel aparato que, aprovechando la falta de gravedad, se colocó por costumbre longitudinalmente respecto de él, de modo que ella y Ulinov ya no compartían la misma vertical. Era de mala educación. Ruth apenas se dio cuenta, estaba absorta en la cuadrícula de visualización en blanco del MMFA.
Sabía muy bien que no era correcto admirar la genialidad que se escondía tras los nanos. Ésa langosta invisible había acabado con casi cinco mil millones de personas y provocado la extinción de miles de especies animales.
El Año de la Plaga. No sólo se había colapsado la historia humana. El medio ambiente tardarían siglos en volver a encontrar el equilibrio. Si es que era posible. En muchos senados, la Tierra se había convertido en un planeta distinto, y sólo estaban empezando a ver lo que les ocurriría a los bosques, el ciclo meteorológico, la atmósfera, la tierra.
—Sí, todavía estás aprendiendo —repuso Ulinov, probando una nueva aproximación.
—La técnica de diseño es extremadamente innovadora. Podría estar trabajando con mis modelos otros cinco años —replicó Ruth.
—Es una broma.
—No. —Intentaba ser delicada con la verdad—. La sonda de electrones de Colorado apenas tiene potencia suficiente para desarmar un nano de dos mil millones de unidades de masa atómica o urna, no hablemos ya para aplicarles la ingeniería inversa, y los problemas técnicos de programación en la India hacen que sus esquemas sean casi inútiles. Puede que esta máquina sea el mejor equipo que quede en el mundo.
—Y aun así has dejado de trabajar.
—Uli, he hecho todo lo que he podido aquí. —Ruth nunca había tenido esa sensación con una persona, ternura mezclada con resentimiento. La sacaba de quicio. No era él quien debía tomar la decisión de quedarse en órbita, pero Ulinov siempre había sido un claro defensor de mantener a la tripulación de la EEI en la estación el mayor tiempo posible, cuando podría haber añadido su voz a la de Ruth.
Ruth entendía su postura. Respetaba el compromiso y el código de honor de Ulinov. Al fin y al cabo, estaba convencida de que aquellas cualidades eran sus propios puntos fuertes. También era la base de su atractivo, y al mismo tiempo tal vez fuera lo que los mantenía separados.
Su pequeña pelea podría haberse alargado de no ser porque ya llevaban semanas discutiéndolo, desde que la nieve empezó a desaparecer en las Montañas Rocosas.
Él se fue. Ella volvió a su ventana. La observación del mosaico de la superficie de la Tierra que rotaba le ocupaba lo suficiente la mente, de modo que pronto volvió a entrar en un conocido estado de meditación que permitía que su subconsciente le diera vueltas al diseño del nano. Se sentía casi como si estuviera fuera, en un paseo espacial, sola en el vacío, esbozando diagramas como constelaciones y recorriendo aquellas formas intrincadas, separando secciones para un examen más exhaustivo.
Ruth Ann Goldman no había entrado en el campo de la nanotecnología porque prometiera revolucionar los procesos de fabricación, curar todas las enfermedades, erradicar la contaminación, incluso limpiar el cielo de los gases de efecto invernadero, aunque siempre había deslumbrado a los entrevistadores con esas posibilidades antes de encontrarse con el encargado de personal del departamento de Defensa y dejara de publicar. La verdad era mucho más sencilla. Ruth tenía un coeficiente intelectual de 190 y se aburría con facilidad, y el hecho de desarrollar máquinas funcionales a escala nanométrica era un reto suficiente para olvidarse a menudo de sí misma.
En el cambio de milenio, los mejores investigadores estaban entusiasmados con empujar, grabar, inducir químicamente o manipular átomos de otro modo, de forma individual o en millones, en tubos, cables, placas y otras formas inanimadas.
Cuando Ruth era todavía estudiante universitaria, se colaba en el laboratorio por la noche para marcar HOLA GUAPO o ELVIS ESTÁ VIVO en las superficies de prueba de sus colegas, esos primeros tubos y cables rudimentarios que se manipulaban para formar procesadores y que lograron crear una nueva generación de ordenadores hiperrápidos.
Cuando obtuvo su doctorado, aquellos nuevos ordenadores y avances en microscopía se habían utilizado para construir verdaderos robots a escala nanométrica, aunque poco inteligentes, ya que sólo eran capaces de consumir energía deambulando sin rumbo en un entorno estéril.
Hacía tiempo que los científicos más arrogantes y los expertos más histéricos comparaban la nanotecnología con jugar a ser dioses, pero a Ruth esa analogía le parecía más bien tontorrona, además de irónica, por el hecho de que alguien confundiera la habilidad de controlar cambios en el nivel molecular con la capacidad de crear universos. La nanotecnolo gía era precisamente lo contrario, un campo de diseño muy exacto y preciso, nada más.
Ruth decidió concentrar sus esfuerzos en algoritmos de reconocimiento, que en esencia eran cerebros. El montaje de robots microscópicos todavía presentaba una serie de obstáculos interesantes, pero los fundamentos estaban bien consolidados, y todo hijo de vecino quería montar una máquina el doble de elaborada que los demás. Ruth no le veía el sentido. Sin una orientación, el robot más sofisticado no dejaba de ser una curiosidad que no servía ni siquiera como pisapapeles.
Utilizó su seguridad y considerable capacidad de sarcasmo para obtener subvenciones y varios ayudantes universitarios, luego se preparó para un trabajo que le llevaría toda la vida.
Le fue de gran ayuda ser un bicho raro, paciente y obsesivo, cuya idea de tiempo libre era meterse bajo el lavamanos de la sala de hombres y esperar para dar un susto de muerte a un rival. Tuvo una aventura con un compañero, una rata de laboratorio, más por conveniencia que por verdadero deseo, y cuando su familia celebraba la Hanukkah también se acostaba con su hermanastro. Entre tanto, sus esfuerzos le valieron dieciséis patentes, y en última instancia le salvaron la vida. Tenía treinta y cinco años cuando el tipo del departamento de Defensa entró en su despacho tras pasar el control de seguridad.
Los trabajos para el gobierno no solían ser tan atractivos como los que se hacían en los laboratorios privados, y Ruth era lo bastante consciente de sí misma para darse cuenta de que había prosperado gracias a la atención que había suscitado al publicar sus logros. Era divertido estar de moda. También le daba reparo trabajar para el ejército, por el tópico ese de destruir en vez de crear. Pero el hombre del departamento de Defensa o era un romántico o un buen actor. Veía a Ruth como una vanguardista audaz y discreta, una suerte de Batman, dotada de un equipo de miles de millones de dólares y más potencia de ordenadores que la mayoría de naciones pequeñas, capaz de responder con su talento a los ataques y descubrimientos casuales de los laboratorios enemigos y los científicos aficionados.
También le ofreció la posibilidad de llevar a cabo experimentos con microgravedad y gravedad cero pagados por los contribuyentes. Hacía tiempo que se especulaba con que, si se liberaban de la fuerza de la Tierra, el diseño de nanos saldría beneficiado, como había ocurrido con tantas ciencias estructurales. Ruth vio una gran oportunidad de ser la pionera. Dijo que sí y disfrutó de cinco meses de recursos increíbles, así como sus primeras clases en la NASA, antes de que la plaga de nanos se desatara en California.
La plaga no era militar, pese a los rumores. Ruth tampoco se creía a los tres o cuatro grupos terroristas que habían reivindicado la autoría, de los cuales uno se apresuró a corregir su declaración cuando las infecciones se propagaron sin control. Aunque un grupo terrorista poseyera los aparatos y la formación necesaria, el diseño era demasiado complejo si el objetivo era la mera devastación.
El nano se parecía a un largo gancho viral recubierto de cilio, en vez de adoptar una forma más básica, esférica o reticular, y casi un tercio de su capacidad seguía sin utilizarse. La máquina, tal y como la conocían, parecía sólo un prototipo, quedaba espacio para introducirle más programas. Aquél maldito bicho era biotécnico, orgánico, construido para engañar al sistema inmunológico humano. También se podría haber creado un arma con un reloj vital para evitar que proliferaran sin fin. Pero el relé que servía de control de los nanos no funcionaba fuera de las condiciones de laboratorio.
La cifra mágica era 70 por ciento de una atmósfera estándar. Bajo esa presión, esos nanos se autodestruían. Por desgracia, el 70 por ciento de la atmósfera se producía a 2850 metros de altura, y los cambios normales en la densidad del aire provocaba que funcionaran con toda normalidad a tres mil metros. El 19 de agosto, un día despejado y soleado, Colorado registró infecciones hasta a una altura de 3200 metros.
Ruth consideraba que el 70 por ciento era una cifra curiosa. Su hipótesis era que el equipo que los había diseñado había redondeado al alza para evitar el feo número de 66,6 por ciento, y era imposible saber cuántas vidas habían salvado así. Cada punto de ese porcentaje abarcaba mucho terreno. Dos tercios de atmósfera estándar —el 66,6 por ciento— habrían puesto la barrera por encima de los 3350 metros.
Era una pequeña pista para seguir el razonamiento de los diseñadores, parte de una tendencia general hacia la eficacia más brutal. Ésos nanos eran un trabajo brillante, representaban un gran avance conceptual y de ingeniería que superaba todos los trabajos por los que Ruth había cosechado tantos elogios.
Tendría que enfrentarse a la plaga cara a cara si quería desvelar sus secretos algún día.