6
Sawyer iba de aquí para allá por la zanja de drenaje poco profunda que llevaba a su peñasco, se movía de lado, como si los pequeños indicadores de rocas que habían puesto a 3000 metros fueran una cerca infranqueable. No le interesaban las despedidas.
Cam se reunió con los demás en la cresta donde habían encendido la fogata para Hollywood. Faulk, que se quedaba, había accedido a quemar dos brazadas durante el día. Más tarde. Mucho más tarde. El amanecer se alzaba como una gran promesa amarilla más allá de las praderas del éste, y en aquel crepúsculo helado incluso los susurros sonaban agudos y fuertes. Era el 14 de abril del año uno. El Año de la Plaga. Las predicciones de Colorado habían servido de calendario fiable para el grupo de Hollywood. En la radio habían empezado a hablar así, y la idea se impuso de inmediato, por razones obvias, pensó Cam. Un nuevo comienzo.
—Lanza el armazón de una cama al montón —dijo Doug Silverstein—. Eso protegerá el fuego y a la vez hará que arda de verdad.
Faulk asintió.
—Sabrán que os dirigís hacia allí.
Al oeste, unas nubes grises surgieron de la noche y absorbieron las conocidas siluetas de las montañas más próximas. La tierra y el cielo quedaron unidos por las capas grises que anunciaban lluvia. El viento húmedo y errático olía a oxígeno.
La voz de Sawyer tronó hacia ellos:
—¡Vamos!
La mayoría de las cabezas se volvieron. Sawyer movía el puño arriba y abajo. Cam recordó que él hacía el mismo gesto a los camioneros desde el asiento trasero del coche de su padre, cuando era pequeño y oían partidos de béisbol en la radio, alborotando con sus hermanos en aquel reducido espacio abarrotado. Sonrió. Chillaban como hienas tontas cuando un camionero hacía sonar el claxon por ellos.
Erin también sonreía. Era el único rostro que no estaba tenso ni amargado. Cam se estremeció. Él sabía que su extraña sonrisita felina sólo significaba que estaba pensando. Pero Cam no quería que nadie les viera a los dos ahí, de pie, sonriendo. Joder. Contestó a Sawyer con un gesto lento para que tuviera paciencia.
«Espera. Esto es importante».
El centro de su reunión era una maraña de apretones de manos y abrazos, palabras de ánimo. Era la mayor demostración de emociones que había visto Cam en aquel islote alto y yermo, y deseaba ser más partícipe de ella. Deseaba tantas cosas…
No importaba que ya hubieran practicado aquel ritual dos días antes, cuando los cielos se nublaron y llovió durante media hora, ni que todo estuviera decidido con más de dos semanas de antelación. Todos querían tocar a los pocos que se quedaban: Faulk, Sue, Al y Amy Wong. El hijo de tres meses de Amy, Summer, pasó por una docena de personas que lo arrullaron, le murmuraron frases y le rascaron en el anorak acolchado que le servía de pañales.
Cam no tuvo ocasión de tenerlo en brazos. Tampoco lo había intentado. Summer le ponía los pelos de punta. Los bebés deberían llorar. Él sólo miraba, ajeno incluso a la conmoción de aquella mañana. Cam sospechaba que sufría daños cerebrales. En su dieta había una peligrosa falta de proteínas, y Amy había traspasado la barrera dos veces antes de saber que estaba embarazada. Los nanos podrían haber afectado esa parte de su cuerpo o atacado al bebé directamente. Tal vez ambas cosas.
Abajo, Sawyer pasó la línea de los indicadores hechos con piedras, y los pensamientos de Cam se desvanecieron de repente. Aquélla silueta oscura contra la áspera ladera de grises y marrones no debía inspirar miedo; pero habían sobrevivido lo suficiente para desarrollar nuevos instintos. Allí abajo no había nada. Nada humano.
Mientras lo observaba, Cam dudó, luego se dio la vuelta y se abrió paso con el hombro hacia el centro del grupo. Necesitaba decir algo. Cualquier cosa. Le gustó que Erin le cogiera de la mano y fuera con él.
Parecía que la temperatura era diez grados más alta dentro del grupo. Allí se estaba a resguardo del viento. La tela de los anoraks de Gore-Tex flameaba y chasqueaba por efecto del viento, un sonido que Cam asociaba a los ajetreados fines de semana en la estación de esquí. Nunca había sentido su pasado más cerca.
Amy y Lorraine estaban lloriqueando, con las cabezas juntas, y sujetaban a Summer entre ellas. Sue, en cambio, estudiaba a Cam con la mirada fija e inexpresiva, con ambas manos sobre su barriga de embarazada. Cam no podía ver su expresión. Nadie más había advertido su presencia todavía. Price estaba dando palmaditas en la espalda a la gente como si fuera un entrenador de fútbol, por una vez se había quedado sin habla, y tanto Hollywood como Doug Silverstein jugueteaban con unos cordeles amarillos que habían cortado en trozos de aproximadamente cinco centímetros.
—De verdad os lo agradecemos —dijo Faulk, por enésima vez, y Hollywood asintió y se encogió de hombros.
Su plan era atar marcadores en los árboles cercanos a donde hubiera bayas, madrigueras de serpientes y todo lo que fuera útil por debajo de los 2,000 metros o más, para reducir el tiempo que Faulk y Al Pendergraff pasaran por debajo de la barrera, en las futuras expediciones en busca de comida.
—De verdad —repitió Faulk.
Cam carraspeó. Todos se dieron la vuelta. Hollywood parecía aliviado, pero los demás se limitaron a mirarlo con la misma intensidad cautelosa que Sue.
Erin, que estaba junto a Cam, bajó la cabeza.
Cam le tendió la mano y Faulk la aceptó. Y eso fue todo. El y Pendergraff repitieron el apretón de manos. Amy sonrió entre lágrimas y Sue incluso le dio un beso en la mejilla cuando él se inclinó para abrazarle la enorme barriga. Después de todo lo habían conseguido. Habían logrado un intercambio civilizado de gestos.
No volvió a ver a ninguno de ellos con vida.
Diecisiete días no habían sido suficientes para Hollywood. El chico todavía se inclinaba un poco a la derecha y parecía que no podía mover del todo la pierna izquierda hacia delante, lo que hacía que caminara de forma torpe, aún peor que la curiosa forma de andar de Manny. Para entonces el chico ya hacía tiempo que se había acostumbrado a la ausencia de los dedos de sus pies perdidos y caminaba o corría a una buena velocidad, dando saltitos.
Manny y Hollywood iban por delante de los demás. Juntos parecían un pingüino borracho junto a un juguete mecánico estropeado. Eran los miembros más jóvenes del grupo de diecinueve y quince años, y tenían en común cierto entusiasmo.
Cam quería creer que eso era bueno.
Hollywood admitió que aún le dolía un poco. Si no estuvieran ya a mediados de abril, podrían haber dejado pasar la tormenta y esperar más tiempo… pero la breve temporada de lluvias de California estaba terminando. No podían arriesgarse. Todos pensaban que aquel invierno era peor de lo normal, aunque Sawyer se riera de la teoría de Cam de que el planeta se estaba enfriando porque todas las ciudades y fábricas, todo estaba parado. De hecho, ahora que sabían que aún era principios de año, la verdad es que el invierno había sido relativamente suave. Aquélla podría ser la última lluvia.
Cam había animado a Hollywood a hacer ejercicio cuando aún estaba postrado en cama. Lo instaba a levantar las piernas y a hacer movimientos sencillos con los brazos. Eso ayudaba a purgar el organismo de nanos muertos. El hecho de que Hollywood no lo supiera, que hubiera hecho el camino con buen tiempo, era la prueba de que la gente del otro lado del valle rara vez, si alguna, había traspasado la barrera. No lo habían necesitado. Eran ricos. La sospecha de Sawyer de una «recolecta de ganado» debía de ser infundada.
Tenía que ser así.
La tensión en la cabaña de Price había sido palpable como el hedor a humo y el olor corporal, y seguro que no ayudó en la recuperación de Hollywood, aunque Cam nunca sugirió trasladarlo a un lugar más elevado en la ladera. El grupo de Price necesitaba provocar. Pensaba que si sus visitas regulares les hacían sentirse incómodos, tanto mejor. Pasaba por allí todos los días para hablar de los cambios que se veían en el valle y la vida más fácil y mejor del otro lado.
Pasados seis días, Hollywood insistió en volver a andar, con cuidado, inclinado hacia delante como un anciano y con el brazo encogido, como un pájaro que se protegiera. Estaba claro que el chico no había esperado lo suficiente; el descanso era el único tratamiento para las heridas internas. Cam debería haber dicho algo, pero no tuvo el valor de dejarlo allí varado. Además, quería que todo el mundo fuera testigo de la tenacidad de Hollywood.
Encontraron hierbajos, líquenes, urracas grasientas y fibrosas, y crujientes saltamontes dulces. Hicieron de la última lata de ensalada de frutas una celebración.
Si Cam sospechaba algo, no dijo nada.
Sawyer había subido de nuevo hasta los 3000 metros y los estaba observando mientras descendían, con la cara oculta tras la capucha, las gafas de esquí de espejo y una bufanda negra.
—Deberíamos permanecer juntos —dijo Hollywood—. Es más seguro.
Cam sintió que alguien pasaba por su lado corriendo, hacia la cabecera del grupo.
—¡Agrupaos! —gritó Price.
Sawyer no hizo ninguna señal de haber oído, ni un sonido, ningún movimiento. Ni siquiera podían ver hacia dónde miraba. Price agitó los brazos y volvió a abrir la boca, pero Cam habló enseguida por encima del hombro de Price.
—¿Tú cuál crees que es la presión del aire?
—La barrera ha descendido por lo menos ciento cincuenta metros, tal vez ciento ochenta o doscientos. —La bufanda amortiguaba la voz de Sawyer, pero no hizo ningún esfuerzo porque lo oyeran—. Pero habrá bolsas de presión alta, fluctuaciones. Ahora cubrios bien.
Si algo había en abundancia en el complejo turístico eran gafas y otros accesorios de esquí, guantes que se estiraban por encima de las mangas de los anoraks, las bufandas. Aquél equipamiento diseñado para repeler la nieve no era a prueba de los nanos, por supuesto, pero aquel día era especialmente importante retrasar y minimizar las infecciones.
Nunca habían caminado más de tres horas sin sentir los nanos en su interior, y en ese momento siempre iniciaban el regreso a la cumbre si no estaban ya subiendo.
Aquél día, el descenso duraría más de tres horas.
Según su mapa, la otra cima estaba a doce kilómetros al norte. Había que ir hacia abajo, luego recto y arriba, y era imposible atajar. Las carreteras del gran valle se encontraban sobre todo al oeste y al éste. Cam había estimado que una persona a pie recorrería un total de diecinueve kilómetros o más subiendo y bajando las laderas más abruptas, evitando los barrancos y el terreno difícil.
Se ajustó las gafas y miró hacia las nubes bajas que se avecinaban. Se preguntó de nuevo por qué las tormentas no habían limpiado el mundo, por lo menos las zonas montañosas. Por sentido común, la lluvia y la nieve presionarían a los nanos, les haría descender hacia el valle. Sawyer decía que no lo entendía. Los nanos no eran personitas. Las partículas de ese tamaño transportadas por el aire apenas notaban la llovizna más fina o la ventisca más fuerte, y las ráfagas de viento y el impacto de las primeras gotas de una tormenta removerían las bolsas de nanos que hubiera en el suelo. Probablemente el mal tiempo barría un buen porcentaje de las máquinas invisibles, pero atraía tantas o incluso más de las tierras bajas.
—Espera. —Erin posó la mano en la cadera a Cam. Llevaba las gafas en la frente, y sus ojos eran de un color violeta intenso en la penumbra. Mechones sueltos de pelo, que ondeaban al viento, salían de su capucha hacia la cara de Cam cuando ella se acercó. Esbozó una sonrisa divertida cuando lo besó.
Era toda calidez y ternura. Cam subió la mano por debajo de su anorak, pero se frustró porque era muy entallado. Así que bajó la mano hacia la entrepierna. Ella apretó los muslos contra su mano.
A su alrededor, quince seres humanos más estaban envueltos en abrazos parecidos, o sorbiendo agua de las cantimploras, u orinando allí, entre la mugre. Keene se había puesto de cuclillas en un último intento de vaciar sus intestinos. Una vez cruzada la barrera, mantendrían sus armaduras cerradas sin tener en cuenta las necesidades físicas. Nadie quería que se le metieran los nanos entre la ropa y exponerse a cortes o picaduras.
En cierto modo, era una despedida. No habría otra oportunidad de sentir la piel desnuda del otro hasta que llegaran a su destino.
Cam quería decir «te quiero», pero no era cierto. «Te necesito» era una frase mucho más sincera. A veces cuidar de Erin era lo único que le hacía seguir adelante.
De todos modos, pronunció aquellas palabras, como una oración.
—Te quiero.
—Sí. —La sonrisa de Erin hizo que se le arrugaran las comisuras de los ojos. Una auténtica sonrisa—. Yo también te quiero.
Entonces fue hacia Sawyer. Giró la cabeza hacia atrás. Su sonrisa se había convertido en aquella mueca torcida de nuevo, y Cam fingió mirar a otra parte. Observó que Erin hacía un gesto con los labios, en silencio. Vio que Sawyer se descubría la cara, se subía las gafas, se bajaba la bufanda. Su amigo había dejado de afeitarse el día después de la llegada de Hollywood, y ahora parecía otra persona debido a aquella barba irregular que le enmarcaba su rostro alargado.
Cam deseaba que Erin le hubiera dado a él el último beso. ¿Acaso no se daba el último a quien más querías?
Se volvió hacia lo alto de la montaña, pensaba que los que se habían quedado habrían ido a la parte superior de la zanja para verles descender, pero no vio nada, ni un movimiento, excepto un fugaz remolino de polvo y el vuelo rápido de un pájaro.
La rabia, y no la pena, se apoderó de él. Faulk y Pendergraff deberían haber bajado para buscar las primeras bayas de enebro y vegetales, los lagartos e insectos entumecidos por el frío. Sabía que no estaban ocupados comprobando los desagües ni sacando todos los recipientes que quedaran porque él y Manny ya lo habían hecho por ellos… Suponía que se habían ido a su cabaña, avanzando a trompicones debido al impacto emocional, rodeados de un nuevo mar, de aislamiento total, pero igual de peligroso.
Sin saber por qué, Cam estaba seguro de que sus caras lo perseguirían durante mucho más tiempo que cualquiera de las personas que se había comido.