7
El piloto de la lanzadera, Derek Mills, giraba el cuerpo o se agarraba a un nuevo asidero cada vez que Ruth se colocaba en su vertical, una reacción que para ella hablaba por sí sola. Y no era porque el desdén en su voz no fuera lo bastante claro.
—No sabes de lo que hablas —farfulló entre dientes—. No es como hacer aterrizar un avión.
Ruth se tragó la primera respuesta que le vino a la cabeza. «Si realmente piensas quedarte aquí arriba para siempre, será mejor que aprendas a vivir en esta atmósfera, tío». Se volvió hacia los demás, recorrió el módulo de vivienda con la mirada y exageró al levantar las cejas y encogerse de hombros alzando una mano. La nueva Ruth era elegante, y nada histérica.
Lástima que al girar después de Mills quedara en un ángulo incómodo en comparación con los demás. Todos se habían acostumbrado a entrar en una nueva sección de la EEI y encontrar a alguien de pie en lo que parecía el techo o una pared, pero sólo Gustavo estaba dispuesto a conversar con la gente sin estar frente a frente. La mente era reacia a interpretar expresiones faciales de lado o del revés.
Nadie reconoció la validez de sus argumentos, y sintió una leve frustración al verlos tan indiferentes como las paredes. La habitación, pálida y alargada, era más o menos del tamaño de una pista de frontón, lo bastante grande para que Mills y Gus dejaran metro y medio entre ellos y los demás, Gus se hallaba al fondo, y Mills estaba suspendido junto a la única salida.
Ruth habría preferido reunirse dentro de la Endeavour, su poder de sugestión podría haber jugado a favor de su argumento, pero Mills rechazó la idea de reunirse en la lanzadera, que consideraba sus aposentos privados. Ruth lo entendía. Ella sentía el mismo recelo obsesivo hacia su laboratorio y decidió no arriesgarse a aumentar la incomodidad del piloto. De esa forma, jamás lo convencería de que hiciera su último vuelo.
Miró a Ulinov. Su ceño fruncido era un aviso. Ruth decidió no hacerle caso y dijo:
—Sé que no será pan comido sin el apoyo desde tierra. Aun así, podemos bajar.
—¿Quieres abandonar la lanzadera?
—¡Abandonar la lanzadera!
Mills y Wallace gritaron esas frases a la vez. Habría sido divertido si los dos no hubieran interpretado sus palabras de la peor manera posible.
Sabía que, si se ponía la estación a velocidades subsónicas, las tripulaciones que se lanzaban en paracaídas desde una lanzadera averiada sufrían imprevistos.
Incluso había un lago enorme sólo a tres kilómetros al oeste de Leadville, Ruth había estado estudiando las películas de la zona y suponía que podían conseguir ir a parar allí para evitar la densa población de refugiados acampados por toda la región. Por supuesto, sus ordenadores y el MMFA podrían no salir tan bien parados.
—De ningún modo —dijo ella—. La lanzadera vale demasiado. Podemos utilizar la autopista que hay al norte de la ciudad, hay un tramo recto y casi llano de unos cinco kilómetros.
—No es como aterrizar con un avión —volvió a decir Mills.
—Pero tiene que haber…
—¿Por qué sigues pensando que sabes más de nuestro trabajo que nosotros? —Deborah Reece, médico y doctora en filosofía, se sorbió los mocos alzando la barbilla de una manera que dio a sus palabras un tono altivo e imperial. Aquél aire tan seco había dejado las fosas nasales de la doctora Deb en un estado permanente de irritación, y durante meses había sido una fábrica de mucosidades. Ruth sugirió que los descongestionantes podrían ser el remedio, pero Deb contestó que su cuerpo generaba mocos por una buena razón, para proteger sus tejidos. Así que moqueaba. Sin parar. Era de mal gusto.
—Mira —respondió Ruth, que lo volvió a intentar—, tarde o temprano tendremos que irnos. Tenemos que bajar.
El ceño de Ulinov seguía fruncido.
—El presidente nos lo ha ordenado.
—Las órdenes son acabar con la plaga. Las vuestras son ayudarme como sea. Es lo único importante.
—Entonces deja de perder el tiempo —replicó Deb por detrás.
Al principio, Ruth sintió una discreta alegría porque hubiera otra mujer a bordo. Incluso le pareció divertido que Deb y Gustavo se enrollaran. Entonces Gus cortó la relación poniendo un muro de silencio. Los dos volvieron a liarse, juraron que se había terminado, y volvieron a liarse. Ruth conocía el esquema. Sólo necesitaban algo que hacer.
Tal vez lo que ocurrió a continuación fuera inevitable, dados los estrechos espacios de la estación y su aislamiento absoluto. Deb se había enrollado con Derek Mills. Y de nuevo con Gus.
Ulinov intentó pararlo. Habló con cada uno de los hombres, bromeó sobre las costumbres americanas y amenazó con informar a Colorado. La promiscuidad sexual iba en contra de toda su formación, y con razón. Y los había convertido, a cada uno de ellos, en piezas de una bomba de relojería.
Ruth no era muy tradicional, ni una mojigata. En su tercer año de universidad había sido de las chicas de su residencia que se quedaron en ropa interior durante la mayor parte del semestre de primavera cuando se estropeó el aire acondicionado. Al cabo de unos años, en el balcón de un apartamento sólo tres plantas por encima del tráfico de Miami, le había hecho unos trabajos manuales a su hermanastro con crema solar de coco del factor 45. Cada vez se fijaba más en las espaldas de Ulinov, y en sus anchas manos, en el suave bulto rojizo que era su labio inferior.
Era increíble que seis personas que flotaban alrededor de un planeta moribundo, en una diminuta carcasa metálica, fueran capaces de encontrar nuevas formas de atormentarse. Sin embargo, lo de menos era si Deborah Reece, con su pelo rubio y sus preciosas caderitas, había actuado por aburrimiento o por su instinto médico de aliviar el dolor, lo cierto era que Wallace se había sumido en la pena, y Mills se había vuelto distraído y hostil. El pobre Gus, siempre un torrente de palabras, tartamudeaba en presencia de Deb.
—Perder el tiempo, bueno, ¿es que has quedado? —preguntó él—. Deja que Ruth se explique. —Gustavo se había retirado a un rincón, como un cangrejo, rehuía los espacios abiertos, y a Ruth le preocupaba su reacción cuando estuviera de vuelta en la Tierra, expuesto a kilómetros de cielo y tierra. Eso le hizo apreciar todavía más su apoyo…
Deb soltó un bufido y se dirigió a la salida. Mills, que le bloqueaba el paso, se agarró a un par de asideros para retirarse a un lado y dejarla pasar, pero eso lo alejó más del grupo.
—Basta. —Era arriesgado, pero a Ruth no le quedaba más alternativa que un ataque directo—. Regresaréis —les dijo—. Todos podréis volver aquí.
Mills la miró directamente por primera vez, con una mezcla de emociones reflejada en el rostro.
—Puedo vencer a esa cosa —dijo Ruth—, lo juro, pero necesito estar en tierra. —Luego perdió el contacto visual con Mills cuando Deb se puso en medio e intentó no levantar la voz.
—¡En poco tiempo volveremos a hacer vuelos espaciales! Apenas ha habido daños industriales, querrán las tripulaciones más experimentadas…
Deborah se volvió para mirar y perdió su asidero, pero Mills la agarró por la cintura y, a pesar de todo lo que hubiera o no entre la médico y el piloto, ninguno reaccionó al roce del otro. El eco del molesto zumbido de los ventiladores hacía que su silencio fuera más ruidoso.
Demasiado lejos. Ruth había ido demasiado lejos, era consciente, y apenas había rozado la superficie de lo que intuía que era el verdadero problema: su orgullo, su vanidad. Debería haber bajado y unirse a los demás científicos que estaban en Leadville un mes antes o incluso más, en cuanto se hubiera podido despejar la acumulación de nieve; pero Colorado los había mantenido en órbita por los mismos motivos que suscitaban esas ganas de quedarse en los astronautas: por el prestigio, el poder, un miedo razonable a que la raza humana quedara atrapada en las montañas para siempre y sólo mirara la luna y las estrellas como un recuerdo que se desvanecía.
Tampoco le cabía duda de que a la tripulación le aterraba sentirse inútil. ¿Es que no veían que serían más valiosos en tierra? Ingenieros, pilotos, expertos en radio, médicos, eso era lo que permitiría a Ruth y sus colegas vencer a la plaga.
Ulinov rompió el silencio al dar un fuerte golpe con la palma de su enorme mano en un armario de suministros.
—Tenemos órdenes de quedarnos —dijo.
Ruth negó con la cabeza.
—Yo ya no puedo hacer nada más aquí.
—¿Y si te equivocas?
—Sí, pero… ¿y si te equivocas tú?
—Cada hora aparecen nuevos datos. Puede que mañana encuentren lo que necesitas, lo que sólo funciona en gravedad cero. —Su semblante contrariado vaciló al mirarla a la cara, pero luego volvió a dar un golpe al armario—. Yo decido —afirmó—. Y te digo que no.
A Ruth no le había bastado con diecisiete días. Desde que conocieron los nuevos datos del FBI que ubicaban con exactitud el origen de la plaga, había intensificado su campaña de influir en las opiniones de Leadville, se había puesto tan pesada como podía serlo estando en órbita. Por desgracia, en el mejor de los casos estaba 400 kilómetros por encima de Colorado. En el peor, había todo un planeta entre ellos. Y los hombres y mujeres de abajo no tenían motivos para entablar una conversación enojosa si podían ganar sólo con no hablar con ella.
El día anterior sus miedos y frustraciones habían alcanzado un nuevo punto.
Gus había interceptado una serie de transmisiones entre Leadville y un C-130 de transporte en su vuelo de regreso de California. Lo habían hecho. Habían enviado al oeste a un contingente de tropas de asalto en busca del laboratorio donde se había creado la plaga. Los soldados permanecieron en Stockton durante más de cinco horas una vez agotadas las botellas de aire, incapaces de aceptar su fracaso. Un joven sufría una ceguera parcial. Todo para nada. No habían encontrado ni una sola pista, y Ruth aún oía las últimas palabras de la grabación que Gus había reproducido para ella, el lacónico comentario en la voz de un soldado exhausto: «Es inútil, es inútil».
¿Y si Leadville decidía no arriesgar más hombres, equipos ni combustible de avión? ¿Y si se aferraban a esa visión conservadora que la había mantenido atrapada allí arriba durante tanto tiempo y dejaban escapar su mayor oportunidad?
Ruth decidió que había invertido sus esfuerzos en la gente equivocada. Para todos los que estaban en tierra era demasiado fácil no hacerle caso. Pero si lograba convencer a los astronautas, todo cambiaría.
Leadville no podía hacer nada para evitar que abandonaran la EEI.
Derek Mills había ido a refugiarse en la Endeavour, y Ruth lo acorraló allí. Estaba sentado en la cabina de mando, baja e inclinada, sujeto con correas a la silla. El sonido del teclado de su portátil le impedía oír que Ruth se aproximaba por detrás, por la escotilla, entre los tubos.
Se quedó quieta a medio camino del suelo. Mills había atenuado las luces superiores pero no pareció advertir su sombra, que se cernía sobre la consola que tenía ante él, hasta que ella dio un golpecito y se acercó rápido.
Mills le lanzó una mirada, tensando la mandíbula. Ruth no se molestó en decir nada. Le pasó las fotografías que les quería enseñar cuando estaban en el módulo de vivienda. Las cámaras de la estación eran increíbles, dignas de James Bond, capaces de contar las patas de una chinche.
Ruth había puesto la foto del aeropuerto del condado de Leadville al principio del montón para despertar su interés. Necesitaba atraerlo con aquel reto.
Dos excavadoras y varios cientos de personas con y sin uniforme estaban alargando la única pista, esforzándose por llegar a la colina del lado sur porque un gran DC-10 se había hundido en el lodo, a cincuenta metros del extremo norte. También llevaban una grúa para cargar los restos del avión, pero tenía problemas para maniobrar entre tantos aparatos.
Mills apenas contempló la fotografía, ni la miró a ella. Le entregó las fotos para que se las quedara.
—Sé que no hay espacio suficiente —dijo ella.
A diez minutos en coche de la ciudad, el aeropuerto del condado ofrecía unos 1500 metros de pistas. No había sido diseñado para grandes vuelos comerciales, mucho menos para lanzaderas espaciales que iban a 350 kilómetros por hora. De haber empezado la construcción la primavera anterior, Ruth suponía que habría habido algo útil para entonces, pero no tenía derecho a culparles por estar tan ocupados.
—Nunca habrá espacio suficiente antes de que nos quedemos sin aire —le dijo ella.
Mills sacudió el fajo de fotos con un gruñido de irritación. Estuvo a punto de dejarlo caer. Ruth lo agarró enseguida. Separó la foto de encima.
—Aquí —dijo ella—. Aterrizaremos aquí.
Desde arriba, el terreno alrededor de Leadville parecía una bañera gigante llena de arcilla, abandonada durante eones. La Divisoria Continental recorría catorce kilómetros al este de la ciudad y la rodeaba al norte. Tan sólo a nueve kilómetros y medio al oeste del centro de la ciudad había otra pradera enorme, y la mayor parte de la zona dentro de aquella gran bañera inclinada era un embrollo de colinas, bultos y barrancos erosionados por las inimaginables cantidades de lluvia y nieve derretida amontonadas en la cabecera del río Arkansas.
Una línea de ferrocarril y una carretera de dos carriles discurrían hacia el norte, en paralelo con el río, hasta que la carretera se desviaba al éste, hacia Leadville, donde se dividía en dos. Desde la ciudad, la carretera 24 volvía a ir hacia el norte para encontrarse con la vía férrea en una amplia cuenca pantanosa.
Las carreteras de Colorado describían muchas curvas siguiendo la orografía del terreno, pero aquella cuenca cubría seis kilómetros cuadrados, y algún delineante cansado simplemente decidió tirar de regla. Aquél tramo era recto.
—Es perfecto —dijo Ruth—. Podemos ir desde el sureste como si llegáramos a la pista 33 del Kennedy.
Por fin Mills la miró a la cara.
—El ángulo es casi exacto —dijo ella—. Míralo. Y los vientos que predominan son del norte, como tú querías.
—Ésta montaña en el extremo sur podría suponer un problema —contestó él, y Ruth contuvo una risa esperanzada y le dejó continuar. En aquel momento Mills sujetaba las fotos con las dos manos—. La carretera tampoco es lo bastante ancha. ¿Cuánto tiene, metro ochenta, poco más de dos metros? Nuestra envergadura es casi de dos y medio.
Las pistas del aeropuerto de Denver, donde a veces planeaba la gente de Leadville su aterrizaje, eran el doble de amplias que la carretera 24, pero aun así eran la mitad que las pistas de aterrizaje del Centro Espacial Kennedy. En definitiva, si de verdad intentaban aterrizar sin permiso, sin ayuda en tierra, el aeropuerto de Denver podría ser un poco menos arriesgado que la carretera 24, pero ¿luego qué? La ciudad no estaba lo bastante alta, sólo kilómetro y medio. Sólo tenía sentido aterrizar en Denver si hubiera un avión preparado para volar hasta Leadville.
Ruth se acercó y dio un golpecito con el dedo en la foto.
—Podemos rebasar esa colina —dijo—. Hay mucho espacio.
—Hay un puente encima de esta maldita línea de ferrocarril, justo en el medio. Imposible. Como mucho tiene un metro y medio de ancho.
Ella se sintió aliviada al ver que las vías iban por debajo de la carretera, en vez de al revés. Era obvio que no querían meter la lanzadera por debajo de un puente de ferrocarril durante el aterrizaje, aunque Ruth pensaba que en el fondo no había tanta diferencia.
—¿Cuál es el problema, los quitamiedos? Nuestras alas los eliminarán con facilidad.
—No es como aterrizar…
—¡Sí, sí, no es un avión, deja de decir eso! Sé más de lo que crees sobre el tema. Si conseguimos llegar al objetivo impactaremos en la pista. Y si te desvías un poco, la rueda delantera de aterrizaje nos puede hacer retroceder en línea recta.
Todo dependía del enfoque. Hacía tiempo que se comparaban las lanzaderas con ladrillos voladores. No sólo eran torpes en la atmósfera. A diferencia de los aviones convencionales, el Endeavour sería pasivo durante el aterrizaje. En esencia, la máquina se convertía en un planeador demasiado pesado para la corriente ascendente de su cuerpo y las pequeñas alas gruesas. Peor aún, las lanzaderas no tienen capacidad de giro. Un piloto que previera dificultades no tenía la opción de acelerar sus motores a reacción y recuperar altura para volver en círculo. Una vez tomada la decisión, era hacerlo o morir.
—Tendrás que hacer el mejor puto aterrizaje de la historia —dijo ella, que se obligó a utilizar su palabrota preferida y temía que sonara forzada.
Él no contestó. Ruth esperaba que estuviera imaginando su aproximación. Derek Mills era una eminencia, o la había sido hacía un año. Por eso lo habían enviado allí, como a todos, y ella sabía que se había mantenido lo más distante posible, haciendo simulacros, discutiendo ejercicios de vez en cuando con Leadville. El mantenimiento de la coordinación de sus manos y su vista había sido la excusa para ponerse videojuegos en vez de limpiar o hacer inventario.
Mills meneó la cabeza antes de hablar, luego pasó la mano por la foto, de izquierda a derecha.
—Ahora mismo amenaza una tormenta procedente de California, y otra después.
¡Había estado estudiando la situación por su cuenta!
Ruth sintió un impulso de adrenalina, y sin querer cruzó los brazos sobre el pecho como para contener esa sensación, consciente de que una carcajada la agitaba por dentro de nuevo.
Mills era la clave. Sería imposible conseguir la mayoría de votos, dada su relación con la doctora Deb y la dura disciplina que compartían Ulinov y Wallace. Sin embargo, si pudiera tentar a Mills para que se pusiera de su parte junto con Gus, serían tres contra tres y ella contaría con el voto decisivo. Tendría al piloto.
—No podemos hacer nada con ese tiempo —dijo Mills.
—Pasará. —Ruth casi sentía el deseo de Mills, que flaqueaba. ¿Debería decir algo más?
—Eso sólo es lo primero en la lista de dificultades… —continuó él.
El corazón de Ruth no paraba. Tenía miedo de dejarle refugiarse en la metódica cautela que la NASA le había inculcado. Pero ella ya había jugado su mejor carta: convertirse en una leyenda entre los pilotos de todo el mundo.
—El gran problema son los DOE. —Los Daños causados por Objetos Externos.
—Los pájaros no serán un problema como en el Kennedy.
—Me refiero a los coches. A la gente.
—Tengo más fotos —dijo ella—. Ya ves que casi no hay tráfico. Y sabrán que vamos hacia allí. Se necesitan como máximo noventa minutos para el reingreso, ¿verdad? Y tendremos más si avisamos antes de abandonar la estación.
Mills hojeó las siguientes fotos, se detuvo al llegar a las imágenes de los demás aeropuertos diminutos en Eagle-Vail y más al norte, cerca de Steamboat Springs. Ruth deseó no haber dicho nada de un previo aviso. ¿Le preocupaba lo que pudiera decir el control de tierra? ¿Su carrera? Leadville podía bloquear la carretera y obligarlos a quedarse…
—Si les damos una hora —dijo ella—, pueden hacer que mil personas caminen por la carretera y recojan todas las cosas que haya. Sabes que lo harán, tendrán que hacerlo.
—Supongo.
Ruth quería añadir que era muy poco probable que más de un puñado de soldados comprobara con antelación las pistas de Denver. Simplemente en Leadville no había trajes ni aire embotellado para realizar grandes esfuerzos, pero no iba a ser la primera en decir «Denver». No se atrevía a distraerlo.
—Supongo que si los forzamos —dijo Mills—, utilizarán todos sus recursos.
—Sí.
—Me tomaría una jodida cerveza.
Ésta vez se le escapó la risa temblorosa, pero sabía que no pasaba nada. Mills pensaría que le había gustado la broma. Él esbozó una sonrisa y Ruth se dio cuenta de lo que debía decir a continuación, «compro». ¿Podría entusiasmarlo tanto que Ulinov y Wallace no pudieran arrastrarlo a su bando?
Ulinov apareció por la escotilla, justo detrás de ellos, y dio un golpe con la mano contra el techo para agarrarse cuando Ruth se dio la vuelta, parpadeando, confusa al ver que sus temores se hacían realidad.
¿Cuánto tiempo hacía que escuchaba?
—Tú —dijo Ulinov. Su ancho rostro tenía un color como de tierra rojiza, lo cual resultaba mucho más feo que su ceño fruncido, de manera que al principio ni siquiera le vio la expresión. Luego advirtió su postura. No se había estabilizado con un movimiento fácil. Estaba agarrado a un asidero, con el tronco echado hacia atrás, dispuesto a lanzarse con los dos pies por delante.
Era una posición de combate.
Ruth consiguió forzar un sonido después de que el corazón lo diera un vuelco.
—Mira…
Ulinov la hizo callar al encoger sus admirables hombros. Se dirigió a Mills, con el peor inglés que ella le había oído jamás.
—Tú, pienso que eras mejor. Un profesional hace mejor.
Ruth oyó un ruido a su lado cuando Mills se movió en su asiento. Quería mirar, tal vez animarlo con un gesto, pero no había manera de apartar la mirada de Ulinov.
—Tus fotografías —dijo Ulinov—. Retíralas. Ahora.
—He sido yo… —dijo ella.
—No. —Volvió a gesticular con los hombros. Ni siquiera quería oír una confesión.
¿Cuánto tiempo llevaba escuchando? Mierda. Lo único que podía hacer era tomar la ofensiva, actuar como un nano. Mierda, mierda, mierda. Tenía que ser implacable.
—Comandante…
—Basta. Obedece las órdenes. —Ulinov parecía más cansado que enfadado, y tal vez se había relajado un poco.
—La guerra que estás intentando librar. Ushba. Skata. —Ella mencionó los nombres de las cimas donde los rusos habían fracasado en su intento de contener a los musulmanes—. Puedes ayudarlos más dejándome en tierra, de lo contrario perderemos la mejor oportunidad que tenemos de vencer a la plaga. Si no la paramos seguirán destruyéndolo todo.
—¿Qué demonios te pasa? Obedece las órdenes.
—Lo destruirán todo hasta que ya no quede nadie, Uli…
—No, aquí no va a haber ningún motín.
Le extrañaba que no se le hubiera ocurrido a ella la palabra, pero era precisa. Motín.
—No es eso, sólo…
Ulinov observó cómo se quedaba sin palabras antes de volverse hacia Mills.
—Dame las fotos —dijo—. Luego volvió a mirar a Ruth y dijo: —No vuelvas a la lanzadera.
Su pulso se negaba a calmarse, y sus pensamientos discurrían tan rápido que se sentía disociada de sí misma. Se había retirado a su laboratorio después de que Ulinov la escoltara desde el Endeavour, para apaciguarlo y porque no quería presentarse ante los demás. Esperaba encontrar allí un poco de seguridad y consuelo.
Habría sido mejor enfrentarse a ellos. Allí sólo estaba el sonido de sus propios miedos.
Ruth sabía cómo forzar una evacuación de la EEI.
No había otra manera. Ella no podía pilotar la Soyuz rusa acoplada a la estación como bote salvavidas de emergencia. Toda la tripulación tenía que irse a la vez o no lo haría nadie.
Pretendía agujerear el material aislante en algún sitio lejos de su laboratorio, provocar un escape de presión. El daño se atribuiría al impacto de un micrometeorito. Wallace ya había salido dos veces para arreglar los paneles solares. El concepto de vacío total era una ilusión, existían peligros constantes, polvo y desechos, basura humana abandonada en órbita.
Razón de más para salir de allí, antes de que un golpe de azar los matara a todos.
Ruth decidió que la maldición del sentimiento de culpa era un precio aceptable, aunque no sería una carga ligera. No le importaba lo que pensara la tripulación, respetaba el conocimiento y los esfuerzos invertidos en consolidar la presencia humana en el espacio más que casi todo su propio trabajo. En realidad era un respeto natural ante todo reto superado con éxito. En gran parte se debía a la guerra fría haber descubierto que la Tierra era una cesta demasiado frágil donde colocar todos los huevos de la humanidad.
La plaga era prueba más que suficiente de que lo mejor era que se expandieran por el sistema solar y más allá, si era posible, en cuanto tuvieran oportunidad, antes de que un desastre peor que la plaga provocara la extinción de la raza humana.
No obstante, primero necesitaban esa oportunidad.
Ruth rebuscó entre sus efectos personales en busca de una herramienta y se rio al ver una caja de tampones. Cuatro lápices. Nada. Intentó caminar sin retirar los pies de la puerta abierta del armario, y el impulso la hizo descender hacia una hilera de ordenadores. Se dio un golpe en el muslo, luego en el antebrazo, y se hizo daño en el cuello al apartar la cara del ordenador.
Sin saber cómo, rebotó en la dirección que pretendía ir, hacia la escotilla, y se pudo agarrar a ella. No pensaba haber sufrido más que unos cardenales, pero la impresión la había despejado. Se frotó la pierna.
Tenía que esperar, por supuesto. Si ocurría enseguida, levantaría sospechas…
Un ruido de manos y pies la volvió a sobresaltar. Alguien iba hacia allí. ¿Ulinov? Ya había demostrado una asombrosa habilidad para predecir sus acciones.
Ruth retrocedió. Lanzó una breve mirada a la ventana.
Era Gustavo el que llenaba aquel espacio diminuto.
—La radio, tu amigo James —aulló—. ¡Han dicho que sí!
—Sí…
—¡Ha funcionado! ¡Todo lo que les has dicho, el NAN, lo de llevarte a tierra, han dicho que sí!
Le tendió una mano para darle la enhorabuena. Pero Ruth lo abrazó y le gritó en la cara.
—¡Aaaaaaaah!
No había palabras para expresar el alcance y la complejidad de su triunfo.
Iba a volver a la Tierra.