9
Aquélla camioneta Chevrolet, roja y alargada, suspendida en la ladera desmoronada, a Cam siempre le recordaba a la televisión. Encarnaba la imagen de fuerza que la publicidad quería proyectar. La habían molido a golpes, rascadas, le habían machacado los bajos con rocas y baches, había superado la carga recomendada en quinientos kilos, y la camioneta nunca les había fallado.
Sin saber por qué, Cam se sentía orgulloso. Siguió mirando el vehículo en la distancia mientras iba dirigiendo a los demás entre el lodo y las rocas por encima de lo peor del alud. Manny se bajó la capucha, se frotó la nieve de las gafas, y Bacchetti estiró los brazos y el cuerpo para proteger el depósito de gasolina de la lluvia mientras Sawyer luchaba con un bidón de plástico de quince litros. Si caía agua en los tubos del combustible morirían.
La ladera dibujaba un prolongado descenso, a veces en tramos del tamaño de una casa. De lo contrario podrían haber intentado abrir una carretera. Pero tenían que aceptar lo que la montaña les ofrecía.
El chaparrón arreció, la lluvia golpeaba los hombros de Cam formando una fina niebla. Los sucios charcos marrones se rizaban por el impacto de los goterones.
Tras él alguien emitió un sonido atroz.
—¡Eh! —Tenía que ser Price.
Cam volvió a levantar la vista y vio que la camioneta se movía. Al volver de las incursiones en busca de comida siempre estaban ansiosos por alcanzar cierta altura y dejaban el vehículo en la ladera. Sawyer estaba maniobrando con cuidado adelante y atrás en la estrecha planicie para dar la vuelta, y Manny se encontraba de pie en la pendiente, con las manos en alto. Señalaba el espacio libre.
—¡Esperad! ¡Esperad! —Price se abrió paso hacia delante en cuanto tocaron tierra firme, junto con Nielsen y Silverstein.
Cam dejó a Erin y corrió tras ellos, pero resbaló en el barro y sintió una punzada en la rodilla, la mala. Aminoró el paso y se concentró en dónde colocaba los pies.
Bacchetti ya estaba en la caja trasera de la camioneta, Manny subió de un salto mientras el grupo se acercaba y Price todavía gritaba:
—¡Esperad! ¡No!
Nielsen llegó primero al vehículo y dio un golpe contra el lado del conductor al tiempo que se dirigía a trompicones hacia el capó. El cono blanco del faro atravesó su mugrienta chaqueta amarilla y brilló una gota de humedad metida dentro de una de sus fosas nasales. A Nielsen se le había bajado la bufanda.
—Eh… —dijo Cam.
—¡Conduzco yo! —gritó Price. La manilla de la puerta chasqueó al segundo intento. Cerrada—. ¡Sal!
—La bufanda —dijo Cam, y Nielsen no fue el único que se la subió para protegerse la cara.
Price dio un golpe a la ventanilla.
—¡Conduzco yo!
—No.
El cristal empañado reducía la capucha y las gafas de Sawyer a una extraña silueta.
—¡Es mi camioneta!
Era cierto. Aquélla camioneta era uno de los pocos vehículos que valían la pena de los aparcamientos del pabellón que habían podido poner en marcha. Una cantidad increíble de refugiados se había molestado en cerrar y llevarse las llaves, de modo que o murieron con aquellos cruciales objetos de metal o los habían perdido.
Price tendió los brazos.
—¡Sólo porque has bajado corriendo! ¡Sólo porque has sido el primero en llegar!
—Perdisteis demasiado tiempo dejando esos malditos indicadores —dijo Cam, con la suficiente dureza para distraer su atención. Hollywood estaba junto al parachoques trasero, con la cabeza alta, inseguro, y Cam bajó el tono—. Alguien tenía que darle la vuelta.
—¡Entonces dile que salga!
—Jim, de todos modos conocemos la carretera mejor que tú.
Los sobrecargados amortiguadores de la camioneta respondían mal al camino abrupto. Cada vez que los neumáticos topaban con un bache o un hoyo, la camioneta se balanceaba como un barco que se deslizaba entre dos olas. Cam pensaba que era sólo cuestión de tiempo que alguien se cayera del vehículo.
Habían metido a las cuatro mujeres en la cabina, aunque sólo tenía asientos para el conductor y el acompañante, por lo que doce hombres debían apretujarse en la caja. Aunque la mitad se sentaran unos encima de otros, apenas quedaba sitio para que el resto estuviera de pie. Era más seguro en el medio que delante, donde Price y McCraney se inclinaban sobre la cabina con las manos extendidas, pero Cam había subido tarde a propósito por el lado del acompañante. En su mayor parte, el camino era sólo una pista de montaña, vulnerable a la erosión, y si la camioneta resbalaba en el barro o se desprendía parte del camino, quería tener la opción de salvarse de un salto.
Empezó a sudarle la espalda, y las axilas, al caminar, pero le bajó la temperatura corporal porque se filtraban bolsas de humedad y frío por la capa de Gore-Tex.
Entraron en una zona de pinos que los resguardó de la lluvia, luego de nuevo la lluvia.
Entonces llegaron al pabellón de media montaña. El aparcamiento resbalaba mucho, deformado por miles de heladas y deshielos, pero las sacudidas de la camioneta se convirtieron en una suave vibración cuando pasaron a toda velocidad entre el cúmulo desordenado de coches.
—Cuidado…
—¡Deja de empujarme las gafas!
Cuando Sawyer aceleró, los pocos hombres que estaban de pie se inclinaron para mantener el equilibrio y se agarraron a los que estaban sentados. Bacchetti y otro chico salieron despedidos hacia atrás. Hollywood gritó algo que Cam sólo oyó en parte.
—Juntos!
Cada vez que giraban se sujetaban más fuerte, y Sawyer aceleraba el motor en cada recta, por corta que fuera.
Price dio un golpe en el techo de la cabina.
—¡Ve más despacio!
—Jim, deja que se concentre!
—¡He dicho que vayas más despacio! —Price golpeó el techo hasta que Sawyer pisó el freno y redujo la velocidad de cincuenta y cinco a quince en medio de un largo giro. Para Cam fue una advertencia clara y una demostración de poder. Era obvio que Price no lo veía así, ya que volvió a dar un golpe con el puño—. Mucho mej…
Sawyer aceleró el motor y provocó dos sacudidas que les hicieron balancearse hacia atrás. Hollywood no era el único hombre que protestaba a gritos, pero a Cam le volvió a impresionar su tono de decepción.
—Pero ¿qué hace? —gritó Hollywood.
Sawyer se puso a ochenta o más cuando la carretera descendió recta durante doscientos metros. Cam pensaba que la lluvia había cesado, pero era imposible saberlo con certeza en medio de las salpicaduras que provocaban los neumáticos. La bufanda empapada sabía a amargo hedor humano ya rancio.
Tomaron una curva frente a tres coches amontonados, luego llegaron a la entrada de la urbanización. Unos grupos de diminutas flores amarillas en la cuneta atrajeron la mirada de Cam, luego vio media hectárea o más de colores vivos.
—Mirad —dijo.
Sawyer redujo la velocidad y abandonó la carretera. Cam no había visto la señal de RESERVA CORLISS, pero reconoció la salida.
—¡No gires, no gires! ¿Qué haces…? ¡Ésta carretera no tiene salida! —Price levantó un puño para golpear el techo de la cabina otra vez y Silverstein dijo:
—Tiene razón, la reserva está sólo unos kilómetros más abajo y luego hay un aparcamiento.
Cam se alegró de llevar la bufanda y las gafas. Sabía que llevaba escrita la culpa en la cara. ¿Pararía Sawyer si Price amenazaba con empujarlo a un lado? Price estaba aporreando la cabina, Nielsen intentaba encontrar espacio para avanzar y Hollywood se había inclinado hacia delante, con la mano en el hombro de Keene, mientras éste se agarraba el estómago con los dos brazos.
Fue Manny quien hizo que todo el mundo se fijara en él.
—¿Cam? ¿Adónde vamos?
La camioneta entró en un tramo de curvas y el débil sol se movió a un lado y de nuevo hacia atrás. Las gafas se oscurecían y aclaraban siguiendo un esquema que le recordaba a un péndulo.
—¿Cam? —repitió Manny.
El ansia por hacer callar al chico hizo que separara las manos del cuerpo unos centímetros.
Manfred Wright había madurado de una manera que Cam lamentaba y respetaba a la vez por ser inevitable. Pero aún no entendía algunos de los aspectos básicos de las relaciones humanas. A menudo Cam creía que era una especie de autodefensa por parte de Manny, un regreso voluntario a la infancia. Sin embargo, su carácter irreflexivo se había convertido en una amenaza, y Cam se dio cuenta de que Sawyer estuvo muy acertado al no confiarle al chico su plan. Manny se lo habría contado a Hollywood, que se lo habría dicho a Price, todos con las mejores intenciones.
—Es un callejón sin salida —dijo Silverstein.
Price casi estaba afónico.
—¿Qué pretendéis?
Cam era consciente de que debía decir algo. Necesitaba encontrar las palabras justas, pero entonces unos dedos lo tocaron por debajo de la mochila. Nielsen.
—Suéltalo —dijo Bacchetti con un gruñido.
El claxon volvió a sonar.
—¡Dos minutos! —Sawyer salió por la ventana y dio un golpe en la puerta—. ¡Llegaremos en dos minutos y podéis quedaros con la camioneta si queréis!
Nadie más habló durante un minuto, y Cam sintió una mezcla de alivio y gratitud.
—David está infectado —explicó Hollywood.
Sawyer volvió a dar un golpe en la puerta, impaciente ante su falta de reacción.
—¡Un minuto más y podéis quedárosla!
Silverstein fue el primero en lanzar una mirada a Keene. Luego volvió a mirar hacia delante y gritó:
—¡Es una pérdida de tiempo! Es un callejón sin salida.
—¡Estamos ganando tiempo! —exclamó Cam—. Mirad el plano. La carretera va hacia el oeste durante casi ochenta kilómetros antes de desviarse hacia la dirección correcta, y está llena de curvas. Eso significa por lo menos dos horas, tal vez más, y si está bloqueada tendréis que volver aquí pase lo que pase.
—¡Qué! —Price acompañó este comentario con un chasquido.
—Bajaremos caminando.
Las pocas carreteras del gran valle tendían a ir de oeste a este porque los coches tenían un límite de pendiente para ascender y porque no había muchos destinos en la zona. Al este de Bear Summit, la autopista 6 sólo conducía al desierto de Nevada, y al oeste durante setenta y tres kilómetros sólo había cámpings, huertos y tres ciudades pequeñas. De vez en cuando la 6 descendía para encontrarse con la autopista 14, y a veces la 14 se bifurcaba hacia la carretera 47, que iba al norte, hacia la cima de Hollywood, pero Cam y Sawyer habían estimado que tenían que recorrer en total ciento cuarenta y cuatro kilómetros o más.
—Aun suponiendo que la carretera 6 esté despejada durante todo el descenso, que no lo estará, tardaréis dos horas sólo en llegar a la 14 —dijo Cam—. Sin embargo, desde aquí sólo cinco kilómetros y medio separan las carreteras. Podemos ir campo a través. Serían cuarenta minutos.
—¡Tardaremos más! ¡Es una locura! —McCraney miró a Price—. ¡Por algo no hay carretera ahí abajo!
—Nosotros podemos ir por sitios por donde los coches no pueden pasar —replicó Cam.
—¿Y luego qué? —preguntó Silverstein—. A pie.
—Encontraremos otro coche, o caminaremos recto hacia arriba. Quedarse en la carretera sólo porque está ahí os va a matar.
—¡Todo el mundo votó! ¡Todo el mundo dio su opinión! —dijo.
En efecto, habían llevado a cabo el ritual dos veces, como si el hecho de levantar la mano fuera a cambiar de algún modo la distribución del valle. Cam había presentado las mismas objeciones y sólo consiguió que le hicieran callar a gritos. Sawyer ni siquiera había intentado hacer cambiar de opinión a nadie. Observó, escuchó e hizo un gesto a Cam con la cabeza en silencio cuando Price montó el numerito de contar los votos por primera vez.
Cam miró a Hollywood en ese momento. El chico también se había opuesto a utilizar la camioneta al principio, y Cam esperaba que lo apoyara, pero no dijo nada. Tal vez intentaba imaginarse el plano.
—¡Todos hemos pasado por allí cientos de veces! —Price señaló a Nielsen, Atkins y McCrane como si los contara—. ¡Todos lo hemos calculado! ¡Una hora! ¡Sólo es una hora de bajada!
—Las carreteras estarán bloqueadas, Jim. —El límite de las nieves perpetuas estaba en mil ochocientos metros, de modo que las carreteras podrían haberse mantenido limpias hasta esa cota…, salvo por los turismos, los vehículos de los lugareños con aperos, las motos de nieve y los tanques de la Guardia Nacional. Sólo se necesitaba un choque múltiple para detenerlos.
Price estiró el brazo como si fuera a lanzar algo. Fue su única reacción ante las palabras de Cam.
—¡Es una tontería caminar ahora si no es necesario! ¡Hay que ahorrar fuerzas!
—Moriréis ahí fuera —añadió McCrane, como si la camioneta fuera una fortaleza o un submarino, como si David Keene no hubiera respirado el mismo aire que los demás.
La arbitrariedad de los ataques siempre había sido casi tan aterradora como la velocidad y la fuerza con la que los nanos consumían un cuerpo anfitrión, y Cam sabía que sólo era cuestión de tiempo que la plaga se despertara en el interior de todos ellos. Muy poco tiempo.
Aparecieron trozos de madera junto a la carretera que mostraban figuras que utilizaban las papeleras y las áreas de descanso. Entonces entraron en una zona de asfalto donde sólo había una camioneta Subaru. Más allá había una sorprendente extensión de agua oscura y muy calma, donde unas siluetas rocosas sobresalían hacia el cielo.
Sawyer dejó el motor encendido y abrió la puerta de un empujón, llevando su paquete verde de plástico negro en la mano. Cam saltó por el asiento del copiloto al otro lado.
Silverstein fue el único que bajó con ellos. Enseguida se colocó entre Sawyer y la puerta abierta del conductor. Se produjo un alboroto por parte de las mujeres que estaban en el interior de la cabina. Bacchetti intentó abrirse paso en la caja de la camioneta.
Cam levantó la mirada hacia ellos. Se había convencido de que, una vez hecho, todos verían que no era realista seguir bajando.
La mayoría ni siquiera se había inmutado.
—Sawyer no se equivocaba contigo —dijo, con la esperanza de provocar alguna reacción, rabia, cualquier cosa, y Keene hizo un amago de levantarse cuando Bacchetti bajó junto a Cam. Manny también se había apoyado en una rodilla, pero se había quedado quieto, mirando a Cam y Hollywood.
—Tengo que volver —dijo Keen. Se agarró la muñeca izquierda con la otra mano—. Llevadme de vuelta.
El alboroto del interior de la cabina se calmó cuando Erin salió por el lado del conductor y empujó a Silverstein por detrás. Las otras mujeres debían de haberse resistido a salir con tal fuerza que ni siquiera había podido abrir la puerta del copiloto.
Fue a trompicones a abrazarse a Sawyer, y Cam vio que él la apartaba del grupo y le recolocaba la bufanda y las gafas con unos mínimos gestos eficaces.
—¡Tengo que volver! —Keene levantó los brazos, desesperado, sin soltarse la muñeca.
—¡Si estos cabrones no nos hubieran hecho perder el tiempo…! —gritó Price.
—Hollywood —dijo Cam—. De todos nosotros, tú sabes mejor que nadie que tenemos razón. Llegaremos al camino que tú seguiste en cuarenta minutos.
—No puedes —dijo Hollywood. Lo mismo podría estar contestando a Cam. Pero luego dio una palmadita en el hombro a Keene y dijo—: Sabes que no podemos volver arriba.
—La mano —susurró Keene.
—Puede que en aquella Subaru estén las llaves —dijo Silverstein, al tiempo que señalaba el otro lado del aparcamiento, y Price por fin saltó al suelo y se metió en la cabina de la camioneta.
—Hollywood —repitió Cam—. Por favor…
Price cerró la puerta de un golpe y le dio gas al motor.
Cam retrocedió un paso. Cada centímetro que los separaba le parecía un abismo inmenso que se ensanchaba con rapidez a medida que la camioneta se alejaba. Sí, Hollywood tenía todo el derecho a estar molesto con él. El desvío de la carretera había sido jugar sucio, pero ese engaño era culpa de la tozudez de Price…
Tal vez al chico sólo le dolía la pierna. A lo mejor Hollywood se había dado cuenta durante su breve caminata que no tendría fuerzas para volver a recorrer todo el camino.
Price frenó junto al otro coche, pero Keene no se movió.
—Compruébalo, será mejor que te asegures ahora —dijo Silverstein.
Hollywood bajó de un salto y llegó a la puerta de la Subaru en dos zancadas. Probó a abrir la puerta, luego se agachó y, cubriéndose los lados de la cara con las manos acercó su cara al cristal. Se apartó, meneó la cabeza y, cuando Cam se acercó a él, Hollywood retrocedió hacia la camioneta y la rozó como si fuera un jugador de béisbol que tocara la base.
—¡Vamos con ellos! ¡Yo quiero ir con ellos! —Manny fue tambaleándose hacia Hollywood, hacia donde estaban, aunque el otro lado de la camioneta estaba más cerca—. ¡Sawyer siempre sabe lo que dice!
—No seas tonto. —Silverstein agarró a Manny del brazo.
La sorpresa de Cam ante aquella reacción se desvaneció al ver que McCraney también agarraba a Manny y Nielsen se movía para cerrarle el paso. Aquéllos hombres se sentían tan amenazados por cualquier alternativa a su manera de pensar que lucharían para evitar que los demás escogieran otra opción. Tal vez la sensación de seguridad dependía del número de gente que le apoyaba.
—¡El pie! —gritó Price por la ventana del conductor—. ¡No puedes caminar con el pie así, Manny!
—Está en mejores condiciones que la mayoría de vosotros —replicó Cam. Craso error. Manny había logrado zafarse de ellos, pero ahora Silverstein lo agarraba por la cintura y McCraney utilizaba las dos manos para bloquear el brazo izquierdo del chico. Las intimidaciones y amenazas sólo habían reforzado su decisión.
Manny se zafó de Silverstein de un empujón y Cam dio un golpazo en la camioneta.
—¡Soltadlo!
—¡Vamos, muévela, vamos…! —gritó Price a Hollywood.
El disparo sonó tan fuerte que Cam se retiró de un traspié de la pelea, conmocionado por aquel estruendo.
Sawyer caminó hacia ellos con el revólver deslustrado en una mano. No tuvo que apuntar a nadie. McCraney soltó a Manny de un empujón, y Silverstein sólo mantuvo un brazo alrededor del chico como un acto reflejo para evitar que se cayera.
Tampoco hacían falta palabras. Sawyer parecía disfrutar del momento. Levantó el arma por encima de la cabeza como si comprobara su peso y su poder.
—Quitadle las putas manos de encima.