21

Ruth estuvo sentada en silencio durante el breve trayecto, cabizbaja, con la boca cerrada. Por suerte, sólo se podía mantener una conversación a gritos. El enorme camión no tenía amortiguadores y todo traqueteaba. Los bancos de tablillas de madera en la trasera se clavaban o te daban golpetazos cada vez que las ruedas topaban con el más mínimo bache, así que dejó que el rugido grave del motor le llenara la cabeza.

El aeropuerto regional era un escenario denso y complejo, la breve pista de aterrizaje estaba rodeada de enormes aviones comerciales y otros más pequeños. Esperando en el asfalto había una avioneta Cessna monomotor, de blanco y beige civil, y un C-130, un avión de carga mucho más grande, pintado de caqui.

Aparcaron debajo de la cola de casto del Hércules, pero podrían haber llegado hasta las compuertas. La parte trasera del avión estaba abierta. Salió una rampa de carga. Había un todoterreno, un camión de plataforma y una excavadora en fila dentro de la bodega.

Ruth no vio más soldados a la espera de unirse a ellos, así que en total la expedición sería de menos de veinte personas. Era la única mujer.

Hernández, el oficial de rango superior, envió a cinco miembros de las fuerzas especiales y un piloto de las fuerzas aéreas a la avioneta, luego apremió a los demás a entrar en el C-130. ¿Estaba intentando respetar el horario o, como a Ruth, le daba miedo que una voz por radio cancelara su misión antes de estar en el aire?

Sus compañeros técnicos eran Dhanumjaya Julakanti, más conocido como D. J., y Todd Brayton, ambos del equipo de desarrollo del cazador asesino. Los dos habían colaborado en el diseño del método de discriminación.

Recibió la confirmación que necesitaba de sus ojos y de un gesto de D. J., pero no se podía hablar. Hernández insistió en que se sentaran todos juntos cerca de la cabina. La excavadora, el camión y el todoterreno estaban sujetos a la cubierta, pero si algo se soltaba durante el despegue, descendería hacia la cola. Era más prudente ir delante.

Ella sintió otra punzada de pánico cuando el avión se elevó hacia el cielo. El interior era un largo bidón de luz tenue. No había ventanillas. Se parecía demasiado a la Endeavour. Incluso era peor, los asientos estaban situados a lo largo de los márgenes de la cubierta, de cara a la pared de enfrente en vez de hacia la parte delantera, de manera que la fuerza de la gravedad empujaba sus estómagos.

Por fin recuperaron el equilibrio. Siempre educado, el comandante Hernández se desabrochó el cinturón y se arrodilló ante los tres técnicos. Ruth examinó su rostro con detenimiento, atenta a un guiño, un indicio de algún tipo.

—Sé que todo esto parece improvisado —dijo—, pero están en buenas manos. No quiero que se preocupen por nada más que su trabajo, ¿de acuerdo?

Hernández y cuatro marines habían sido asignados para la expedición como guardaespaldas personales, además de los siete hombres del equipo de las fuerzas especiales y tres pilotos de las fuerzas aéreas. Hernández soltó una sarta de presentaciones, tuvo el cuidado de incluir a los soldados del otro avión. Ruth advirtió que en el grupo elegido a dedo todos eran suboficiales, sargentos y cabos, aparte del comandante Hernández y el capitán de las fuerzas especiales. Un teniente coronel dirigía el trío de pilotos.

—Me parece que le falta algo de personal —comentó D. J.

—No tiene sentido desperdiciar trajes —le dijo Hernández—, ni aire, ni combustible de aviación. Y allí no habrá nadie más, si eso es lo que le preocupa.

«No —pensó Ruth—. Seguro que no después de arrasar el río White». Ninguna de las pocas regiones que aún podían conseguir hacer despegar un avión se atrevería.

La avioneta volaba por delante del C-130 porque necesitaba menos espacio para aterrizar que un avión de carga. Si era necesario, los hombres a bordo de la avioneta podían hacer todo lo posible por marcar mejor la zona de aterrizaje.

Tras un vuelo de dos horas y cuarto, el C-130 aún tendría combustible para volar en círculos o incluso volver a Leadville en el peor de los casos, pero les esperaba un tramo de carretera suficiente para aterrizar. Las fotografías por satélite, y las conversaciones con los californianos, confirmaban que había un tramo casi recto de setecientos metros a lo largo de la planicie en la cima de la montaña.

—Será complicado aterrizar si el laboratorio de ese tipo estaba en una ciudad —dijo Hernández—, pero el C-130 es uno de los aviones más resistentes que se han construido jamás. Podemos meternos en un campo de patatas si hace falta y luego despegar.

D. J. Frunció el ceño, mirando la excavadora e hizo el amago de decir algo.

—Lo tenemos todo cubierto —les garantizó Hernández—. Estemos aquí o allá, estamos en casa.

«Casa». Mierda. Ahí estaba la clave que quería.

El comandante Hernández seguía siendo leal al consejo.

—Son las fuerzas especiales —dijo Ruth—. Piénsalo.

D. J. Meneó la cabeza.

—James y Hernández son amigos.

Ella sacudió la cabeza.

—Eso no significa nada. James intenta llevarse bien con todo el mundo.

La discreción no era un problema. El C-130 podía acoger a casi cien soldados, y los vehículos formaban una pared baja e irregular en medio de la cubierta. Ruth había encendido el portátil y empezado a discutir los esquemas con D. J., que lo comprendió e hizo algunos comentarios en voz alta. Pasado un minuto, ella se disculpó con Hernández y se fue con D. J. Y Todd. Aún estaban a la vista de los soldados, pero envueltos por el ruido del motor, que era atronador en la zona de las alas.

—Yo te diré lo que no significa «nada». Una palabra. —D. J. No tenía un aire despectivo, pero sus labios gruesos dibujaban una perfecta sonrisa condescendiente—. Ha dicho «casa» como podía haber dicho cualquier cosa.

—Lo habría dicho de otro modo si estuviera de nuestra parte.

—No creo que significara nada.

Dhanumjaya Julakanti tenía las cejas saltonas, un hoyuelo en la barbilla y una tendencia a vocalizar en exceso, sobre todo las palabras «yo, mí, me». Algunas personas no veían que su fuerte personalidad o su coeficiente intelectual, una clásica combinación, y confundían el engreimiento con la capacidad de liderazgo… aunque bien sabía que ella tampoco era la personificación de la Humildad. Ruth reconocía su terca obsesión por tener razón cuando veía algo con claridad.

Todd Brayton no era de gran ayuda. Joven, tal vez veinticinco años, rubio de ojos castaños. Era inquieto, demasiado callado, más nervioso que Ruth y D. J. Juntos. Al conocerse una semana antes, ella intentó no mirarle las cicatrices de las ampollas. Todd lo ponía difícil. Se tocaba la mancha de la nariz con frecuencia, y no paraba de juguetear con sus dedos quemados. Había sido uno de los últimos técnicos en salir del NORAD, y Ruth admiraba su voluntad de enfrentarse a la plaga de nuevo. Sí, llevaban trajes, pero la exposición a los nanos para él era una pesadilla más real.

Todd era el más valiente.

Sin embargo, parecía haber llegado ya al límite, que ya no tenía nada que ofrecer al exterior.

—Mira. —Ruth se esforzaba por mantener un tono amable, algo imposible, al hablar a gritos por encima del ruido del motor—. Hernández habría preferido tener toda una sección de sus hombres. No hay motivo para enviar un grupo mixto a no ser que nuestro hombre viniera de otra unidad. Y Hernández se ha asegurado de dominar la bodega mientras él esté dentro, siete contra cinco.

D. J. Hizo un gesto con la barbilla.

—No son más que elucubraciones de nuevo. Tal vez tenían planeado desde el principio enviar a todas las fuerzas especiales, y Hernández es el que está en el complot.

—Da igual —dijo Todd—. No podemos estar especulando, podríamos decantarnos por la opción equivocada.

D. J. Seguía meneando la cabeza.

—De todas formas no nos lo dirían.

—Entonces ¿crees que esperarán a ver cómo salen las cosas? —dijo Ruth. Seguro. Ya estuvieran en la conspiración el equipo de las fuerzas especiales o Hernández y sus marines, no les importaba que Ruth tuviera la conciencia tranquila.

Querían mantener sus opciones abiertas hasta el último minuto, y no podían confiar en ella ni cometer un error.

En cualquier caso, sabía que James tendría problemas. ¿Cárcel? ¿Exilio? Ruth sólo empezaba a entender su sacrificio. Sin embargo, si aquella misión era un fracaso, todos los soldados podrían volver a Leadville, limpios de polvo y paja.

Ella, D. J. Y Todd lo pasarían peor tratando de demostrar su inocencia. De hecho, sería mejor provocar un enfrenta —miento entre las dos mitades de su escolta, y quedarse en el Oeste.

Era una idea peligrosa. Aunque ganaran los soldados que estaban de su lado, podrían matarlos luego por convertirlos en marginados.

Ruth volvió a la parte delantera del avión y escogió un asiento desde donde se veía una cuña de cielo por la puerta abierta de la cabina de los pilotos. Forzó una sonrisa, al tiempo que pensaba que el accidente de la Endeavour era preferible a aquel vuelo. Por lo menos había sido rápido. Su ansiedad se reflejaba en el constante baile de sus dedos y su mente.

Abajo, fuera de aquella estructura de metal, reinaba un ambiente sólo ligeramente menos peligroso que el vacío del espacio. La zona letal se extendía sin interrupción desde Utah hasta las montañas de California, seguía al oeste y cubría un tercio del planeta, perfecto y absoluto, excepto por los picos volcánicos de Hawai, y acababa en las alturas de Nueva Guinea y Taiwan, que se elevaban al otro lado del Pacífico.

El avión tembló y giró a la izquierda. Ruth soltó un grito cuando el avión inclinó el morro. Sólo eran turbulencias. Volvieron a estabilizarse, y casi todos los hombres le dijeron algo amable, le sonrieron o le hicieron un gesto. Ruth ni siquiera podía mirarlos a los ojos, se maldecía en silencio.

No era una buena candidata para salvar el mundo, maldita sea.

El aterrizaje transcurrió sin incidentes. El avión rebotó una vez, un impacto estremecedor seguido de un arco rápido que hacía palpitar el estómago, pero Ruth consiguió no volver a quedar en ridículo.

Luego rodaron por la pista durante quince minutos. Fue exasperante. ¿Adónde podían ir allí? El avión se movía muy despacio y se paró tres veces. Hernández la obligó a permanecer en el sitio. Dijo que iban a retroceder y girar para ponerse en posición de despegue. Ruth movía las piernas. Por fin los pilotos se sintieron satisfechos, y los dos soldados de las fuerzas especiales fueron a bajar las compuertas traseras. De nuevo Hernández le indicó que se quedara quieta. Ella olió los pinos y la tierra en cuanto abrieron el avión.

Hernández ya había consultado por radio con el piloto de las fuerzas aéreas y los cinco miembros de las fuerzas especiales de la avioneta, que habían aterrizado cuarenta minutos antes. Informaron de que todo había ido como esperaban, sin trucos, ni trampas, sólo un puñado de supervivientes malnutridos. Aun así, a Ruth le ordenaron que no se alejara de los marines.

Algún instinto se disparó en Ruth cuando salió a la luz del sol. Al principio culpó a Hernández de aquella paranoia, pero entonces D. J. Dijo:

—La cima del mundo, ¿eh?

Era eso. En Leadville el horizonte próximo de cimas gigantes creaba la ilusión de estar protegido. Allí sólo estaba el cielo pálido. Se encontraban en el punto más alto, y las vistas parecían infinitas. Al oeste, bajo el sol de la tarde, la tierra descendía en un laberinto serpenteante de crestas, precipicios y laderas curvas.

Las zonas habitables de California eran poco más que una cadena de motitas. El Parque de Yosemite ofrecía varias parcelas grandes no muy lejos de allí, pero aquella cima parecía estar sola por encima de la barrera. Ruth paseó la mirada de un lado a otro de la maraña de barrancos y oscuros bosques de debajo mientras se dirigía con Hernández hacia los marines.

Nadie sabía de dónde había salido Sawyer. Aunque aquella elevación de roca del sur, al otro lado del valle, asomaba por encima de los tres mil metros, su superficie no parecía mayor que dos o tres campos de fútbol.

Los neumáticos del C-130 habían dejado líneas oscuras del frenazo en el asfalto de la carretera, muy cerca de la única estructura a la vista. Era un error mirar con anhelo atrás, al avión. En aquella montaña no había árboles, pero vio un cúmulo de rocas que no había rozado el ala de estribor por cuestión de centímetros, y tenían que volver a pasar por ahí para despegar.

En sus orígenes el edificio era una cabaña de dos habitaciones con una chimenea baja. Era antigua, tal vez de los años cincuenta. Habían agregado otra habitación unos años antes, y una moderna antena se erguía a un lado de la chimenea. Otras incorporaciones recientes consistían en un armazón de dos por cuatro cubierto con lonas. Ruth también vio tres entoldados bajos de plástico claro. Invernaderos.

Cinco adultos y un chico estaban juntos, alejados de la cabaña, en la carretera, con el mismo número de miembros de las fuerzas especiales vestidos de camuflaje y un hombre de las fuerzas aéreas vestido de gris azulado. Los dos grupos no se mezclaron. Los soldados sostenían rifles de asalto, los cañones apuntaban al suelo.

Ruth frunció el ceño. ¿De verdad era así como pensaban tratar a aquella gente, como ganado?

—Flanqueadla —dijo el marine que estaba a su lado. La orden funcionó como un conjuro. El movimiento hizo que ella desviara la vista de nuevo hacia los invernaderos. Vio dos siluetas que se escondían, una de ellas sacó el brazo, y los soldados levantaron las armas…

Una mujer en la carretera gritó:

—¡Lindsey, por Dios, no!

Su pánico estridente se perdió enseguida entre voces masculinas.

—¡Sólo son niños!

—Niños…

—Bajad las armas —ordenó Hernández—. Por el amor de Dios.

Los marines que rodeaban a Ruth bajaron los rifles al oír la risa de una niña, clara y entrecortada.

—¡Lindsey! —chilló la mujer. La niña salió al aire libre, les apuntó con su palo y dijo «pam, pam, pam» antes de agacharse detrás de los bloques de hormigón de un invernadero.

Ruth la contempló, incluso después de que Todd le diera un suave codazo y hubieran reanudado la marcha. Al parecer la niña tenía nueve o diez años, llevaba un chubasquero amarillo que le colgaba como una bolsa de basura de cien litros. Era obvio que estaba encantada con los soldados.

Ruth meneó la cabeza y sonrió. Sentía una emoción demasiado compleja en su interior para expresarla con palabras, pero aquella niña era una esperanza. Era el futuro. Llegado el caso, la humanidad se recuperaba de cualquier cosa. Los seres humanos tenían una enorme capacidad de adaptación.

Los soldados la separaban de los seis californianos mientras Hernández se presentaba. Ruth se quedó tras los dos miembros de las fuerzas especiales. Cinco de los seis, dos mujeres, dos hombres y un chico, estaban demacrados y sucios. Normal. El último hombre la dejó helada.

Tenía la cara y el cuello acribillados por un sarpullido de ampollas y picotazos que le deformaban la barba negra, viejas cicatrices mezcladas con fragmentos grandes en curación y marcas que sangraban. Tenía el sufrimiento reflejado en sus ojos oscuros, y Ruth creyó ver culpa. Era alguien que había ayudado a diezmar un planeta entero, fuera por accidente o no. La expiación no estaba a su alcance. Había pagado un precio terrible, intentaría hacer más, siempre quedaría sumido en su dolor… y aun así el sentimiento de Ruth no era de odio, ni siquiera una repugnancia primitiva. Era de respeto. De intimidación.

—Señor Sawyer —dijo, y le tendió la mano.

Tenía los dedos ásperos y nudosos, pero su sonrisa era frágil.

—No —contestó—. Me llamo Cam.